jueves, 8 de febrero de 2018

Miradas

Foto: Vivian Maier. Self-Portrait, 1954

“Por sí misma, la realidad no vale un centavo. Es la percepción lo que le confiere significado a la realidad. Hay una jerarquía entre las percepciones (y por consiguiente entre los significados) en la que aquéllas adquiridas mediante los prismas más refinados y sensibles ocupan la cima. Es la cultura, única fuente de suministro, la que aporta a dichos prismas el refinamiento y la sensibilidad; es la civilización, cuya principal herramienta es el lenguaje” (J. Brodsky).

Por J. Teresa Padilla

Números, datos, hechos. Siempre ha sido una creencia natural, ingenua por irreflexiva, la de no sólo dar por buena, que lo es en cierta medida, la visión más común de las cosas, sino tenerla por la única aceptable. Se tiende a olvidar que, al fin y al cabo, es eso, una visión, y no una realidad independiente de nuestra mirada, como suponemos. Siempre ha sido así: podría decirse que somos “realistas” por naturaleza, que nos fiamos más de las cosas que de nosotros mismos, sin percatarnos de que ellas, con toda su solidez, no son sino una realidad configurada por siglos y siglos de miradas humanas, heredada, cultural. Y no por ello menos verdadera que esa realidad que imaginamos ajena a nosotros.

¡No, no; eso es idealismo! Un delirio desenmascarado en su momento por el materialismo histórico, ya sabéis, la maravillosa teoría que blandieron en 1917 revolucionarios empeñados en hacer a los hombres felices como fuera, aun a costa de sus vidas (la frase no es mía, pero soy incapaz de recordar a quién se la he leído). Sus consecuencias prácticas terminaron por avergonzar a la inteligencia filosófica, hasta entonces fascinada por esta explicación tan concluyente y totalizadora, que decidió entonces tirar por la calle del medio, a saber: reducir la filosofía a semiótica, renunciar al problema de la verdad y, por tanto, dejar ese marrón a otros. En realidad, salvo alguna escuela minoritaria y poco dada al espectáculo de las entrevistas y los coloquios, a saber, la que trabaja en las catacumbas de las universidades, la verdad dejó de importar en general y la cuestión quedó reducida a la realidad de lo real, para decidir lo cual está la ciencia (o, hablando con exactitud, las ciencias).

La ciencia y su datos, suficientemente exactos, más o menos inmutables. Ella es la nueva iglesia de una nueva fe que ha hecho de la que Husserl (el maestro de la minoría subterránea antes mencionada) llamaba actitud natural, prefilosófica, una nueva religión. Una religión politeísta, pues no hay una ciencia suprema, sino muchas, con diferentes objetos y métodos, pero que por adición se supone que agotan lo real. De esta suma resulta una realidad bastante desestructurada, un puzle cuyas piezas nadie sabe a quién o qué corresponde encajar. De hecho, ninguna ciencia está encargada ni ha sentido necesidad de conectarlas, por lo que queda sancionado que no lo están, que esto es en el fondo lo que hay.

A la menor objeción o intento de amotinamiento ante esta realidad caleidoscópica que se nos ofrece como única probada, "verdadera", los fieles de esta religión, adoctrinados convenientemente en los catecismos de la nueva fe (los textos de divulgación científica convertidos en auténticos best sellers), te plantan un gráfico, una estadística o una ristra de cifras extraídas de alguno de los escritos de los doctores de esta iglesia o de simples aspirantes a serlo. Como si todo tema con interés fuera en el fondo científico, porque lo que queda fuera de la ciencia es asunto ya sólo del capricho de la opinión y el gusto de cada cual, de lo arbitrario, lo que no necesita justificación, lo irracional.

Si esto es más o menos como lo describo, entonces tengo que concluir que vivo tiempos oscuros. Es nuestra mirada la que da sentido a la realidad, la que la dota de significado. Y esa red de significados, esa estructura significativa, es la que crea el mundo que habitamos. Un mundo real o tan real como nuestras vidas, las que vivimos cada uno de nosotros, no la que estudia la biología y nadie en realidad vive. Lo dijeron, y todavía dicen, algunos filósofos, pero son los poetas, como Brodsky, los que no se avergüenzan de proclamar que es la cultura, la civilización, como creación humana, lingüística en un sentido muy amplio, la responsable de la realidad en la que efectivamente vivimos. Ésta es la verdadera realidad, la única, desde luego, en que se puede o vale la pena existir. En ella hunden sus raíces todas las demás creaciones humanas: la literatura, las artes plásticas, la técnica y la propia ciencia. Si la ciencia se erige en la última palabra sobre lo que verdaderamente es, está negándose a sí misma sus orígenes, matando a sus padres y declarándose expósita. Si esto sucede, todo lo demás queda reducido a una cuestión de gusto u opinión meramente individual y subjetiva en su peor acepción (la que aísla y separa del otro), y negamos así la posibilidad de comunicar nuestras respectivas miradas, de enfrentarlas y enriquecerlas, de mantener viva y renovada una cultura que es una creación del hombre, pero nunca una suma arbitraria de ocurrencias.

No sé lo que me pone más furiosa cuando creo estar conversando con mis semejantes: que me planten un diagrama estadístico y me acribillen con una ráfaga de cifras que supuestamente hablan por sí solas, o que alguna voz conciliadora ponga fin a la discusión con un “cada cual tiene su opinión” (y se da por supuesto que todas tienen el mismo valor, porque no hay esa referencia cultural de la que hablaba Brodsky que establece la jerarquía entre ellas). Son la cara y la cruz de esa única moneda, aparentemente, de curso legal hoy.

Foto: Teju Cole
Pero cuando estás a punto de rendirte, de callar y recluirte mientras dejas el ruido del mundo en manos de la más detestable de las ignorancias, la del experto, entonces desde ese otro mundo, desde esa realidad poblada por las voces de los ausentes, alguien, Brodsky o esa extraordinaria anciana de sesenta y cinco años capaz de detener con sus palabras y su memoria, a punto de desfallecer, la cultura de toda una nación, Nadiezhda Mandelstam, o una fotógrafa rescatada casual y póstumamente del anonimato como Vivian Maier, e incluso una compañera descubriendo el amor en una simple planta, me recuerdan que la excentricidad, el exilio, el anonimato y el fracaso son, en ocasiones, las únicas fuentes de lucidez, burbujas en las que poder ser libres y humanos.

Cuántas miradas son posibles. Cuántos mundos. La increíble foto de Maier nos muestra tres, ¿o son cuatro? Cuántas palabras, ideas, poemas, relatos. Cuánto, como casi ocurre con esta foto o los poemas de Mandelstam, se habrá extraviado, quedado oculto o destruido. Cuánto de lo que ha visto la luz perdurará y cuánto quedará en un merecido, o no, olvido. Es el drama de la cultura. No, por favor, no me deis cifras.

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