martes, 11 de abril de 2017

Llámalo sueño

Llámalo sueño. Henry Roth.

Alfaguara: Madrid, 1992. 552 pp. 24,80 euros.


“Pero si no consigues conservar tu reino
Y, como tu padre antes que tú, llegas
A donde el pensamiento acusa y se burla el sentimiento,
Cree en tu dolor” (W. H. Auden, El mar y el espejo).


Por J. Teresa Padilla

Normalmente ilustro mis reseñas con la edición de la obra que se puede adquirir más fácilmente y con cuyos datos encabezo mi texto. Hoy he preferido saltarme esta regla y poner una imagen de mi ejemplar, que no está disponible hoy. Es la edición que Círculo de Lectores hizo reproduciendo para sus socios la de venta libre, que es la que Miguel Sáenz tradujo para Alfaguara y todavía se reedita. ¿Por qué? Pues supongo que para subrayar que mi relación con esta obra es muy personal e íntima y ha acabado extendiéndose a su soporte físico, el libro. Mi libro.

En Llámalo sueño se narra la infancia de un niño judío llegado del este de Europa a Nueva York a principios del siglo pasado, con apenas dos años edad. Transcurre durante otro par de años, más o menos, de los cinco a los siete de David Schearl, su protagonista. Primero en Brownsville, a las afueras, y luego en el East Side. No esperéis, sin embargo, ningún culebrón lacrimógeno, epopeya o en general una historia fácilmente adaptable al cine. No esperéis nada. Entregaos a ella, corred ese riesgo, pues, aunque todo lo que a modo de sinopsis he dicho es verdad, lo que la hace tan valiosa para mí es sólo que yo (y conmigo, supongo, todos esos lectores que amaron y aman esta novela) reconocí en la infancia de Davy la mía. No compartimos nada más, ninguno de esos rasgos que deberían definirnos (sexo, religión, nacionalidad, lengua, marco espacio-temporal…). Nuestros padres son imperfectos, sí, pero cada uno a su manera. Nada en común. Sólo la infancia: su peculiar forma de ver, oír, sentir. Su rara felicidad, pero sobre todo el miedo: la vulnerabilidad radical del niño y los terrores tan difícilmente justificables y apenas descriptibles que le rodean. Esa infancia tan íntima y propia que, paradójicamente, una niña de barrio madrileña de los setenta puede compartir con un niño askenazí en el Nueva York de 1911.

Hasta que leí esta novela de Henry Roth que elegí en 1992 en la revista bimestral de Círculo de Lectores, más por eliminación de Stephen Kings, Grishams y demás autores de género que por otras referencias, yo pensaba que estaba sola, que era un caso raro, que debía, como tantas veces hace David, callar, ocultarme y mentir: “¡No dejes que lo vean! ¡No dejes que lo sepan!”. Pero nada sirve de nada y menos aún esas mentiras absurdas y de patas diminutas que sólo provocan lo contrario de lo que pretenden: poner el foco sobre uno cuando lo que uno quería con ellas era escapar de sí mismo haciéndose otro: “Yo soy otro. Yo soy otro… otro. ¡OTRO!”. Hasta que Roth me contó esta infancia universal de David, me había creído los relatos de los demás, orales o novelados, en los que la infancia se perfila como un edén de ingenuidad, despreocupación y felicidad. Estaban estas infancias y luego las rodeadas de desgracias objetivas, evidentes para todos; esas infancias truncadas con las que te avergonzaba comparar la tuya, tan “afortunada”. Pero lo cierto es que sólo desde fuera es innegable esta separación. Desde dentro, desde la infancia misma, que es como pretende estar escrita esta novela, la infancia no es ni feliz ni infeliz. Es sólo infancia. Como el resto, quizá, de nuestra vida (la íntima, no la que sacamos a la calle), aunque más concentrada e intensa. Por eso deja huella. Una huella imborrable pese a los esfuerzos de los demás por que crezcamos de una vez y los nuestros por olvidar aquel dolor tan característico que producían, por ejemplo, las cosas viejas que nos empeñábamos en atesorar: “Nunca se las veía desgastarse, sólo se sabía que estaban desgastadas, y dolía oscuramente”. El dolor del tiempo, ese tiempo que sólo se deja apresar cuando ya ha transcurrido, como las hojas arrancadas del calendario que David recoge y atesora con inútil avaricia. Porque el presente es casi siempre el de un dolor que viene y va en oleadas, pero la felicidad es inconsciencia y más que vivirse, sólo se recuerda: “Un dolor vago y difuso le llenaba el pecho. Una y otra vez suspiró, con suspiros incontrolables, temblorosos, furtivos. De repente comprendió que no había sabido lo feliz que era… sólo un poco antes, inexplicablemente libre y feliz”. Y puede que, como la felicidad, la infancia sea algo así también: un tiempo que se vive mientras se lo siente pasar y desaparecer, y se le llora a la vez que se desea que pase pronto para no tener miedo nunca más. De ahí esa angustia tan peculiar del niño, esa búsqueda de la luz, de la salvación. Esa religiosidad íntima y supersticiosa.

