martes, 8 de noviembre de 2016

La última posada

La última posada. Imre Kertész.

Acantilado: Barcelona, 2016, 296 pp. 24 euros.

“Leyendo a Kafka uno sólo puede sentir vergüenza de atreverse a escribir” (I. Kertész. La última posada).
“Sin embargo, las manos de uno de los señores estaban ya en su garganta, mientras el otro le clavaba el cuchillo en el corazón, haciéndolo girar allí dos veces. Con ojos que se quebraban, K. vio aún cómo, cerca de su rostro, aquellos señores, mejilla contra mejilla, observaban la decisión. “¡Como un perro!, dijo; fue como si la vergüenza debiera sobrevivirlo” (F. Kafka. El proceso).

Por J. Teresa Padilla

 Venga. Allá voy. A ver si me acuerdo de cómo se hacía (o cómo lo hacía). Lo siento por La última posada, a la que no podré hacer justicia (o al menos la justicia que me gustaría y de la que en otro tiempo hasta me sentí capaz). Podía haber escogido volver con una reseña de un libro que hubiera despertado mi faceta de crítica feroz y sarcástica, que la tengo, conste. Eso es más fácil de escribir, a saber por qué (la bruja que en el fondo o en la superficie eres, que la justicia en estos casos te impota un bledo…), pero hay un problema (en realidad, dos): he decidido no obligarme a leer nada que no me guste (ventajas del amateurismo), y tengo que confesar que soy, siempre he sido, una moralista (no comento lo que no he leído).

Kertész (1944). Fuente: Bz-Berlin
¿Por qué entonces Kertész? ¿Es que no he leído otra cosa interesante durante este medio año de ausencia? Pues no. Ésa es la verdad. Apenas he leído. Apenas he logrado terminar un libro, sería más exacto. Unos eran, o me parecían, malos. Otros, simplemente, no fueron capaces de mantener la atención de una persona que, como yo, siempre ha tenido dificultades para concentrarse y a la que de pronto se le acumularon urgencias sobre las que decidir si había que pensar o más bien ignorar o… Yo qué sé. No, no soy de esas mujeres multitarea perfectas. La metáfora del pollo sin cabeza se creó sin duda pensando en gente como yo. Por supuesto, no llegué a terminar de pensar o ignorar nada hasta el final. Y claro, tampoco a leer casi nada hasta el final. Casi nada, porque La última posada sí; y esto merece una explicación, porque resulta casi un milagro y se supone que tales cosas no existen.

La leí, es verdad, aunque apenas me enteré de nada. Soy de las que se pierden y constantemente tienen que leer de nuevo una frase, un párrafo. Una página entera si me descuido. Una, dos veces; puede que más. Eso en estado normal (lo sé, no soy nada lista, lo que tiene sus ventajas: me exime de la obligación de entender gran parte de lo que sucede a mi alrededor). Cuando me hallo en el estado de gallinácea descabezada antes descrito, el fenómeno adquiere proporciones alarmantes. ¿Y por qué seguir leyendo lo que sabes que no estás entendiendo (o no del todo), lo que sabes que vas a tener que leer desde el principio más adelante?

