miércoles, 28 de junio de 2017

Orgullo

Por Marisa Díez

"La homosexualidad, en efecto, no es ventaja alguna, pero no es nada vergonzoso, ni vicioso, ni degradante. Simplemente no puede clasificarse como enfermedad".  Sigmund Freud.


Empezó a ser feliz desde el instante en que decidió quitarse la careta. Durante años vivió sumido en un mar de contradicciones, aferrándose a la normalidad de la que disfrutaba escondido tras un matrimonio absurdo. Casi desde el primer día intuyó que ella no se convertiría jamás en el amor de su vida. Sin embargo, a su manera, la quiso, y sin darse apenas cuenta, se descubrió intentando compensarla por su incapacidad para ofrecerle algo más que un cariño sincero y desinteresado.

Un buen día decidió que aquella farsa había durado ya demasiado tiempo y, desde entonces, volvió a formar parte de mi vida, de la que había permanecido ausente durante los años que sostuvo su particular mentira. Cuando decidió coger el teléfono y contarme su historia, no le hicieron falta demasiadas palabras. Porque nosotros disfrutamos siempre de esa complicidad que se establece con muy pocas personas a lo largo de la vida y, afortunadamente, habíamos conseguido mantenerla a pesar de la distancia. Recuperar esa especial química de la que siempre habíamos alardeado no nos costó más allá de un solo asalto.

Por eso en estos días me he sentido tan indignada como él cuando he sido testigo de que, transcurridos diecisiete años del nuevo milenio, todavía existen cavernícolas capaces de considerar la homosexualidad como una enfermedad para la que aún no existe cura. No daba crédito cuando leí aquel mensaje de whatsapp, pero era cierto y estaba escrito. Las jornadas festivas que se celebran en Madrid durante estos días para reivindicar los derechos del colectivo LGTBI, eran definidas como “una reunión de enfermos” y consideradas poco menos que un sacrilegio para las personas de bien.

Desde entonces no he parado de darle vueltas al asunto. Mi amigo decidió pasar página y no darle más importancia de la estrictamente necesaria, pero a mí me ha provocado un sentimiento difícil de explicar. Por un lado, me causa perplejidad la ignorancia supina de tantas mentes que se consideran a sí mismas “sanas”, cuando lo único que se evidencia tras sus palabras es que el verdadero problema lo sufren ellos mismos. Y voy bastante más allá, porque si de algo estoy segura es de que el rechazo que les produce aceptar lo que consideran una conducta aberrante es directamente proporcional al placer que, en secreto, vislumbran tras ella. Sí, estoy convencida de que, históricamente, tras los mayores homófobos que han pisado la tierra, lo que de verdad se esconde es un homosexual aterrorizado por salir a la luz. Ya sé que esta teoría no está basada en ningún estudio científico, pero es la única explicación que encuentro a tanta sinrazón. Hoy mismo me he topado en las noticias con un sacerdote clamando a voces desde su púlpito contra aquello que considera un pecado mortal. El mismo que, probablemente, callará ante los abusos probados a niños que durante años algunos representantes de la Iglesia han cometido sin pudor. No hemos avanzado nada, he pensado para mí.

Por eso, a toda esa gente que todavía piensa que celebrar el Orgullo es un sinsentido en los tiempos que corren, únicamente les preguntaría qué pensarían ellos si recibieran en su móvil un mensaje del tipo del que recibió mi amigo, tachándole de enfermo por su opción sexual. Y como me siento orgullosa de situarme en el extremo opuesto de los que opinan de tal manera, me he decidido a escribir este post, que ya sé que no es gran cosa y que tampoco va a descubrir nada nuevo, pero al menos me produce un cierto desahogo. Mi amigo ya sabe que yo le quiero tal cual, desde mucho antes de casarse, durante el tiempo que duró su matrimonio y en la actualidad, cuando se ha lanzado a recuperar el tiempo perdido. A veces le digo, oye, serénate un poco, con lo mayor que eres y la actividad que tienes, a ver si vas a caer enfermo, dicho esto en el sentido estricto del término, claro está. Pero luego le miro, le veo tan feliz y desprendiendo dosis tan altas de autenticidad y de energía que sólo me queda darle las gracias por ser un valiente y haberme permitido volver a formar parte de su vida.







miércoles, 21 de junio de 2017

La voz del mar

Foto: J. Teresa Padilla
 
"Este es el mar que se despierta como el llanto de un niño
El mar abriendo los ojos y buscando el sol con sus pequeñas manos temblorosas
El mar empujando las olas
Sus olas que barajan los destinos
Levántate y saluda el amor de los hombres
Escucha nuestras risas y también nuestro llanto
Escucha los pasos de millones de esclavos
Escucha la protesta interminable
De esa angustia que se llama hombre
Escucha el dolor milenario de los pechos de carne
Y la esperanza que renace de sus propias cenizas cada día.
También nosotros te escuchamos
Rumiando tantos astros atrapados en tus redes
Rumiando eternamente los siglos naufragados
También nosotros te escuchamos".
(Fragmento de "Monumento al mar". Vicente Huidobro).

