jueves, 8 de noviembre de 2018

La reseña

Foto: J. Teresa Padilla

Por J. Teresa Padilla

Hace mucho que no hago eso que, por darle un nombre, llamo reseñas. La razón más inmediata es que desde el verano paso por una crisis lectora. ¿Por qué? Qué sé yo. En realidad, no importa. Pasa y lo interesante sería describir eso que sucede con exactitud cuando no se da con lo que se busca leer (imagino que por no saber lo que se busca) o se tiene delante pero aparece como una cumbre inalcanzable.

Buscar causas o motivos de las acciones u omisiones propias es, en el fondo, tan absurdo, que lo que se aduce como tal también podría considerarse su contrario, una consecuencia. Absurdo y poco edificante, pues viene a ser la delegación, en otros o en circunstancias ajenas, de la responsabilidad de cada uno.

Desde luego que si no se lee, no se puede hacer una reseña. A ver, poder se podría, pero la honradez ha de suponerse por principio, como la inocencia en un acusado, por muy poco de moda que esté la honradez misma y mucho su opuesto: alardear de lo contrario. En este caso de no necesitar leer lo que se comenta porque, al fin y al cabo, lo que parece que vende no es la información, sino el gracejo y la chulería. Como, a diferencia del vulgar prêt-à-porter, a la moda de verdad sólo está la minoría que se lo puede permitir, todo esto resulta en el fondo un espejismo de ruido y luces, en este caso de postureo crítico-literario. Que no lo intente un becario o será fulminado por su jefe de la sección de cultura.

Retomo el hilo que el recuerdo de algún impresentable ha interrumpido y no sé por qué no borro. Sin lectura no hay reseña, pero las reseñas también pueden obstaculizar o incluso impedir la lectura, por ejemplo si se pierde el gusto por hacerlas o se empieza a sospechar que imponen una determinada forma de leer artificiosa o instrumental. Leer para hacer la reseña. No se me ocurre mejor formulación del veneno que mata al lector y da lugar al periodista literario.

Pero la reseña es sólo un componente del veneno, por sí sola inocua, puede que hasta beneficiosa. Reconozco que le debo a mi iniciativa de empezar a escribirlas haber retomado con fuerza el hábito de leer, y de leer, además, obras a las que quizá nunca me hubiera acercado sin ese aliciente de ampliar horizontes que fomenta comentar a otros, sin aburrirlos, tus lecturas. Supongo que ése es el espíritu tanto de las reseñas no profesionales como de los clubes de lectura: sacarte de tu burbuja literaria.

Obligarte a hacer una reconstrucción personal de lo leído, convierte la lectura en una actividad más exigente e instructiva. Y lo escrito como respuesta, en esta conversación que es el encuentro del libro y su lector, constituye un dique contra la terrible fuerza del olvido y la niebla de la confusión. Para personas como yo, de frágil memoria que el paso del tiempo sólo debilita paulatina e incesantemente, volver a estas “notas de lectura” que recopilo en el blog supone recordar lo que el libro me dijo y yo le respondí, de lo cual, sin ellas, me habría quedado como mucho una idea difuminada o un sentimiento de afecto o rechazo inconcreto.

Sin embargo, he temido también que las reseñas afecten a mi forma de leer, que la expectativa de dar cuenta por escrito de la “conversación” la pervierta, convirtiendo una charla íntima en un análisis demasiado intelectualista o, por el contrario, centrado excesivamente en la repercusión afectiva que ha tenido en mí misma. Confieso que me he descubierto alguna vez pensando en lo que escribiría en una futura reseña mientras leía, y eso me horroriza. No vale la pena romper la burbuja literaria compartiendo tu experiencia con los demás si equivale a perder la necesaria intimidad y soledad previas del acto de leer.

