miércoles, 7 de junio de 2017

Patria, II

Foto: Vincent West (Reuters)

Por J. Teresa Padilla

“Mi limitado gusto, que no me impide agradecer la dilatada imaginación narrativa de los Estados Unidos, me veda el hábito de venerar la literatura anual de Philip Roth. La prensa de mi ciudad, conforme acaba el invierno, anuncia la mayor duración de los días, la llegada de los primeros estorninos y la nueva novela de Philip Roth. El nombre me evoca episodios de violencia cruda y sexo explícito, impermeables a la delicada agüilla que, aunque no sepamos con exactitud en qué consiste, convenimos en denominar poesía. Recuerdo en Patrimonio la descripción prolija, con prosa fregona, de un padre anciano envuelto en deyecciones. Me dicen que la nueva, Némesis, no es lo mismo. ¡Me lo han dicho tantas veces! Reconozco mi falta de paladar para las obras de este autor. Reconozco la vana presunción de encerrar en dos adjetivos a un contemporáneo que ha publicado treinta y un libros” (“El lector claudicante”. Fernando Aramburu –las negritas son mías-).

Me quedé pensativa/culpable al terminar la primera parte de esta reseña de Patria. Te has pasado, mujer: te gustan más los discursos indignados que a Irene Montero. Y para colmo no eres nadie para hacerlos, a ver qué autoridad te puedes arrogar. Sí, de verdad, pensaba que era un castigo excesivo y cruel. Al fin y al cabo no se trata sino de un choque de sensibilidades estéticas radicalmente diferentes. Pero luego recordé el texto que he citado, al pie de la reseña que “El Cultural” hizo de Némesis y leí cuando preparaba la mía. No recordaba que lo hubiera escrito Aramburu, pero sí. Dado que él no encontró inconveniente para hablar en estos términos de un grande, por qué yo no de un mediano. Y dejé de sentirme cruel y culpable.

Los que me conozcáis un poco sabréis que Philip Roth no es, ni mucho menos, mi Roth preferido. Pero hace falta algo más que valor para calificar su prosa de “fregona” mientras uno se refiere a la poesía de la que supuestamente carece como “delicada agüilla”. Esta última sí que es una expresión para pasarle la fregona.

Resulta que he leído las dos obras que Aramburu menciona: Némesis, de la que tenéis reseña no muy entusiasta en este blog, y Patrimonio, un texto sobre el amor paterno-filial, la vejez y la implacable crueldad de la enfermedad del que no hay reseña porque entonces yo no las hacía, pero que es muy muy (o muy-muy) bueno. Sí, los viejos pierden el control de los esfínteres en el camino, lento para unos, rápido para otros, hacia la muerte. Pero no nos da asco (porque los queremos y porque todos hacemos pis, caca y hasta vomitamos de cuando en cuando), ni nos parece inapropiado describirlo en su crudeza porque las metáforas bellas aquí equivaldrían a mentiras cosméticas. Y puede que no sea un poeta, pero no se puede acusar a Roth de mentiroso, que es lo mínimo que se pide a un buen escritor. Independientemente de la falta o no de profundidad que algunos podamos añorar en sus obras, nadie puede discutirle que es un prosista excepcional. No me he encontrado aún con la violencia cruda, pero sí con el sexo explícito, y puedo añadir que no he leído nunca en él algo tan casposo e insultante como llamar a una mujer en este contexto “instrumento de placer”. No, señor Aramburu, no convengo para nada en denominar a no sé qué agüilla poesía. Quizá por eso, porque no sé lo que entiende usted por poesía-agüilla, no la he encontrado en absoluto en Patria. Pero ese olor provinciano a sacristía que invade toda la novela y sí he captado (yo creía que por influjo del modo de vivir de los pueblos sometidos a la tiranía etarra) puede que emane no sólo de su tema, sino también de su autor.