Por J. Teresa Padilla

En Madrid no hay playa. Lo dice una canción de mi juventud y lo sabe todo el mundo. Hay muchísimas otras cosas: piscinas naturales en la sierra y artificiales por doquier, parques acuáticos con atracciones en las que desollarse a gusto muslos y codos, embalses con zona de baño a una distancia razonable de la capital y hasta la autodenominada, quién sabe por qué, “playa” de Madrid Río, cuyas aguas, afortunadamente, nada tienen que ver con las del Manzanares, esa cloaca de mi infancia que consiguió un día estar presentable y hasta albergar vida, pero que va volviendo de nuevo a su desaliño setentero.

A lo mejor si tuviéramos un río más caudaloso y el Ayuntamiento decidiera que la limpieza bien merece dejar a un lado la batalla contra la deuda, se podría habilitar algún lugar como playa de verdad, con su arena y sus sombrillas. Algo así como la de Valladolid capital. Yo no pondría un pie en ella, aviso, pero sería un éxito seguro. Precisamente por eso no iría. Porque estaría llena de madrileños que huyen del bullicio y las aglomeraciones como sólo sabemos hacerlo nosotros: creando otras aún mayores (los madrileños que lo reconocemos ya sabemos que tenemos que hacer lo contrario de lo que nos pediría el cuerpo). Aunque a lo mejor no es cosa nuestra, sino de la humanidad en general y ese instinto gregario que le hace preferir las playas levantinas y por las mañanas, cuando más llenas están y no puedes mirar el mar sin quedarte ciego.

Porque de niña iba a este tipo de playas (Alicante), aunque ni mucho menos todos los años, nunca en mi vida adulta he vuelto a ellas. Empecé yendo al norte, pero se cansa una de pasar frío y de la lluvia. Se duerme de miedo, pero los labios de los niños adquieren, en sus relaciones con el Cantábrico, un tono azul gótico muy inquietante. Así que terminas haciéndoles minipiscinas en la arena, donde el agua del mar queda inmovilizada al tímido sol de esas latitudes y modera su temperatura. Aunque claro, para eso, los metes en casa en un barreño. Desde el Madrid estival tienta mucho escaparse en esa dirección, que parece la salida más segura del infierno de asfalto recalentado sobre el que los perros no saben ya cómo andar. Pero no sale a cuenta si no eres de Bilbao. A ellos, que los había por esos lares en abundancia, parecía no importarles la frialdad de las aguas y sus criaturas tampoco azuleaban tanto como las mías.

Por fin un verano me arriesgué y puse rumbo al sur, lo que conceptualmente no parece la mejor opción para huir del calor. Me informé de temperaturas máximas y mínimas, busqué playas que no miraran al este y me lancé. Fue duro llegar: nuestro indestructible automóvil carecía, entonces y hoy, de aire acondicionado (de uno reparable), y para salir del averno madrileño había que atravesar el manchego (capítulo aparte merecería la pesadez del aire de Ciudad Real, que te obliga a abrir bien las narinas y hacer fuerza para lograr inspirar) y/o, por supuesto, el del valle del Guadalquivir, que es tal y como lo describen sus habitantes, sin exagerar ni un poco. Para evitarlo en lo posible nos proponíamos salir cada año más temprano, pero era inútil: entre niños medio adormilados, bultos y la enésima comprobación de que has cortado la luz, bajado persianas y cerrado a cal y canto (más por miedo al calor invasor que a los ladrones) ventanas y puertas, ya te amanece recién abandonada la provincia de Madrid y alcanzas tu destino, con suerte, a la hora de comer.

Foto: J. Teresa Padilla
Entonces, como si de una carrera se tratase, como si llegaras tarde a alguna parte o estuvieras en serio peligro de morir por deshidratación o de un golpe de calor inminente, vamos, resumiendo, como si estuvieras en Madrid, comienza el maratón de piscina y, por fin, cuando has conseguido convencer a esos viciosos de las zambullidas en bomba ("mírame, mamá; mira cómo me tiro") de que para este viaje no se necesitaban alforjas y de que había que establecer cuándo tocaba agua clorada y cuándo playa, por fin se avista el mar.