Algo así ocurrió con el libro que iba a reseñar hoy, la Enciclopedia de los muertos. Lo saqué de la biblioteca, empecé a leerlo dejándome al principio llevar por esa confusión fascinante de los relatos de Kiš, que van y vienen en el tiempo y en el espacio, entre la realidad y la ficción, el ensayo y la invención, el sueño y la vigilia. Borracha y desorientada aunque, paradójicamente y precisamente por ello, inmersa en la verdad del relato, en la claridad de lo que se me narraba. Metida en la conversación, como debe ser. Pero algo me despistó, y cuando volví al texto no podía dejar de pensar en anotar esa o aquella frase para poder contarlo luego, y la magia de la comunicación se rompió. Seguí pasando los ojos por las líneas de páginas y más páginas, pero ya como un autómata o como esos expertos en lectura transversal y rápida, que pillan al vuelo lo que les interesa y dejan al margen todo lo demás. Que sólo leen lo que necesitan o quieren. Que, de hecho, se pierden así lo esencial, el “diablo (o el buen Dios -no hay acuerdo en este punto-) que está en los detalles”.

Llegó la fecha de devolución y, a pesar de su brevedad, no había logrado acabarlo, precisamente porque esa lectura distante y productiva que me había estúpidamente impuesto me frustra y aburre. “Tengo que volver a la biblioteca para sacarlo. O comprarlo”, me decía, pero sólo me lo decía: soy de esas tristes personas que amagan una y otra vez el salto a la acción antes de decidirse y atreverse a darlo. A mayor dificultad de la acción, mayor aplazamiento. Sé que hay decisiones que nunca tomaré en firme. Actuar sin pensar o no actuar suele ser mi cuestión.

Afortunadamente encontré en la red una copia escaneada de la edición primitiva en español que hizo Alfaguara y, retomé, desde el principio, su lectura. Sin pensar en la reseña. Sólo el texto y yo. Lo acabé y me dispuse, ya os lo he dicho, a escribir lo que había pasado entre nosotros, pero no he podido, se ve que no estoy lista, que debo liberarme primero de su embrujo, terminar una conversación que no acaba necesariamente en la última página. Me he dado cuenta cuando he intentado hacerlo y, en su lugar, ha salido esto. Pero quiero escribirla, ahora más que antes, y dedicársela a un amigo al que creo que estaba esperando, un amigo que mientras escribo esto he sabido que se ha marchado. Se la dejo a deber. Ahora quiero disfrutar de la certeza, lograda en la experiencia de mi fracaso, de que he resultado inmune al veneno de la reseña cuasiprofesional, de que sigo siendo libre, y lectora, y una loca con alas que cree conversar con fantasmas que la contestan cuando, probablemente, habla sola; una loca que a veces hasta se siente volar.


7 comentarios:

  1. Hola Teresa:

    Te comento algunas cosas que has escrito y que me han llamado la atención. Dices que buscar causas o motivos de las acciones u omisiones propias es 1) absurdo y 2) poco edificante. Absurdo porque lo que "se aduce como tal también podría considerarse su contrario, una consecuencia" (esta tesis confieso que no termino de entenderla bien); y poco edificante, porque supondría una artimaña para eludir "en otros o en circunstancias ajenas" la responsabilidad de cada uno. Yo, la verdad, es que no lo veo tan claro como tú.

    Empezaría distinguiendo causas de motivos y reservaría el primer término para el mundo físico, en el que quizás la causa determine necesariamente el efecto -si acerco una llama al papel, inevitablemente arderá-. Pero en el plano de la coducta humana evitaría el término ´causa`y preferiría emplear el de ´motivos`, que no tiene esa connotación determinista.

    Que detrás de nuestros actos haya motivos que hayan influido en nuestras decisiones, no impide que seamos libres y responsables de lo que hemos hecho. El motivo que lleva a que un niño falsifique un boletín de notas puede ser el miedo a la reacción de su padre cuando vea sus suspensos, pero eso no elimina su responsabilidad al respecto. Creo, al contrario, que comprender los motivos que nos han llevado a actuar de una manera determinada puede servirnos para rectificar y actuar en el futuro de otro modo, en el caso de que nuestra conducta haya sido mala o desacertada. A partir de cierta edad creo que cada persona tiene unas determinadas actitudes o hábitos psicológicos que le llevan a reaccionar de modo similar ante situaciones semejantes. Conocer esa psicología de cada uno es necesario para poder mejorar y cambiar las cosas que no hacemos bien o que, sencillamente, no nos funcionan. En definitiva, que haya motivos detrás de nuestros actos no nos hace ni menos libres ni menos responsables de ellos.

