jueves, 27 de diciembre de 2018

Puntos de fuga

Foto: J. Teresa Padilla
"Después de Kafka, la ficción plantea la exigencia de la plena presencia: qué diferente es esto del llamado «compromiso» de Sartre y otros. El escritor que «mira desde arriba», o sea, el escritor mentiroso, el escritor moralizante, el escritor tendencioso. La voz creíble, en cambio, sólo puede provenir de las profundidades del destino, del hombre golpeado por el destino" (I. Kertész, Diario de la galera).

Por J. Teresa Padilla

Los puntos de fuga son el resultado de la proyección de líneas a partir de elementos paralelos de un objeto, al que permiten entonces aparecer en perspectiva. Estas líneas "objetivamente consideradas" deberían guardar la misma distancia entre sí que los puntos dados desde los cuales se trazan, es decir, ser paralelas, pero si lo fueran, si se ajustaran a la realidad mensurable, no veríamos el objeto tal como se nos muestra en el espacio real que compartimos con él. En lugar de seguir una marcha equidistante, convergen hasta coincidir en un determinado punto físicamente inexistente, el punto de fuga, y, al hacerlo, crean la “ilusión” de la tridimensionalidad. Entrecomillo ilusión, porque en perspectiva no sólo se nos dan las representaciones en dos dimensiones de cualquier cosa tridimensional, sino también la propia percepción directa e inmediata de lo que nos rodea. No pretendo ir más allá (no podría aunque quisiera), sólo poner en contexto una metáfora que ha inspirado, junto a los apuntes venecianos de un poeta, la reflexión subsiguiente.

No es que vivamos en un mundo de ilusiones y fantasmagorías. Es que somos parte de ese mundo y no podemos sustraernos o negar que lo vemos o, en general, lo vivimos desde un lugar preciso en él. Desde una perspectiva que introduce elementos extraños a ese mundo, imaginarios (que no arbitrarios), como los puntos de fuga. La realidad (al menos la que podemos llamar en algún sentido nuestra) necesita de estas creaciones, ficciones, ilusiones, metáforas o esperanzas para mostrarse y vivirse, y no hay mayor aberración que la de considerarse capaz de contemplarla desde fuera, como esa mirada omnipotente que se atribuye a una divinidad ajena a cualquier limitación espacial o temporal y, por tanto, exenta de cualquier perspectiva. Si se toma en consideración que cada uno de nosotros somos el centro desde el que se proyectan las líneas que constituyen la perspectiva y nos abren todo un mundo, el que cree posible esa visión que prescinde de ella parece haberse olvidado de sí mismo.

En su “fresco” narrativo y personalísimo sobre Venecia (Marca de agua), que es a la vez un exquisito tratado sobre óptica, una autoparodia y una declaración de amor (no está mal para poco más de cien páginas), escribe Brodsky:
“El ojo precede a la pluma, y yo decido no permitir que mi pluma mienta respecto de su posición”.

Puede que la clave de la posibilidad de una “vida buena” (y de todo lo bueno que ella pueda englobar: belleza, amor, esperanza, alegría…) esté en esa decisión de no mentir sobre nuestro “ojo”, nuestra posición, nosotros mismos y, por añadidura, sobre la fragilidad que inoculamos en la sólida existencia del mundo. Quien no toma esta decisión, no es que mienta a otros ni, en realidad, esté optando por lo contrario. Más bien simplemente se engaña a sí mismo porque se ignora, porque se olvida de sí, aunque en ese olvido (y gracias a él) pueda terminar adoptando la pose y el lenguaje de una pseudodivinidad. Resulta verdaderamente ridícula su situación, pues mientras que desde esa altura, en la que cree estar situado, observa condescendiente o sarcástico la ignorancia o debilidad de los demás y pretende ver mejor que nadie lo que hacen, o no hacen y deberían hacer, se pasa completamente por alto a sí mismo y la forma en que levita por la misma fuerza de la necedad. Sin ningún mérito que arrogarse: lo más fácil, cómodo y natural es lo que él hace, renunciar a decidir, dejarse llevar, en este caso por la ilusión (ahora sí en sentido estricto) de no ocupar ninguna posición o lugar concreto, de no tener, por ello, una visión parcial y necesariamente en perspectiva (aunque no deformada, pues la verdaderamente tal es la visión que se tiene, de suyo, por “absoluta”) y, por tanto, de dar por hecho que su mundo es, tal cual, el Mundo, uno sólo accidentalmente visible. Tan precaria y contingentemente visible como los ojos que lo miran y desaparecerán un día sin afectarle en nada digno de mención.

En literatura (en la vida también, pero la literatura es más hábil y plástica cuando se trata de dejar al descubierto nuestras vergüenzas), existe el llamado narrador omnisciente. Quien opta por él escribe en tercera persona, e incluso cuando ocasionalmente usa la primera (como en determinadas formas de escritura periodística) es para hablar de otros en esa tercera persona que deja bien clara la distancia entre él y ellos. Como su denominación indica, lo sabe todo, lo que pasa dentro y fuera de sus personajes, lo visible y lo invisible, sobre éstos y su mundo.

Es muy complicado hacerlo bien con este tipo de narrador, porque aunque no puede dejarse ver, ni a sí mismo ni todo lo que alcanza su visión, ha de estar situado y, a su peculiar y oculta  manera, formar parte de la narración, como una sombra o una mirada a veces fija, otras perdida y errante. La buena literatura se impone no mentir y, paradójicamente, eso supone intentar conseguir que se confundan el plano de la realidad con el de la historia que nos cuenta, con la ficción. La realidad está hecha de ficción (puntos de fuga) y la ficción lo ha de estar de realidad para testimoniarlo y no reducirse a una mera forma de evasión, a una mentira entretenida.

A pesar de su complejidad, en la mayoría de la mala literatura (o literatura de consumo), el autor hace uso de este tipo de narrador. Justo porque esa distancia, cuya superación supone un reto para el escritor vocacional, se convierte en una coartada para el profesional o aspirante a serlo: aunque se dedique a algo tan infantil como inventar mundos e historias fantásticas sigue siendo una persona cabal. Esa tercera persona invisible e ilocalizable dejaría clara la brecha entre el mundo real (el suyo, el del que narra) y el que se imagina y transmite por puro entretenimiento y sin relación con el primero (género ficción histórica inclusive). No suele ser una decisión consciente, porque precisamente, como ya he dicho antes, sospecho que ésta es una actitud por la que no se opta, sino el resultado de un irreflexivo “dejarse llevar”. Y si buscamos razones menos especulativas, la más probable sea que los malos literatos se nutren exclusivamente de mala literatura (escrita a su vez así) y no pueden salir de ese bucle diabólico. Diabólico porque esta forma de narrar es la que más difícil hace (por la inercia de venir dada de suyo y la dificultad que impone al narrador-autor de estar y no estar presente a la vez en la narración) cumplir el imperativo brodskiano de no permitir que la pluma mienta y traicione al ojo; o sea, hacer buena literatura. O por lo menos, si no buena, veraz. Y la pregunta del millón (o casi) es por qué se va a escribir (o vivir) sin intentar siquiera eso: la veracidad. Ella es un punto de fuga, una idea reguladora que diría un kantiano: una referencia irreal, imaginaria pero no ilusoria, nunca cumplida, que, sin embargo, nos mantiene en marcha hacia ella, en camino, o sea, vivos y, en cierta forma (puede que la única con sentido), libres, esto es, capaces de darnos un proyecto, una vida, un destino, una meta; en este caso la veracidad. Libres, pues, en cuanto autónomos en el sentido clásico de lo que, en determinados ámbitos, se da a sí mismo la ley que lo determina o el objeto de su acción, el sentido en que Brodsky considera "absolutamente autónomo" al ojo: "La belleza está donde el ojo descansa" y "cuando el ojo no logra encontrar belleza -consuelo-, ordena al cuerpo crearla".

Foto: J. Teresa Padilla
Los puntos de fuga ofrecen la perspectiva que nos abre todo un mundo, un horizonte que, aun infinito, se nos ofrece a la medida de nuestro ojo: visible pero nunca del todo, siempre a mano e inabarcable, mío y de todos, frágil y sólido, imaginario y real. Parte de él desaparecerá conmigo; quizá deje por un tiempo algún rastro o cicatriz en él, pero me sobrevivirá. ¿Nos sobrevivirá a todos? El nuestro, no. Quizá el mundo del físico o el astrónomo, que lo ve desde todas partes y ninguna, porque no vive en él, sino en otro, en el mismo que nosotros. Aunque siempre ha habido astrónomos raros que no se limitaban a contemplar las estrellas, sino que las seguían en su camino hacia quién sabe si algo más tangible que un punto de fuga.

Esta es la cuestión. Mirar sin saber que miramos ni desde dónde, ignorándonos, viendo como mucho en el espejo nuestro ojo reflejado. Un ojo que no ve y tomamos por nuestro auténtico ojo, ése al que no deberíamos traicionar ni con la pluma ni con la vida. O, por el contrario, vivir en esa extraña posición, entre lo que es y lo que no, que el hombre ocupa y desde la que contagia al mundo en que vive todas sus contradicciones, como un funambulista que camina en una cuerda floja sobre un abismo de solidez e inercia desde el que proyecta líneas imaginarias que convergen en un punto irreal de referencia para su mirada que le permite mantener el equilibrio y, a la vez, dotar de vida (y belleza) a lo que hasta llegar él sólo era real: el abismo se hace así un mundo menos hostil, que se deja incluso adjetivar de forma extravagante como bello, bueno, mágico... Pero no somos dioses y, por eso, aún hay en nosotros algo que ve más lejos y claro que los ojos: la lágrima “que anticipa el futuro del ojo”.

La ciudad, Venecia y el mundo convertidos en metáforas por las palabras que se imponen no mentir: puntos de fuga y de anclaje a la vez, pero destinados a ser perdidos.
“Porque la ciudad es estática, mientras que nosotros nos movemos. La lágrima es prueba de ello. Porque nosotros partimos y la belleza queda. Porque nosotros vamos hacia el futuro, en tanto que la belleza es eterno presente. La lágrima es un intento de permanecer, de rezagarse, de fundirse con la ciudad. Pero eso va contra las reglas. La lágrima es una reversión, un tributo del futuro al pasado. O es el resultado de sustraer lo mayor a lo menor: la belleza al hombre. Lo mismo vale para el amor, porque nuestro amor, también, es más grande que nosotros“.

jueves, 13 de diciembre de 2018

Vejez, divino tesoro

Foto: Omer Yousief (Omaralnahi). Pixabay

Por Esperanza Goiri

Este otoño, en Madrid, es lluvioso. No hay nada como una larga tarde de domingo, tristona y húmeda, para engancharte a una serie y ventilarse una temporada entera de un plumazo. Afortunadamente, ahora podemos disfrutar en streaming de esos maratones, sin tener que someternos al irritante e inoportuno “continuará” para ver la siguiente entrega.

