jueves, 27 de abril de 2017

De literatura, aforismos y soledad

Marc Chagall. Soledad (1933)





“Con qué tenacidad nos aferramos a la vida de los otros; con la misma tenacidad que a la nuestra, no existe diferencia alguna” (Elías Canetti, El libro contra la muerte, p. 65).

Por J. Teresa Padilla

Como me prometí a mí misma y compartí con vosotros, ando absorta en la lectura del ensayo de Canetti del que he extraído la cita que encabeza este texto. Según mi experiencia, la escritura funciona un poco así: coges un hilo de un texto ajeno y tiras de él hasta arrancarlo de su urdimbre original. Luego jugueteas, lo enrollas y desenrollas entre tus dedos hasta que, de tanto manosearlo, pierde su textura y tono original, se deshace y rompe o, por el contrario, te parece ver un destello en alguno de sus nudos. Entonces empiezas a coser con una bobina de hilo más o menos nueva y propia, pero que has elegido, al margen de su posible, pero no imprescindible, semejanza, con aquella hebra que robaste a un escritor en mente. Cuanto menos original es el que escribe (véase una misma), más necesita de estos robos, pero ni el más genial e innovador puede prescindir de ellos, pues no hay adanismo posible (ni en el fondo deseable) en literatura. No hay autismo en la escritura, que, como el habla, es una forma de comunicación, aunque, a diferencia de ella, pretende superar los límites de la contemporaneidad. El escritor busca comunicarse con el lector, que a su vez puede escribir o intentarlo; pero también consigo mismo, que se desdobla en el texto y se pone ante sí como en un espejo. O puede que sea la propia literatura, la lengua, la que se comunica con los que la mantienen viva y a los que ella, a cambio, contribuye a liberar de los grilletes de la ignorancia, la ceguera y la fealdad. Incluso hubo en mis tiempos mozos filósofos que, empeñados en negar a los sujetos involucrados en cualquier proceso, sólo reconocían esa comunicación entre los propios textos: nos dejaron la metaliteratura (que en discretas dosis puede ser enriquecedora), bastante hastío y la evidencia cada vez más clara de su próxima esterilidad, asunto que no se les ocultaba y hasta celebraban. No en vano eran los filósofos del después de todos los fines (de la modernidad, la Historia, la metafísica…).

Los aforismos, tan abundantes en la obra que estoy leyendo, son la forma literaria más fácil de robar con estos fines creativos. Reconozco que su ambigüedad, en algunos casos, y la omisión del razonamiento que ha conducido a su formulación en casi todos los demás, me saca un poco de quicio. Querría saber más, estar segura de entenderlos, antes de ponerme a elucubrar por mi cuenta, que es la invitación más clara e irresistible de los aforismos. Pero no puede ser, porque si se presentaran como la conclusión de una serie de inferencias no podrían ser lo que son: propuestas o ensayos que te interpelan, precisamente, aguijoneándote a reconstruir el camino que llevó o pudo llevar a ellos y a seguirlo en tu propia dirección. Invitan desde siempre a esto y, últimamente, también a escribirlos sin atención a la ortografía sobre un fondo atractivo y subirlos a la nube, todo hay que decirlo. Es raro. Para algunos, entre los que me cuento, el aforismo da mucho trabajo; más que una novela o un ensayo largo. Para otros resume toda la sabiduría que necesitan. En cómodas píldoras. Los cómos y porqués les son indiferentes. Así, una termina por desconfiar de los escritores aforísticos que no tienen detrás una obra más extensa en la que puedan enraizar sus sentencias breves. Hay muchos vagos, aspirantes a cómico e iluminados entre ellos.

Por supuesto que no es el caso de Canetti. Sé, por lo que he leído antes de llegar a este aforismo, de qué está hablando: de la muerte, por supuesto, cuya escandalosa realidad vivimos en la del otro. Pero también, aunque no lo mencione tanto y hasta parezca un detalle menor, de la soledad.