El mar era un olor. En mi infancia llegábamos los cinco a la estación de tren (mis padres no sabían conducir) y al poner el pie en el andén se te llenaban los pulmones del olor a salitre, supongo, a esa humedad salada y pegajosa que impregnaba el aire y que tan ajeno nos resultaba a nosotros, que sólo cada dos o tres años nos alejábamos de la sequedad, inodora en el mejor de los casos, del madrileño. Conocía bien el olor a tierra mojada al inicio y tras esas tormentas estivales en Madrid en las que el cielo, al principio tímidamente, luego, a veces, con una furia desatada, estallaba de calor. Pero no tenía nada que ver con el del mar. Para mí, niña, llegar a aquella estación era arribar a un mundo distinto y exótico. No me hubiera sentido más extraña si, en lugar de a Alicante, hubiera llegado a alguna isla impronunciable del Pacífico.

Foto: J. Teresa Padilla
Era un olor, pero ahora no. Yo ya no huelo el mar de lejos, como entonces. He perdido olfato o quizá en esos destinos andaluces que frecuento hay menos humedad y la brisa es más seca y lo atenúa. No lo sé. Con todo lo que hay que hacer en la semana o diez días que te puedes permitir disfrutar del mar, no tienes tiempo de confrontar con los demás estas sensaciones. Conseguí el turno de tarde para la playa, que es cuando menos gente hay, menos fuerte pega el sol, y, sobre todo, más fácil es controlar a los niños que, desde que aprendieron a nadar se consideran, sobre todo mi hija, mamíferos marinos que se alejan y alejan mientras yo, cual náufraga, les reclamo desde la orilla agitando sin parar los brazos y hartándome de gritar sus nombres. “Que no os metáis tanto”; “que os quedéis frente a mí, que vais a terminar en la otra punta de la playa y no os veo bien”, “que vengáis a echaros crema y dejéis de tiraros piedras y algas”… Pero una vez establecidas las normas, llega algo de calma. Me atrevo a sacar la cámara, superprotegida del agua salada y la arena en su funda al fondo de la mochila, y hacer fotos a mis delfines. Nunca leo ni abandono mi puesto de vigilante, pero sí me relajo y escucho. Porque, conforme avanza la tarde, la playa se va vaciando y se oye cada vez mejor el mar. El mar era un olor, pero para mí ahora es un sonido, el más bello de todos.

El año pasado no pude salir de Madrid y no escuché el mar (sí, escuchar, no sólo oír). Este verano no tenía claro si lo deseaba. Me llenaba de autocompasión imaginarme andando por la arena, sentándome y levantándome con la ayuda de otros. Me preguntaba si sería capaz de adentrarme en el mar. Recordaba la tortura del viaje en coche. Pero hace unos días, chateando con Marisa y Esperanza sobre las vacaciones, estuve a punto de escribir algo que no quería. Sí, habría que ir al mar unos días, tuve que reconocerles. Por si es la última vez, casi escribo. Aunque, en realidad no era por esto, una mentira que me alegra no haber dicho. Simplemente descubrí que echaba de menos la voz del mar, que la echo de menos.


miércoles, 14 de junio de 2017

Alguna vez debería

Franz Marc. El sueño (1912)
"Y sobre todo mirar con inocencia. Como si no pasara nada, lo cual es cierto" ("Caminos del espejo", Alejandra Pizarnik).

Por J. Teresa Padilla

Marisa dice que escribo demasiadas reseñas (y muy largas), que prefiere que escriba otro tipo de textos (y, sobre todo, más breves). Alguna vez tendré que preguntarle si le parece bien algo de lo que hago, para que me lo diga y pueda hincharme, por un ratito al menos, cual pavo.