El método Kominsky fue cayendo capítulo tras capítulo. La serie me ha reconciliado con Michael Douglas, que nunca me ha resultado simpático probablemente por sus papeles de “macho alfa”, y aporta una visión real pero no descorazonadora, de esa etapa de la vida que a todos nos va a tocar afrontar si conseguimos llegar a ella.

En la serie, dos amigos, de unos setenta años, hacen frente a su existencia de la mejor manera posible. Tienen arrugas, les falla la próstata y les preocupa no estar a la altura entre las sábanas. Son conscientes de que empieza su declive. Siguen trabajando (uno como profesor de interpretación y otro como agente) pero se van encontrando fuera de lugar. Norman se acaba de quedar viudo y Sandy ha tenido tres matrimonios, ninguno feliz. Ambos tienen una hija, con desigual suerte en la relación paternofilial. Vislumbran un futuro incierto y poco halagüeño. Sin embargo, siguen en la brecha. Se adaptan, aceptan su realidad y tiran de humor y de su amistad para afrontar un día más. Ríes y te emocionas con sus vicisitudes. Te los crees, porque suenan a verdad. Son viejos, sí, pero de momento siguen vivos. Tienen deseos, problemas, ilusiones y miedos como cualquier otra persona. Circunstancia que se suele olvidar. 

Afortunadamente, nada tienen que ver con esos estereotipos de ancianos que nos venden, que oscilan entre los abuelos “hipervitaminados” y guais de la publicidad, a los entrañables y desvalidos que vegetan plácidamente esperando su momento final. Sin olvidarnos del tópico que los muestra gruñones y amargados, siempre fastidiando a los demás. La realidad es mucho más compleja y variada.

Sandy y Norman son dos hombres viejos que viven la senectud como mejor saben, pueden y les dejan. La serie no edulcora ni camufla las miserias de la vejez, pero tampoco la demoniza. Lo que no es poco en esta época tan contradictoria que se empeña en prolongar la vida lo máximo posible, pero luego no sabe ocuparse de sus mayores, que casi tienen que pedir perdón por existir y dar guerra. La vejez es ingrata en muchos aspectos, pero mientras la mente y la logística cotidiana nos permitan decidir, aunque sea mínimamente, cómo vivirla, hay que encararla de frente.

Vito impermeabilizado. Foto: Esperanza Goiri 

El lunes, entre nubarrón y nubarrón, Vito, mi perro, me sacó a pasear al parque del Retiro. Provistos de sendos impermeables, por si acaso, caminábamos entre hojas cada uno concentrado en lo suyo. Nos cruzamos con una señora muy mayor en silla de ruedas, empujada por su cuidadora. A mí me ignoró olímpicamente, pero al ver a Vito, lo señaló y se rio mientras seguía con la mirada el trotecillo perruno. Aquella mujer no había elegido estar impedida ni depender de alguien para atenderla. Probablemente, tampoco le habrían consultado si le apetecía salir a esa hora ni por el trayecto que habría elegido su cuidadora. Pero allí estaba, viva, atenta a su alrededor y con capacidad de manifestar su regocijo ante la visión cómica de ese ser tan pequeño que, ajeno a su insignificancia, marchaba embutido en su chubasquero verde militar como el mismísimo Napoleón pasando revista a sus tropas. Esa anciana, dentro de sus muchas limitaciones, aún podía decidir sobre lo que reír o llorar, sobre sus emociones. Me gustaría pensar que al llegar a casa o la residencia, tendría con quien comentar su fugaz encuentro y volver a sonreír.



jueves, 29 de noviembre de 2018

Árboles torcidos

Foto: Manfred Antranias Zimmer (Pixabay)

Por J. Teresa Padilla

Mientras el mundo se desmoronaba ante sus ojos y sólo encontraba refugio en la literatura, Umbral escribía en ese diario que pretendía fuera una “rueda de instantes” y terminó titulándose Mortal y rosa, que el significado último o íntimo (supongamos que no es lo mismo) de los bosques en los cuentos infantiles era que la niñez estaba destinada a perderse, y así lo hacía, en esa oscura y terrorífica espesura arbolada que simbolizaba, en realidad, el mundo de los adultos.

Me vino a la cabeza esta idea de Umbral porque andaba yo coleccionando imágenes de árboles torcidos sin saber muy bien por qué. Algo llamó mi atención en una que compartió un amigo virtual con el que sólo interactúo así, a través de fotografías o reproducciones de pinturas, pero de una manera, creo, que ambos consideramos satisfactoria (o sea, fructífera, fluida y regular). No entiendo su lengua materna. Desconozco si él conoce la mía o tenemos algún otro idioma común en el que poder chapurrearnos mensajes. De momento, no nos ha hecho falta.

Foto: Pie Aerts, Namibia (por cortesía de Stanislav Ploc).
No creo en eso de que una imagen valga más que mil palabras, pero sí en el potencial expresivo de esas miradas congeladas que son las fotografías y, quizá (no estoy segura), también los cuadros. Además me gustan así, sin mezclarse con otras formas de “narrar” (llamaré de esta manera a lo que hace todo eso que consideramos cada cual, con razón o sin ella, “expresión artística”). Recuerdo que Schopenhauer, gran amante de la música (y muy dado a interrumpir su sesuda obra magna con comentarios personales), decía aborrecer la ópera porque las palabras (y la historia que contaban) desviaban la atención y adulteraban la esencia del arte musical. Yo no escribo nada magno, pero también me interrumpo constantemente, esta vez para dejar constancia de que la sucesión de imágenes propia del cine (ese “arte” mestizo que, salvo muy raras excepciones, parece pedir simplemente ser contemplado, dejarse ver, ofrecernos un sueño hecho, ya soñado) oculta a mi modo de ver la esencia de la expresividad propia de la imagen fija, la cual reside precisamente en la capacidad de sintetizar una “narración” en el instante; una que no se limita a dar expresión a lo que fue visible en su fugacidad, sino también a la mirada invisible que captó la imagen (o que pintó el lienzo). Puede que hasta incluya la nuestra, a la que traslada a otro tiempo y lugar haciéndole un guiño que suena, en el que caso de la fotografía, como el doble clic del obturador que simula nuestra pupila y se abre una fracción de segundo para dejar pasar, con la fugaz ráfaga de luz, todo un instante irrepetible. Teju Cole, el escritor que me deslumbró (y a medio mundo conmigo) en Ciudad abierta, también es fotógrafo y acaba de publicar en España una colección de ensayos en los que reflexiona, aunque no en exclusiva, sobre esta otra pasión suya. Ni que decir tiene que estoy deseando leerla, aunque ello me obligue a corregir la que, de momento, es la diletante opinión que acabo de expresar.

Los bosques, la infancia que se pierde en ellos, la instantaneidad de la fotografía y el hechizo de las imágenes de árboles torcidos. Parece que hay un salto, pero no. El presente, el instante, es el tiempo de la infancia, la expresión de su “fe total en la vida, sin pasado ni futuro”, de su sí incondicional que ignora y no puede comprender la muerte (porque puede que no sea en absoluto comprensible, por mucho que el mundo adulto se imagine haberla domesticado). Por otro lado, toda expresión artística es una excepción, un paréntesis, una ruptura de la cotidianidad y su burocracia, del mundo real, o sea, el de los adultos. Se puede considerar, y así se ha hecho muchas veces, el arte como un retorno a la infancia, un intento de recuperación de aquella genialidad connatural al niño; un juego, sí, pero muy serio, como lo son en realidad los juegos infantiles, no esos pasatiempos, en el sentido más literal de la expresión, propios de los adultos.

Si los niños se extravían en el bosque de la madurez, los árboles torcidos pueden representar a los que se resisten a la pérdida o se rebelan contra ella: al idiota, al loco, al raro o al artista, puede que hasta a cierta clase de filósofos.
“Ahora, con mi media vida consumada en la literatura, ésta vuelve a ser para mí lo que fue en la infancia y lo que realmente ha sido siempre: mi manera de no estar en el mundo, mi repugnancia hacia la sociedad de los adultos, hacia sus trámites, sus compraventas y sus transferencias”.
Cuando los adultos hablan, los niños deben callar. Dejar de molestar y hacer ruido. Comportarse. Los adultos inconvenientes, deficientes o raros, también. Y, por supuesto, el artista, el auténtico, no ese narcisista profesional, que, a la escucha siempre del runrún del mundo, ofrece lo que se le pide, y recibe, en justa recompensa, un sitio de honor en él. A diferencia de este funcionario, el primero realiza ese sueño infantil en el que nos imaginamos huérfanos y extraños a ese mundo real, siempre amenazante, y nos creamos otro imaginario, quizá con figuras protectoras en una misteriosa genealogía, pero que se mantienen en la sombra, nebulosas y nada opresivas. Un mundo sin ligaduras ni guías en el que todo es posible, también, a diferencia de los seres firmemente enraizados en el terreno de lo real, torcerse.

Ese mito del expósito se encuentra en la novela picaresca, en los relatos sobre la infancia de Dickens, Henry Roth (hasta en la radical autocreación del protagonista de La mancha humana del otro Roth, Philip) o Agota Kristof, en los cuentos tradicionales clásicos (con un interés disuasorio y culpabilizador apenas velado), así como en las más exitosas historias para niños de mi generación (como Pippi Calzaslargas de Astrid Lindgren o Los cinco de Enyd Blyton), en las cuales los adultos han desaparecido o juegan un papel puramente anecdótico.

La literatura moderna es más tolerante con estas fantasías infantiles de mundos aparte mientras se queden en eso, en una fase. El cuento tradicional, más realista y franco, advertía del pecado de renegar de los padres y del mundo y castigaba a los infractores con uno alternativo y fantástico aún más pavoroso que el real, todo él noche, sombras y brujas, hambre y frío. Una realidad paralela de la que debían resguardarse en el mundo real, el de sus padres y los adultos, el de la obediencia y la resignación. Peter Pan no existe. No queda más remedio que crecer, y debe crecerse bien recto, en un bosque ordenado y que filtra la luz estrictamente necesaria protegiéndonos de las quemaduras e insolaciones del sol directo. El creador, el soñador que no renuncia a su infancia, a diferencia del loco, y por su propio bien y libertad, debe aprender a camuflarse en ese mundo sin olvidarse, eso sí, de que no pertenece a él. “Intentad vestir de gris. El mimetismo constituye una defensa de la individualidad, no su derrota”, aconsejaba Brodsky a sus alumnos. Pero sean o no capaces de disimular su deformidad, todos sin excepción (lo sepan o no) están fuera de lugar, como los árboles torcidos.

Foto: Ámsterdam, autor desconocido (por cortesía de José Ramón Farré).
Árboles que se desvían de la verticalidad debida porque buscan desesperadamente la luz en un bosque de construcciones humanas, como la imagen que me regaló, para mi colección, otro amigo, José Ramón. O porque la falta de alimento los ha deformado, como a un niño raquítico, hasta que la muerte ha dejado expuesta su figura inerte en ese último esfuerzo inútil por sobrevivir, como las acacias fantasmales del desierto de Namib. Quizá por falta de una guía firme, como esos adolescentes plantones, larguiruchos y frágiles. O porque el azar les condenó a desafiar la gravedad creciendo sobre una pared prácticamente vertical.

