miércoles, 21 de junio de 2017

La voz del mar

Foto: J. Teresa Padilla
 
"Este es el mar que se despierta como el llanto de un niño
El mar abriendo los ojos y buscando el sol con sus pequeñas manos temblorosas
El mar empujando las olas
Sus olas que barajan los destinos
Levántate y saluda el amor de los hombres
Escucha nuestras risas y también nuestro llanto
Escucha los pasos de millones de esclavos
Escucha la protesta interminable
De esa angustia que se llama hombre
Escucha el dolor milenario de los pechos de carne
Y la esperanza que renace de sus propias cenizas cada día.
También nosotros te escuchamos
Rumiando tantos astros atrapados en tus redes
Rumiando eternamente los siglos naufragados
También nosotros te escuchamos".
(Fragmento de "Monumento al mar". Vicente Huidobro).

Por J. Teresa Padilla

En Madrid no hay playa. Lo dice una canción de mi juventud y lo sabe todo el mundo. Hay muchísimas otras cosas: piscinas naturales en la sierra y artificiales por doquier, parques acuáticos con atracciones en las que desollarse a gusto muslos y codos, embalses con zona de baño a una distancia razonable de la capital y hasta la autodenominada, quién sabe por qué, “playa” de Madrid Río, cuyas aguas, afortunadamente, nada tienen que ver con las del Manzanares, esa cloaca de mi infancia que consiguió un día estar presentable y hasta albergar vida, pero que va volviendo de nuevo a su desaliño setentero.

A lo mejor si tuviéramos un río más caudaloso y el Ayuntamiento decidiera que la limpieza bien merece dejar a un lado la batalla contra la deuda, se podría habilitar algún lugar como playa de verdad, con su arena y sus sombrillas. Algo así como la de Valladolid capital. Yo no pondría un pie en ella, aviso, pero sería un éxito seguro. Precisamente por eso no iría. Porque estaría llena de madrileños que huyen del bullicio y las aglomeraciones como sólo sabemos hacerlo nosotros: creando otras aún mayores (los madrileños que lo reconocemos ya sabemos que tenemos que hacer lo contrario de lo que nos pediría el cuerpo). Aunque a lo mejor no es cosa nuestra, sino de la humanidad en general y ese instinto gregario que le hace preferir las playas levantinas y por las mañanas, cuando más llenas están y no puedes mirar el mar sin quedarte ciego.

Porque de niña iba a este tipo de playas (Alicante), aunque ni mucho menos todos los años, nunca en mi vida adulta he vuelto a ellas. Empecé yendo al norte, pero se cansa una de pasar frío y de la lluvia. Se duerme de miedo, pero los labios de los niños adquieren, en sus relaciones con el Cantábrico, un tono azul gótico muy inquietante. Así que terminas haciéndoles minipiscinas en la arena, donde el agua del mar queda inmovilizada al tímido sol de esas latitudes y modera su temperatura. Aunque claro, para eso, los metes en casa en un barreño. Desde el Madrid estival tienta mucho escaparse en esa dirección, que parece la salida más segura del infierno de asfalto recalentado sobre el que los perros no saben ya cómo andar. Pero no sale a cuenta si no eres de Bilbao. A ellos, que los había por esos lares en abundancia, parecía no importarles la frialdad de las aguas y sus criaturas tampoco azuleaban tanto como las mías.

Por fin un verano me arriesgué y puse rumbo al sur, lo que conceptualmente no parece la mejor opción para huir del calor. Me informé de temperaturas máximas y mínimas, busqué playas que no miraran al este y me lancé. Fue duro llegar: nuestro indestructible automóvil carecía, entonces y hoy, de aire acondicionado (de uno reparable), y para salir del averno madrileño había que atravesar el manchego (capítulo aparte merecería la pesadez del aire de Ciudad Real, que te obliga a abrir bien las narinas y hacer fuerza para lograr inspirar) y/o, por supuesto, el del valle del Guadalquivir, que es tal y como lo describen sus habitantes, sin exagerar ni un poco. Para evitarlo en lo posible nos proponíamos salir cada año más temprano, pero era inútil: entre niños medio adormilados, bultos y la enésima comprobación de que has cortado la luz, bajado persianas y cerrado a cal y canto (más por miedo al calor invasor que a los ladrones) ventanas y puertas, ya te amanece recién abandonada la provincia de Madrid y alcanzas tu destino, con suerte, a la hora de comer.

