jueves, 15 de febrero de 2018

Stoner

Stoner. John Williams.

Baile del sol: Tenerife, 2015. 240 pp. 15,60 euros.

 

"En aquella época del año puedes contemplar en mí,
cuando hojas amarillas, ninguna ya o algunas, cuelgan
aún de las ramas que tiritan de frío,
desnudos coros ruinosos donde cantaban tarde dulces aves.

En mí ves el ocaso de aquel día,
como tras el crepúsculo se esfuma en Occidente,
poco a poco, robado por la negra noche,
gemela de la muerte que condena todo al reposo.

En mí ves el rescoldo de aquel fuego,
que sobre las cenizas de su juventud yace,
como el lecho de muerte en que ha de expirar,
consumido por aquello que lo alimentaba.

Esto percibes, lo que hace tu amor más fuerte
para amar bien aquello que abandonarás pronto"* (W. Shakespeare, Soneto 73).

Por J. Teresa Padilla

Esto no es exactamente una reseña. Ya hay una excelente de esta novela en el blog de Ana Blasfuemia (a quien, además, debo el empujón que me ha llevado a leerla, por fin). Poco podría añadir a la misma, en todo caso cabría plagiarla, pero una, a pesar de las apariencias y algún indicio razonable en contra, es en el fondo gente honrada (por lo menos cuando tiene claro que la van a pillar). Por favor, pinchad en el enlace, porque la novela (y la reseña de Ana) lo merece. Mientras, yo me centraré (todo lo que soy capaz, que no es mucho, como sabéis quienes me conocéis) en lo secundario.

Fijaos cómo estoy de la cabeza que Stoner ha quedado asociada en ella a otra novela americana (La mancha humana de Philip Roth) que lleva esperando en mi mesa una reseña que no me decido a escribir ni puedo asegurar que termine escribiendo, y eso que me ha hecho amar a Roth (sí, a ese Roth, Philip Roth). A primera vista lo único que tienen en común es que sus protagonistas son profesores universitarios. La delicada forma de narrar de John Williams es eso, delicada, clásica: fluye como un río aparentemente tranquilo en la única dirección que parece posible, la natural. La de Philiph Roth es, por el contrario, tan eficaz como abrupta, con un autor incapaz de negarse en lo que escribe, de disimular la sombra que proyecta (“la prosa es prosa porque tiene sombra, la sombra del tío que está encima”, decía Umbral) hasta el punto de optar por convertirse, como suele ser habitual en Roth, en un personaje más. A Williams, sin embargo, no se le ve ni se le espera. Y, por si acaso, nos advierte en la dedicatoria (a sus compañeros en la Universidad de Misuri) que se lo ha inventado todo, que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Vamos, esas cosas que sólo se dicen, sin caer en lo ridículo, cuando las historias y personajes son tan creíbles que pueden llevar a confusión. Y, efectivamente, es una novela llena de entes de ficción de carne y hueso, más carne y más hueso que la mayoría de nosotros. Milagros de las miradas creadoras, ya sabéis.

Pero, aparte de la obviedad de ser dos novelas americanas sobre profesores universitarios, me sigue pareciendo que hay algo más en común. Las dos hablan de hombres corrientes, pero que, por decirlo de algún modo, burlaron su destino y llegaron a ser ellos mismos: únicos, con sus fracasos y sus raros éxitos. El enérgico y rebelde protagonista de la de Roth, por voluntad propia, pues es un hombre que se hace a sí mismo en el sentido más literal: un luchador, un farsante que hace verdadera su máscara. Stoner, en las antípodas, arrastrado por un amor súbito y difícilmente expresable. El caso es que, por diferentes caminos, los dos traicionan sus orígenes, abandonan a sus madres y son responsables de un dolor mudo, pero profundo, que terminan pagando porque en la vida nada es gratis, salvo para los ignorantes malvados con piel de elefante que ni se dan cuenta. Dos historias narradas de dos diferentes, pero igual de asombrosas, maneras en las que hay momentos descriptivos deslumbrantes, aunque en esto último los de John Williams te dejan sin aliento.

John Williams.

Stoner narra, sencillamente, la historia de un hombre desde 1910, en que inicia sus estudios universitarios, hasta su muerte cuando estaba a punto de jubilarse. Testigo, pues, de un siglo XX lleno de horror. Hijo de campesinos muy modestos, Stoner es como ellos, como los seres que viven en las poesías de Robert Frost: silenciosos, encerrados en sí mismos, celosos de la intimidad de unos sentimientos que las palabras no pueden sino violar.

“Llevaba siempre cerca de su conciencia el conocimiento sanguíneo de su herencia, transmitida por ancestros cuyas vidas fueron oscuras, duras y estoicas, y cuya ética común era la de mostrar a un mundo opresivo rostros inexpresivos, duros y fríos”.

