lunes, 3 de octubre de 2016

Lágrimas de cine


Por Esperanza Goiri


"Cada lágrima enseña a los mortales una verdad". (Platón)



Periódicamente aparecen en prensa o en la red, proyectos de investigación con curiosas tesis del tipo: ¿Las mujeres pelirrojas, por su llamativo color de pelo, están más capacitadas para bailar bien la conga que las morenas?¿Las personas consumidoras de regaliz tienen más propensión al sadismo? Estos ensayos suelen venir apadrinados por una universidad o institución extranjera de florido nombre, por ejemplo Brainburg Health and Technologic Institute (me lo acabo de inventar) y sus conclusiones suelen ser sorprendentes. Como profana en la materia, desconozco la validez de dichos estudios desde un punto de vista académico y científico. Pero me divierte ojearlos.

Todo esto viene a colación porque hace unos días tuve noticia por Facebook de una investigación, realizada en la Universidad de Oxford, que me ha producido enorme satisfacción al proporcionarme dos argumentos nuevos para esgrimir frente a los que me miran en el cine, con sorna y displicencia, cuando me ven llorar como una María Magdalena cualquiera. Sí, soy de las que no pueden evitar las lágrimas ante determinadas secuencias. Lo intento llevar con la máxima dignidad posible, pero es difícil mantener el tipo cuando se encienden las luces, tras la finalización del film, y te pillan cual cervatillo deslumbrado por los faros de un coche, con el apéndice nasal enrojecido, los ojos acuosos y estrujando en las manos húmedos pañuelos de papel. Disimulas, tosiendo y sonándote la nariz, como si estuvieras afectada por un pertinaz catarro, pero no cuela. En esas situaciones sólo te reconforta el detectar en el patio de butacas a otro/a llorica que presenta los mismos síntomas que tú. Una inmediata corriente de simpatía y afinidad se establece entre ambos, al identificarnos como miembros de un mismo club: el del “lagrimal sensible.”
 
Fotograma de Las normas de la casa de la sidra


El grupo de investigadores de Oxford, liderados por el psicólogo evolutivo Robin Dunbar, afirma que llorar en el visionado de películas dramáticas estimula la segregación de endorfinas en el cerebro, lo que eleva el umbral de tolerancia al dolor; además, se establecen unos vínculos más fuertes entre los componentes del grupo que han compartido la experiencia. ¡Que se chinchen los reyes del autocontrol y los marmóreos de corazón! Alguna ventaja teníamos que tener los plañideros.

Mira por dónde, ahí puede residir la explicación de mi alto umbral de dolor, tal y como me han confirmado los médicos que me han tratado de diversas dolencias. Porque llorar, he llorado copiosamente por culpa del cinematógrafo. Empecé con la cruel separación de Dumbo de su madre y ha sido un no parar. Son muchas las cintas que me han emocionado y conmovido hasta perder la compostura: Up, Million dollar baby, Brokeback Mountain, Cuentos de Tokio, La buena estrella, Doce años de esclavitud, Cowboy de medianoche, Solas, El Pianista, Carreteras secundarias, La lengua de las mariposas, Los santos inocentes, Siempre Alice, Hotel Rwuanda, Toy story 3…

Evidentemente hay muchos factores que influyen a la hora de que te conmueva una película, dejando aparte sus méritos técnicos y artísticos. La edad, la situación personal, la empatía e identificación que se sienta con los personajes… Hay films que te emocionan la primera vez y sin embargo, cuando los vuelves a ver te dejan indiferente. Otros, por muchas ocasiones que los veas, siguen impresionándote. En mi caso, hay dos películas en las que pese a conocer su trama y desenlace al dedillo soy incapaz de reprimir el llanto. Curiosamente, aunque por diferentes motivos, ambas están asociadas a mi padre.

Una, es Capitanes intrépidos. Narra la entrañable relación que se establece entre Manuel (Spencer Tracy), un sencillo pescador portugués, y un niño rico y malcriado interpretado por Freddie Bartholomew. La vi por primera vez con mi progenitor cuando yo tenía siete u ocho años. En la escena de despedida entre los dos protagonistas, mi padre se emocionó profundamente. Contemplarle llorar me podría haber inquietado, puesto que no le había visto antes en tal circunstancia. Sin embargo, le entendí perfectamente y me identifiqué con él y con los sentimientos de los personajes. A lo largo de los años volvimos a verla juntos en tres ocasiones más; los dos sabíamos que se nos escaparían las lágrimas, inexorablemente, en la misma escena. No hacíamos nada especial para provocar el llanto o para evitarlo, simplemente sucedía.

La otra, Las normas de la casa de la sidra. Mi padre había fallecido hacía poco y mi marido, por aquel entonces novio, pensó que podíamos ir con mi madre al cine para distraerla un rato. Dicho y hecho. El eligió la película y sacó las entradas. Ninguno de los dos nos informamos del argumento; estábamos a otras cosas. Cualquiera que haya leído la novela que inspira la película o haya visto ésta, sabe que de reír, precisamente, no es. Por si fuera poco, mi padre siempre había tenido un cierto aire a Michael Caine, acentuado en esta cinta por la personalidad del Doctor Larch. Total, que la panzada de llorar fue antológica. El “yerno” nos miraba consternado y deseando que se lo tragase la tierra. Puede que por todas esas circunstancias sea una de mis cintas preferidas.

En fin, “príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra”, de vosotros depende dejaos llevar o no por las emociones la próxima vez que veáis un dramón. Que ustedes lo lloren bien.

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