jueves, 23 de marzo de 2017

Ciudad abierta

Ciudad abierta. Teju Cole.

Acantilado: Barcelona, 2012. 296 pp. 22 euros.


Por J. Teresa Padilla

No todos los temas pueden abordarse igual. Cada forma de ser exige una manera de ser mirada y, luego, descrita o contada. De lo contrario resulta invisible en su especificidad, se pierde.

Cualquiera que haya tenido una mínima formación filosófica lo sabe. Los demás puede que no lo sepan, pero lo intuyen, con más o menos claridad de acuerdo con la sensibilidad que este perro mundo les haya permitido conservar. Esta sensibilidad no tiene que ver con cursiladas o sensiblerías. Es esa inteligencia instintiva y “sentiente” que destella ocasionalmente en los niños deslumbrándonos y parece dormida o muerta en nosotros, los adultos, hasta que la despierta o resucita algo. Ese algo normalmente es el dolor. Y sólo mientras no se transforme en ira: la ira ciega (a veces las frases hechas son verdades como puños) y no hay inteligencia que pueda sobrevivirla, mucho menos nacer de ella.

Ya sé que tiendo a la digresión, y que, aunque me incline a ver en ello un rasgo simpático de mi escritura y crea firmemente en el deber para con uno mismo de ser indulgente con este tipo de vicios menores, salvo a los maestros de la misma (Bernhard, Sebald, Walser…) la digresión no suele sentar bien. Sin embargo, aquí no es gratuita. Me creáis o no siempre intento evitar que lo sea, pero en este caso más que nunca, porque Ciudad abierta es justo de lo que estoy hablando: un ejercicio sobre cómo mirar, lograr comprender y describir lo invisible, lo ausente, lo borrado. Es muchas cosas más, todas ellas maravillosas, pero sobre todo es esto.

Foto: tejucole.com
Hace poco yo misma recogía aquí títulos sobre la escasa literatura existente sobre el 11 M. Esta novela nació, según declara su autor en una entrevista que os recomiendo, del 11 S, aunque el lector no se entera de su importancia temática hasta pasadas las primeras cincuenta páginas. Habla del 11 S en su ausencia, señalando los vacíos que ha dejado en la ciudad y los fantasmas que ha generado alrededor de los supervivientes “la limpieza de la línea” creada en torno a él (ese cordón sanitario que tan bien conocemos del “no hay preguntas sin respuesta” o del “pasar página”). Pero no quiero llevar a nadie a engaño: apenas se menciona esta catástrofe, aunque en las idas y venidas del protagonista por Nueva York y Bruselas se entremezcle con otras que emergen de la nebulosa del pasado o se vislumbran “en los espacios de oscuridad entre las estrellas muertas” que también podemos llamar futuro. Algunas de estas fuentes de dolor que tan fácilmente se nos escurren entre las manos son íntimas (la muerte del padre, el silencio helador que marca la relación con la madre, el dolor del que se nos acusa sin que nos podamos hacer responsables de él pero tampoco negar…). Otras, como la Shoáh, son “públicas”, aunque por más intentos que se hagan para reconstruirlas a una escala histórica, siguen teniendo una forma muy íntima de presentarse y hacerse visibles (sensibles): la conmoción. Porque no es verdad, como le dice en Bruselas al protagonista el yihadista en potencia, que la muerte sea sólo muerte, que todas sean iguales y que el sufrimiento que provocan sea siempre el mismo. Porque no es verdad, sencillamente, que entre todos nosotros no haya salvo una diferencia numérica. Eso es lo que dice el terrorista, lo que le permite matar. La historia, la ciencia histórica, se empeñará también por reducir todas estas catástrofes con todas sus diferencias a un concepto común, pero no son los conceptos los que conmocionan o duelen. Casi cualquier cosa es más fácil de manejar que el dolor y el historiador carece de las herramientas para estudiarlo, para aclararlo, para mostrárnoslo. Es ahí donde el escritor intenta aportar su modo único de abordar las cosas con la esperanza de añadir claridad y alguna forma de paz o de consuelo en “un mundo sin santidad”, “azotado por una epidemia de pena”.

