jueves, 13 de julio de 2017

Amores que matan

Foto: Pixabay

“A veces pienso que si el tabaco gusta tanto no es por la fuerza de la nicotina, sino porque en este mundo vacío y sin sentido te da con facilidad la impresión de estar haciendo algo que tiene un significado” (Orhan Pamuk. El museo de la inocencia).

Por J. Teresa Padilla

Llega el verano y, como todos los veranos, no sé qué hacer conmigo misma ni con el blog. Cerrarlo por vacaciones sería una opción que otros años seres más decididos que yo eligieron sin que el mundo en general, ni el blog en particular, se viniera abajo. Pero yo dudo. ¿Y si tengo algo que escribir sin dilación, una epifanía bajo el tórrido sol que no pueda dejar de compartir con mis congéneres? Sinceramente, desde que me animaron a explorar mis horizontes más allá de las reseñas, ando algo desatada y si no vomito todo el veneno que se me acumula en un lugar impreciso pero punzante entre la boca del estómago y el corazón (o sea, en el centro-izquierda del tórax), es porque me horripilan este tipo de discursos en los demás y, de haber una máxima que intento obedecer siempre, es la de no hacer a los demás lo que no quiero sufrir de ellos. Al fin y al cabo, hay muchas formas de curar los dolores cardiaco-estomacales más efectivas y menos chabacanas que ponerse histérico, escatológico o tremebundo por escrito. No sé qué es en el fondo la vida (a veces tan deslumbrante, otras tan asquerosa y pestilente), pero seguro que las maldiciones ni la iluminan ni la arreglan.

Así que, mientras encuentro la forma de tomar distancia de las miserias que me tienen cogida esa parte de mi cuerpo a medio camino entre el estómago y el corazón y que no sé a cuál de los dos órganos impide con más fuerza expandirse, pienso en lo que se parece el amor al tabaco.

Si, lo sé, mi cerebro parece normal en los escáneres, pero porque en ellos no se ven las sutiles conexiones neuronales. Tengo que confesar que es la parte de mi cuerpo de la que más me enorgullezco. No por su brillantez (es demasiado lento), sino por su imprevisibilidad: nunca se sabe (ni siquiera yo) por dónde va a salir y sus asociaciones hacen que con mucha frecuencia me dé la risa. Mis hijos me ven reírme sola y preguntan, claro. Cuando se lo explico, me miran raro y sonríen, no por lo que les cuento, que ni de lejos les hace tanta gracia como a mí, sino por la madre loca que les ha tocado. Y es que, si te ocurren desgracias como la de no tener esa madre perfecta que nunca pierde los nervios y lleva los pelos en su sitio, que sea al menos una que se ríe sola. Aunque también llore sola, y a veces hasta por la calle.

Amor y tabaco. Esta es la última idea que se encendió en mis sesos para servir de cortafuegos a otros incendios. Yo soy una exfumadora. No sé por qué no hay (o no salen en las pelis) asociaciones de fumadores anónimos. Si las hubiera, os juro que me levantaría y diría el “Hola, soy Teresa, y soy fumadora”, fumadora en el sentido en que ellos se declaran alcohólicos, aunque ni ellos beban ni yo fume. Porque aunque haga algo más de un año que no lo cato, no hay un solo día en que no me apetezca y a veces sueño que me compro un paquete y me paso toda la noche fumando. El sueño es tan vívido, que me despierto con esa carraspera de cuando era joven, fumadora activísima y trasnochaba. Al parecer, soñar que fumas es una fantasía recurrente de exfumadores irredentos como yo. Los que aún a sabiendas de lo venenoso que es y de lo bien que hicimos en haberlo dejado, de la pasta que nos hemos ahorrado y de todos estos y otros argumentos ciertísimos, miramos con envidia a los fumadores sociales, esos que se fuman un pitillo sin echar de menos ya el siguiente. Vemos el voluptuoso humo azul que asciende desde sus cigarrillos encendidos (hay que ver lo que desaprovechan el tabaco los fumadores sociales) como una invitación lasciva y dudamos si acercarnos a aspirarlo o no. Mejor no, o quién sabe si nos cogerá de nuevo en sus garras, cuyo tacto, sin embargo, anhelamos. Hay exfumadores así, como yo, protagonistas de una historia de amor imposible con el tabaco. Con un poco de suerte conseguiremos resistirnos, pero para nosotros nunca será cierto eso que dicen los manuales de ayuda para dejar de fumar: el día que dejas de fumar has dejado de ser fumador.

Pero también hay otro tipo de fumador: el iluminado. Probablemente son ellos los que escriben los libros de autoayuda. Dejar de fumar ha cambiado sus vidas, les ha librado de una esclavitud y una carga, les ha abierto nuevos horizontes (deportivos, sobre todo). De repente se sienten tan bien (sin toses matutinas ni catarros eternos) que llegan incluso a hacerse adictos a la vida sana y vigilan todo lo que entra por su boca, en la que nunca, jamás, podrá encontrarse ya la lengua besadora de un fumador.

En fin, como en el amor (o el desamor, más bien): hay quienes saltan de felicidad al perder de vista a aquel al que tanto llegaron a amar, y otros, más melancólicos, que nunca olvidan y buscan (normalmente en el frigorífico) algo que llene el vacío que el amante perdido ha dejado. Llorones.

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