Foto: Sabine Weiss. Petite Fille, Petit Árbre (España, 1981).
Los árboles torcidos pueden ser peligrosos si sobreviven y siguen creciendo enfrentándose cada vez más abiertamente a las leyes de la física y al sentido común. Entonces, si conviven con nosotros, los talamos. Como a los enfermos, por rectos que fueran. Un operario los marca con tinta de un color chillón condenándolos y al cabo de unos días resuenan las sierras y son ejecutados. Quizá dejen el tocón un tiempo y crezcan en sus hendiduras setas de apariencia monstruosa, quizá se molesten en extraerlo de la tierra para plantar un arbolito joven atado debidamente a su guía con el fin de que crezca como debe.

Peligrosos o no, son diferentes, feos y frágiles. El típico incordio que estropea la foto de familia, que interrumpe la uniformidad marcial del resto de los árboles, ésos que, así se dice, “no dejan ver el bosque” cuando en realidad parece, como nos demuestra el árbol lisiado, el único que vemos por sí mismo, ser al revés. O, por qué no, a lo mejor pasan las dos cosas, y los árboles y el bosque se ocultan mutuamente para erigir así esa penumbra falaz y cruel que se llama mundo real.
"Existe un modo de pensamiento serio y otro poco serio. El serio está representado por los intereses, los poderes del Estado, los negocios, la policía secreta y el principio de poder que rige en un momento dado. El poco serio, por los artistas, los filósofos, los poetas, los santos: los que no cuentan" (I. Kertész. Diario de la galera).

jueves, 22 de noviembre de 2018

Renunciación

Por Marisa Díez

Fue una de esas conversaciones escuchadas sin querer durante un trayecto en metro. Dos amigas discutían acerca del final de la relación de una tercera persona a la que ambas conocían. ¨Ha sido un caso de renuncia; él la quiere pero no sabe hacerla feliz¨, sentenció una de ellas.

Inmediatamente recordé un capítulo de aquella serie de los años 80, escrita y protagonizada por Ana Diosdado, Anillos de oro. La trama reflejaba el devenir de un matrimonio en el que la diferencia de edad era más que notable. Al conocer ella a un hombre mucho más joven que su marido, él decide tramitar el divorcio y dejarle el camino libre para que inicie una nueva relación, aunque en realidad nunca había dejado de quererla. El abogado al que contrata se lo explica con estas palabras a una colega de profesión: “Es un caso de renunciación: la prueba más grande de amor”.

Imagen de lamenteesmaravillosa.com
De un tiempo a esta parte he conocido alguna que otra historia que se aleja de los cánones establecidos. Esto de los sentimientos es tan relativo… Y quién soy yo para decir lo que está bien o mal, lo que es justo o injusto, lo que debe o no debe evitarse cuando existe un compromiso con otra persona. Con los años he sido testigo de la evolución de algún matrimonio que consideraba abocado al fracaso y sin embargo ha resultado estable en el tiempo y en la convivencia. Y, por supuesto, las más de las veces, también he presenciado el extremo contrario. Parejas por las que hubiera puesto la mano en el fuego, terminan tirándose los trastos a la cabeza de manera más o menos civilizada o protagonizando auténticas batallas campales. En todos los casos, el final de eso que llaman amor ha sido la causa del desastre. O, al menos, es lo que siempre hemos imaginado, porque, quizá, en más de una ocasión que desconocemos, la renuncia a la convivencia con otra persona no implica necesariamente que se haya dejado de querer.

En mi adolescencia, imagino que como la mayoría de mis amigas en esa misma edad repleta de sensaciones contradictorias y altibajos emocionales, me convertí en una fan absoluta de la poesía de Bécquer. Me sentía identificada con esos versos desgarradores cada vez que sufría, con mayor o menor intensidad, lo que suponía era un desengaño amoroso. Aún hoy podría recitar de corrido algunas de las estrofas más sangrantes del poeta sevillano, tal como si se tratara de una canción de los Pecos o del mismísimo Camilo Sesto: “Asomaba a sus ojos una lágrima y a mi labio una frase de perdón, habló el orgullo y enjugó su llanto y la frase en mis labios expiró…”.

Mi trayecto en el metro continuó, estación tras estación, mientras en mi cabeza se mezclaban imágenes de aquella serie de los ochenta con personajes reales a los que pude poner, sin esfuerzo, nombre y apellidos. Por unos minutos me perdí en un batiburrillo, aparentemente sin sentido, construido con estrofas de viejas canciones y versos del escritor más admirado de mi adolescencia. Me pregunté por qué tantas parejas, aún queriéndose de verdad, se han querido tan mal a lo largo de la historia, abocando una relación, a priori satisfactoria, al más absoluto de los fracasos.

Una voz metálica e impersonal salió al rescate de mis cavilaciones: “Próxima estación, Antonio Machado”. Fue como un resorte: “Mi cantar vuelve a plañir, aguda espina dorada, quién te pudiera sentir en el corazón clavada…”. Estoy empezando a divagar. Menos mal que me apeo en la siguiente.




jueves, 15 de noviembre de 2018

Enciclopedia de los muertos

Primera edición en castellano (1987).

Enciclopedia de los muertos. Danilo Kiš.

Acantilado: Barcelona, 2008. 208 pp. 15 euros.


“La historia está escrita por los vencedores. El pueblo teje leyendas. Los escritores desarrollan su imaginación. Sólo la muerte es innegable” (Es glorioso morir por la patria).
"Nunca se repite nada en la historia de los seres humanos (...), todo lo que a primera vista parece igual apenas es similar; cada hombre es un astro aparte, todo ocurre siempre y nunca, todo se repite hasta el infinito y de forma irrepetible” (La enciclopedia de los muertos).

Por J. Teresa Padilla
Para Carlos, in memóriam.

Al final de esta compilación de relatos, el autor detalla en un Post Scriptum el origen de cada uno de ellos: la realidad o la leyenda en la que se inspiran o su carácter pura y simplemente imaginario, si es que esto último es posible, y, en el caso de que lo sea, tiene (y Kiš cita aquí a Nabokov) algún interés “inventar libros o transcribir cosas que, de un modo o de otro, no han ocurrido de verdad”. Cada uno de ellos se aproxima a su manera al tema de la muerte, aunque todos terminan convergiendo en torno a motivos clave (los sueños, los espejos, las mentiras…). La mayoría desarrolla leyendas preexistentes, antiguas o más modernas, versionadas por libros sagrados o más ocultas y marginales (de origen gnóstico u ocultista). El que da título al libro se inspira en un sueño y el que lo cierra es “pura” invención. También hay un relato que empezó como un ensayo y tuvo que renunciar a serlo. Esto de los ensayos que terminan en otra cosa mucho menos respetable (académica u objetivamente hablando), los que los hemos escrito alguna vez sabemos que pasa mucho. Sólo los honrados y valientes se atreven a reconocerlo, como Kiš, y llamar cuento a algo que quizá encierra más verdad que el ensayo del que nacieron. Y es que la secuencia de los hechos está llena de descosidos, imágenes veladas, saltos injustificables. Los eruditos dedican sus vidas a buscar las fuentes, los documentos, las pruebas. Uno tras otro. Su entrega es heroica. Tragicómica también: ninguno verá el relato completo y terminado, porque el tiempo de los hechos es un continuo y todo lo que sucede en él, inagotable. Siempre habrá un último detalle, un dato más. Mientras haya tiempo, mientras haya vida, la historia continúa y sólo la muerte le pone fin. La trunca, no la culmina. Y la vida que ha ofrecido el erudito a su ciencia parece una vida desperdiciada. En realidad, tan inútil como otra cualquiera, pues, desde cierta perspectiva, la muerte hace de todas las vidas unas vidas absurdas y, desde otra, heroicas.

Ahora mismo no sé qué es mío y qué es de Kiš en lo que acabo de decir. Y en lo que sigue tampoco. Sólo a un registrador de la propiedad le interesaría y sabría quizá distinguirlo.

El libro lo abre un relato que ofrece dos versiones de una leyenda de origen gnóstico, “Simón, el Mago”. Érase una vez un ilusionista, un farsante. Un políglota que, según las malas lenguas, hablaba todos los idiomas con acento extranjero. Entre quince y veinte años después de la muerte de Jesucristo va de pueblo en pueblo difundiendo su propia palabra, una que se rebela contra el Dios tiránico y perverso de la secta rival: la de discípulos (unos poderosos y temibles, otros sencillos y lastimeros) de aquel profeta y hacedor de milagros que murió a ojos de todos y resucitó sólo ante los de algunos.

“Ellos os ofrecen –sigue Simón- la salvación eterna. Yo os ofrezco conocimiento y desierto”: la verdad cruda y desnuda de un mundo cruel, lleno de dolor y miseria. Pero, quién va a querer escuchar lo que ya sabe, lo que vive a diario. La gente necesita fe y esperanza. Fe en la esperanza. Promesas. Mentiras para Simón el Mago, quien, sin embargo, las denuncia mintiendo a su vez, recurriendo a la magia y el espectáculo para ser escuchado y seguido, y creyéndose su embuste. No hay poder sin mentira, pero es ella el poder supremo que se apodera de todo lo que la rodea (incluido el ingenuo que la creó convencido de poseerla y controlarla) y se hace así indistinguible de la verdad.

“Ya ni ellos mismos saben que mienten (…). Donde todo es mentira, nada es mentira”. La mentira devora a Simón, su creador, y eso, en lugar de acabar con ella, la refuerza, porque, como en otro relato (“El libro de los reyes y de los tontos”) se dice de la infamia (una modalidad de mentira), no hay una manera eficaz de defenderse de ella.

Precisamente este cuento, “El libro de los reyes y de los tontos”, es el ensayo que acabó en relato. Se reconoce fácilmente en El complot, el libro ficticio cuyo nacimiento y recorrido sigue esta historia, el real e investigado en un principio: Los protocolos de los sabios de Sión. Las falsificaciones, la fuerza narcotizadora de las intrigas y todo lo cobarde y letal que, de nuevo, encierra la mentira, la difamación y la infamia aparecen en toda su crudeza.

“La política no tiene nada que ver con la moral. (…) Del mal que estamos obligados a hacer ahora saldrá el bien. (…) Centremos por tanto la atención en nuestros planes, no en el bien y la moral, sino en lo necesario y lo útil”. Así quizá pueda resumirse el principio general de "este manual para dictadores modernos (y los que sueñan con serlo)". Para asesinos, más bien.

La relación de “La historia del Maestro y del discípulo” con el tema de la muerte es muy sutil pero remite también, como los anteriores relatos, al poder de la mentira y en este caso, además, de las mediaciones y síntesis (las comprensiones totalizadoras).