    Otra cosa que me ha llamado la atención es lo que dices sobre tus estados de ánimo tristes y alegres. Yo no dudo de que ambos sean sinceros. Yo también he pasado por períodos de alegría y de tristeza. Y es cierto que se tienen visiones de la realidad muy diferentes en un caso y en otro. Hasta aquí coincido contigo. Sin embargo, para mí la cuestión decisiva es que esas visiones de la realidad son contradictorias en aspectos clave, por lo que no pueden ser correctas las dos. Debemos esforzarnos por ver cuál de las dos visiones de las cosas es más ajustada a la verdad objetiva y obrar en consecuencia.

    No creo que la tristeza surja de la nada, tiene sus motivos. A veces la tristeza puede ser positiva si, por ejemplo, me doy cuenta de que he causado daño a otra persona, puedo sentir tristeza por ello o si comprendo que obré mal en determinada ocasión. Pero hay otra tristeza que suele ser el resultado de alguna decepción grande sufrida en la vida o de alguna pérdida. Esta tristeza es muy natural, pero existe el peligro de que se cronifique o que termine paralizándonos, es decir, quitándonos las ganas de hacer las cosas que podríamos hacer e impidiéndonos desarrollar nuestro potencial. Esta tristeza sí que me parece muy negativa y algo que habría que superar para poder crecer como personas. No se trata de caer en las recetas fáciles y simplonas de los libros de autoayuda, sino de darse cuenta de que la vida es lucha y está llena de dificultades y que la superación de esas dificultades y situaciones dolorosas puede ser necesaria para mejorar.

    Me he dejado todavía alguna cosa en el tintero, en otra ocasión te lo comentaré. Recibe un fuerte abrazo con afecto.

    Innominado.

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    1. Hola, In...
      No, invéntate un nombre propio, por favor, el que sea, que me cuesta saludar y despedirme de un ser tan adjetivo (es broma, pero también verdad).
      No me esperaba yo que un texto como éste, escrito a vuela pluma, producto de una reseña que no conseguí escribir, diera para mucho, así que estoy encantada de tu reflexión. Ahora me toca responderte, que no me lo has dejado fácil.
      Empezaré por lo más sencillo: el carácter “absurdo” (debería haber añadido un “a veces” o algo así) de las cadenas causales. Se dice por el caso que me va a ocupar (la relación condicional no necesaria entre la lectura y la reseña: la reseña es una consecuencia posible de la lectura y, por tanto, su inexistencia puede tener como motivo la inexistencia de la lectura, pero a la vez no leer puede venir motivado por la presión de hacer una reseña y ésta pasar de consecuencia a causa). En suma, se trata de la paradoja de qué fue antes, si el huevo o la gallina. Nada original ni importante.
      Esto no es un ensayo. Es el desarrollo no puramente intelectual de una situación personal que intenta estar escrito lo mejor posible, aún a costa de la precisión terminológica. Tienes razón en que lo que en el mundo natural se llaman causas, son motivos cuando se habla de la conducta humana. Te confieso que si los he usado indistintamente fue, simplemente, para evitar la repetición de una misma palabra, por estética literaria. Pero, ahora que me lo haces notar te diría que es casi innecesaria la distinción en el sentido en que son dos formas de un mismo "principio de razón suficiente", dos modalidades de una misma estructura de pensamiento: la que pretende comprender mejor un hecho por su antecedente o consecuente que si se centra en él mismo.
      Mi pasado filosófico, o como haya que llamarlo, me ha dejado dos ideas clarísimas a las que no puedo renunciar: la peligrosidad y falsedad de las comprensiones totales (personificadas en Hegel y todo lo que se sigue, en línea recta o más sinuosa, de él) y el carácter secundario, pero muy expansivo, del pensamiento causal. Las dos cosas se las debo a la fenomenología, aunque la primera no sólo a ella.
      No quiero decir con esto que no existan causas o motivos, sino que me parecen más interesantes otras preguntas que los porqués. Tampoco me interesan mucho los cuándos ni dóndes. Ni la física ni la psicología ni la historia me parece “saberes fundamentales”. Las preguntas que creo van más a las entrañas de las cosas y personas (que es lo que a mí me interesa a mi manera de diletante literario-filosófica) son los qués y los cómos.
      (Continuará, no me deja escribir más el chisme).

