sábado, 11 de marzo de 2017

Magerit*

*En la discutida etimología del topónimo Madrid, Magerit se considera su denominación andalusí.



Por Marisa Díez Marín y J. Teresa Padilla

11 de marzo de 2017

Mi querida Marisa:

A veces resulta difícil contar ciertas cosas y no sabemos dar un motivo. Como te pasa a ti estos días: llevo un tiempo animándote a reseñar Patria, el éxito literario de la temporada, y tú… Bueno, llevas casi el mismo dándome largas con excusas vagas. Estoy segura de que hay una buena razón, una verdadera, detrás de toda esa indefinición.

Ya sé que a veces es mejor callar que arriesgarse a hacer daño a otros, y por ahí me parece que pueden ir los tiros (casi siempre van por ahí). A mí, ya sabes como soy, me cuesta callarme. Y tengo mucha fe en las palabras (las de verdad, no ese simulacro de comunicación al que nos acostumbran los medios, las redes, los políticos). Las palabras son peligrosas, pueden llegar a matar, como decía Bernhard, pero son la única esperanza de curación de las heridas, de redimir la soledad en el encuentro con el otro, de conservar la humanidad. Creo en ellas, en su poder (para el bien y para el mal), y no me extraña nada que se identifique a Dios precisamente con ella.

No creo que fuera casual que mientras intentaba sin éxito sonsacarte sobre la incapacidad que sentías para escribir siquiera fuera sobre la propia dificultad de la reseña de Patria, me recordaras que se acercaba el aniversario de los atentados del 11 de marzo. Ni tampoco me parece casual que aceptaras tan inmediatamente mi idea de escribir algo juntas sobre ellos. Existe un evidente vínculo que asocia Patria y el 11-M (el terrorismo), pero también algo que parece hacerte más fácil escribir sobre aquel día en Madrid que sobre Patria o lo que en ella se cuenta. O esa impresión me dio tu reacción. Quizás si, como tú sugeriste que hiciéramos, cuento en una carta a esa extraña que eras entonces para mí cómo viví esos días, consigo explicártelo.

Hace trece años no nos conocíamos, pero sé que nuestras vidas eran muy distintas. Yo no trabajaba. Tenía un niño que no había cumplido los dos años y esperaba ya a la que sería mi hija. Vivía aislada de casi todos, agotada sin necesidad, como suelen estarlo las madres primerizas algo neuróticas, en una casa que no era mía y en la que nunca me sentí a gusto. Había días que sólo hablaba con Fina, la portera de mi edificio, o algún conocido del barrio amante de los perros o de los niños pequeños. Porque ésa era yo, la chica que paseaba mañanas y tardes a un niño rizoso rubio y a una perra rizosa negra. El 11 de marzo de 2004 también.

Di el desayuno al niño, lo cambié y lo vestí. Siempre iba con prisa por las mañanas porque la perra llevaba sin salir desde la noche anterior y me daba pena que tuviera que aguantarse tanto o que la pobre no llegara a la calle. Cuando bajé me encontré, como solía, a Fina. Ella escuchaba la radio continuamente y me contó lo que parecía haber pasado. Siempre le decía algo a Miguel, al que quería como si fuera suyo, pero ese día no. Estaba asustada, hablaba de ETA, sin especial ira. Parecía más bien como si esas siglas dotaran de algo de sentido, de familiaridad, a lo que estaba pasando, aunque bien claro estaba para las dos que no, que no era la misma tediosa, brutal y repugnante sangría a la que ya nos habíamos, por triste que sonara y aún suene, acostumbrado.

Salí a la calle. La perra tiraba de mí. Y conforme nos acercábamos a Conde de Peñalver, el sonido de las ambulancias que se dirigían, una tras otra, al Hospital de La Princesa se hacía más amenazador. Cuando la cercanía con Francisco Silvela hizo que se solaparan con las sirenas de las que bajaban hacía el Gregorio Marañón, el ulular era aterrador. La perra volvía a tirar de mí, pero de vuelta a casa.