Hay un Maestro con una teoría: el arte es fruto de la vanidad, y la moral, ausencia de vanidad. A pesar de las voces en contra, semejante contradicción entre el estadio estético y ético de la existencia va a ser superada por él (la alusión sarcástica a la dialéctica hegeliana es obvia). ¿Cómo? Sometiéndose, “«en pleno corazón de las tentaciones poéticas», a una moral rigurosa”. El resultado de esta “síntesis” es, no tanto su propio libro, sino el del discípulo, el cual encuentra en aquél la “fuerza moral” o legitimidad para justificar cualquier acto, por inmoral que parezca, si se pone “al servicio de la creación” (la referencia política también es clara). El Maestro reconoce la perversidad que se oculta en una teoría, la suya, capaz de generar esta interpretación y, contra todo lo que sostenía anteriormente, se pregunta por la responsabilidad moral de las palabras impresas, ese producto de la vanidad. Intenta redimirse enmendando la obra del discípulo, pero sólo consigue poner en sus manos el arma definitiva: la tenue frontera entre la apariencia de realidad y la realidad misma, y la enorme fuerza de la primera. Los sueños de la razón producen monstruos como este discípulo que sabe hacer de su carencia de talento e inteligencia virtud y que destruye (asume y supera), con la calumnia, al Maestro.

“Honras fúnebres” es el segundo relato de libro, pero lo comento a continuación de esta historia del Maestro porque, desde una perspectiva más lírica, me parece que es una crítica de la misma gran mentira que mata, oculta y niega lo que pretende honrar. En él se narra un episodio revolucionario, en el marco de la lucha de clases, a propósito de la muerte, el funeral y la sepultura de una prostituta del puerto de Hamburgo. Más cómico que épico en su superficie, el relato es amarguísimo y trágico en su fondo. No hay gran diferencia entre los que dicen amarla y los que la explotaron desde su infancia. ¿Una alegoría política sobre los “amantes del pueblo” que terminan tiranizándolo y negándolo? “Pronto se alzó una montaña de flores y de ramas, un osario de gladiolos, y la cruz que se elevaba sobre el túmulo fresco y el túmulo mismo desaparecieron bajo esta enorme hacina que exhala el peculiar y pútrido olor de las lilas marchitas”. No puedo evitar pensar en Hegel & Sons.

Si en estos cuatro relatos la muerte está vista en su relación con la mentira, la difamación y el poder, los que siguen la vinculan a los sueños, los espejos y hasta las genealogías (oponiendo éstas, como los dos últimos cuentos del anterior “bloque”, a la Historia). Un poco al margen de unos y otros está “Es glorioso morir por la patria”, un cuento que deja al descubierto la crueldad y el carácter ilusorio de esas muertes a las que añadimos adjetivos como “honrosas” o “dignas”. Poco después de leerlo, el periódico me ofreció una historia de terror más escalofriante aún que ésta, pero quizá con la misma moraleja: desconfiar del discurso social sobre la buena muerte.

Abriendo este segundo bloque llega el turno del maravilloso relato que da título al libro, “La enciclopedia de los muertos (toda una vida)”, un relato narrado en primera persona por una mujer que, al poco de morir su padre, huye a un país extranjero (hay quien lo llama viajar): “Pensaba, como suele pensar toda la gente que cae en la desdicha, que un cambio de lugar me ayudaría a olvidar mi dolor, como si uno no llevara su desgracia dentro de sí”.

Su guía turística la conduce a una peculiar biblioteca donde sólo se guarda una obra, aunque en innumerables tomos ordenados alfabéticamente: La enciclopedia de los muertos, cuyo propósito es recoger y guardar la vida de los fallecidos que no aparecen en las otras enciclopedias “con el fin de corregir la injusticia humana y de conceder a todas las criaturas de Dios un mismo lugar en la eternidad”. Registra todo sobre ellos: datos precisos sobre su entorno familiar y social, sobre los lugares en los que vivieron, lo que hicieron y también lo que pensaron, dudaron, soñaron o sintieron. Lo que todavía recordaban en vida y lo que no, porque con su muerte todo terminaría olvidado, si no en la primera generación, en una segunda. La enciclopedia es la memoria sobrehumana del difunto; la que permitirá, llegado el día, su auténtica resurrección. Pues para ello fue creada: para custodiar la promesa del milagro y acreditarlo cuando se realice.

La mujer leyó todo lo que sabía y lo que desconocía de su padre, angustiada por tomar notas contra el olvido, por no saltarse nada antes de que amaneciera y tuviera que abandonar la biblioteca. Y llega al final de la vida de su padre, cuando empezó a pintar flores extrañas sobre todo tipo de superficies. La flor premonitoria y mortal que soñó un día y rescató de su sueño para reproducirla en la realidad.

Los que van a morir sueñan, dormidos o despiertos, “todo lo que un hombre vivo puede saber de la muerte”. Una amiga me ha contado que su padre, a quien dedico esta reseña, había soñado días antes de morir que el suyo le daba y conducía de la mano, como cuando le llevó a su primer trabajo con trece o catorce años, y también, esta vez despierto, alucinado, que había hablado con su hijo, perdido con tanta entereza décadas antes, y no quería llegar tarde a la cita que había concertado con él. Poco después marchó a ocupar el lugar que le correspondía entre uno y el otro en su genealogía, esa historia a escala humana y efímera que se recoge en esta Enciclopedia, a la espera del milagro del despertar.

¿Será un sueño? Esta es la pregunta obsesiva que se hace Dionisio, uno de los cuatro durmientes, en el duermevela eterno que se describe en “La leyenda de los durmientes”, una versión hipnótica de un relato que se encuentra en los grandes libros sagrados. Sueños dentro de sueños, despertares soñados, sueños divinos de los que la muerte es el despertar, pesadillas de tiempo y de eternidad. Y una caverna cuya oscuridad separa unos sueños de otros con la muerte como única certeza: “Ahora, de nuevo en la oscuridad de la caverna, podía recordar todo esto con una claridad dolorosa, porque su cuerpo helado recordaba el calor, porque su sangre recordaba la luz, porque su ojo recordaba el azul del cielo, porque su oído recordaba los cánticos y las flautas. Y he aquí que todo era de nuevo silencio, todo era de nuevo tinieblas (…). Y he aquí que todo era de nuevo sepultura del cuerpo y cárcel del alma”.

Dentro o fuera del sueño, la muerte sólo es visible para los vivos en su reflejo, el de una oscuridad que sólo ilumina la superficie de un espejo muy especial. “El espejo de lo desconocido” es un cuento de misterio inspirado en una historia, al parecer, clásica dentro del ocultismo, que la da por cierta. A pesar de que es fascinante cómo se narra, me ha resultado algo decepcionante el final: me he quedado con ganas de recrearme más en este juego de reflejos imposibles.

Y, por ultimo, “Sellos rojos con la efigie de Lenin” , con el que termina la obra y esta reseña. De nuevo el sueño, esa mezcla de realidad y ficción, tan difícilmente discernible de la vida y de la muerte; quizá un puente entre ambas, un punto de encuentro. Quién sabe lo que puede el amor de una mujer a solas con sus recuerdos y que no teme el dolor que acecha en los sueños. El cuento se abre con una referencia al Cantar de los cantares 8, 6, que no cita. Dice así:
“Ponme como un sello sobre tu corazón,
Ponme en tu brazo como un sello.
Que es fuerte el amor como la muerte
Y son, como el seol*, duros los celos.
Son sus dardos saetas encendidas,
Son llamas de Yahvé”.

*Lugar de las almas rebeldes olvidadas.

jueves, 8 de noviembre de 2018

La reseña

Foto: J. Teresa Padilla

Por J. Teresa Padilla

Hace mucho que no hago eso que, por darle un nombre, llamo reseñas. La razón más inmediata es que desde el verano paso por una crisis lectora. ¿Por qué? Qué sé yo. En realidad, no importa. Pasa y lo interesante sería describir eso que sucede con exactitud cuando no se da con lo que se busca leer (imagino que por no saber lo que se busca) o se tiene delante pero aparece como una cumbre inalcanzable.

Buscar causas o motivos de las acciones u omisiones propias es, en el fondo, tan absurdo, que lo que se aduce como tal también podría considerarse su contrario, una consecuencia. Absurdo y poco edificante, pues viene a ser la delegación, en otros o en circunstancias ajenas, de la responsabilidad de cada uno.

Desde luego que si no se lee, no se puede hacer una reseña. A ver, poder se podría, pero la honradez ha de suponerse por principio, como la inocencia en un acusado, por muy poco de moda que esté la honradez misma y mucho su opuesto: alardear de lo contrario. En este caso de no necesitar leer lo que se comenta porque, al fin y al cabo, lo que parece que vende no es la información, sino el gracejo y la chulería. Como, a diferencia del vulgar prêt-à-porter, a la moda de verdad sólo está la minoría que se lo puede permitir, todo esto resulta en el fondo un espejismo de ruido y luces, en este caso de postureo crítico-literario. Que no lo intente un becario o será fulminado por su jefe de la sección de cultura.

Retomo el hilo que el recuerdo de algún impresentable ha interrumpido y no sé por qué no borro. Sin lectura no hay reseña, pero las reseñas también pueden obstaculizar o incluso impedir la lectura, por ejemplo si se pierde el gusto por hacerlas o se empieza a sospechar que imponen una determinada forma de leer artificiosa o instrumental. Leer para hacer la reseña. No se me ocurre mejor formulación del veneno que mata al lector y da lugar al periodista literario.

Pero la reseña es sólo un componente del veneno, por sí sola inocua, puede que hasta beneficiosa. Reconozco que le debo a mi iniciativa de empezar a escribirlas haber retomado con fuerza el hábito de leer, y de leer, además, obras a las que quizá nunca me hubiera acercado sin ese aliciente de ampliar horizontes que fomenta comentar a otros, sin aburrirlos, tus lecturas. Supongo que ése es el espíritu tanto de las reseñas no profesionales como de los clubes de lectura: sacarte de tu burbuja literaria.

Obligarte a hacer una reconstrucción personal de lo leído, convierte la lectura en una actividad más exigente e instructiva. Y lo escrito como respuesta, en esta conversación que es el encuentro del libro y su lector, constituye un dique contra la terrible fuerza del olvido y la niebla de la confusión. Para personas como yo, de frágil memoria que el paso del tiempo sólo debilita paulatina e incesantemente, volver a estas “notas de lectura” que recopilo en el blog supone recordar lo que el libro me dijo y yo le respondí, de lo cual, sin ellas, me habría quedado como mucho una idea difuminada o un sentimiento de afecto o rechazo inconcreto.

Sin embargo, he temido también que las reseñas afecten a mi forma de leer, que la expectativa de dar cuenta por escrito de la “conversación” la pervierta, convirtiendo una charla íntima en un análisis demasiado intelectualista o, por el contrario, centrado excesivamente en la repercusión afectiva que ha tenido en mí misma. Confieso que me he descubierto alguna vez pensando en lo que escribiría en una futura reseña mientras leía, y eso me horroriza. No vale la pena romper la burbuja literaria compartiendo tu experiencia con los demás si equivale a perder la necesaria intimidad y soledad previas del acto de leer.