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    2. Es cierto que exagero cuando veo en el pensamiento causal (o de razones extrínsecas) excusas más que motivos. Es una figura retórica que un ensayo serio no se podría permitir, pero lo que yo hago no es un ensayo serio. Aunque me has hecho pensar si no hay algo de eso, de eludir la cuestión, cuando uno decide dirigir la mirada a algo distinto (la causa, el motivo o la razón) en lugar del hecho en cuestión. Hablas del miedo como motivo en el ejemplo del niño que falsea sus notas y me viene bien porque detrás de muchas de mis decisiones ha estado el miedo. Y eso no me exime de responsabilizarme (o culparme) de ellas. Pero no tanto porque hubiera podido sobreponerme a él y actuar de otra manera mejor (signifique aquí mejor lo que signifique, que no está tan claro si es un concepto ético o pragmático), sino porque el miedo forma parte de uno mismo, de lo que es. Se podrá modificar, pero no sé hasta qué punto no supone intentar ser otro del que se ha sido o es en ese momento. Ni si esto (cambiar, mejorar), no implica en este contexto no exclusivamente ético una visión utilitarista del ser humano. Creo que no hay una visión objetiva únicamente verdadera de lo que no es un asunto objetivo (intersubjetivo), o sea, de cada uno de nosotros. Y nuestras formas personales de ver el mundo pueden ser distintas, no sólo de la de los otros, sino la nuestra en diferentes momentos. No hay una más verdadera que otra. El mundo puede ser a la vez, creo que en el fondo lo es, vanidad de vanidades y plenitud de plenitudes. En esa contradicción radica su belleza. La tristeza me parece un don tan valioso como la alegría que no he podido, ni siquiera he intentado, superar para ser mejor, tener más éxito, desarrollar mis potencialidades. No sé (esto es lo que tiene la “reversibilidad” del pensamiento causal) si me parece valiosa porque no la he superado o no la he superado por considerarla en el fondo valiosa.
      También me dejo asuntos. Para otra ocasión. Me haces preguntarme más cosas de las que tenía previstas. Si hay algo que merezca gratitud es esto.
      Un abrazo.

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  2. Hola Teresa:

    Lo primero agradecerte la benevolencia con la que recibes mis modestas observaciones. En parte porque no estaba seguro de que fueran bien acogidas y en parte por pudor fue por lo que firmé como Innominado. Estuve a punto de poner mi nombre real, pero al final no me decidí y como no se me ocurría nada en ese momento, puse lo de Innominado. En lo sucesivo firmaré como Teodoro, que podría ser también un alias. Mi inventiva ya ves que no da para mucho.

    Tu respuesta es muy densa y tocas muchos puntos diferentes. Yo no soy tan profundo como tú y soy consciente de moverme en la superficie de las cosas, sin ser capaz de llegar muy al fondo. De todos modos, intentaré contestarte a lo que pueda.

    No veo del todo claro que sea "casi innecesaria" la distinción entre causas y motivos, pues si bien es cierto que tienen que ver con el principio de razón suficiente, no creo que sean "dos modalidades de una misma estructura de pensamiento", al menos en el sentido de que aunque los motivos sí existen en nuestra mente, en nuestros pensamientos, las causas, en cambio, existen en la realidad, en el mundo físico, no son solo una estructura de pensamiento.

    Yo tampoco soy hegeliano. De hecho nunca he leído a Hegel. Esto no lo digo con orgullo, sino como una confesión de mis limitaciones. Son incontables los libros que debería haber leído y que no lo he hecho y que, probablemente, ya nunca llegue a leer. Estoy de acuerdo contigo en que el ser humano no puede tener una comprensión total y verdadera de la realidad. Esto sería propio de Dios, no del hombre. Quizás no me expresé bien. Lo que yo quería sostener es: 1) que hay verdades objetivas; 2) que podemos conocer algunas de esas verdades objetivas; 3) que todos tenemos una visión de la realidad; y 4) que podemos saber que determinadas visiones de la realidad contienen tesis falsas y son peores que otras. No coincido contigo cuando refiriéndote a nuestras formas personales de ver el mundo dices que "No hay una más verdadera que otra". En esto discrepamos. La visión atea del mundo no puede ser igual de verdadera que la visión teísta. O Dios existe o Dios no existe. No creo que las dos tesis sean igual de verdaderas. La correcta será aquella que corresponda con la realidad. Otra cosa es que en muchos casos nos resulte difícil descubrir cuál es la verdad, o que a lo largo de nuestra vida hayamos cambiado nuestra visión de las cosas. Pero ese cambio obedece, creo yo, a que caemos en la cuenta de que nuestra visión anterior era falsa y que por eso debe remodelarse o sustituirse por otra. Negar esto me parece que conduce al relativismo y al escepticismo más absolutos.

