jueves, 12 de julio de 2018

La falta de ortografía

Foto: Anemone 123 (Pixabay)


Por Esperanza Goiri

Nunca una falta de ortografía me ha producido tanto desgarro. Desgarro y ternura. Una hache inoportuna, fuera de lugar. Una incorrección común y corriente que todos, alguna vez en nuestra vida, hemos cometido. Los errores ortográficos me han provocado, dependiendo de las circunstancias, vergüenza propia o ajena, asombro, enfado e incluso risa. Pero jamás me habían impactado como en esta ocasión. Después de leer varias veces la carta que contenía ese solitario desliz ortográfico, llegué a la conclusión de que me había impresionado tanto porque era el único signo que revelaba que su autor era un niño. Una falta que te esperas encontrar en un cuaderno escolar, en unos deberes. Esa que la profesora te señalaba en color rojo y tenías que escribir muchas veces correctamente para que no se te olvidara. Pero la misiva que tenía ante mis ojos era todo menos infantil. Por el contrario, revelaba una madurez y una sabiduría impropias de un chaval de once años.

No es una carta larga, se lee del tirón y es el claro ejemplo de que se puede decir mucho con pocas palabras. Muestra con sencillez todo el cariño que siente por sus padres y el resto de su familia. Sorprende cómo es capaz de intuir las preocupaciones y problemas que nos rondan a los adultos. Su contenido manifiesta que el autor es inteligente, sensible, cariñoso y agradecido. Se preocupa por que sus padres sean felices juntos, su “tata" encuentre por fin un trabajo, y Lolo tenga suerte para poder ver a Eli. Esas fueron las últimas inquietudes de Diego. Nada extraño o singular en un niño que quiere y es querido por los suyos. Sin embargo, algo o alguien le hizo la vida tan insoportable a Diego que no encontró un escape alternativo, otra solución. Lo dice claramente: “No aguanto ir al colegio y no hay otra manera de no ir”. Es una decisión fatal meditada y aceptada. Su único cómplice, un muñeco amarillo de trapo que no podía traicionarle. No señala a nadie, él sí se siente culpable y pide a sus padres perdón por lo que va a hacer: “Espero que algún día podáis odiarme un poquito menos”.

Imagino lo difícil que ha tenido que ser para Carmen y Manuel publicar esa misiva, tan íntima, tan dolorosa, tan reveladora. Aplaudo y admiro su decisión. Su afán de esclarecer los hechos, de hallar una explicación; que la historia y el recuerdo de Diego no queden en el olvido y sirvan para algo positivo. Por él y por todos los demás. Es una carta que debería ser de obligada lectura en los colegios (leedla: Os aseguro que no va a dejaros indiferentes). A ver si de una vez familias, profesores, alumnos, la sociedad en general, nos enteramos de que debemos estar haciendo algo muy mal. Que no es de recibo que un pequeño se encuentre en un callejón sin salida, sin opciones, sin futuro. Es un hecho, aunque se evite reconocerlo, que hay niños que se quitan la vida. Es hora de dejarnos de lamentos y actuar.

Desde ese cielo en el que espera encontrarse otra vez con sus padres, Diego estará contento de verles, si no felices como era su deseo, al menos unidos luchando por su causa, que en el fondo es o debería ser la causa de todos.



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