Algo así ocurrió con el libro que iba a reseñar hoy, la Enciclopedia de los muertos. Lo saqué de la biblioteca, empecé a leerlo dejándome al principio llevar por esa confusión fascinante de los relatos de Kiš, que van y vienen en el tiempo y en el espacio, entre la realidad y la ficción, el ensayo y la invención, el sueño y la vigilia. Borracha y desorientada aunque, paradójicamente y precisamente por ello, inmersa en la verdad del relato, en la claridad de lo que se me narraba. Metida en la conversación, como debe ser. Pero algo me despistó, y cuando volví al texto no podía dejar de pensar en anotar esa o aquella frase para poder contarlo luego, y la magia de la comunicación se rompió. Seguí pasando los ojos por las líneas de páginas y más páginas, pero ya como un autómata o como esos expertos en lectura transversal y rápida, que pillan al vuelo lo que les interesa y dejan al margen todo lo demás. Que sólo leen lo que necesitan o quieren. Que, de hecho, se pierden así lo esencial, el “diablo (o el buen Dios -no hay acuerdo en este punto-) que está en los detalles”.

Llegó la fecha de devolución y, a pesar de su brevedad, no había logrado acabarlo, precisamente porque esa lectura distante y productiva que me había estúpidamente impuesto me frustra y aburre. “Tengo que volver a la biblioteca para sacarlo. O comprarlo”, me decía, pero sólo me lo decía: soy de esas tristes personas que amagan una y otra vez el salto a la acción antes de decidirse y atreverse a darlo. A mayor dificultad de la acción, mayor aplazamiento. Sé que hay decisiones que nunca tomaré en firme. Actuar sin pensar o no actuar suele ser mi cuestión.

Afortunadamente encontré en la red una copia escaneada de la edición primitiva en español que hizo Alfaguara y, retomé, desde el principio, su lectura. Sin pensar en la reseña. Sólo el texto y yo. Lo acabé y me dispuse, ya os lo he dicho, a escribir lo que había pasado entre nosotros, pero no he podido, se ve que no estoy lista, que debo liberarme primero de su embrujo, terminar una conversación que no acaba necesariamente en la última página. Me he dado cuenta cuando he intentado hacerlo y, en su lugar, ha salido esto. Pero quiero escribirla, ahora más que antes, y dedicársela a un amigo al que creo que estaba esperando, un amigo que mientras escribo esto he sabido que se ha marchado. Se la dejo a deber. Ahora quiero disfrutar de la certeza, lograda en la experiencia de mi fracaso, de que he resultado inmune al veneno de la reseña cuasiprofesional, de que sigo siendo libre, y lectora, y una loca con alas que cree conversar con fantasmas que la contestan cuando, probablemente, habla sola; una loca que a veces hasta se siente volar.


jueves, 25 de octubre de 2018

Sorda de pies a cabeza

The Blue Circus (1950). Marc Chagall


Por J. Teresa Padilla

No sé si siempre he estado tan sorda o he perdido oído. Nunca lo he tenido bueno, así que, me podría decir alguien, puestos a perder agudeza sensorial, mejor este sentido que otros. Me callaré y sonreiré discretamente (tampoco puedo presumir de dientes), porque no tengo un solo sentido bueno, ni el del equilibrio, pero ponerse a enumerar los males de uno es invitar al otro a que te cuente los suyos y entrar así en una competición aparentemente absurda sobre quién está peor. Por mí lo dejaría ganar, de hecho así lo hago con los desconocidos, que parecen despedirse de ti tan satisfechos, supongo que por seguir vivos cuando no tienen un solo órgano sano que lo justifique. No se trata, me parece a mí, de que se vanaglorien por haber reforzado la extravagante convicción íntima de estar peor que casi todo el mundo: el ser humano es insensato e ilógico, pero el verdaderamente necio es el que no ve más allá de estas incoherencias y absurdos suyos. Vale, es un payaso, pero serio, un ser tragicómico, un Quijote (o Sancho); en resumen, un héroe moderno. No es, pues, que se alegren de haber resultado ganadores sobre mí y tener más razón para quejarse que, en este caso, yo. Más bien se enorgullecen de vencer a la muerte cada día que han pasado y pasan todavía en este mundo, incluso puede que alberguen una secreta y loca esperanza sobre su indestructibilidad final. Siempre es gratificante sembrar algo de alegría a tu paso, cuando además te cuesta tan poco. Con los desconocidos, decía. Ya con los conocidos, menos: tengo alguno al que veo muy capaz de contarme la evolución de sus diversas enfermedades en mi lecho de muerte. Queridos míos todos: cuando alguien pregunta por el estado de salud de otra persona, las leyes consuetudinarias dicen que no es preciso, más bien lo contrario, ajustarse a la realidad. Sea cual sea ésta, hay que decir “bien” (como mucho se admiten lánguidos “vaya” o un “tirando” en cualquier caso a secas, sin entrar en detalles) y, a continuación, preguntar por la salud ajena. Por otra parte, qué se gana diciendo que estás para el desguace: o bien notarás la indiferencia de la otra persona y te dolerá, o bien serás tú el que haga daño a la otra persona al hacerla sentir impotente y hasta culpable de tus desgracias. Todos somos seres complejos, más imprevisibles de lo que nos creemos, y maravillosamente absurdos. De ahí el valor moral de la mentira (y aunque lo digo con voz engolada, exagerando y mofándome de la seriedad con la que me tomo estas cosas normalmente, no descarto haber topado sin querer, si no con una verdad, al menos sí con una pista). El valor de la mentira del “bien, gracias” y también de la quimera aquella del que, sin atreverse siquiera a pensarlo, cree posible, tras enumerar a otro sus males, ganar la batalla de la vida contra la muerte. Pero, al margen de la seriedad que se oculta en el fondo de nuestras tonterías, la mayor de ellas sería tomárnoslo todo en serio (o todo en broma). Léase, pues, lo que sigue, no como un triste lamento, sino como una puntilla cómica a una historia clínica que un día u otro acabará, como todas, en tragedia.

Aparte de mi innata falta de sutileza auditiva, que me alejó de los coros del colegio o la iglesia, me impidió acompañar (y enamorar) con mi voz al guaperas de la guitarra (personaje imprescindible en cualquier adolescencia femenina de mi generación que se precie) y tener cualquier criterio fiable en mis gustos musicales, por esto mismo de lo más eclécticos, hace tiempo que empecé a sospechar que oía cada vez peor. Como al parecer la publicidad, los mensajes de autoayuda, la psicología y hasta los parientes y amigos están de acuerdo en que hay que pensar en positivo, pues concluí que no había nada malo en mí, sino que eran los demás los que cada vez vocalizan menos y peor. Ya sé, ya, que esta asignatura del pensamiento positivo no la voy a aprobar así, echando lo negativo a los demás, pero me dormí en la clase sobre cómo reciclar y transmutar el hierro en oro. Ya iré a recuperación.

No me lo terminaba de creer (lo de que estaba como siempre del oído), pero atribuí mi escepticismo a esa negatividad mía de carácter que oigo por todos lados que tengo que corregir. Sin embargo, a la vez y junto a este pensamiento cuasimágico de la positividad curalotodo, está la ciencia empírica y su avanzadilla o unidad de vanguardia: la divulgación científica, la cual puede devenir y deviene muchas veces en un puro espectáculo. Ambas tendencias hacen como que se pelean, pero al final sólo se las oye a ellas. Para mí que están conchabadas: una te da falsas esperanzas reprochándote tu falta de fe, para que la otra te las pueda arrebatar mofándose de tu ingenuidad. En lo único en que se ponen de acuerdo es en que, sin ellas, eres de lo peor que hay.

Convivía yo, pues, razonablemente bien con mi no confirmada decadencia auditiva, cuando la ciencia televisiva vino a salvarme de mi ignorancia. Para que no te hagas ilusiones al respecto y reconozcas la realidad, los científicos se dedican, entre otras cosas, espero, más importantes, a idear experimentos para obligarte a reconocer tu decadencia física o mental mientras ves la tele. Como de unos años para acá parece que me ha mirado un tuerto, no sólo di con el programa en cuestión, sino, además, con la entrega en la que les dio por ilustrar y ejemplificar justamente el hallazgo científico de que hay frecuencias de sonido que vamos dejando de oír conforme nos hacemos mayores. Envejecer es una cuesta abajo, eso no lo duda nadie, así que no veo quién iba a discutir el descubrimiento en cuestión (aparte quizá de otro científico rival, claro). Sin embargo, no sólo se nos pide que lo creamos así porque sí, porque nos parece una afirmación razonable y confiamos en el experto. No, tenemos que verlo con nuestros propios ojos, y oírlo con nuestros oídos (los que puedan). Como si tras ese asentimiento nuestro, se ocultara un peligroso escéptico. Como si tuvieran que convencernos a los torpes legos de que cuando se dice que algo está científicamente demostrado, no se habla por hablar. No basta con aceptar la verdad científica, hay que someterse a ella, dejar, incluso, como fue en mi caso, que te humille. Y para eso, dado el carácter supersticioso por definición de las masas iletradas, hay que hacer de la verdad científica algo espectacular, asombroso o por lo menos divertido (para aquellos que confirman que se encuentran en los parámetros que van de la excelencia a la normalidad, claro está, a mí maldita la gracia que me hizo la cosa).

Ya he mencionado la Verdad Científica, ahora viene el show: un salón de actos abarrotado de personas de diferentes edades que tenían que levantar la mano cuando escucharan las supuestas frecuencias que les correspondían por edad. ¡Oh, sorpresa y sonrisas! Todo el mundo confirmaba la teoría y oía lo que debía. Menos yo, que sólo oí una, la última. Resulta, pues, que mi edad auditiva es un par de décadas mayor que la cronológica. Ante la imposibilidad de impugnar nada más y nada menos que una demostración científica, decidí dos cosas de inmediato: no volver a ver ese programa nunca más e ir a mi médica de familia, no fuera que todo se debiera a unos vulgares tapones (pensamiento positivo a tope). Pero no, ni rastro de obstáculos físicos entre el aire en movimiento y el oído interno. Iba a añadir “y mi cerebro”, pero no me atrevo a afirmar o negar nada sobre lo que hay en mi cabeza.

Yo creía que estaba, como cantaba Fito y los suyos, “sorda de un pie” (en realidad de los dos y otras extremidades que no voy a enumerar porque estoy “bien, gracias”). Ahora resulta que encima estoy medio sorda de verdad (que no sorda de un oído). Entre unas cosas y otras, pues eso, como una tapia de los pies a la cabeza.




jueves, 18 de octubre de 2018

Un jardín, un instante

Foto: Pixel2013 (Pixabay)

"Somos nuestra memoria,
somos ese quimérico museo de formas inconstantes,
ese montón de espejos rotos" (J. L. Borges, versos finales de "Cambridge", en Elogio de la sombra).