Con sus curtidas manos de labrador, Stoner llega a la universidad alentado por su maestro, no para abrirse a nuevos horizontes ni cambiar de vida, sino únicamente con el fin de prepararse mejor para su destino. Sus padres renuncian a unas manos que necesitan mientras él vive en semiesclavitud con unos familiares a la vez que estudia agricultura. Y entonces sucede. Un soneto de Shakespeare en boca de un profesor secretamente enamorado de lo que enseña y que, sólo ocasionalmente, cuando vence su propio desengaño de la vida, de las palabras y de su amor por ellas, se deja llevar por la pasión, se cruza en su camino.

“El señor Shakespeare le habla a través de trescientos años, señor Stoner, ¿le escucha?”.

Le ha escuchado, pero no puede hablar. El amor por la palabra, como todo amor, le deja en principio mudo. Sólo alcanza a dejar sus estudios por los de letras. No volverá a la granja ni a la vida a la que estaba destinado. No sabe, hasta que, de nuevo, su profesor de literatura de segundo se lo descubre, que él también será profesor; que es profesor sin saberlo aún.

“«¿Cómo lo sabe? ¿Cómo puede estar seguro?» «Es amor, señor Stoner», dijo Sloane jovial. «Usted está enamorado. Así de sencillo»”.

Luego llegan otros amores, pero ninguno capaz de imponerse sobre esa pasión por las palabras y la posibilidad, aunque sea ocasional, de poder transmitirla a otros.

Llega Edith, su esposa, esa mujer conducida por la educación victoriana a una neurosis destructiva, un animal domesticado y criado para seducir en un circo masculino y, una vez logrado su objetivo, marchitarse, no sin antes pasar el relevo a la siguiente generación.

Está su hija, Grace, tan parecida a él que se somete al destino que se le impone en esa inveterada tradición femenina de sumisión al rol impuesto. Se somete hasta el punto de no encontrar otra forma de huida y rebelión que la autodestrucción:

“Era, como ella misma había dicho, casi feliz con su pena, viviría su vida tranquilamente, bebiendo un poco más cada año, aturdiéndose frente a la nada en la que se había convertido su vida. Estaba contenta de tener aquello al menos, agradecida de poder beber”.

Está Edith, ese amor convencional y debido. Grace, y ese afecto íntimo, casi indistinguible del amor a uno mismo que, como éste, no es lo suficientemente fuerte para salvar lo amado. Y, por último, está Katherine, la mujer gracias a la cual descubre que sólo se puede conocer y amar de verdad a alguien a través de su cuerpo, que sólo se descubre el propio cuerpo gracias al cuerpo amado. Que el cuerpo, en fin, ése que a Edith le enseñaron a negar hasta extremos patológicos, el que Grace prácticamente prostituye para escapar, es sagrado.

“Le venía a la cabeza que nunca antes había conocido el cuerpo de otra persona y, más allá de eso, le venía también a la cabeza que ése era el motivo por el cual siempre, sin saber por qué, había hecho distinciones entre la personalidad de alguien y el cuerpo que portaba esa personalidad. Y le vino a la cabeza, por fin, con lucidez irrevocable, que él nunca había conocido a ningún otro ser humano, ni en la intimidad, ni tampoco en la confianza del calor humano del compromiso”.

Y al final la muerte. Unas páginas finales que merecían ser aprendidas de memoria, una descripción prodigiosa del morir mismo en el que descubrimos y bendecimos la vida, nuestra vida imperfecta, pues, ¿qué esperábamos que fuera?

“¿Qué esperabas?, pensó otra vez.

Le sobrevino cierta alegría, como traída por la brisa del verano. Recordó vagamente que había estado pensando en el fracaso… Como si importara. Ahora le parecía que tales pensamientos eran negativos, indignos de lo que había sido su vida. Nebulosas presencias se agolparon en los márgenes de su conciencia; no podía verlas, pero sabía que estaban ahí, reuniendo fuerzas para convertirse en una clase de evidencia que no podía ver ni oír. Se aproximaba a ellas, lo sabía, pero no había ninguna prisa. Podía ignorarlas si quería, tenía todo el tiempo que quedara.

Había suavidad a su alrededor y lasitud creciente en sus extremidades. El sentido de su propia identidad le llegó con fuerza repentina y sintió su poder. Era él mismo y sabía lo que había sido”.


*"That time of year thou mayst in me behold,
When yellow leaves, or none, or few do hang
Upon those bought which shake against the cold,
Bare ruin'd choir, where late the sweet birds sang.

In me thou seest the twilight of such day,
As after sunset fadeth in the West,
Which by and by black night doth take away,
Death's second self that seals up all in rest.

In me thou seest the glowing of such fire,
That on the ashes of his youth doth lie,
As the death-bed, whereon it must expire,
Consum'd with that which is was nourish'd by.

This thou perceiv'st, which makes thy love more stong,
To love that well, which thou must leave ere long".
(La versión castellana citada al principio es el resultado de la combinación, a gusto de mi propio oído, de la traducción ofrecida por Antonio Díez Fernández, el traductor de la novela,  y la de Ramón García González).

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