tag:blogger.com,1999:blog-5139185287120657032024-03-13T15:23:15.048+01:00Diarios de resistenciaReseñas de libros, reflexiones y travesuras más o menos literariasJ. Teresa Padillahttp://www.blogger.com/profile/15219259694766556722noreply@blogger.comBlogger272125tag:blogger.com,1999:blog-513918528712065703.post-20468729339801248682021-04-28T10:33:00.011+02:002021-04-28T11:33:33.713+02:00Feliz cumpleaños
<b>Por Marisa Díez</b><div><br /></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-tPglcwJ9pPc/YIh46qeh7HI/AAAAAAAABFs/Q9V6bzFpzf4i6hiADj8_A_z6fwa_BW2ywCLcBGAsYHQ/s585/foto%2B1.jpg" style="clear: left; float: left; margin-bottom: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="585" data-original-width="552" height="320" src="https://1.bp.blogspot.com/-tPglcwJ9pPc/YIh46qeh7HI/AAAAAAAABFs/Q9V6bzFpzf4i6hiADj8_A_z6fwa_BW2ywCLcBGAsYHQ/s320/foto%2B1.jpg" /></a></div><div><div>Resulta recomendable extraer de los malos momentos cualquier enseñanza que nos pueda resultar útil en el futuro. Durante esta pandemia he sido consciente de que soltar lastre en lo que se refiere a las relaciones personales es una buena terapia según vas cumpliendo años. Y por eso, últimamente me he lanzado a la tarea de separar el grano de la paja para decidir con quién me quedo y a quién aparto, asumiendo de antemano que los demás no son nunca los únicos culpables de mis decepciones. Pero a partir de ahora, lo tengo claro: “El que no me aporte, lejos”, palabra de Rozalén, que he convertido en una especie de mantra particular que sigo a rajatabla. </div><div><br /></div><div>Fui consciente de lo que acabo de explicar mientras le daba vueltas a la idea de cómo podría enviar una felicitación más o menos decente a una de esas personas que han estado a mi lado desde que llegué a este mundo. Nunca le han gustado las felicitaciones, o al menos, es lo que siempre nos hizo creer. Por eso no le suelo llamar tal día como hoy. A lo sumo, un mensaje y poco más. Cualquier otro momento resulta más apropiado para mantener una buena charla. </div><div><br /></div><div>Así que aquí estoy, intentando darle forma a esta especie de misiva mientras rememoro tantos recuerdos vividos a su lado. Últimamente no hago más que bucear en la infancia, en aquellos años en los que tuvo una presencia tan destacada. Era tal mi admiración por él que dormía junto a una fotografía suya tamaño póster que había colgado al lado de mi cama. Cuando llegaba a la casa de Pinos Baja, a menudo sin avisar, aquello era una fiesta. Si mi madre pronunciaba de repente las palabras mágicas, “aquí viene el tío Vicente”, salíamos raudas al pasillo a abrirle la puerta, o nos peleábamos por asomarnos a la ventana y así ser testigos de cómo había aparcado su Seiscientos de cualquier manera, encima de la acera o en algún lugar inapropiado. Nos hacía mucha gracia esa especie de placer por lo prohibido del que se jactaba entre risas. Era lo más y nosotras le adorábamos, porque nos sacaba de nuestra rutina sin apenas darnos tiempo a reaccionar. Lo mismo nos llevaba al Pardo, que nos montaba en el coche y aparecíamos en la mansión donde trabajaba de mayordomo, un piso que recuerdo con unos ventanales enormes en el salón y teléfonos en todas las habitaciones. También se le podía ocurrir improvisar un viaje a Salamanca con siete personas introducidas casi a presión en su pequeño utilitario o agasajarnos con una especie de fiesta flamenca en su peculiar apartamento del barrio del Pilar. </div><div><br /></div><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-dMeoQwSZxRw/YIh5Tknju3I/AAAAAAAABF0/4uKUEAcZPV0CXNIQxRhd7Ne06vlV00k9ACLcBGAsYHQ/s383/foto%2B3.jpg" style="clear: right; float: right; margin-bottom: 1em; margin-left: 1em;"><img