Por J. Teresa Padilla

Desde fuera se oye un tenue sonido, la música susurrante de una emisora de radio. Hay un muro de ladrillo naranja sobre el que se apoya una verja entre cuya urdimbre se las han apañado para sacar hacia la calle algunas de sus ramas plantas de romero y lavanda. Podría dar la impresión de que se extienden como manos mendicantes hacia los peatones, pero no sería una descripción ajustada: piden, es cierto, pero erguidas y, a su rústica manera, engalanadas, deslumbrantes. Más que pedir invitan, casi retan, a los transeúntes a detenerse un momento y frotar sus manos en ellas. Ofrecen, con tanto orgullo como generosidad, ese capricho que segregan, su fragancia. Seguro que no es, en realidad, un capricho; seguro que hay una razón que lo explica. Nada es en balde, eso dicen; nada importante. Al margen, sin ninguna causa que explique su existencia, están los seres vanos e inútiles, como esas plantas aromáticas concretas que regalan a otros seres tan insignificantes como ellas, los que habitan a uno y otro lado de la verja, paseantes y residentes que se detienen y restriegan las manos en sus hojas, ese olor que les hace respirar hondo, cerrar los ojos y esbozar, quizá, una sonrisa. No es que los deshacedores de enigmas no hayan encontrado aún la razón que explique la existencia de estos seres, es que, como nos recuerdan con arrogancia, lo insignificante, inútil y vano carece por definición de nada que lo justifique. Es decir: no es que ignoren lo que no saben, es que esto último no existe. “La necedad es una roca inexpugnable", parece que dijo Flaubert; habrá que dejarla estar.

Si se tuerce a la izquierda al final del muro, se encuentra la puerta, desde la cual apenas se ven del interior, a lo lejos, los maceteros de piedra que contienen la tierra que sostiene y nutre a los ya conocidos arbustos y una amplia escalera. Hay que entrar y subir ésta para llegar al jardín y a la entrada acristalada del edificio. A poco que se detenga uno allí, las verá tras los cristales. Se llaman Carmen y Juana. Hoy parecen dirigirse juntas en línea recta, dándole la espalda al visitante, hacia el comedor (es la hora de merendar), pero en un despiste de la cuidadora se salen de la fila, cada una en una dirección, sin rumbo fijo. No llegan lejos, tampoco pretendían llegar a ninguna parte. Siempre hay alguien que las guía, de nuevo, en la dirección correcta. Correcta, dícese en este contexto de la dirección que tiene algún propósito. Como ellas, muchos yerran fuera de ese muro con su verja blanca, pero recuerdan cómo fingir que van a algún sitio, que saben dónde van y para qué.

El visitante se esconde de una de ellas, su madre. No cree que le pueda reconocer a tanta distancia y con cristales de por medio, pero no se quiere arriesgar y que, al verle, se niegue a entrar a merendar o, peor aún, lo haga con inquietud o enfado. En cuanto acabe, alguno de sus ángeles guardianes la traerá a su encuentro. Hoy, con suerte, conseguirá que acceda a quedarse en el jardín. No es fácil. El invierno es largo y el verano despiadado a esas horas, y ella está acostumbrada a la sala de estar. En su mundo hay pocos puntos fijos que sirvan de orientación y las rutinas ofrecen alguno.

A veces no tiene ni idea de lo que su madre ve cuando le mira; hoy sí. A pesar de que no puede ya decir su nombre, no sólo le ha reconocido, sino que ha reaccionado con la alegría con la que únicamente se puede recibir a alguien al que se cree irremediablemente perdido desde hace tiempo. Qué importa que sólo lo fuera en su memoria, que apenas hayan transcurrido unos días desde la última vez en que físicamente coincidieron. El tiempo de la vida no se mide así, está hecho de instantes y eternidades que se cruzan, enredan, juegan y, al final, se burlan de todos.

No quiere hacerse ilusiones. Se sienta con ella en el jardín esperando que, en cualquier momento, se rompa el hechizo, vuelva la inquietud a nublar su vista, le olvide y de nuevo sienta la necesidad de huir a alguna parte. Entonces, su rostro, ahora terso y relajado, se crispará y todo su cuerpo se levantará acuciado por aquella urgencia del pasado, de cuando se ocupaba de su casa, sus hijos, su marido, siempre atareada y con prisas. A menudo siente ese mismo impulso de antaño, pero no encuentra ya, ni dentro ni fuera de sí misma, su propósito ni su origen. No es tan difícil imaginar su angustia, quizá hasta terror. Algo le duele a él dentro también cuando sucede. Sin embargo, hoy, por el contrario, vuelve a repetirle, como si acabara él de regresar de entre los muertos, lo bien que está que haya venido, que esté allí. Sólo le queda coger fuerte su mano y besarla, llorando emocionado como el aparecido, el resucitado, que querría ser siempre para ella. Y nada más. Allí están, sentados juntos, oyendo el jardín, callados, porque las palabras que hacían falta ya habían sido dichas, las había dicho ella.

A principios de octubre todavía son posibles días primaverales, ésos en los que el verano, apasionado y violento, con esa luz suya que ciega en lugar de iluminar y ese calor que lejos de acoger abrasa, se rinde para dejar paso a un otoño indeciso que avanza y retrocede de inmediato, como espantado de sí mismo, dejando así momentos para que la naturaleza se tome un respiro, se haga la loca, es decir, la primavera. Una loca que nos sonríe y acaricia, aunque de repente le puede cambiar el humor y descargar, arbitraria y caprichosamente, sobre todo lo que encuentra a su paso, una ira que parece haber ido acumulando, rencorosa, desde tiempo inmemorial. Pero no aquel día.

Era, pues, uno de esos días de octubre, de brisa ligera y tan amable que, en cuanto sin darse cuenta se apresuraba y provocaba un pequeño escalofrío, se detenía y aflojaba su paso. En el centro del jardín hay una pequeña fuente ornamental escondida entre los arbustos. Sólo se oye el susurro del agua, de la emisora musical de radio y de la brisa meciendo con delicadeza las hojas del castaño y el cerezo japonés, algunas palabras que no se entienden, o incluso sobresaltan puntualmente por su volumen, pero que, en lugar de importunar, hacen sonreír a ambos.

El visitante ve que Carmen, rebelde, se ha levantado de la silla en la que la habían sentado y en su deambular baja la rampa que conduce a la verja y la puerta. Aunque no puede salir, el visitante corre tras ella, con un ojo puesto en su madre, la llama por su nombre y le tiende la mano. “Ven con nosotros, Carmen”. Mansamente ella obedece. “Me voy a mi casa”, dice, mientras le sigue con sus pasitos cortos y arrastrados de niña. El visitante sabe que la frase no significa nada, que es sólo la respuesta a la pregunta de a dónde va, una de las pocas frases completas que todavía recuerda, junto al “qué preciosa eres” que le viene a la cabeza en cuanto una mujer le sonríe.

La sienta junto a su madre, como le gustaría que hicieran otros visitantes con ella cuando la vieran deambular perdida por el jardín. Reparte golosinas que se toman sin rechistar y, callados de nuevo, vuelven al placer de escuchar el rumor de las hojas y el agua.

Un día descubrió que ellas habían estado casi toda su vida cerca, que fueron vecinas pero no se llegaron a conocer. Ninguna tendría mucho tiempo. Si lo hubieran hecho, lo habrían olvidado, así que puede decirse, pese a todo, que sí, que se conocen de toda la vida, pues no tienen más que el hoy. El visitante miró las manos de las dos, deformadas por la edad y el trabajo, con esa piel ahora casi transparente. Esas manos que una vez estuvieron llenas de fuerza, restregando por igual rodillas infantiles, ropa o suelos, cargando bolsas. A punto estuvo de ceder a la nostalgia, pero le invadió una paz tan grande que deseó también para sí olvidarlo todo y poder vivir eternamente, como ellas, el instante, ese preciso instante.




jueves, 11 de octubre de 2018

Por puro vicio

Foto: Sven Dichte (Pixabay)

"La paradoja de buscar a pesar de todo la felicidad: en ello reside la desdicha del ser humano. Es un error, puesto que sólo en el sufrimiento existe algo así como vida. Y –aunque a primera vista parezca una contradicción- sólo en el sufrimiento hay también consuelo" (Imre Kertész, Diario de la galera).


Por J. Teresa Padilla

Hace unos días comenté a unos amigos un suceso sin mayor importancia pero con motivo del cual no podía parar de llorar. La debilidad, la tristeza y las lágrimas no están bien vistas, ni siquiera en la diminuta sociedad que se constituye con los más íntimos, de modo que mi confesión disparó en cierta forma las alertas: por qué esto y por qué lo otro. Y yo, que no suelo pensar en términos causales porque las explicaciones no me aclaran nada las realidades que no entiendo (más bien me parecen maniobras de distracción que me hacen mirar hacia otro lado, atrás o en torno, en lugar de a la cosa misma que me intriga), pues eso, no daba más que razones improvisadas, más o menos probables, contradictorias entre sí (la falta de práctica, supongo). La incoherencia está en general un poco mejor vista que la debilidad, la tristeza y las lágrimas sin razón suficiente, pero poco más. Al final, como personas que se quieren, encontramos la fórmula que nos satisfacía a todas: a veces está bien llorar porque sí, por puro vicio.

Como casi todo lo que me dicen, sobre todo quienes sé que miran por mí, la expresión me dio qué pensar. Otra cosa es que se me escapen la mayoría de los pensamientos antes de haberles podido dar ni media vuelta. Éste, sin embargo, conseguí mantenerlo asido.

No creo que mi vida haya sido mucho peor o mejor que la de la mayoría. Ha habido todo tipo de momentos: buenos, malos y regulares. Pero las personas de natural “melancólico”, como creo recordar que las llamó, con toda la empatía del mundo por sus congéneres (y el desprecio más íntimo por la psiquiatría y otras denominadas “ciencias del hombre”), Jean Améry, los vemos desde una perspectiva que los tiñe de un color más oscuro del que en realidad puede que tengan. Digo puede, sin mucho convencimiento, porque la vida de cada cual es la que cada cual vive y, si la ve de un color, tiene ese tono por mucho que cualquier otra persona o incluso la mayoría vivan y vean una vida similar de otra manera y con otro tinte. No sé si me explico: no me parece que los criterios de objetividad pinten, nunca mejor dicho, nada cuando se habla de la intimidad de la persona, y qué puede haber más íntimo que la forma de sentir su vida y a sí mismo en ella.

Pero sigo. No vivo, ni mucho menos, un momento de los mejores, pero tampoco de los peores. Curiosamente, al haber razones objetivas para ser una mala época, se te permiten ciertos privilegios, como estar triste o emocionarte con facilidad, aunque se sigue valorando más que te contengas y muestres risueña y feliz. No creo fingir ni cuando río ni cuando lloro, por más que en ocasiones sienta la risa o la sonrisa como un regalo que ofrecer o incluso el pago de una deuda, y la lágrima o el nudo en la garganta como el síntoma de falta de autocontrol, dominio de sí y hasta educación. Se puede llorar sola y tengo tiempo de sobra para esperar a estarlo, aunque también entiendo a los que gritan su desdicha a pleno pulmón; esa tentación está siempre ahí y a veces caigo en ella. Es egoísta, porque también sufren los que callan y sonríen y a los que en realidad ignoras cuando les lloras a la cara. También lo es hacerlo a solas (incluso cuando tienes motivos que te autorizan, pero sobrepasas la justa medida): los vicios no se vuelven virtudes por practicarse a escondidas, sólo más pudorosos. No sólo se llora por dolor y pena. Se llora, además, por multitud de razones que no tienen necesariamente que ver con la tristeza (ira, impotencia, risa…). Se llora, en suma, de emoción, y también hay emociones, muchas, que debemos a la alegría y belleza de lo que nos rodea. Llorar por estas últimas, públicamente o en privado, es virtud, digan lo que digan las convenciones sociales de cada lugar. Admito, pues, que llorar puede ser un vicio, y me reconozco culpable de haber caído y recaído en él, aunque puedo aseguraros que hay algo aún peor que llorar por el placer de hacerlo y revolcarse en la autocompasión. Lo peor que uno puede hacerse o te puede pasar es no poder llorar.

