jueves, 7 de septiembre de 2017

Fotografías

Foto: J. Teresa Padilla
"Senza flash! «Sin flash!»
(exclamación que se oye a menudo en las galerías italianas)

Sin llama, sin noches de insomnio, sin ardor,
sin lágrimas, sin grandes pasiones, sin convencimiento.
Viviremos así: senza flash.

Queda y pausadamente, dócilmente, entre sueños,
las manos manchadas con la tinta negra de los diarios,
las caras grasientas de crema: senza flash.

Turistas sonrientes, camisas impecables,
Herr Lange y Miss Fee, Monsieur et Madame Rien
entrarán en el museo: senza flash.

Se detendrán ante el cuadro de Piero della Francesca, donde
Cristo, casi enajenado, surge de la tumba,
resucitado, libre: senza flash.

Quizás ocurra entonces algún hecho imprevisto:
se agite el corazón bajo el tejido suave,
se haga el silencio, destelle el flash".

("Senza Flash", de Adam Zagajewski, trad. de Elzbieta Bortkiewicz).

Por J. Teresa Padilla

Desde finales del 2002 he tenido cámaras digitales. Lo sé porque es a partir de esa fecha que se acumulan las fotos en mi ordenador. En él y en un disco portátil que me compré con un cheque regalo de Amazon que me entregó una empresa en la que había realizado unas prácticas. No es una obsesión sólo mía: en un foro de fotografía que hace tiempo frecuentaba, uno de los temas de discusión recurrentes era el del número de copias de seguridad necesarias para tener realmente a salvo de cualquier contingencia nuestras fotografías. Sólo por delante en número de entradas y participantes estaba el otro gran tema: cómo ordenar la cantidad ingente de fotos que la era digital ha propiciado que terminemos siempre haciendo (y eso sin contar con las diferentes versiones de una misma que posibilita el retoque fotográfico y entre las cuales parecemos algunos incapaces de decidirnos).

En cuanto al orden he desistido de otra clasificación que la puramente cronológica, y ésta porque mi actual cámara me permite volcar las imágenes en el ordenador automáticamente con ese dato como nombre de fichero que, si no, ni idea de lo que habría sido de mí. Llevo años detrás de un amigo que gracias a un Excel de diseño propio es capaz de localizar sus fotos por múltiples criterios: paisajes (campo o costa), retratos, personas que aparecen, temas (flores, animales, naturalezas muertas) y, por supuesto, fecha. No sé si me considera incapaz de seguir sus instrucciones o se reserva su sistema para patentarlo un día, pero aquí sigo, Jesús, esperando el tutorial.

Tula. Foto: J. Teresa Padilla
Aunque más que el orden, que siempre puede instaurarse, al menos en teoría y por caótica que sea la situación de partida, con tiempo, paciencia y un plan elegido serena y fríamente entre las diferentes alternativas que otros mejores han tenido a bien proponer, el tema de la seguridad es apremiante y tragicómico. Hay quien tiene varias copias distribuidas entre sus familiares y amigos, porque de nada sirve tener las copias en una casa que puede incendiarse, explotar, ser barrida por un huracán o un terremoto. Aseguradas contra todo, prácticamente, salvo el fin del mundo. Como veis yo no llego a tanto y me conformo con protegerlas de algún virus informático o de la explosión del ordenador. En realidad, y en lugar de varias copias de seguridad exiliadas e itinerantes (regularmente habrán de volver a casa para actualizar su contenido), yo adopto una medida de seguridad adicional completamente absurda.

Desde que las fotos tienen una realidad mayoritariamente virtual me da la sensación de que casi todos, en diferentes grados, tenemos más miedo a perderlas que antes, en la era analógica. También hay a quien no le importa, y acumula fotos en su móvil hasta que la memoria se llena y va borrándolas para dejar espacio a las nuevas: es la persona plenamente adaptada a esta época del usar y tirar, que vive el presente y acepta, me temo que inconscientemente, su fugacidad. Para mí es un ser humano completamente incomprensible, un enigma, pero existe y no soy quién para negarle la pertenencia a mi propia especie. Luego están los que, conscientes de las múltiples posibilidades de conservación que la era digital ofrece (copias fáciles e ilimitadas, dispositivos varios, la nube…), no puede evitar tener remordimientos ante la posibilidad de no haber hecho todo lo posible por salvaguardarlas. A estos los comprendo y compadezco. Entre unos y otros están las personas razonables (tan aburridas como envidiables) y nosotros (espero no ser la única), aquellas a las que nos preocupa la seguridad y conservación de nuestro pasado fotográfico, pero no somos capaces de responder con un mínimo de lógica a esta preocupación.

