jueves, 1 de marzo de 2018

Historia de una escalera

Paul Klee. Stairs and Ladder (1928)

Por J. Teresa Padilla

A este ritmo, no me pongo al día. Tres son tres los libros que esperan su comentario. El de Roth, casi terminado, aunque esté por volverlo del revés (yo me entiendo); el de las memorias de Nadiezhda sólo cuenta con un párrafo y se merece tiempo y una atención que ahora no puedo darles; y, por último, la ligereza e ironía de Penelope Fitzgerald en La librería, tan británica ella, para la que no estoy precisamente de humor. El invierno, tan blanco a veces, otras gris, pero siempre pesado como una manta de lana antigua y poco de fiar, me ha caído encima cual culo gordo y desconsiderado en la forma de un sopor del que difícil y brevemente despierto, para volver inmediatamente a sumergirme en él y en ensoñaciones de bebidas calientes que, traídas al mundo de los hechos, resultan una completa y amarga decepción. Apática y preocupada, repito en mi cabeza las palabras que, seguramente, dispongan la semana que viene en mi contra al hombre a quien supuestamente debo sumisión y agradecimiento en calidad de paciente superviviente, aunque sea sólo de momento y tampoco haya mediado ninguna otra decisión más heroica o ingeniosa por su parte que seguir el protocolo que, además, otro inició. Palabras aparentemente tan simples como: “Si es tan amable a partir de ahora necesito un informe por escrito de cada consulta”. No quiero prejuzgar, pero por menos se ha sentido ofendidísimo por mi falta de confianza en él y sus escuetas e indeterminadas palabras. En fin, entre esto, el invierno y las infinitas reclamaciones para que Movistar me devuelva dos míseros euros (más IVA) y me dé de baja de una vez el contestador, sólo puedo ofreceros este texto antiguo. Empezamos mal marzo, me temo. Spoiler: Al final se ha instalado el ascensor.


Mi barrio era una de esas llamadas ciudades-dormitorio que se construyeron a toda prisa en los sesenta para acoger al enorme número de emigrantes que abandonaron sus lugares de origen (los pueblos andaluces, extremeños, gallegos, pero también castellanos) para intentar labrarse en Madrid un futuro mejor. Lo de ciudad-dormitorio era más que una metáfora: los días laborables sus calles estaban a determinadas horas prácticamente desiertas, apenas transitadas por algún ama de casa de camino o de vuelta del mercado (la “galería”, lo llamaban). Aunque desde que tengo memoria todas aquellas calles tenían sus nombres y las placas que lo acreditaban (eso sí, con una numeración casi imposible de rastrear debido a lo caótico de su trazado), nuestros mayores seguían orientándose por el barrio utilizando la nomenclatura original que lo dividía en polígonos. “Eso está por el A o en el F…”, decían siempre.

Había edificios más altos y con pisos más grandes, pero los primigenios, como en el que yo vivía, tenían cuatro plantas (por supuesto sin ascensor) en cada una de las cuales había otros tantos pisos de tres dormitorios que no llegaban a los 60 metros cuadrados. Eso sí, muy bien distribuidos, como le gustaba decir a mi padre. Debían de estarlo, porque en ellos vivíamos una media de cinco personas.

Como en cualquier barrio de nueva creación, sus moradores originales fueron matrimonios jóvenes, y la consecuencia obvia fue que el vecindario se llenó pronto de niños de edades muy similares. Niños que subían y bajaban ruidosamente las escaleras, que correteaban y saltaban en sus casas haciendo retumbar el techo del piso de abajo, que provocaban con sus gritos y golpes que el vecino de al lado aporreara la pared compartida pidiendo un poco de silencio, por lo menos a la hora de la siesta… Aunque sin rencores: entre la coincidencia generacional y la ausencia de cualquier tipo de aislamiento acústico en aquellas baratas construcciones, el portal terminó convirtiéndose en una ampliación del núcleo familiar, de personas que sabías te darían de merendar o desinfectarían las constantemente desolladas rodillas, pero que también se consideraban con todo el derecho a regañarte sin arriesgarse a un enfrentamiento con tus progenitores.

La escalera, el patio y, cuando el tiempo era benigno, el pequeño solar que había bajo las terrazas eran el espacio común de aquella familia extensa que te protegía y acogía, pero en la que se carecía, como en la propia, de cualquier intimidad y, por tanto, se ampliaba más allá de los límites de tu vivienda el detestado control parental. Y si sumabas a tu portal los inmediatamente adyacentes, no hay más remedio que reconocer que en aquel microcosmos se intentaba perpetuar la forma de vida típica de aquellos pueblos que sus vecinos habían abandonado no hacía tanto. En consecuencia, los niños varones podían, a una determinada edad, corretear libres y salvajes por sus aceras sin especial control, mientras que no estaba tan bien visto que lo hicieran las niñas, que no sólo debían realizar pequeños recados y ayudar a sus madres en las tareas domésticas, sino también circunscribir su área de juego callejera a espacios bien visibles desde las ventanas de las casas: a pesar de todo, aquello no era ya el pueblo, sólo una isla en la ciudad, y existía una arraigada desconfianza ante los extraños, potencialmente peligrosos, que la rodeaban.

En verano, la mayoría de las puertas de la escalera permanecían entreabiertas para conseguir algo de corriente que refrescara las casas, mientras los niños solíamos preferir permanecer sentados en el tramo final a la espera de que el sol empezara a bajar y nos permitiera salir. Impacientes, nos lanzábamos tímidamente la pelota con cuidado de no hacer ruido o jugábamos a las cocinitas, teniendo que dejar paso ocasionalmente a los adultos que subían o bajaban refunfuñando por tener que sortear tanto cachivache.

La escalera podía también convertirse en un cuartel general cuando algún niño no aparecía y los vecinos tenían, por un lado, que organizarse en batidas de búsqueda y, por otro, en grupos de apoyo y consuelo para la desesperada madre. Y, desde luego, era el centro neurálgico en el que convergían todas las informaciones y noticias que se recogían fuera.

Si subías la escalera hasta el final se llegaba al cuarto de contadores. Cada vez que saltaban los plomos (lo que era bastante habitual) había que entrar en él superando el miedo al tic-tac que se oía desde fuera y a rozar algo que no debieras mientras buscabas el interruptor de la luz. También abajo del todo había un cuartito similar, pero a ése los niños no podíamos entrar. Quienes habían podido ver su interior de reojo cuando algún adulto lo había abierto, aseguraban que albergaba a su misma entrada una especie de misterioso pozo que no invitaba a ninguna travesura.

Cuando volvías a una hora poco habitual del colegio y nadie te abría la puerta, la escalera también era el refugio donde esperabas, sintiéndote a salvo de las desiertas calles, la vuelta de tu madre. En la escalera podías encontrarte también con aquella vecina que vivía sola, de la que tantos chismes se contaban y que parecía odiar a todo el mundo, especialmente a nosotros. O con un niño de otro portal que buscaba familia para algún cachorro de perro o gato. O con hombres que subían objetos que apenas cabían (cómo olvidar aquel ataúd). O con un corazón en una de sus paredes con tu nombre dentro que nunca supiste quién dibujó.

En aquella escalera todavía se acuerdan de mí y me llaman como sólo lo hacían en casa. Me preguntan por todo y por todos. Y a veces me recuerdan lo que preferiría olvidar. Que quieren poner un ascensor, me cuentan ahora, que ya están muy mayores para tanta escalera. Puede que tengan razón, pero me da tanta pena…

(Publicado originalmente el 29 de enero de 2016 en La vida en su tinta).

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