Muchos escritores, especialmente poetas, han descrito ese vacío interior, ese pozo seco de sentimientos que muchas personas descubren dentro de sí en algún momento de sus vidas, casi siempre provocado por su huida de un dolor que les resulta insoportable. Se huye del sufrimiento hasta que se encuentra una incapaz de sufrir, de sentir nada. Y entonces descubres que, si hay algo más insoportable que el dolor, es esta ausencia absoluta del mismo, el sentirse vacío, el no sentirse, en realidad, apenas. Es como estar muerto en vida. Supongo que habrá quien lleve hasta el final este proceso de autodestrucción dándole el golpe de gracia, mientras otros busquen formas de desandar el camino erróneo que iniciaron o siguieron sin premeditación un día y que les llevó a este estado, de zarandearse para despertar de este sueño de muerte. A mí me pasó una vez, hace muchos años: me protegí tan eficazmente de las agresiones externas, endureciendo la piel a la vez que me replegaba en busca de un refugio interior, que, cuando quise darme cuenta, no tenía ya lágrimas; secos los ojos y, sobre todo, el corazón. El presunto refugio estaba vacío y era inhabitable. Entonces, busqué con ansia maestros del sufrimiento. No confundir con sádicos torturadores, pues nada se aprende sobre el dolor infligiéndoselo a otros o incluso a uno mismo: esto es violencia, cuestión de poder. Ni siquiera los filósofos sirven a estas alturas de maestros: Schopenhauer ofreciéndonos un mundo reducido a puro sufrimiento sin sentido, resultado del juego cruel de una Voluntad perversa, mientras acaricia a su “inteligente perro de lanas” y da rienda suelta en sus escritos menores a su misantropía en general y su misoginia en particular. Los maestros del sufrimiento están en otra parte. Son aquellos que han sobrevivido al dolor lo suficiente, al menos, para dar testimonio del mismo y compartirlo, permitiéndonos algo tan extraño en el fondo como dolernos de o por él, sentirlo en cierto modo y hacerlo propio aunque nunca pueda llegar a ser nuestro. Cuando has perdido tu dolor, te dejan el suyo. Me acerqué a los autores judíos (mi Kertész, Améry, Levi, Borowski, Odette Elina, Celan, Wiesel, Kiš…), pues quién mejor que ellos para enseñar lo que es el dolor. Y a los poetas, en general, pues, como dijo la divina Tsvetáieva, “si es éste / un mundo cristiano,/ los poetas somos judíos” (Poema del fin, 12). Busqué poetas, memorias, ensayos… Al final fue la “ficción”, porque a veces lo que necesitas oír no tiene un nombre previo, público y unívoco, la que mejor me enseñó cómo volver a sentir, sufrir, vivir y, con el tiempo, hasta a llorar. Por todo y por nada en realidad, puro vicio quizá, pero sólo “llorando vanamente ven los ojos” (L. Cernuda, Elegía).

"Razón de lágrimas

La noche por ser triste carece de fronteras.
Su sombra en rebelión como la espuma,
rompe los muros débiles
avergonzados de blancura;
noche que no puede ser otra cosa sino noche.

Acaso los amantes acuchillan estrellas,
acaso la aventura apague una tristeza.
Mas tú, noche, impulsada por deseos
hasta la palidez del agua,
aguardas siempre en pie quién sabe a cuáles ruiseñores.

Más allá se estremecen los abismos
poblados de serpientes entre pluma,
cabecera de enfermos
no mirando otra cosa que la noche
mientras cierran el aire entre los labios.

La noche, la noche deslumbrante,
que junto a las esquinas retuerce sus caderas,
aguardando, quién sabe,
como yo, como todos"
(Luis Cernuda, Un río, un amor, 1929).

jueves, 4 de octubre de 2018

¡Salud!

Por Marisa Díez 

Un brindis por aquellos que salen de tu vida para siempre. A algunos los ves irse poco a poco; intuyes que se marcharán definitivamente porque ya no tienes el honor de compartir, ni de lejos, el estatus que han ido alcanzando mientras tú te quedabas anclada en tu rutina y tus miserias. Olvidan los años que estuviste a su lado, cuando vivir el momento era lo único importante. Ya no recuerdan, ni haciendo un ejercicio intenso de memoria, que diste con ellos los primeros sorbos de cerveza en la misma litrona, o que compartisteis las primeras caladas de esos cigarrillos comprados por unidades en el kiosco, porque vuestras reservas económicas no alcanzaban para un paquete entero.

Brindo por ellos, por quienes olvidan que de su mano recorriste garitos perdidos del viejo Madrid, a los que todavía sigues escapándote de vez en cuando alguna de esas noches en las que necesitas reafirmar de dónde vienes, ya que nunca conseguiste llegar donde esperabas. No como ellos, que están seguros de su triunfo y han conseguido medrar, dejando a un lado nostalgias absurdas, para alcanzar el nivel que tú, ni soñando, conseguirás ya alcanzar un día.

Foto: Pixabay
Algunos se van sin decir adiós. Otros, por el contrario, van emitiendo señales que en principio no eres capaz de interpretar. Te relatan sus mundos de Yupi en los que se sienten del todo satisfechos, como si hubieran descubierto la verdadera razón de su paso por este mundo. Ellos triunfan y tú te aguantas, no has tenido la misma suerte y por eso no les queda más remedio que abandonarte en su camino hacia la gloria. Ya no les sirves, y permanecer a tu lado les supone una carga innecesaria de malas influencias. Desde la cima de su éxito mirar hacia abajo les produce vértigo y no quieren arriesgarse a caer. 

A estos personajes, por los que brindo, he decidido mirarlos de frente y no agachar la cabeza ante ellos. Si eligen marcharse, que no vuelvan: ya no estoy para esperar a que se caigan del guindo. Cuando éramos más jóvenes, a algunos se les veía venir de lejos, por sus actitudes chulescas y prepotentes. Estaban ahí y te perdonaban la vida por compartir su espacio contigo. A mí no solían engañarme y los calaba a las primeras de cambio. Pero ahora es distinto. Ya no me sobran años para aguantar que se vayan y esperar pacientemente que regresen con el rabo entre las piernas. Si se van, que no vuelvan. Ni siquiera para recuperar un mínimo de autenticidad el día que, inevitablemente, aterricen en el mundo real. Yo ya no los espero. Cerré la puerta con llave cuando la traspasaron. Allá ellos si decidieron olvidar las infinitas risas que compartimos sentados en cualquier parque, los abrazos eternos de cada despedida o las horas robadas al sueño para apurar cada noche como si fuera la última.

De algunas personas por las que brindo jamás hubiera imaginado que iban a desaparecer con tan poca clase y tan mal estilo. Pero, como estoy segura de que tarde o temprano volverán al redil, desde aquí les digo que quizás a su vuelta ya no me encuentren. Una se va haciendo mayor y no está dispuesta a aguantar tantas idas y venidas. Eso sí, el día que necesiten de nuevo dar un trago de mi cerveza, les recordaré que los años transcurridos desde la última litrona que apuramos juntos me hacen imposible compartir ahora ni un simple sorbo con ellos. Que mis garitos preferidos echaron el cierre hace tiempo y he tenido que reciclarme, eso sí, sin perder las esencias, porque yo siempre fui muy de barrio y nunca me sedujeron las luces de neón. Y si quisieran tomarme de la mano para recordar los viejos tiempos, pues lo siento, hace mucho que me agarré con fuerza a los que nunca me soltaron, compartiendo todos esos momentos que ellos se perdieron en su camino hacia el éxito. Lo dicho, salud…, ¡y cerveza! 




jueves, 27 de septiembre de 2018

La mala educación

Foto: Johnyksslt (Pixabay)
“Los, así llamados, institutos sirven en realidad siempre, únicamente, para corromper la naturaleza humana, y ha llegado el momento de pensar en cómo pueden abolirse estos centros de corrupción. (…) Toda escuela como comunidad y como sociedad y, por lo tanto, toda escuela tiene sus víctimas. (…) La comunidad, como sociedad, no descansa hasta que no ha elegido a uno como víctima entre muchos o pocos, (…) encuentra siempre al más débil y lo expone sin escrúpulos a sus risas y a sus siempre nuevas y siempre horribles torturas de burla y escarnio. (…) Ocurre como siempre en la naturaleza, que sus partes debilitadas, como sustancias debilitadas, son las que primero son atacadas y explotadas y matadas y aniquiladas. Y la sociedad humana es, en ese aspecto, la más abyecta, porque es la más refinada” (Thomas Bernhard, El origen).

Por J. Teresa Padilla

Esto que voy a contar carece de interés, de uno mínimamente general. A mí me interesa porque es un recuerdo mío, es decir, por un motivo completamente narcisista e injustificable desde la perspectiva de esa masa informe que se denomina grupo, comunidad, sociedad o público; entidad fantasmagórica e inasible dotada, sin embargo, de una realidad superior a la mía y a la de cualquier otro. No sé cómo ha pasado, pero que el ser humano tiende a conceder una realidad mayor que la propia a las ficciones, ensueños o ideas que ha heredado y le engloban, es un hecho rastreable hasta donde llega nuestra memoria colectiva (o sea, el pasado de nuestra especie tal y como ha sido reconstruido por historiadores y arqueólogos o pervive aún en el presente). Obviamente, nuestra realidad social actual no otorga la misma validez o autoridad, ni cree merecedores del mismo respeto, a todos estos productos: en un grado mayor o menor, todos son primitivos, imperfectos, supersticiosos. Es de suponer que en un futuro más o menos lejano, cuya llegada no debemos dar ingenuamente por descontada, nuestros actuales dioses devengan ídolos, pero a los que quedan en los márgenes de este gigante con pies de plomo que es la comunidad dominante en cada momento (ésa en la que el primer deber es, como lo fue en cualquier otra pasada, integrarse), les da, con razón, exactamente igual: de llegar ese futuro ya será el presente de otros.