Ante todo hay que decir que esta prevención contra la destrucción o pérdida desatada por lo digital es en el fondo bastante absurda, porque los negativos y, más aún, las copias en papel se estropeaban y extraviaban con pavorosa facilidad. Por eso el colmo ya de la tontería es lo que hace el grupo en el que me incluyo: complementar esa copia de seguridad digital, que sólo puede salvar de algún raro incidente informático, con el revelado (¿o debería decir impresión?) de las mejores tomas y la creación a partir de ellas del álbum de toda la vida o, en el colmo del sinsentido, su atesoramiento en una caja. Confesemos: En mi generación somos muchos los que desconfiamos de la realidad fantasmagórica de lo digital, de la inmutabilidad y fiabilidad de las “nubes”. Es una desconfianza irracional, pues la cabeza nos dice que lo digital, como las cucarachas, nos sobrevivirá a todos, pero el corazón nos pide tocarlo, darle un soporte físico. Como los libros. Bueno, no, lo de los libros, en mi caso, es aún peor.

Estos días ando, pues, eligiendo las fotos que voy a pasar a papel. Pero también lo contrario: he rescatado de la casa de mi madre varios álbumes de fotos antiguas, algunas incluso del siglo XIX, otras las típicas fotos familiares que mi padre nos hizo a todos con la única cámara que poseyó, la misma con la que yo hice mis primeras fotografías y aún conservo. Me he propuesto encontrar la forma de pasarlas a formato digital de la mejor (y más económica) forma posible.

Así, mientras que necesitamos más de una copia de lo digital y preferentemente también una física para sentir que nuestros recuerdos estén seguros y nos pertenecen, también necesitamos asegurar el frágil papel o la emulsión fotográfica del negativo en una copia digital.

Y todo este esfuerzo, toda esta ansiedad, ¿para qué? Mira tus fotografías: encontrarás algunas de estudio, hechas por profesionales, tan perfectas que, si la conociste, no terminas de reconocer a la persona que posa (o de reconocerte, si eres tú misma). Imaginas que también esos abuelos o bisabuelos que murieron mucho antes de nacer tú eran muy diferentes cuando sonreían espontáneamente. Luego hay fotos de tu infancia, de tus hermanos. Algunas, las mejores, están hechas sin previo aviso y puedes ver tu propio rostro como ningún espejo podrá reflejar nunca. Un rostro que no disimula la alegría o el hastío del momento. Te ves niña junto a tus hermanos, también niños, y sientes ternura y añoranza por esos seres desaparecidos un día en el fondo de nosotros y que siguen siendo lo mejor de lo que somos. Más raramente aparecen tus padres, jóvenes y aparentemente felices, y te das cuenta de que tus recuerdos no son la única versión de su historia y lamentas que no te contaran la que esas fotos parecen ilustrar. Luego la fotógrafa, y la que más raramente aparece, pasas a ser tú. Fotografías los atardeceres, tan diferentes en su similitud, que la ventana de tu habitación te ofrece todos los días; a tus perras, que tan rápidamente pasan de la infancia a la vejez; a tus hijos, intentando retener en la imagen el milagro de sus gestos, el olor de su pelo, esa forma de mirar que sólo tienen los niños, todos los niños.

Foto: J. Teresa Padilla
Intentamos detener el tiempo para siempre con ellas y, en cierta forma y por un momento más o menos largo, lo conseguimos. Pero es mera hybris, una falta contra nuestra condición mortal y, por ello, de sometimiento al tiempo que algún día pagaremos. Por eso, quizá, nuestro enfermizo miedo al castigo de perderlas; nuestra ansía por protegerlas de todas las maneras posibles. De ahí también, supongo, la prohibición que pesa sobre la fotografía en algunas culturas, primitivas y no tanto.

“No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra” (Éxodo, 20-4).

Hasta la religión en la que me eduqué tuvo que reconocer que necesitábamos ver lo invisible, la belleza y la bondad de mortales e inmortales, para poder amarlos y sentir su amor, y, en consecuencia, levantar la prohibición. Pero sabemos que tarde o temprano pagaremos por esta rebelión contra el tiempo que pasa y la muerte. Nosotros y nuestras fotografías, probablemente por este mismo orden.

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