    Escribes que "el miedo forma parte de uno mismo, de lo que (uno) es". Acepto que todos tenemos miedo. Yo mismo puedo tener miedo a muchas cosas: a la enfermedad, al dolor, a la muerte, a volar, a hablar en público... Estoy también de acuerdo en que detrás de muchas decisiones puede haber estado el miedo. Sin embargo, para mí la clave es: ¿ese miedo me domina a mí o yo lo domino a él? A la hora de actuar o de tomar una decisión no creo que se pueda prescindir de la perspectiva de lo que es bueno o malo. La dimensión ética de nuestra conducta está ahí presente, lo queramos o no. Tampoco se trata de utilitarismo ni de pragmatismo, ya que el bien útil es solo un tipo de bien, pero no el principal, por encima está el bien honesto o lo que es importante en sí mismo y no como medio para otra cosa. Con nuestros actos, queramos o no, nos vamos modelando a nosotros mismos de una manera o de otra. Todo lo que hacemos revierte sobre nosotros y nos configura moralmente. Y es inevitable actuar. Seguimos siendo los mismos que antes, en cierto sentido (yo soy el mismo de hace treinta años), pero en otro sentido ya no soy el mismo (soy diferente en muchas cosas al que era hace treinta años).Yo sí creo que hay una verdad objetiva sobre cada uno de nosotros. Otra cosa es que nos resulte más o menos difícil conocerla.





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    1. Hola, Teodoro:
      Tras leer tu último comentario me parece que debería aclarar un día las circunstancias (prefiero llamarlas así y no motivos, porque creo que son más hechos que en conjunción con otros pueden inclinar en una u otra dirección y no propiamente razones de las decisiones u omisiones propias) en las que me fui alejando de la filosofía, o de la militancia filosófica, porque aclararía un malentendido que nos impide entendernos bien.
      Me hablas de objetividad, realidad, verdad como si con lo de las visiones personales yo sostuviera algún tipo de escepticismo o me alineara con posturas postmodernas, ese rollo de la postverdad o similares. Pero nada más lejos de mi intención.
      Cuando escribo en este blog no hago una reflexión sobre el conocimiento. No he renunciado a la filosofía, pero no pienso sólo filosóficamente (teóricamente). Sea por mi propia incapacidad o porque soy demasiado impaciente para seguir sólo ese camino, que busca ser seguro y, por ello, es lento. O, sencillamente, porque he perdido la fe en la capacidad de la visión y razón teórica para desentrañar ciertos misterios que son, justamente, los que me interesaría desentrañar. Necesito algo más que la razón. Y ahí la literatura y los ensayos de pensadores más eclécticos y heterodoxos, menos constreñidos por los métodos y, por ello, más libres y también caóticos, me sirven de inspiración. Hay cosas que se conocen, se saben, pero también creo que otras escapan a esta relación que implica distancia, no se pueden decir ni ver directamente, eluden un lenguaje enunciativo y están más allá (en realidad más acá, a menor distancia) de lo objetivo y lo subjetivo.
      No me explico bien, pero cuando se dice que cada uno de nosotros, hasta los más corrientes, somos irrepetibles, únicos, insustituibles, valiosos en sí mismos, irreductibles a conceptos generales, a la sociedad, a la nación, etc., que es lo que suponen la ética y la religión (al menos la que yo conozco), se dice también que lo son sus sueños, ideas y perspectivas sobre el mundo. No están sometidas a la verdad o la falsedad, están más acá de la esfera cognoscitiva y no interfieren en ella, no cuestionan que haya una verdad objetiva, que por definición ha de ser la misma para todos o no ser. Simplemente defiende que no todo se reduce a esto, que existe una intimidad única y personal, un mundo propio, que es el que expresa el poeta, el que fabula el narrador, el que no hace un uso enunciativo sino expresivo, alegórico (no sé cuál sería la manera exacta de decirlo) del lenguaje.
      Así que tienes razón en la mayoría de las cosas que me comentas, pero no es la perspectiva desde la que actualmente (y creo que un poco desde siempre) intento comprenderme a mí misma y a los demás, porque el mundo, como tal, el objetivo, ése que es el mismo para todos y con el que deben corresponderse nuestros afirmaciones ya despierta interés suficiente en otras personas. Tanto interés que puede hacer olvidar que no es lo único que existe. Yo prefiero centrarme en lo que queda al margen de él, a lo que no se reduce a lo objetivo (ni a lo subjetivo objetivado por la psicología o incluso en ocasiones por nosotros mismos cotidianamente).
      En fin, no sé si me explicado un poco. Poco a poco, supongo. Pero hay cosas más allá de lo que solemos llama real, como por ejemplo tu nombre. Tan real es Teodoro como el que consta en tus documentos. De hecho, es la persona que Teodoro designa con la que yo hablo, mientras la otra es nombre en un DNI, así que lo mismo somos nosotros los que hacemos real a lo real (está un poco cogido por los pelos, pero lo mismo da qué pensar).
      Un abrazo.