Voy a hacerle caso, o a intentarlo. Y eso que lo de Patria ha creado un tapón importante: ahí están, esperando su reseña, dos obras de las que sí puedo hablar bien, que es, al fin y al cabo, lo que me gusta hacer aunque no siempre lo aparente. Leí Velocidad de los jardines y quedé flotando, como borracha de adjetivos. Este hombre (Eloy Tizón) me ha camelao, pensé, así que mejor dejo que la cosa se enfríe o me arriesgo a no escribir más que bobadas. Fue entonces cuando ingenuamente me puse con Patria con la esperanza de que me espabilara y pasó lo que ya os he contado pormenorizadamente, aunque pueda resumirse en un “fui a quitarme una mancha de mora con otra y ésta resultó ser piedra pómez”: con la mancha se llevó la mitad de la piel. Creía que parte de mis amistades iba a proceder a mi linchamiento (de ahí el acopio de argumentos), pero han pasado de mí. Nada que no arregle una cerveza que, ni que decir tiene, me tomé. Una un día y al siguiente otra, porque he leído que tomárselas juntas, aunque al final de la semana tomes el mismo número, es malo (o peor que tomárselas escalonadamente). Qué queréis que os diga: el famoso algoritmo sabe que lo de la cerveza me interesa y me mantiene puntualmente informada. Alguna vez tendría que escribir sobre lo dañinos que resultan estos escritos periodísticos de divulgación médica: al final todo lo que haces y tomas te va a llevar a la muerte (como si no lo supiésemos), menos mal que cada día descubren también un no sé qué nuevo que te da esperanzas. Esperanzas absurdas, pues para cuando te llegue a ti, ya estarás muerto, pero, leches, no hay que ser egoísta y pensar en las futuras generaciones: ya no morirán de lo que tú, sino seguramente por desnutrición, porque no hay realmente nada sano de lo que alimentarse. Esto me recuerda una terapia contra el cáncer consistente en matarlo de hambre. Como cualquier otro tratamiento protocolizado tiene sus riesgos, en este caso la muerte por inanición del paciente, pero su lógica viene a ser la misma: lo que mata el cáncer, mata al paciente y se trata de conseguir lo primero antes de que ocurra lo segundo. En realidad, no sé si existe de verdad tal terapia o forma parte del humor negro que circula entre algunos usuarios de los hospitales de día. Alguna vez debería escribir sobre las cosas que, en serio o en broma, nos decimos las personas en estos lugares. O las que no nos decimos nunca. Lo que nos duele en ocasiones mirarnos y la necesidad que, pese a todo, tenemos de hacerlo. Sí, sobre esto habría que escribir, pero ahora prefiero dejarlo un tiempo.

El caso es que, al igual que para bajar de la nube en la que flotaba por causa de Tizón me puse a leer el folletón del año, para librarme de la mugre mental que me había dejado Aramburu, retomé el Roth (La mancha humana), esa novela que había dejado a medias en un ataque de pánico que ya os relaté cuando, entre pitos y flautas, volví a su lectura y el protagonista se había vuelto negro. O afroamericano. O como haya que decirlo sin ofender, que menudo interés iba a tener yo en ofender a nadie con la piel más oscura, sobre todo teniendo en cuenta que mi palidez es azulada y prácticamente el resto de la humanidad pertenece a ese grupo. De esto, de la hipersusceptibilidad e hipocresía social habla mucho esta novela, y de otras cosas que me interesan personalmente más, no sé si tanto como a Roth o algo menos, porque él y yo somos así: vamos un poco cada uno por un lado, pero en el fondo coincidimos siempre en algún lugar, aunque sólo sea un momento y para terminar maldiciéndonos. Bueno, yo le maldeciría mientras él se dedicaría como mucho a describirme minuciosamente dejando al descubierto todas mis vergüenzas. Pero de todo esto ya hablaremos en la reseña. ¿O no había quedado en hacer caso a Marisa? Podría contaros, eso sí, las ganas que sentí hace unos días de acariciar el hombro de un muchacho con la piel más negra y hermosa que había visto nunca, pero no lo haré, que a saber qué ibais a pensar de mí. A lo mejor hay que ir saliendo poco a poco del armario y dejar de parapetarse tras los libros, pero, de momento, poco a poco. Y entonces me puse a pensar sobre qué escribir y cómo hacerlo.

Primero me pregunté si no debería intentar un cuento. Y se me ocurrió uno que lo era en los dos sentidos principales que esta palabra tiene: breve y falso. En realidad era un cuento dentro de otro, porque iba de una niña que se inventaba cosas, las fingía y las relataba luego con el entusiasmo que sólo merece lo verdadero. Una niña que creaba para sí misma un mundo distinto al suyo. Lo interesante iba a ser decidir cuál de los dos cuentos era el más falso, mentiroso y condenable: el de la niña o el de la narradora ¿realista? El pánico me invadió y decidí dejarlo macerar un poquito más (no sé deciros para cuándo estará). Pero entonces recordé lo que esa misma mañana había oído decir de mí a una de esas personas que no puedes dejar de amar porque son las que más, aunque no siempre bien, te han amado. Fue algo dicho sin pensar, por alguien que ya no puede hacerlo con una mínima claridad, pero duele igual. Esta anécdota estúpida puso al fuego un caldero desde el que me salpican en su borboteo de ciénaga hirviente multitud de agujas: desde las palabras que se clavan como cuchillos hasta los límites de las deudas afectivas o de las penas en la redención de las culpas… ¡Uf!, ¿se puede escribir sobre esto en 1000 palabras? Seguro que sí, pero habría que escoger bien el detalle, la minucia capaz de revelarlo.