Si queréis saber lo que Aramburu pretendía con esta novela, podéis leer las páginas 551 y siguientes. Es un discurso lleno de frases sentidas y buenas intenciones que no he visto reflejado en la obra en sí. Por eso me voy a limitar a contar lo que yo he leído y que básicamente se reduce a una epopeya: la historia de dos familias que un día fueron felices y estuvieron unidas (una unión corriente y superficial), sufrieron y se enemistaron y, al final, se arreglan más o menos. Miren y Bittori, las matriarcas y protagonistas, viven en un pueblo guipuzcoano y son amigas desde niñas. Estuvieron a punto de meterse monjas de lo religiosas que eran, pero terminaron casándose con dos muchachos del pueblo (Joxian y el Txato, respectivamente). Resultó que el último tuvo éxito con los negocios, mientras que el primero no pasó nunca de modesto asalariado. Sin embargo, la amistad entre las mujeres no sólo no se vio aparentemente afectada por esta desigualdad, sino que se extendió a sus maridos, buenas personas ambos. Los niños, tres y dos, crecen, y ellas se escapan con regularidad a Donosti para merendar, alternativamente y conforme a sus respectivos gustos, tostadas con mermelada y chocolate con churros. Dos personajes perfectamente intercambiables y a los que sólo distingue esta preferencia por una u otra merienda: Bittori es “cuarzo facial” (118) y Miren una “mujer de mármol” (94), mujeres duras, dominantes. ETA existe, pero de ella no se habla. Ambas tienen hijos que se mueven en su entorno e hijos que no. Pero un buen día, y a causa de un malentendido provocado por la interrupción fortuita de la negociación sobre el importe del impuesto revolucionario que se exige pagar al Txato, éste se convierte en objetivo de ETA. Y entonces, todo el mundo le da la espalda a él y su familia. Todos, incluida la familia amiga de toda la vida, la de Miren, quien, lejos de limitarse, como su marido, a abandonar cobardemente y aparentar odio por quien había sido su mejor amigo, se torna, en cierta forma, cabecilla del linchamiento. El pueblo se llena de pintadas contra él y, finalmente, es asesinado por el comando en que milita el hijo etarra de Miren, Joxe Mari, transformado desde su paso a la clandestinidad en el orgullo de su madre.

Portada tras el asesinato, mencionado en Patria, de M. Zamarreño en 1998


Se supone que deberíamos ver en la radicalización de Miren el proceso que llevó a los vascos a someterse a ETA y su discurso, e incluso a apoyarlos abiertamente, pero sólo podemos elucubrar, porque en esta novela se nos cuentan muchas cosas, muchísimas, pero rara vez cómo pasan. Miren se convierte en la cabeza de las manifestaciones proetarras y lo lógico sería pensar que lo hace por ese amor ciego e irracional de madre que apoya a su hijo haga lo que haga, aunque resulta que tiene otros dos hijos por los que no muestra el mínimo interés y a los que no le importa criticar. Podría pensarse que contar con un miembro de su familia en la organización que mantiene sometido a todo el pueblo y se ha arrogado el derecho sobre quién merece vivir o no, le hace sentirse poderosa. Ahora ella es más que su amiga Bittori, la rica. Pero nada hacía suponer un conflicto previo de este tipo entre ellas, aunque luego, evidentemente, en plena confrontación, se reinterprete toda la vida que compartieron y la generosidad del amigo se transforme en un acto deliberado de humillación.

Lo malo de dejar una novela en manos de sus personajes, como hace Aramburu, es que se corre el peligro de que los personajes no sean capaces de soportar el peso de la novela. Los de Patria son todos muy limitados, intelectual y emocionalmente, incapaces de dar razón de sus actos o de identificar sus sentimientos. Y los que no están abotargados emocionalmente, como Joxian, apenas hablan. Si ellos no son capaces de averiguar lo que les pasa y el narrador no nos lo cuenta, pues lo que sucede al final es que no podamos decir que sí, que ahora entendamos algo mejor lo que pasó. Ni con ETA en el País Vasco, ni en esta familia. Y así todo nos parece limitarse a un culebrón que no me extrañaría ver convertido en serie televisiva a la mayor brevedad. ¿La diferencia entre Patria y, por ejemplo, Guerra y Paz, con la que un crítico ha osado compararla? Pues precisamente ésta, que en Guerra y Paz la epopeya está subordinada a la lírica y, sobre todo, a la ética, a la reflexión y el conocimiento moral. Y Tolstói sí es capaz de hacer hablar a sus personajes y tiene como narrador muy claro dónde está situado: porque no todas las perspectivas son asumibles cuando de lo que se habla es del derecho a matar. Nada de esto hay en Patria. Sólo cosas que pasan. Lo que hay se parece más al “he tenido amigos en ETA y amigos a los que ha matado ETA” de Arguiñano, declaración que fue abroncada en las redes por su simpleza no inocente mientras, paradójicamente, a Aramburu se le aplaude por no decir mucho más.