Yo creía que sólo era por necesidad afectiva. Ya comenté cuando murió, la última vez que escribí aquí, que Kertész era uno de esos autores que, más que leer, siento que me hablan. Alguien que conoces, cuya charla te acompaña aunque no siempre le prestes atención. Te consuela el runrún de su voz. Y cuando no es así cierras el libro. Sin rencor ni dolor. Pero luego, en la segunda lectura, ya en mi casa, ya pasado lo peor (sólo de momento, como casi siempre en la vida), le escucho decirme: “No hay que entender los libros, basta la inspiración que despiertan en nosotros, a menudo por el mero hecho de tenerlos en las manos y leerlos. No importa el libro, sino su lector”. Los libros nos ayudan a pensar, a entendernos a nosotros mismos, incluso a vivir más allá de como también lo hace un vegetal. Eso me dice este texto, que no sé si de verdad he entendido. Y además no importa, porque me siento autorizada por el autor para quedarme con la impresión gozosa (bendita sea mi estupidez) de que me queda mucho por comprender. Casi todo. Así que volveré a leerla y a entender muchas frases por primera vez o a entenderlas de otra forma. De eso se trata. Por eso amo a Kertész. Porque escribe para tontos como yo, pero tontos deseosos de aprender; porque él mismo escribe para saber, y no cualquier cosa, sino lo esencial (“la novela es indagar en el ser con los medios de la novela”); porque, resumiendo, hace de la literatura un ejercicio socrático y conjuga mis dos pasiones: las literatura y la filosofía. No era, pues, sólo la necesidad de compañía, sino de un maestro, un guía, un poco de luz.

“Considero [este libro] la culminación de mi obra”, el “opus magnum ultimum”. Como a otros tampoco me lo pareció a mí la primera vez que lo leí, ni mucho menos. En realidad me sorprendió la afirmación, me chirriaba: un hombre que baraja como título alternativo de esta obra Fin de partida en el club nocturno “El seguro perdedor” no puede cantar este tipo de victorias. A la segunda creo que empecé a encontrarle sentido. Es (o pretende ser) el libro-diario de la muerte y ¿no es ella la culminación de la vida? Aunque ésa es la cuestión: ¿lo es?, ¿qué es la muerte, más allá del camino de decadencia y enfermedad que conduce a ella?

La novela hace metafísica (sic), pregunta por el ser (sic) con sus medios, decía Kertész y citaba yo arriba. Unos medios a la vez precarios (“el escritor, si es honesto, está siempre al margen de la propiedad. Sabe que no tiene nada y que no sabe nada”) y ambiciosos hasta la más vergonzante locura, pues trata de llenar el hueco dejado nada menos que por el dios ausente y recrear su creación, que es la creación del sentido moral que falta. O que a algunos les falta (el científico se ríe de las zozobras del escritor y “ataca el filete”) haciendo de la vida un absurdo, “un error que la muerte tampoco arregla”, un fracaso, una chapuza. Tal indagación puede muy bien ser superflua a día de hoy, seguro que lo es, pero “resulta secundario que la metafísica tenga o no razón de ser (en nuestro pensamiento). El hecho es que “el hombre” ha sido metafísicamente abandonado” (Dios ha muerto); que “tal es ahora su estado de ánimo, y éste es un estado de ánimo peligroso”. ¿Necesitas pruebas? Echa un vistazo a la prensa o a los informativos. Así que habrá que retomar esa creación imperfecta, considerarla sólo un experimento, un camino hacia “la verdadera imagen y semejanza” todavía por recorrer, un proceso en el que el escritor se pregunta si no es su deber participar. Porque en el fondo de esto se trata: o se aferra a esta esperanza ingenua y probablemente falsa o hace por fin acopio del valor para tirarse por la ventana: “Quitarse la vida o seguir viviendo es solamente cuestión de carácter, de temperamento o de oportunidad”.

Fuente: Tumblr
Una locura brutal. Algo que pocos escritores se atreverían a plantear siquiera sin sonrojarse. Pero qué sino esta locura puede hacer pese a todo de la vida “una enorme maravilla en la enorme miseria del mundo”. La escritura como deber ético, como refugio contra “el orden natural del mundo: la maldad”, como esa esperanza insensata que “domina mi vida y la convierte en vida bendecida”, como “justificación de la existencia” -“¿Merece la pena “levantarse de un salto de la cama” por una buena frase, por un pensamiento? Todavía sí. (Y mientras merezca la pena durará mi vida…)”-, como vanidad de vanidades y plenitud de plenitudes, como metabolización del dolor… Todo esto se dice en La última posada. Una locura, sí, pero “mientras me aferre a mi locura seguiré cuerdo… No debo permitir que a mí, un niño de setenta y cinco años, me introduzcan por la fuerza en el mundo de los ‘adultos’”. Agarrarse a la locura de la niñez, ésa que nos permite hablar de los grandes asuntos como ellos exigen: a lo grande, “es decir, con cinismo y con inocencia”. Brutal, grandioso, digna tarea del opus magnum ultimum.