Alguna vez debería escribir sobre estas cosas, pero antes necesito seguir las instrucciones de mi recién estrenado fisioterapeuta: cerrar los ojos, concentrarme en sentir y, luego, sólo cuando de verdad lo sienta, abrirlos y ver reflejado en el espejo qué es y dónde te está tocando el responsable de la sensación. Es un ejercicio difícil, no creáis, pero sorprendente. Cerrad los ojos y sentid. Y ya veremos.

miércoles, 7 de junio de 2017

Patria, II

Foto: Vincent West (Reuters)

Por J. Teresa Padilla

“Mi limitado gusto, que no me impide agradecer la dilatada imaginación narrativa de los Estados Unidos, me veda el hábito de venerar la literatura anual de Philip Roth. La prensa de mi ciudad, conforme acaba el invierno, anuncia la mayor duración de los días, la llegada de los primeros estorninos y la nueva novela de Philip Roth. El nombre me evoca episodios de violencia cruda y sexo explícito, impermeables a la delicada agüilla que, aunque no sepamos con exactitud en qué consiste, convenimos en denominar poesía. Recuerdo en Patrimonio la descripción prolija, con prosa fregona, de un padre anciano envuelto en deyecciones. Me dicen que la nueva, Némesis, no es lo mismo. ¡Me lo han dicho tantas veces! Reconozco mi falta de paladar para las obras de este autor. Reconozco la vana presunción de encerrar en dos adjetivos a un contemporáneo que ha publicado treinta y un libros” (“El lector claudicante”. Fernando Aramburu –las negritas son mías-).

Me quedé pensativa/culpable al terminar la primera parte de esta reseña de Patria. Te has pasado, mujer: te gustan más los discursos indignados que a Irene Montero. Y para colmo no eres nadie para hacerlos, a ver qué autoridad te puedes arrogar. Sí, de verdad, pensaba que era un castigo excesivo y cruel. Al fin y al cabo no se trata sino de un choque de sensibilidades estéticas radicalmente diferentes. Pero luego recordé el texto que he citado, al pie de la reseña que “El Cultural” hizo de Némesis y leí cuando preparaba la mía. No recordaba que lo hubiera escrito Aramburu, pero sí. Dado que él no encontró inconveniente para hablar en estos términos de un grande, por qué yo no de un mediano. Y dejé de sentirme cruel y culpable.

Los que me conozcáis un poco sabréis que Philip Roth no es, ni mucho menos, mi Roth preferido. Pero hace falta algo más que valor para calificar su prosa de “fregona” mientras uno se refiere a la poesía de la que supuestamente carece como “delicada agüilla”. Esta última sí que es una expresión para pasarle la fregona.

Resulta que he leído las dos obras que Aramburu menciona: Némesis, de la que tenéis reseña no muy entusiasta en este blog, y Patrimonio, un texto sobre el amor paterno-filial, la vejez y la implacable crueldad de la enfermedad del que no hay reseña porque entonces yo no las hacía, pero que es muy muy (o muy-muy) bueno. Sí, los viejos pierden el control de los esfínteres en el camino, lento para unos, rápido para otros, hacia la muerte. Pero no nos da asco (porque los queremos y porque todos hacemos pis, caca y hasta vomitamos de cuando en cuando), ni nos parece inapropiado describirlo en su crudeza porque las metáforas bellas aquí equivaldrían a mentiras cosméticas. Y puede que no sea un poeta, pero no se puede acusar a Roth de mentiroso, que es lo mínimo que se pide a un buen escritor. Independientemente de la falta o no de profundidad que algunos podamos añorar en sus obras, nadie puede discutirle que es un prosista excepcional. No me he encontrado aún con la violencia cruda, pero sí con el sexo explícito, y puedo añadir que no he leído nunca en él algo tan casposo e insultante como llamar a una mujer en este contexto “instrumento de placer”. No, señor Aramburu, no convengo para nada en denominar a no sé qué agüilla poesía. Quizá por eso, porque no sé lo que entiende usted por poesía-agüilla, no la he encontrado en absoluto en Patria. Pero ese olor provinciano a sacristía que invade toda la novela y sí he captado (yo creía que por influjo del modo de vivir de los pueblos sometidos a la tiranía etarra) puede que emane no sólo de su tema, sino también de su autor.