border="0" data-original-height="383" data-original-width="370" height="320" src="https://1.bp.blogspot.com/-dMeoQwSZxRw/YIh5Tknju3I/AAAAAAAABF0/4uKUEAcZPV0CXNIQxRhd7Ne06vlV00k9ACLcBGAsYHQ/s320/foto%2B3.jpg" /></a></div><div>Nunca olvidaré las navidades en las que apareció con la caja más grande de los Juegos Reunidos que había visto jamás, regalo de Papa Noel por haber vivido en Londres, explicación que inventó sobre la marcha ante mi extrañeza por haberse adelantado unos días a los Reyes Magos. O las cintas de casete de Jesucristo Superstar, que aún conservo en plan reliquia y en sitio preferente. Tal fue el uso que dimos al musical que mi padre nos suplicaba, agotado, si no podríamos dejar de martirizarle algún día “con ese tostón”. </div><div><br /></div><div>El tiempo pasó sin apenas darme cuenta, y de repente, nos encontramos trabajando en el hotel, día tras día, mes a mes, un año detrás de otro. Pero aquello terminó, dejando entre los muros del Galiano un montón de anécdotas que quizá algún día me atreva a relatar. Decidió entonces retirarse a Bretún y ahí continúa a día de hoy, empeñado en convertir su pequeño pueblo soriano en un referente cultural de la comarca o más allá. </div><div><br /></div><div>Así que, a lo que íbamos. Hoy mi tío cumple 84 años y aunque se empeñe en afirmar lo contrario, yo sé que en el fondo le encanta ser el protagonista absoluto de su día especial. Últimamente ha estado un poco pachucho, pero ahí anda, con multitud de proyectos en mente. A veces resulta agotador escucharle, y entonces le digo, pero relájate un poco, cuándo vas a parar, y él se ríe porque sabe que en el fondo si un día decidiera echar el freno se habrá convertido de repente en esa persona que nunca ha querido ser.</div><div><br /></div><div>En ocasiones todavía me parece verlo atravesando el pasillo de casa, cargando con su magnetofón para grabar nuestros progresos musicales, reprochando el olor a ajo de la comida de mi madre o demostrando a mi familia que mi ojo bizco era realmente vago. Entonces juraría estar soñando y me doy cuenta de que la felicidad debe de ser algo muy parecido a lo que viví en aquellos años que ahora siento tan lejanos. </div><div><br /></div><div>Gracias por tantos buenos momentos y por los que aún están por llegar. Y que cumplas muchos, muchos más.<br /><br />
</div></div><div><br /></div>
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<iframe width="560" height="315" src="https://www.youtube.com/embed/oDStB4Kp91k" title="YouTube video player" frameborder="0" allow="accelerometer; autoplay; clipboard-write; encrypted-media; gyroscope; picture-in-picture" allowfullscreen></iframe></center>
Marisa Díezhttp://www.blogger.com/profile/12831332493286984402noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-513918528712065703.post-20864853065297474622021-03-26T14:34:00.003+01:002021-03-26T17:51:52.627+01:00De vuelta a casa<p><b>Por Marisa Díez</b></p><p><b><br /></b></p><p><table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><tbody><tr><td style="text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-0nwY1dc2Heg/YF3hbfBIWiI/AAAAAAAAA5o/oC41t28iPskaDMiM2e2U3XfscuFb7P49ACLcBGAsYHQ/s500/la%2Bmente%2Bes%2Bmaravillosa.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="360" data-original-width="500" height="288" src="https://1.bp.blogspot.com/-0nwY1dc2Heg/YF3hbfBIWiI/AAAAAAAAA5o/oC41t28iPskaDMiM2e2U3XfscuFb7P49ACLcBGAsYHQ/w400-h288/la%2Bmente%2Bes%2Bmaravillosa.jpg" width="400" /></a></td></tr><tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Imagen: La mente es maravillosa</td></tr></tbody></table><br /></p><p>Tengo que acordarme de engrasar esta cerradura, me digo cada vez que salgo y doy la vuelta a la llave. Es una operación de la que mi madre se ocupa cada cierto tiempo, impregnando la cerradura de no sé bien qué tipo de aceite y con la que consigue