Foto: J. Teresa Padilla
Entonces, como si de una carrera se tratase, como si llegaras tarde a alguna parte o estuvieras en serio peligro de morir por deshidratación o de un golpe de calor inminente, vamos, resumiendo, como si estuvieras en Madrid, comienza el maratón de piscina y, por fin, cuando has conseguido convencer a esos viciosos de las zambullidas en bomba ("mírame, mamá; mira cómo me tiro") de que para este viaje no se necesitaban alforjas y de que había que establecer cuándo tocaba agua clorada y cuándo playa, por fin se avista el mar.

El mar era un olor. En mi infancia llegábamos los cinco a la estación de tren (mis padres no sabían conducir) y al poner el pie en el andén se te llenaban los pulmones del olor a salitre, supongo, a esa humedad salada y pegajosa que impregnaba el aire y que tan ajeno nos resultaba a nosotros, que sólo cada dos o tres años nos alejábamos de la sequedad, inodora en el mejor de los casos, del madrileño. Conocía bien el olor a tierra mojada al inicio y tras esas tormentas estivales en Madrid en las que el cielo, al principio tímidamente, luego, a veces, con una furia desatada, estallaba de calor. Pero no tenía nada que ver con el del mar. Para mí, niña, llegar a aquella estación era arribar a un mundo distinto y exótico. No me hubiera sentido más extraña si, en lugar de a Alicante, hubiera llegado a alguna isla impronunciable del Pacífico.

Foto: J. Teresa Padilla
Era un olor, pero ahora no. Yo ya no huelo el mar de lejos, como entonces. He perdido olfato o quizá en esos destinos andaluces que frecuento hay menos humedad y la brisa es más seca y lo atenúa. No lo sé. Con todo lo que hay que hacer en la semana o diez días que te puedes permitir disfrutar del mar, no tienes tiempo de confrontar con los demás estas sensaciones. Conseguí el turno de tarde para la playa, que es cuando menos gente hay, menos fuerte pega el sol, y, sobre todo, más fácil es controlar a los niños que, desde que aprendieron a nadar se consideran, sobre todo mi hija, mamíferos marinos que se alejan y alejan mientras yo, cual náufraga, les reclamo desde la orilla agitando sin parar los brazos y hartándome de gritar sus nombres. “Que no os metáis tanto”; “que os quedéis frente a mí, que vais a terminar en la otra punta de la playa y no os veo bien”, “que vengáis a echaros crema y dejéis de tiraros piedras y algas”… Pero una vez establecidas las normas, llega algo de calma. Me atrevo a sacar la cámara, superprotegida del agua salada y la arena en su funda al fondo de la mochila, y hacer fotos a mis delfines. Nunca leo ni abandono mi puesto de vigilante, pero sí me relajo y escucho. Porque, conforme avanza la tarde, la playa se va vaciando y se oye cada vez mejor el mar. El mar era un olor, pero para mí ahora es un sonido, el más bello de todos.

El año pasado no pude salir de Madrid y no escuché el mar (sí, escuchar, no sólo oír). Este verano no tenía claro si lo deseaba. Me llenaba de autocompasión imaginarme andando por la arena, sentándome y levantándome con la ayuda de otros. Me preguntaba si sería capaz de adentrarme en el mar. Recordaba la tortura del viaje en coche. Pero hace unos días, chateando con Marisa y Esperanza sobre las vacaciones, estuve a punto de escribir algo que no quería. Sí, habría que ir al mar unos días, tuve que reconocerles. Por si es la última vez, casi escribo. Aunque, en realidad no era por esto, una mentira que me alegra no haber dicho. Simplemente descubrí que echaba de menos la voz del mar, que la echo de menos.


4 comentarios:

  1. Me encanta... Cuéntame qué sientes ahí, junto a él, cuando lo pises este verano. Y respira hondo. "Un pasito más, que sí se puede. Uno y otro más, mujer valiente. Lo que diga está de más, ya sé que quieres gritar. Y no te sientas sola. Contigo estoy...". Esto no lo digo yo, lo dice Manuel Carrasco, pero se me había podido ocurrir a mí perfectamente, jejeje.

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  2. Gracias por escribir, Tere.
    Un beso.
    Mándame un mensaje si venís a Granada o sus aledaños.

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    1. Y tú si pasas por los madriles, cosa q no te aconsejo. Mira que no conocer Granada. Ya me vale. Besos a ti y tus chicas.

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