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  3. Hola Teresa:

    A mi comentario anterior tuve que quitarle las líneas finales, porque no me dejaba publicarlo por ser demasiado largo. Por eso, iba sin despedida. Quise enviarte aparte el resto, pero me equivoqué y lo borré todo. La informática tampoco es mi fuerte.

    Tras leer tu última respuesta creo que entiendo algo mejor tu posición. Yo soy más objetivista. Para mí la razón es fundamental. Quizás en parte por causas de tipo biográfico. En mi familia ha habido varios casos de Alzheimer y yo quiero mantenerme fiel a la racionalidad, al menos hasta que ella me abandone a mí.

    De todos modos, fíjate en una cosa. Incluso para denunciar la insuficiencia de la razón y del lenguaje objetivo, tienes que hacer uso de esa misma razón y de ese mismo lenguaje. Las intuiciones o inspiraciones personales, si no se traducen al lenguaje enunciativo son difícilmente comunicables a los demás. Me hablas de cosas que "están más allá (en realidad más acá, a menor distancia) de lo objetivo y lo subjetivo". No sé si en realidad podemos situarnos más allá o más acá de lo objetivo y lo subjetivo (no he avanzado tanto en filosofía para atrever a pronunciarme sobre eso). Pero en caso de que pudiéramos hacerlo, no sé si eso nos abriría el camino para desentrañar los misterios sobre los que la razón teórica no puede arrojar luz o si, por el contrario, nos sumiría en una especie de oscuridad o caos pre-racional del que poco podría obtenerse. Para ver las cosas hay que mantener cierta distancia. Si pegamos el ojo a un cuadro dejamos de verlo.

    Escribes que "existe una intimidad única y personal , un mundo propio, que es el que expresa el poeta, el que fabula el narrador, el que no hace un uso enunciativo sino expresivo , alegórico (...) del lenguaje". Es verdad lo que dices, al menos, en parte. Bastantes poetas contemporáneos -y alguno anterior- usan símbolos irracionales, oníricos, visionarios, buscando provocar ciertas emociones o sentimientos en sus lectores, los cuales no podrían suscitar mediante las imágenes tradicionales, más racionales, por así decir. Sin embargo, muchos de los poemas son ininteligibles en gran parte. Así, por ejemplo, San Juan de la Cruz tiene que recurrir a comentarios en prosa y en lenguaje enunciativo para explicar el significado de sus poemas del "Cántico espiritual", porque, de no ser así, su sentido alegórico y místico sería incomprensible para la mayoría de sus lectores. Bousoño trataba este punto en su libro clásico sobre la expresión poética.

    Hace tiempo que decidiste adentrarte por ese camino alternativo a la razón teórica. ¿Qué balance haces de sus resultados?