Si queréis saber lo que Aramburu pretendía con esta novela, podéis leer las páginas 551 y siguientes. Es un discurso lleno de frases sentidas y buenas intenciones que no he visto reflejado en la obra en sí. Por eso me voy a limitar a contar lo que yo he leído y que básicamente se reduce a una epopeya: la historia de dos familias que un día fueron felices y estuvieron unidas (una unión corriente y superficial), sufrieron y se enemistaron y, al final, se arreglan más o menos. Miren y Bittori, las matriarcas y protagonistas, viven en un pueblo guipuzcoano y son amigas desde niñas. Estuvieron a punto de meterse monjas de lo religiosas que eran, pero terminaron casándose con dos muchachos del pueblo (Joxian y el Txato, respectivamente). Resultó que el último tuvo éxito con los negocios, mientras que el primero no pasó nunca de modesto asalariado. Sin embargo, la amistad entre las mujeres no sólo no se vio aparentemente afectada por esta desigualdad, sino que se extendió a sus maridos, buenas personas ambos. Los niños, tres y dos, crecen, y ellas se escapan con regularidad a Donosti para merendar, alternativamente y conforme a sus respectivos gustos, tostadas con mermelada y chocolate con churros. Dos personajes perfectamente intercambiables y a los que sólo distingue esta preferencia por una u otra merienda: Bittori es “cuarzo facial” (118) y Miren una “mujer de mármol” (94), mujeres duras, dominantes. ETA existe, pero de ella no se habla. Ambas tienen hijos que se mueven en su entorno e hijos que no. Pero un buen día, y a causa de un malentendido provocado por la interrupción fortuita de la negociación sobre el importe del impuesto revolucionario que se exige pagar al Txato, éste se convierte en objetivo de ETA. Y entonces, todo el mundo le da la espalda a él y su familia. Todos, incluida la familia amiga de toda la vida, la de Miren, quien, lejos de limitarse, como su marido, a abandonar cobardemente y aparentar odio por quien había sido su mejor amigo, se torna, en cierta forma, cabecilla del linchamiento. El pueblo se llena de pintadas contra él y, finalmente, es asesinado por el comando en que milita el hijo etarra de Miren, Joxe Mari, transformado desde su paso a la clandestinidad en el orgullo de su madre.

Portada tras el asesinato, mencionado en Patria, de M. Zamarreño en 1998


Se supone que deberíamos ver en la radicalización de Miren el proceso que llevó a los vascos a someterse a ETA y su discurso, e incluso a apoyarlos abiertamente, pero sólo podemos elucubrar, porque en esta novela se nos cuentan muchas cosas, muchísimas, pero rara vez cómo pasan. Miren se convierte en la cabeza de las manifestaciones proetarras y lo lógico sería pensar que lo hace por ese amor ciego e irracional de madre que apoya a su hijo haga lo que haga, aunque resulta que tiene otros dos hijos por los que no muestra el mínimo interés y a los que no le importa criticar. Podría pensarse que contar con un miembro de su familia en la organización que mantiene sometido a todo el pueblo y se ha arrogado el derecho sobre quién merece vivir o no, le hace sentirse poderosa. Ahora ella es más que su amiga Bittori, la rica. Pero nada hacía suponer un conflicto previo de este tipo entre ellas, aunque luego, evidentemente, en plena confrontación, se reinterprete toda la vida que compartieron y la generosidad del amigo se transforme en un acto deliberado de humillación.

Lo malo de dejar una novela en manos de sus personajes, como hace Aramburu, es que se corre el peligro de que los personajes no sean capaces de soportar el peso de la novela. Los de Patria son todos muy limitados, intelectual y emocionalmente, incapaces de dar razón de sus actos o de identificar sus sentimientos. Y los que no están abotargados emocionalmente, como Joxian, apenas hablan. Si ellos no son capaces de averiguar lo que les pasa y el narrador no nos lo cuenta, pues lo que sucede al final es que no podamos decir que sí, que ahora entendamos algo mejor lo que pasó. Ni con ETA en el País Vasco, ni en esta familia. Y así todo nos parece limitarse a un culebrón que no me extrañaría ver convertido en serie televisiva a la mayor brevedad. ¿La diferencia entre Patria y, por ejemplo, Guerra y Paz, con la que un crítico ha osado compararla? Pues precisamente ésta, que en Guerra y Paz la epopeya está subordinada a la lírica y, sobre todo, a la ética, a la reflexión y el conocimiento moral. Y Tolstói sí es capaz de hacer hablar a sus personajes y tiene como narrador muy claro dónde está situado: porque no todas las perspectivas son asumibles cuando de lo que se habla es del derecho a matar. Nada de esto hay en Patria. Sólo cosas que pasan. Lo que hay se parece más al “he tenido amigos en ETA y amigos a los que ha matado ETA” de Arguiñano, declaración que fue abroncada en las redes por su simpleza no inocente mientras, paradójicamente, a Aramburu se le aplaude por no decir mucho más.