Ruido y más ruido. De los noticiarios, los especiales informativos, de los políticos (estaban en la recta final de la campaña electoral), de las protestas por las sospechas de manipulación informativa, de los helicópteros. Y a la vez una cantidad impresionante de ciudadanos en duelo que, al menos en la parte de la manifestación que yo ocupaba con mi carrito y mi niño junto a otros padres con sus carritos y niños, pedían sobre todo silencio. Hasta para hacer callar a los que gritaban contra unos u otros. No, no estábamos allí por ellos, los asesinos habituales, ni por los otros, los nuevos. Estábamos allí porque doscientas personas muy parecidas a nosotros se dieron el madrugón de todos los días para trabajar o estudiar y otras personas decidieron que no debían seguir con sus vidas. Estábamos para demostrar que no nos era indiferente. Y mientras en los informativos los políticos seguían haciendo ruido acusándose mutuamente de mentir, en la cola del supermercado todos esperábamos mudos nuestro turno: nadie parecía impacientarse, ni tener que reclamar un descuento. Sólo se oía el tenue hilo musical y algún tímido buenos días. En Madrid se hizo el silencio y, a la vez, se llenaban de palabras, escritas en papelitos, las estaciones de Atocha, El Pozo, Santa Eugenia, la calle Téllez… Palabras que no rompían el silencio.

Los verdugos resultaron ser otros que los de siempre, aunque igual de humanamente insignificantes. Pero extraños. Tan insignificantes y extraños que apenas sabíamos a quién culpar, contra quién dirigir nuestra ira. ¿Es por esto que te resulta más fácil hablar del 11 M que de Patria? En fin, ya sabes que los ciudadanos fuimos a votar casi como forma de protesta y que nuestros políticos salieron unos a celebrar su victoria con unas sonrisas completamente obscenas y otros a lamentarse con la misma obscenidad por su derrota. A mí, por lo menos, todo aquel espectáculo me resultó obsceno. Y la vida siguió, aunque tardó en recobrar su sonido habitual. Yo no podía evitar pensar que había tenido la niña que alguna víctima no pudo tener. Y algunos familiares, desesperados quizá para siempre por el dolor, siguieron pidiendo más verdad y justicia de la que se les había ofrecido ya muchos años después, en los anocheceres de todos los 11, en la estación de Atocha que yo atravesaba entonces diariamente camino del trabajo. Como si eso fuera posible en este mundo: una verdad y una justicia que pudieran consolarles.

Nos vemos pronto, espero.

Teresa.

Foto: Javier


Querida Teresa:

Como casi siempre, tienes razón. Hay asuntos de los que cuesta tanto hablar… Me sigue recorriendo una sensación de angustia, parecida a un escalofrío, cuando intento escribir acerca de aquel jueves atroz. De hecho, es la primera vez que voy a intentarlo, aunque dudo que consiga relatar unos acontecimientos tan traumáticos con un mínimo de objetividad, o que sea capaz de controlar las emociones que me provoca tan sólo recordarlos.

Mi vida era por entonces muy diferente a la actual. Tenía un empleo estable, con una jornada completa y un salario de lo más digno. A veces me preguntaba si se trataba del puesto de trabajo que había imaginado en mis sueños de grandeza y la respuesta era, la mayoría de las veces, negativa. Pero estaba contenta y me consideraba una persona independiente, lo cual me producía un sentimiento de serenidad del que ahora carezco.

Mi jornada laboral comenzaba a las cuatro de la tarde y terminaba a las doce de la noche. Así que, aquel nefasto 11 de marzo, no madrugué. Esa mañana se me pegaron las sábanas; es casi seguro que la noche anterior me entretendría leyendo algún libro o cotilleando las Crónicas Marcianas de Javier Sardá y me darían las tantas. Como cada día, al ir a prepararme el desayuno, conecté la radio y, en ese momento, la voz de Iñaki Gabilondo me sobresaltó: explosiones, trenes, Atocha, atentado, la estación del Pozo, el Pozo, el Pozo… Aterrada, me dirigí a encender la televisión y las imágenes de los trenes me dejaron por unos instantes en estado de shock. Atocha, Téllez, Santa Eugenia…, las 07:35, el Pozo, el Pozo, el Pozo…