    No puse mi nombre real en mi primer mensaje también porque quería que te fijaras más en el contenido que en su autor. Te escribo con sinceridad, no desde una personalidad diferente a la mía.

    Un abrazo. Teodoro.

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    1. Hola, de nuevo.
      Lo contrario a la locura no es la racionalidad, Teodoro, sino la lucidez. También tengo muy cerca las demencias degenerativas, y su “locura”, a diferencia de otras (a su manera lucidísimas), como la de don Quijote, radica en la pérdida de las palabras y con ellas de los hilos que nos mantienen unidos con los demás y en un mundo íntimo y, a la vez, parcialmente compartido. La rotura de estos hilos los deja radicalmente solos consigo mismos, en un autismo tan feroz que les impide incluso hablarse a ellos mismos, que muy probablemente es lo que se llama pensar. No se trata de que pierdan la razón teórica, objetiva, lógica; de que no puedan construir o seguir una argumentación. Evidentemente, no pueden, pero lo que en ellos se va progresivamente rompiendo es algo mucho más básico.
      A la razón le pasa, a mi modo de ver, como al lenguaje: que se los reduce a una parte de lo que son, sólo a una parte. El lenguaje no es sólo lo que “puede decirse” entendido como lo verificable. Hasta Wittgenstein habla del misterio que queda fuera de los “límites” de este lenguaje y que, sin embargo, es expresado y comprendido a su peculiar manera. No creo, en absoluto, que los seres humanos nos comuniquemos originariamente haciendo un uso enunciativo del lenguaje. De la misma manera que no creo que los seres humanos nos reconozcamos unos a otros o a nosotros mismos como unos “peculiares” objetos en el mundo. Las cosas no me han parecido nunca ir por ahí. Y cuando dejé la filosofía seguía esta pista (desde Unamuno al mismo Husserl, el filósofo de la “ciencia estricta”), o sea que llegué ahí desde la razón puramente “teórica” pero que, en la fenomenología, se exigía a sí misma (lo que no se hace en otras disciplinas teóricas) mantenerse abierta y fiel a una descripción exenta de prejuicios, incluidos los objetivistas y realistas. Y entrecomillo “teórica” porque la filosofía quiere encaminarse a la sabiduría, la máxima lucidez, y debe ser ella, esa meta nunca alcanzada, y no una razón ya definida previamente como teórica, práctica, estimativa, pragmática o qué se yo, la que determine qué es la Verdad y la Razón: el Logos, la palabra, el lenguaje. Es el ideal al que tiende la reflexión filosófica, no algo que posea: no podemos declarar esa verdad (o razón), sin más, como teórica, sólo tentativamente lo puede caracterizar.
      Un poema no tiene que ser explicado. Ni es ininteligible sin el comentario del erudito. Desde luego que el erudito o, mejor aún, otro poeta (y pienso en el comentario que Joseph Brodsky hizo en “Del dolor y la razón” del “Home Burial” de Robert Frost) nos puede mostrar infinidad de matices que se nos habían escapado, pero un poema no necesita ser traducido a prosa enunciativa para significar. Eso es una barbaridad. La poesía es previa a la prosa. La prosa viene después. Si sólo se puede ver lo que está a distancia, no podríamos sabernos viendo eso, luego no lo podríamos ver en realidad. Es la paradoja de la autoconciencia que no puede pensarse como una reflexión “objetiva”, a distancia, sin hacer imposible (vía regreso al infinito) la propia visión objetiva.
      No puedo evaluar cómo me ha ido al adoptar esta perspectiva filosófico-literaria, porque no ha sido el resultado de una decisión, sino más bien del azar. Dejé la filosofía por NADA, por puro abandono. No tenía un plan B. La dejé porque no podía seguir: un fracaso, simple y llanamente, intelectual y personal. A duras penas seguí con mi vida, en la que la única luz fueron mis niños. Al cabo de muchos años, como describí un poco aquí, volví a los libros buscando “salvación” y fue la literatura la que progresivamente me ha devuelto un poco a la filosofía. Balance: para la academia y la historia del pensamiento, indiferente por completo; para mí, fundamental: si resisto es gracias a esto. A esto y a que todavía puedo amar (no a todo el mundo, también es verdad).
      Un saludo, amigo.

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