Nada de esto es digresión. Ojalá pudiera decir que lo escrito aquí es creación mía. No, es justo de lo que se habla en Ciudad abierta. Una novela escrita como un diario de viaje. De esos modestos viajes que son los paseos sin rumbo en los que el paseante distraído se topa con espacios vacíos que le recuerdan lo evidente, a veces para desecharlo de inmediato. O con exposiciones fotográficas sobre los prolegómenos de un apocalipsis, con la música y su medida del tiempo, con los sonidos y las luces del metro que nos transportan a un pasado que no es el nuestro, con desconocidos que nos reconocen o en los que nos reconocemos... Según su autor es una novela que debe su existencia al 11 S, pero que pretende transmitir la complejidad de su propia trayectoria vital. Sin ser autobiográfica, pues las armas que usa para hacerlo son la experiencia, sí, pero sobre todo la imaginación: la que crea con palabras. Es su vida y una parte importante de la nuestra. Ése es el misterio de la comunicación literaria.

Ciudad abierta porque es, a la vez, ciudad de acogida e invadida, aunque haya consentido en ello. Una ciudad que recibe al extranjero con una estatua de la libertad contra la que, sin embargo, chocan y mueren bandadas enteras de pájaros cuyos cadáveres hay que recoger a diario. En la que el presente teme al futuro y borra el pasado en un intento, en el fondo inútil pero sobre todo cruel y peligroso, de ignorar su propia complejidad, de reconocer la inexistencia de una identidad monolítica, su mestizaje. "Es difícil vivir en un país que ha borrado tu pasado", dice una paciente nativa de Julius, el protagonista, psiquiatra para más señas. "Casi no hay norteamericanos nativos en Nueva York, y muy pocos en todo el nordeste. No está bien que a la gente no le aterrorice esto, porque es algo aterrador que le pasó a una población muy grande. Y no es historia; está aquí, o al menos está conmigo". Porque de esto se trata, de que mientras esté aquí, en nosotros, doliendo y vivo, nada es historia.

La novela tiene dos partes muy dispares en extensión, quizás no del todo necesarias, y con títulos enigmáticos: “La muerte es una perfección del ojo” y “Me he investigado”. La primera hace referencia a la imperfección inherente a la mirada viva (sólo comprendemos del todo lo concluso, lo acabado, lo muerto, lo histórico), ésa que está inmersa en el tiempo. Otro tema tratado con una riqueza insólita en esta novela: el tiempo. Cómo transcurre, se detiene, se rompe en pedazos, vuelve sobre sí. La continuidad en la que creemos vivirlo; su discontinuidad en cuanto nos paramos a mirarlo. El tiempo, hecho de presencias y de ausencias. De las curadas y de las que como fantasmas impiden la curación. El tiempo vivido: no confudir con la historia.

“Me he investigado” y soy sospechoso, añadiría yo al título de la segunda parte. Es, en realidad, la conclusión de una novela que no concluye, porque su protagonista sigue vivo y ha aprendido, entre otras cosas, a no fiarse del todo de sí mismo. Sabe de sus facetas oscuras, opacas. De que en esa oscuridad anida el germen de la locura y la desesperación, pero también la posibilidad de una vida en la verdad. No somos los héroes, los buenos de la película. Asumimos, con temor, que vivimos también en relatos e historias ajenas, que no nos pertenecemos por completo. Salvo quizá en la muerte, cuando todo haya concluido y sea compresible (pero ¿para quién?), o ni siquiera: “De pie allí, sumido en todo tipo de penas, me pareció que estar vivo era ser a la vez original y reflejo, y estar muerto era estar cercenado, ser reflejo y nada más".

Un libro, en suma, bellísimo, del que se aprenden muchas cosas, y en el que se leen, qué se yo, frases tan sencillas y reveladoras como ésta: “Había pensado que si lograba dormirse a lo mejor se moría. Era una idea nueva para él y le había hecho bien. Lo había ayudado a dormir”. Quien no haya sentido alguna vez exactamente esto que levante la mano.

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