Había escrito una primera versión de este texto en el que daba explicaciones y excusas para justificar la elección de escribir sobre una nimiedad insignificante que viví en un tiempo y un escenario remotos, en lugar de, qué sé yo, algo más plácido y compartible, como mis mariposeadoras lecturas veraniegas, o, por el contrario, sobre asuntos realmente importantes, los que preocupan y ocupan noticiarios y redes. He borrado todas esas excusas, avergonzada por mi cobardía. ¿A quién debo explicaciones sobre lo que escribo? A nadie en realidad, aunque la única persona, casualidades de la vida, que me las pidió una vez, fue una antigua compañera de colegio, a la que respondí como me hubiera gustado hacer, si no fuera de locos hablar con las paredes, a la propia institución en que nos conocimos. No debí hacerlo: te arriesgas a hacer daño a otro y de seguro a ti mismo, porque hay personas que son como los edificios y comunicarse con ellas supone estrellarse una y otra vez contra un mismo muro. ¿Acaso busco comprensión y aprobación? Supongo que es difícil evitar la necesidad de que los demás tasen tu valor para asegurarte de tener alguno. ¿No consistía en esto ser educado, en ser evaluado regularmente por otros sobre el grado en que asimilabas acríticamente conocimientos y creencias sancionadas por las autoridades competentes; en no tener, en el fondo, creencias propias (ni siquiera sobre una misma), sino las del grupo, la comunidad, la sociedad? Hay que integrarse, ser uno más y, sólo después y sobre esta base, quizá destacar. Se puede admitir y hasta fomentar la superioridad o excelencia de una minoría, pero siempre que sea la de “uno de los nuestros”.

En la escuela se puede fracasar de muchas formas. Está la de quien no alcanza el mínimo exigido en la adquisición de conocimientos o no es capaz de demostrarlo: muy deficientes, insuficientes, no aptos, no progresan adecuadamente. Por mucho que se suavice el término, la conclusión es la misma: tu sitio está en otra parte; tu destino, en el trabajo manual. Es más duro que el de otros, pero un lugar en el mundo al fin y al cabo. El otro fracaso, independiente de éste aunque a menudo unido a él, es el de no integrarse, el de ser un extranjero en ese mundo compartido. Junto a la calificación del rendimiento estrictamente académico, los profesores deben evaluar la actitud de sus alumnos. Salvo que sea muy llamativamente negativa, lo que sólo sucede en el caso de un alumno que raya la psicopatía o, lo más habitual según mi experiencia, de un profesor psicópata él mismo, nadie presta demasiada atención a esta evaluación, pero existe y es sonrojante. Entre los que no la “superan” hay muchos perfectamente integrados, aunque en un grupo inadecuado, y otros tantos que no lo están en ninguno. Entre estos últimos, los hay que han sido señalados y detectados por esa manada refinada y cruel, que tan bien y tan hiperbólicamente describió Bernhard en el primer volumen de su autobiografía, como los débiles, las víctimas de esas “cosas de niños” que preparan al adulto depredador (al modo en que los gatitos juegan con los pájaros o roedores heridos para desarrollar la destreza en la caza de la que dependerá su supervivencia). Están ellos y otras personas, igual de solas, pero que han tenido la suerte de no haber sido señaladas, de haber quedado fuera de este juego cruel y, gracias a ello, contemplarlo bien, con esa perspectiva peculiar que se gana desde el banquillo. Claro que en esa posición no estás nunca a salvo: alguien te señala y, entonces, dejas de ver y entender nada, aunque sea momentáneamente.

Supongo que ha llegado el momento de la anécdota biográfica. Las soledades se reconocen y, como decía Brodsky, las verdaderas conversaciones sólo se pueden mantener desde la soledad y el aislamiento de los interlocutores. Son, decía él, “mutuamente misantrópicas”. El éxito de la comunicación (excepcional y, por ello, deslumbrante) presupone un fracaso: el de no haberse integrado y estar solo. Yo establecí una de estas conversaciones y, sin que nadie me diera explicación alguna en su momento, se me obligó a interrumpirla. Se me prohibió. Mis padres me la prohibieron. Y entre el estupor que enmudece, el que entonces la autoridad de los padres raramente se discutiera y mi propia mansedumbre, no llegué a descubrir la razón hasta mucho tiempo después, ya adulta: la mentira de una niña caprichosa y privilegiada sirvió a una profesora desequilibrada para solazarse en su poder destructor como la cerda que era en el fango. No consiguió lo que pretendía y vaticinó a mis padres como pájaro de mal agüero (mi fracaso académico, mi expulsión…). De eso pude defenderme porque mis padres me lo confiaron y a mí me sobraba orgullo para hacerle tragar sus palabras a aquella bruja, unas palabras tan desproporcionadas e histriónicas como era ella: vale, no era una chica de sobresaliente, pero esquivaba los suspensos y seguía el ritmo impuesto. Nada que encendiera alarmas. Más difícil es defenderse de los secretos y de su poder aniquilador cuando se desvelan: mis padres se guardaron para sí lo esencial, lo más hiriente, la mentira, transmitida por la autoridad docente y convertida así, incluso para ellos al callarla, en un hecho incuestionable. Aquella amiga de la que se me separó como del mismo demonio y que, pocos después de este incidente, dejó el colegio, tenía una cara regordeta y redonda con una nariz muy chata. Era un rostro peculiar que, por supuesto, fue convenientemente etiquetado y señalado: “carita de cerdo”. Un día se hartó de oírselo a una de esas mosquitas muertas que se dan aires de grandeza y se creen con derecho a todo por tener las espaldas bien cubiertas. Con derecho a todo sobre las que no las tienen, por supuesto. A veces los marginales se toman alguna dulce y pequeña venganza. Nosotras decidimos fastidiarla escondiéndole el bocadillo del recreo: en el alféizar de una ventana, en la cajonera de otras… Dos o tres veces, nada más. Se chivó, lo que entraba dentro de lo previsto. No lo estaba tanto que fuera capaz de inventar una película sobre delincuentes juveniles que la robaban a punta de navaja. Ni testigos, ni toma de declaraciones, ni presunción de inocencia, ni juicio: la profesora, juez y parte, por fin consiguió argumentos (falsos, pero qué importa la verdad en estas instituciones) contra unas alumnas a las que despreciaba íntimamente por el solo hecho de haber conseguido hasta ese momento escapar al poder de la mayoría, soportar la propia diferencia, la soledad. Y atreverse, encima, a reírse de una de las suyas.

Las mentiras son tan pestilentes que ni cuando se revelan dejan ver la verdad. Simplemente infectan todo con su mal olor. Aunque cuando conocí esa mentira me negara a creer que mis padres me hubieran creído capaz de protagonizarla, sólo eso explicaba su exagerada reacción y profundo disgusto por lo que yo pensaba que se reducía a una travesura y un mediocre expediente escolar. Sin comprender nada, sintiéndome indefensa y más sola de lo que ya estaba, seguí con mi vida y mis estudios, compartiendo, ignorante de todo, espacio con la mentirosa y la profesora. Creo que a esto se le llama madurar. Yo no soy Bernhard. No me llega el aliento (ni el talento) para subordinar interminablemente frases en párrafos eternos que describan el derrumbamiento íntimo que sentí y exijan la destrucción del sistema y la servidora del mismo que lo hicieron posible. Ya pasó. Y es que, si se logra sobrevivir, es lo que le sucede a las desgracias, los sufrimientos y los fracasos: que pasan, aunque otros los sustituyan, y hasta se transforman cuando lo hacen.

El fracaso puede empezar siendo un azar desafortunado para terminar convertido en un deber y hasta en un motivo de orgullo. Mi fracaso al integrarme y cumplir el destino que la comunidad (familia, escuela, sociedad) en que nací había dispuesto para mí, no sólo supuso el castigo, tan duro en determinados momentos, de la humillación por la reprobación social y la culpa por la decepción que leía en los rostros de mi entorno más cercano. También ha tenido con el tiempo una recompensa: la libertad de la que no tiene qué ganar ni perder y el orgullo de no haber triunfado, de no pertenecer al grupo de los que medraron en un sistema cruel y mezquino. En suma, de estar sola y, pese a todo, haber sobrevivido a un exilio que un día descubres compartido con muchas otras y mejores personas que tú.

Quizá podría decirse así: estuve a punto de tener una vida brillante, pero me gané a pulso la mediocridad. A nadie, salvo a mí misma, debo ambas cosas. Lloré mucho por mi responsabilidad en este proceso de abandono, en esta rendición; todavía me entristece. Pero se me pasa cuando pienso que de ese triunfo se habrían apropiado a la menor ocasión mi escuela y sus enseñanzas, aunque el éxito fuera (como en mi caso) el resultado de una rebelión personal contra ellas, y que muy probablemente me habría corrompido, como corrompen las venganzas o la complicidad con los poderosos, los vencedores.

Un día leí a un poeta (Brodsky, otra vez) aconsejar en la graduación de los alumnos a los que había impartido su inútil y superflua asignatura (literatura): “Intentad vestir de gris. El mimetismo constituye una defensa de la individualidad, no su derrota”. Yo no lo hice a propósito, pero me funcionó: no terminé de encajar en ningún sitio, pero casi siempre resulté invisible y a esa invisibilidad debo más y mejores cosas de las que imaginé. Sobrevivir relativamente ilesa, por ejemplo, al colegio: no era lo suficientemente torpe, fea, contestona o rara y me libré de ser la víctima que todo grupo humano parece necesitar para cohesionarse; escuché, pero me negué a aprender esa primera lección de la escuela que decía que sola no eras, literalmente, nadie, que sólo se podía ser uno entre muchos. A tu elección (esfuerzo y actitud) quedaba si esa multitud era la adecuada o no, la triunfante o la perdedora. Esos eran los valores (los laicos, al menos): valores de una escuela de negocios, valores para una vida de éxito.

El resto de los conocimientos que me impartieron creo que los he olvidado. Me sirvieron para superar etapas, ser declarada apta para seguir en mi “camino al conocimiento” y poco más. Aboné el precio que hay que pagar para tener la oportunidad y el derecho a escalar en la pirámide social y no estar condenada, en primera instancia y sin posibilidad de recurso, a engrosar la base inferior.

Los niños no paran de hacer preguntas, conocen instintivamente el camino hacia el saber verdadero. La escuela, en lugar de alentarlo, sólo les da respuestas cuya provisionalidad oculta, animándoles a buscar siempre exclusivamente eso: respuestas a problemas ya planteados, por el libro de texto o por la realidad. Nadie, ni antes ni ahora, enseña a perfeccionar ese arte de la infancia que es preguntar. A veces intento ponerme socrática con los estudios de mis hijos, y ellos, para mi horror, me frenan porque “nada de eso viene en el libro, se les va a preguntar en un examen ni, por tanto, les sirve para nada”. Como mis padres antes que yo, he sacrificado a mis hijos en el altar de una escuela, pensada, justamente, para acabar con su infancia, su maravillosa y única soledad, por miedo a su marginación. No me queda salvo perdonar a mis padres como espero me perdonen a mí misma.

“Mundo feliz aquel en que los niños no entendiesen ni aun remotamente la pregunta capital del verdadero corruptor de menores: «Y tú, ¿qué quieres ser de mayor?»” (R. Sánchez Ferlosio, Campo de retamas).