Lo que se cuenta en Patria, como lo que reconoce Arguiñano, lo sabíamos o nos lo imaginábamos. Lo que no entendíamos es cómo se puede vivir así, entre unos y otros, sin querer, poder o atreverse a tomar partido. Y esto tampoco nos lo explica Patria. Nos lo muestra una y otra vez hasta conseguir que nos falte el aire y estemos deseando huir. Sí, vemos el enorme poder de amedrentamiento que ETA tenía (hablemos en pasado, aunque no se ajuste a la realidad), pero, insisto, no cómo llegó a conseguirlo, ni tampoco cómo se ha ido liberando de él (seamos optimistas). Porque lo que aquí se nos muestra, lo que ETA fue, el tipo de poder que, conforme a lo que fue, ejerció sobre muchos vascos y la miseria moral en que los sumió y todavía los sume (lo de Alsasua fue hace dos días), ya lo sabíamos. Que no se trataba de una lucha, armada y legítima, por la liberación de la patria vasca, “los de fuera”, como se nos llama en la novela, no lo hemos dudado nunca. En parte porque es el cuento de siempre: todos los movimientos armados que se enfrentan al poder establecido hacen uso del mismo mito legitimador, el del sacrificio por la patria, el pueblo, los oprimidos…

Al menos las bandas callejeras que someten a su violencia barrios enteros de algunas grandes ciudades del mundo, y que son el mejor modelo de lo que al parecer ETA fue en estos pueblos, no tienen la desvergüenza de hablar de sacrificio: saben lo que quieren y hacen lo necesario para conseguirlo, y tanto “generales” como “soldados”, “reyes” como “peones”, conocen los riesgos. Pueden morir, pero nunca son víctimas. Ellos no necesitan la bendición de nadie (cura, cuadrilla, familia). Sólo una orden del asesino al que hayan jurado lealtad, una orden que ni tan siquiera se les pasa por la cabeza alegar como atenuante. No lo necesitan. Matan a los que no se someten a ellos, a los que se pongan en su camino o entorpezcan su paso. Tú eliges si te quieres arriesgar a ser asesinado un día o quieres unirte a ellos y convertirte en lo que ellos son y de lo que se enorgullecen: asesinos poderosos.

Lo de ETA no se parece en nada a la franqueza desinhibida y cruel del miembro de una mara. Su hipocresía y su invocación a la patria vasca (esa madrastra cuyos verdaderos hijos sólo ellos conocen) le acerca más a las familias mafiosas. Por patria vasca entienden lo mismo que Corleone por “familia”. En su nombre ha habido que deshacerse muchas veces de los familiares. Porque la familia no es el conjunto de sus miembros, sino el apellido, el honor, la sangre… Esos conceptos abstractos y mal definidos que permiten hacer lo que en cada momento el “cabeza de familia” considere oportuno para ella, o sea, para sí mismo y, como mucho, sus súbditos o herederos inmediatos.

Como dice en la novela el padre de un joven muerto (aunque lo dice tanto de la izquierda abertzale como de la policía –la equidistancia de Aramburu por encima de todo-), “todos mienten”. Y la mentira de ETA, la que desearíamos ver desmontada literariamente, huele a sacristía y a seminarista resabiado: no pueden aceptar la verdad, lo que son, el placer que les proporciona el poder que detentan y el miedo y la sumisión que siembran a su paso. En realidad disfrutan sus “acciones” como esos partidos de balonmano que Joxe Mari (el etarra, personaje oligofrénico destinado a enseñarnos la gestación y el ocaso de un terrorista en esta novela) rememora desde la cárcel, ansían batir récords de muerte y destrucción para ser los primeros y ganarse entre sus iguales el respeto que aún no tienen. Los atentados son los orgasmos que, como buenos monaguillos, no han tenido ocasión de disfrutar (literalmente en el caso de Joxe Mari). Pero no lo pueden reconocer, qué vergüenza. Vergüenza, otro sentimiento que queda sin aclarar y mostrar (no sólo nombrar) en la novela, que se limita a decirnos, por ejemplo, que a Nerea le daba mucha vergüenza que la asociaran con su padre, un víctima mortal de ETA. Esta monstruosidad no es fácil de entender, y menos aún que en la narración se deje caer y se olvide. Como absolución del placer asesino, vergonzoso no como asesino sino en tanto que placer, están las justificaciones: nacionalista, marxista-leninista…, y si pueden ser dos, para qué quedarse sólo con una. Aunque, bueno, también es verdad que la mayoría de los miembros de número, Joxe Mari por ejemplo, no tienen cabeza para estos “detalles” políticos y no entiendan siquiera la expresión "justificación ideológica". Ni para detalles políticos, ni para reflexiones morales. Con esta cabeza de martillo, para qué nos iba narrativamente a servir el personaje.