Lo que se cuenta en Patria, como lo que reconoce Arguiñano, lo sabíamos o nos lo imaginábamos. Lo que no entendíamos es cómo se puede vivir así, entre unos y otros, sin querer, poder o atreverse a tomar partido. Y esto tampoco nos lo explica Patria. Nos lo muestra una y otra vez hasta conseguir que nos falte el aire y estemos deseando huir. Sí, vemos el enorme poder de amedrentamiento que ETA tenía (hablemos en pasado, aunque no se ajuste a la realidad), pero, insisto, no cómo llegó a conseguirlo, ni tampoco cómo se ha ido liberando de él (seamos optimistas). Porque lo que aquí se nos muestra, lo que ETA fue, el tipo de poder que, conforme a lo que fue, ejerció sobre muchos vascos y la miseria moral en que los sumió y todavía los sume (lo de Alsasua fue hace dos días), ya lo sabíamos. Que no se trataba de una lucha, armada y legítima, por la liberación de la patria vasca, “los de fuera”, como se nos llama en la novela, no lo hemos dudado nunca. En parte porque es el cuento de siempre: todos los movimientos armados que se enfrentan al poder establecido hacen uso del mismo mito legitimador, el del sacrificio por la patria, el pueblo, los oprimidos…

Al menos las bandas callejeras que someten a su violencia barrios enteros de algunas grandes ciudades del mundo, y que son el mejor modelo de lo que al parecer ETA fue en estos pueblos, no tienen la desvergüenza de hablar de sacrificio: saben lo que quieren y hacen lo necesario para conseguirlo, y tanto “generales” como “soldados”, “reyes” como “peones”, conocen los riesgos. Pueden morir, pero nunca son víctimas. Ellos no necesitan la bendición de nadie (cura, cuadrilla, familia). Sólo una orden del asesino al que hayan jurado lealtad, una orden que ni tan siquiera se les pasa por la cabeza alegar como atenuante. No lo necesitan. Matan a los que no se someten a ellos, a los que se pongan en su camino o entorpezcan su paso. Tú eliges si te quieres arriesgar a ser asesinado un día o quieres unirte a ellos y convertirte en lo que ellos son y de lo que se enorgullecen: asesinos poderosos.

Lo de ETA no se parece en nada a la franqueza desinhibida y cruel del miembro de una mara. Su hipocresía y su invocación a la patria vasca (esa madrastra cuyos verdaderos hijos sólo ellos conocen) le acerca más a las familias mafiosas. Por patria vasca entienden lo mismo que Corleone por “familia”. En su nombre ha habido que deshacerse muchas veces de los familiares. Porque la familia no es el conjunto de sus miembros, sino el apellido, el honor, la sangre… Esos conceptos abstractos y mal definidos que permiten hacer lo que en cada momento el “cabeza de familia” considere oportuno para ella, o sea, para sí mismo y, como mucho, sus súbditos o herederos inmediatos.

Como dice en la novela el padre de un joven muerto (aunque lo dice tanto de la izquierda abertzale como de la policía –la equidistancia de Aramburu por encima de todo-), “todos mienten”. Y la mentira de ETA, la que desearíamos ver desmontada literariamente, huele a sacristía y a seminarista resabiado: no pueden aceptar la verdad, lo que son, el placer que les proporciona el poder que detentan y el miedo y la sumisión que siembran a su paso. En realidad disfrutan sus “acciones” como esos partidos de balonmano que Joxe Mari (el etarra, personaje oligofrénico destinado a enseñarnos la gestación y el ocaso de un terrorista en esta novela) rememora desde la cárcel, ansían batir récords de muerte y destrucción para ser los primeros y ganarse entre sus iguales el respeto que aún no tienen. Los atentados son los orgasmos que, como buenos monaguillos, no han tenido ocasión de disfrutar (literalmente en el caso de Joxe Mari). Pero no lo pueden reconocer, qué vergüenza. Vergüenza, otro sentimiento que queda sin aclarar y mostrar (no sólo nombrar) en la novela, que se limita a decirnos, por ejemplo, que a Nerea le daba mucha vergüenza que la asociaran con su padre, un víctima mortal de ETA. Esta monstruosidad no es fácil de entender, y menos aún que en la narración se deje caer y se olvide. Como absolución del placer asesino, vergonzoso no como asesino sino en tanto que placer, están las justificaciones: nacionalista, marxista-leninista…, y si pueden ser dos, para qué quedarse sólo con una. Aunque, bueno, también es verdad que la mayoría de los miembros de número, Joxe Mari por ejemplo, no tienen cabeza para estos “detalles” políticos y no entiendan siquiera la expresión "justificación ideológica". Ni para detalles políticos, ni para reflexiones morales. Con esta cabeza de martillo, para qué nos iba narrativamente a servir el personaje.