Yo no soy escritora. Soy una lectora a la que le gusta escribir sus impresiones sobre lo que ha leído para no olvidarlo al poco tiempo. También escribo sobre otras cosas, porque me interesan, me han dolido o, simplemente para evadirme y reírme un rato. Llevo así en este blog una especie de diario personal en el que, paradójicamente, prefiero escribir sobre otras cosas antes que sobre mí. O, sí, hablo de mí misma, pero por intermediación de otros (los autores y las obras que reseño). Al final, creo que hago lo mismo que los escritores de verdad (reflejarse en lo que escriben, autorretratarse), aunque a mi modestísima manera. Puede que no haya otra forma que ésta, indirecta, de ser veraz y honesta sobre una misma, y, ya que no brillantez, lo mínimo que debo exigirme es esa sinceridad. Y conjugar ésta con el pudor de no quedar expuesta públicamente. No mentir, pero no decirlo todo. Porque en términos absolutos no es posible (la última palabra sobre uno mismo nunca la dice uno) ni deseable: eso que te guardas para ti como el, quizá ilusorio, tesoro de tu identidad única, a la luz del día y a la vista de cualquiera suele aparecer como una nimiedad que te despoja de lo que creías propio y te muestra ante todos y, sobre todo ante ti misma, como una más, indistinta de la masa amorfa en la que necesariamente se convierten los demás cuando se pierde la creencia en la propia singularidad. No somos palabras y ellas no nos agotan, y por eso ese diálogo que es la literatura puede alargarse indefinidamente y podemos volver una y otra vez sobre esta o aquella frase, que ahora no dice sólo ni lo mismo que ayer o mañana. Pretender decirlo todo no sólo es mentir: es matar la que puede ser la más hermosa de las posibilidades.

Nos aferramos a la vida de los demás, dice Canetti (así me lo dice, en presente), con la misma tenacidad que a la nuestra. Es más: es exactamente la misma cosa, el mismo sentimiento, el mismo ansia. Porque tememos la soledad, sugiero tímidamente a Elías, pero una que no podemos llegar a vivir ni imaginar. Nos duele la soledad inconmensurable en la que nos parece que quedan los que mueren, cuyos rostros se transforman ante nuestros ojos para dejar de ser los que eran. Nos duele siempre la soledad de los que amamos, pero también la de todos los demás, mientras no nos hayamos acostumbrado a ella, a la muerte, mientras, como diría Canetti, no nos hayamos rendido, no le volvamos la cara. La soledad del muerto nos duele más, mucho más, que la soledad relativa en que quedamos los vivos, los supervivientes, y resulta comprensible que ese dolor pueda llegar a hacernos desear morir con los que más amamos, o morir, sin más, para no sufrir más muertes, ese dolor que nos hace sentir culpables. Pues más que sentir que son ellos los que nos dejan, nos parece que somos nosotros los que les hemos dejado ir. Y de pronto comprendemos que el “Señor, Señor, ¿por qué me has abandonado?” del Hijo del Hombre, también está dirigido a cada uno de nosotros. Tal es la impotencia a la que somete la muerte a los otros, y tal su injusticia, que necesitamos un culpable, y ése sólo puede ser el superviviente o el inmortal.

Hay veces que, de hecho, nos aferramos con más fuerza a la vida de los demás que a la nuestra, o que nos aferramos a la nuestra exclusivamente para poder seguir junto a los que amamos, por no dejarlos solos, más que por no enfrentarnos a la soledad que nos promete la muerte y sólo el vivo podría ya sufrir por nosotros.

No quieres dejarlos, pero aún menos sobrevivirlos, porque ésa, la del último superviviente, sería una soledad todavía más aterradora que la que se cierne sobre la frialdad y la palidez cérea del difunto. Así que, por mucho que a veces la hayas invocado y deseado, terminas por mendigarle, como la más servil de las pordioseras, un poco más de tiempo, tiempo para vivir algo más de sus vidas. Porque son ellas las que en el fondo quieres vivir. Porque son ellas, las vidas de los que amas, la que nutren y mantienen con vida la tuya.

De todo esto he hablado con Canetti hoy. Y lo que nos queda (¡con él y con tantos otros!).
“Dios mío, un dolor espantoso que ataca / repentinamente la parte baja / del vientre, mi niña - / si yo supiera que también a-allí, /cuando llegaste, / cuando dejaste de / agonizar - / te recibieron unas manos / llenas de amor y una toalla /calentita, y arómatica…” (David Grossman, Más allá del tiempo).

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