Intenté asimilar la información, pero me quedé petrificada en el sofá por un tiempo que no puedo precisar. Sólo recuerdo que, cuando conseguí marcar el número de teléfono del hotel donde mi hermana y yo trabajábamos, ella en el turno de mañana, un temblor recorría todo mi cuerpo. Mi primo Sergio, que también atendía la recepción y la centralita, descolgó. “Hola, Marisa. Tu hermana está aquí. Está bien. Te la paso”. Esas fueron literalmente sus palabras. La conversación que mantuvimos después no la recuerdo con exactitud, pero sí que cuando colgué el temblor se había convertido ya en un llanto desenfrenado, en un miedo atroz que me había invadido y no podía controlar.

El turno de mi hermana comenzaba a las ocho de la mañana. Cada día, a la misma hora, hacía el trayecto desde la estación del Pozo a Recoletos en un tren de cercanías igual al que saltó por los aires. A las 07.35- 07:40, su horario habitual. Aquel tren era “su” tren, pero a ella aquel día también se le habían pegado las sábanas y llegaba tarde. Cinco, diez minutos. Tarde. Y ahí estaba. Y seguía viva…

Y después recuerdo nítidamente el silencio. Una capa de silencio envolvía la atmósfera, como si la ciudad se hubiera quedado muda. En el metro, en los autobuses, por la calle; caras de estupefacción, de dolor, rostros de angustia, muecas de incredulidad. Y silencio. Un espeso y aterrador silencio. La ciudad se ralentizó; de repente nadie parecía tener prisa. La gente caminaba cabizbaja por la calle y una ola de solidaridad se esparció por cada esquina. Madrid estaba en duelo y nadie se sentía capaz de alzar la voz.

La manifestación del día siguiente la viví en el hotel, trabajando. Recuerdo a algunos de los clientes que se alojaban aquellos días. Uno de ellos, que se hospedaba habitualmente con nosotros, catalán por más señas, se acercó a la plaza de Colón para hacer parte del recorrido, pero abandonó transcurridos unos minutos. Cuando regresó, abrió la puerta y se sentó en un banco que teníamos frente a la recepción. Con la mirada perdida sólo pudo decirme: “Qué triste, Marisa, qué tristeza en las miradas. No he podido soportarlo. ¿Quién puede ser capaz de ocasionar este horror?”.

De lo que ocurrió los días siguientes, de la utilización abyecta del atentado y de la bajeza moral de algunos de nuestros políticos en aquellas jornadas de dolor, no corresponde aquí escribir ningún relato. Allá ellos con su conciencia. Poco tiempo después, durante unos días de vacaciones en un lugar que no voy a desvelar, alguien se permitió el lujo de contarme una especie de chiste infame acerca de los atentados de Madrid. No le contesté; tan sólo le miré y en mi mirada debió descubrir algo que le hizo agachar la cabeza. Me di la vuelta y me marché. Hacía poco tiempo que había descubierto el verdadero significado del silencio.

Claro que nos veremos. En Madrid, en Magerit.

Marisa.


5 comentarios:

  1. Mientras desayunaba he abierto "Diarios" para leer lo que hace dos días estaba esperando leer. El café me ha sabido a tristeza, porque recordar lo que pasó hace 13 años puede tener muchos sabores, pero por encima de todos, ése, es el que predomina. Gracias, chicas por ayudarnos a no olvidar.

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  3. Olvidar, nunca.
    Gracias a ti Rodima por desayunar con nosotras.

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  4. Nunca el olvido, todo memoria. He aquí una propuesta literaria: "La vida antes de marzo", de Manuel Gutiérrez Aragón. Una buena mirada.

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    1. Es una de las obras que mencioné en la entrada anterior. Anoto tu recomendación de lector. ¿O es de cinéfilo? Gracias Anónimo Ruiz

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