“Soy de aquí, hablo euskera, no me meto en líos de política, doy trabajo. Cada vez que se hace una colecta para fiestas, para el equipo de fútbol o para lo que sea, el Txato apoquina como el que más. Si alguien de fuera viene a hacerme daño, seguro que le echan el alto. Ojo, que ese es de los nuestros” (150 -el subrayado es mío-). Habla el Txato, la víctima, que en otro lugar apunta que en su vida había cruzado palabra con un policía. O, discutiendo con su hijo, “no puedo entender que unos tipos que pretenden defender el euskera maten euskaldunes. Que quieren construir Euskadi, maten vascos. Otra cosa es que se carguen a guardias civiles o a gente venida de fuera. Me parece mal, pero desde la lógica del terrorista no deja de tener sentido” (416). Le parece mal, pero relativamente lógico desde la perspectiva terrorista. Lógica, como si se tratara de esto. Y entonces el hijo sensato y culto, del que podíamos esperar una réplica, le explica que esa lógica no es tal, sino un “automatismo ciego”. Y claro, a semejante cosa, automática y ciega, cómo se le van a pedir cuentas o responsabilidades morales. La imparcialidad política que pretende el autor se convierte en moral (nadie se cuestiona en este sentido nada en Patria: “son gente mala” es lo más fuerte que leemos) y el gran problema es que éste no es, como pretende el discurso de ETA (asombrosamente asumido por Aramburu), un conflicto político, sino moral. ¿O es que no se ha aprendido nada de Dostoyevski (a quien lee Gorka, el hermano “raro”), de Tolstói o de Camus?

Patria nos cuenta lo que parece una guerra civil entre vascos dentro de otra guerra más amplia, como fondo, contra “los de fuera”, la policía y la guardia civil, que son los indeseados por todos los vascos de verdad. Unos simplemente porque no “son de aquí” y los otros porque torturan por sistema, e incluso asesinan, ganándose de sobra el odio que se les tiene. Joxe Mari es maltratado una vez detenido y el autor no se atreve a decirnos lo que pasa por la cabeza (o el corazón) de los torturadores, puros uniformes sin nadie dentro. Ni les da la palabra salvo para hacer su trabajo de acosadores y torturadores. Sólo algún personaje se atreve a sugerir que hay personas dentro de sus uniformes, pero sólo eso. Y el narrador, tan celoso de su equilibrio político, tampoco se atreve a más.

Atentado contra la casa cuartel de Vic en 1991. Foto: Pere Tordera.
Y esto es Patria: alguna verdad aislada en un mar de silencio, vergüenza y mentira. El que se nos describe, pero desgraciadamente también el de la descripción. “A unos les salen los hijos terroristas. A mí me ha salido médico” (80), dice Bittori. Pues nada. “Yo pude caer como cualquier otro joven vasco”, afirma el autor en una entrevista, y el escritor que aparece casi al final de la novela nos lo repite y nos asegura haber encontrado una respuesta a la pregunta de por qué no fue así, una respuesta que no termino de localizar en su discurso, tan obvio, por otra parte. Puede que Bittori se muera en paz con las ridículas disculpas del “idiota”, como ella le llama. Pero a mí me deja fría. Como su tragedia. Quizá sea porque no reconozca en ésta la de la inmensa mayoría de los asesinados por ETA y sus familias. Sinceramente, la suya es la tragedia de quien fue indiferente a la de los demás hasta que le tocó, y cuando esto sucedió no fue capaz de obtener de su sufrimiento nada: ni mayor compresión, ni rectificación de antiguos errores, ni sabiduría, empatía o altura moral. Como su amiga del alma, Miren. Ambas muestran su peor cara en los papeles opuestos que interpretan en la tragedia: una sólo habla con su muerto y la otra, con la imagen de San Ignacio. Para qué: para desahogar su odio y sus miserias. Qué vamos a aprender entonces los demás de su historia. Nada, porque no es la suya la que nos importa, la que nos hubiera gustado leer.

Cosas interesantes encontradas en la red:

https://vientosur.info/spip.php?article12381

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