Creo que el valor imperecedero de esta novela, seguramente imperfecta en otros aspectos, radica en su capacidad para describirnos todo esto: la realidad mágica, confusa y a la vez clarividente en que vive la infancia. Un mundo construido sobre sentimientos e intuiciones en el cual el niño pasa sin transición de la vigilia más atenta a la ensoñación que precede a la completa inconsciencia del sueño, y no puede establecer fronteras claras entre lo visto, oído o tocado y lo imaginado. Todo es nuevo: muchas veces fascinante y divertido, pero siempre sobre un fondo oscuro y amenazador.

David habla yiddish en casa e inglés en la calle, y el texto intenta reproducir además los múltiples acentos de esa ciudad, Nueva York, en la que se mezclan (y a la vez se mantienen a prudente distancia) emigrantes muy recientes de origen italiano, irlandés o judío. Grupos en los que integrarse y ser uno más o en los que ser señalado. Cobijos que se convierten muy a menudo en trampas. Para David y para el traductor, Miguel Sáenz, que merece ser reconocido y felicitado por su valentía al enfrentarse a toda esta complejidad.

En la infancia hay sótanos, pero también azoteas. Hay crueldad y egoísmo, pero también un amor que difícilmente podrá volver a encontrarse, si es que se llega realmente a tener: “No volvería a ver a su madre hasta mañana, y ese mañana, habiéndose ido su madre, se había vuelto remoto e incierto”; “la suave presión de los labios de ella contra sus sienes parecía hundirse hacia adentro, hacia abajo, irradiando una calma y una dulzura que sólo su cuerpo podía comprender”. Y es que no podía acabar esta reseña sin recordar a Genya, la madre de David, y toda la fortaleza que se oculta en su sumisión.

“Comparado con la muerte, el sueño es realidad”, decía Brodsky en su “Carta a Horacio”. La vida adulta es una forma de muerte si no mantiene viva la infancia, ese tiempo que podemos llamar sueño, aunque nada encontremos fuera de ese sueño con más realidad que él. Y la muerte, quién sabe si no es un sueño “de años eternos”, una vuelta, como decía Tolstói, a aquel lugar del que venimos, a la fuerza maravilloso porque de él vienen los niños.

“«¿Tienes sueño, amor?»
«Sí, mamá».
Hubiera podido también llamarlo sueño. Sólo yendo hacia el sueño cada pestañeo de sus párpados podría provocar una chispa en la nebulosa yesca de la oscuridad, encender en las esquinas sombrías de la alcoba tal miríada y tales vívidos chorros de imágenes. (…) Sólo hacia el sueño tenían fuerza los oídos para recoger de nuevo y reunir el alarido estridente, la voz ronca, el grito de miedo, las campanas, el pesado aliento, el rugido de las multitudes y todos los sonidos que yacían fermentándose en las tinas del silencio y del pasado. Sólo hacia el sueño sabía uno que seguía estando echado en los guijarros (…) y sentirlos todos y sentir, no dolor, ni terror, sino el triunfo más extraño, la más extraña aquiescencia. Se hubiera podido también llamarlo sueño”.

Tras publicar esta novela con escaso éxito en 1934, Henry Roth dejó Nueva York y la literatura y se marchó a Nuevo México para vivir modestamente de sus manos en una caravana. Saberlo me acercó más a él. Escribir algo tan intenso y no recibir respuesta de los que te rodean me imagino que le sumiría en la misma soledad infantil que tan bien nos describió. Como David a su madre, él tuvo a Muriel. Oscuridad y luz. Como la infancia. Como la vida.


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