“Soy de aquí, hablo euskera, no me meto en líos de política, doy trabajo. Cada vez que se hace una colecta para fiestas, para el equipo de fútbol o para lo que sea, el Txato apoquina como el que más. Si alguien de fuera viene a hacerme daño, seguro que le echan el alto. Ojo, que ese es de los nuestros” (150 -el subrayado es mío-). Habla el Txato, la víctima, que en otro lugar apunta que en su vida había cruzado palabra con un policía. O, discutiendo con su hijo, “no puedo entender que unos tipos que pretenden defender el euskera maten euskaldunes. Que quieren construir Euskadi, maten vascos. Otra cosa es que se carguen a guardias civiles o a gente venida de fuera. Me parece mal, pero desde la lógica del terrorista no deja de tener sentido” (416). Le parece mal, pero relativamente lógico desde la perspectiva terrorista. Lógica, como si se tratara de esto. Y entonces el hijo sensato y culto, del que podíamos esperar una réplica, le explica que esa lógica no es tal, sino un “automatismo ciego”. Y claro, a semejante cosa, automática y ciega, cómo se le van a pedir cuentas o responsabilidades morales. La imparcialidad política que pretende el autor se convierte en moral (nadie se cuestiona en este sentido nada en Patria: “son gente mala” es lo más fuerte que leemos) y el gran problema es que éste no es, como pretende el discurso de ETA (asombrosamente asumido por Aramburu), un conflicto político, sino moral. ¿O es que no se ha aprendido nada de Dostoyevski (a quien lee Gorka, el hermano “raro”), de Tolstói o de Camus?

Patria nos cuenta lo que parece una guerra civil entre vascos dentro de otra guerra más amplia, como fondo, contra “los de fuera”, la policía y la guardia civil, que son los indeseados por todos los vascos de verdad. Unos simplemente porque no “son de aquí” y los otros porque torturan por sistema, e incluso asesinan, ganándose de sobra el odio que se les tiene. Joxe Mari es maltratado una vez detenido y el autor no se atreve a decirnos lo que pasa por la cabeza (o el corazón) de los torturadores, puros uniformes sin nadie dentro. Ni les da la palabra salvo para hacer su trabajo de acosadores y torturadores. Sólo algún personaje se atreve a sugerir que hay personas dentro de sus uniformes, pero sólo eso. Y el narrador, tan celoso de su equilibrio político, tampoco se atreve a más.

Atentado contra la casa cuartel de Vic en 1991. Foto: Pere Tordera.
Y esto es Patria: alguna verdad aislada en un mar de silencio, vergüenza y mentira. El que se nos describe, pero desgraciadamente también el de la descripción. “A unos les salen los hijos terroristas. A mí me ha salido médico” (80), dice Bittori. Pues nada. “Yo pude caer como cualquier otro joven vasco”, afirma el autor en una entrevista, y el escritor que aparece casi al final de la novela nos lo repite y nos asegura haber encontrado una respuesta a la pregunta de por qué no fue así, una respuesta que no termino de localizar en su discurso, tan obvio, por otra parte. Puede que Bittori se muera en paz con las ridículas disculpas del “idiota”, como ella le llama. Pero a mí me deja fría. Como su tragedia. Quizá sea porque no reconozca en ésta la de la inmensa mayoría de los asesinados por ETA y sus familias. Sinceramente, la suya es la tragedia de quien fue indiferente a la de los demás hasta que le tocó, y cuando esto sucedió no fue capaz de obtener de su sufrimiento nada: ni mayor compresión, ni rectificación de antiguos errores, ni sabiduría, empatía o altura moral. Como su amiga del alma, Miren. Ambas muestran su peor cara en los papeles opuestos que interpretan en la tragedia: una sólo habla con su muerto y la otra, con la imagen de San Ignacio. Para qué: para desahogar su odio y sus miserias. Qué vamos a aprender entonces los demás de su historia. Nada, porque no es la suya la que nos importa, la que nos hubiera gustado leer.

Cosas interesantes encontradas en la red:

https://vientosur.info/spip.php?article12381