Fuente: El español
De esto habla La última posada. De esto y de la enfermedad (qué casualidad), propia y ajena, de la decadencia no sólo física ("todas las enfermedades son enfermedades del alma o se convierten en enfermedades del alma"), de todo aquello que nos hace perder la ya escasa confianza que tenemos en la vida y en nuestros cuerpos y nos hace conscientes de los huérfanos que hemos sido siempre. Y de la muerte, por supuesto, de la que no sabemos nada, ni siquiera si la deseamos o no. Sólo que duele y entristece, y provoca en el hombre un miedo que “gime y lloriquea a sus pies como un perrito abandonado” (y sólo por esta descripción del miedo inconcreto y constante que dejan las pesadillas y acompaña a la muerte ya vale la pena para mí esta novela en cierto sentido frustrada, quizás necesariamente). También de trivialidades como el Nobel, las idas y venidas de Budapest a Berlín, las fatigas informáticas, las caídas, los insomnios, los dolores… Y de música, de amor, de soledad, de cómo se gestan o frustran las obras literarias, de la inutilidad de la pasión y del pavor a perderla... De lo que hablan, en suma,  los diarios, porque un diario de la muerte no se diferencia mucho de uno de la vida. Al fin y al cabo, lo que parece indudable es que, llegados a la vejez o a cualquier otra enfermedad incurable, la muerte debería ser una mera cuestión práctica que exige sus preparativos y, sin embargo, la mayoría no hacemos ninguna de estas cosas tan razonables incapaces de dominar nuestro “cínico amor por la vida”. ¿Cínico? Sí, de perro, porque nuestra muerte es nuestra sólo mientras nos agarramos, vivos, a ella como “nuestra última tarea”, pero al final nos alcanza como a Joseph K. avergonzándonos y dejándonos en rídículo: “’Como un perro’, citó Sonderberg, como un perro”.

6 comentarios:

  1. No es necesario que te explique lo que he echado de menos tus reseñas. Porque Diarios se ha mantenido a duras penas este tiempo, ya lo sabes. Sin ti no somos nada de nada. Bienvenida a tu casa.

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    1. Diarios se ha mantenido tan estupendamente sin mí que si he vuelto sólo ha sido por lo que yo añoraba escribir en él. Sin mí sois aún mejores porque os obligáis a sacar lo mejor de vosotras. Yo vuelvo, vale, pero, porfa, que eso no cambie.

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  2. Pues sí, te acuerdas de cómo lo hacías, y me gusta que haya sido sobre ´La última posada’, un libro imprescindible para los que amamos a Kertész. Las palabras de este hombre estremecen por su lucidez y sinceridad aplastante. A veces tampoco yo le entendía, y sí, también volveré a leer el libro, pero dentro de algunos años. Creo que tengo que llegar a vieja para experimentar sus palabras en carne propia.
    Bienvenida a tus dominios. Un beso, hermosa.

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    1. Madre mía. Tú llegar a vieja... Me parece que hay personas a las que la vejez no llega nunca y que tú eres una. No esperes a ella para volver a leerla por si acaso. Y gracias por la bienvenida, guapetona.

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  3. Como dice Juana....poosss no se te ha olvidado. Lo haces tan bien como siempre. Pondré La última posada en mi lista de lecturas pendientes, aunque tenga que leerlo dos o tres veces. Ub beso torera.

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    1. Qué alegrón me has dado, Susana, animándote a comentar. Pues ya sabes: cuando quieras te lo presto.
      Jolín, qué buen domingo. Un besazo.

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