resultados bastantes aceptables. Le preguntaré cómo lo hace. Aunque quizá, mejor me callo. Desde que esta maldita pandemia la obligó a marcharse echa mucho de menos su casa y mejor no mencionársela…</p><div><br />Cuando atravieso el umbral de la casa de mis padres, el silencio me perturba y a la vez me tranquiliza. Enciendo la televisión o la radio para sentirme acompañada en esa extraña soledad. Escucho conversaciones que únicamente yo soy capaz de descifrar. Es posible que se trate tan sólo de recuerdos, impregnados en las paredes o en esa colección de fotografías que inundan el salón, pero mi capacidad para evadirme consigue trasladar al presente lo que sucedió casi en la prehistoria. <br /><br />Siendo niña recorría feliz ese pasillo que me parecía inmenso, donde lo mismo jugábamos “al escondite inglés sin mover los pies” que tirábamos al suelo un colchón en busca de una corriente de aire que sofocara el bochorno de las noches de verano. Demasiados inquilinos en poco más de cincuenta metros cuadrados: había que hacer malabarismos. En esa casa he llegado a dormir incluso en la cocina, no digo más. <br /><br />Nunca he dejado de ir, ni entra en mis planes abandonar esta tarea. A veces me sobrepasa encontrarme allí tan sola, pero enseguida pienso en lo afortunada que soy al poder disfrutar del entorno que me vio crecer y puso los moldes para convertirme en la persona que aproximadamente soy, a pesar de los años y también los daños. Me aterroriza pensar que llegará el momento de desprenderme de mi refugio, porque si de mí dependiera, lo mantendría de por vida. <br /><br />Una amiga describió hace poco la casa de sus padres como aquella a la que considera propia sin haberse hipotecado nunca por ella y aunque haya pasado media vida desde que se marchó. En mi caso particular, está ubicada en un bloque de viviendas en el que sus vecinos nos sentimos siempre parte de una gran familia, y cuyos lazos se mantienen en la actualidad entre los que sobreviven. Sé que soy una privilegiada porque jamás he olvidado de dónde vengo. Cuando traspaso el portal de la casa de mis padres me siento protegida, auténtica y un poquito mejor persona. Añoro a los que no están e intento disfrutar de los que todavía resisten, a pesar de la pila de años que cargan a sus espaldas. A veces rebobino y me imagino escaleras arriba, cargando con mis muñecas en busca de mi amiga Elena, que vivía en el tercero, o me veo correteando por el pasillo de mi vecina Carmen, jugueteando con su hijo pequeño. <br /><br />Hay personas que se empeñan en advertirme del peligro que conlleva recrearse en el pasado. Quizás decidieron enterrar el suyo bajo llave por razones que desconozco y no soy quién para juzgar. Lo siento por ellos, porque a mí, lo que me produce auténtica grima, es el futuro tan incierto que se nos avecina. <br /><br />Espero no olvidarme de engrasar la cerradura, me repito de nuevo. Verás tú como al final, el día menos pensado me quedo de patitas en la calle.</div><div><br /></div><div><br />
<center><iframe width="560" height="315" src="https://www.youtube.com/embed/9RY5uaqMTHs" title="YouTube video player" frameborder="0" allow="accelerometer; autoplay; clipboard-write; encrypted-media; gyroscope; picture-in-picture" allowfullscreen></iframe></center><br />
Marisa Díezhttp://www.blogger.com/profile/12831332493286984402noreply@blogger.com3tag:blogger.com,1999:blog-513918528712065703.post-80421886016959197982021-03-18T20:41:00.004+01:002021-03-18T21:20:13.286+01:00Un sueño<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><tbody><tr><td style="text-align: center;"><img border="0" data-original-height="985" data-original-width="1500" height="263" src="https://1.bp.blogspot.com/-cQPD1MzjZ9E/YFOiMMGadKI/AAAAAAAALJA/ql-OXPijkEwACG9tv7ED79hdmS2CE3D-wCLcBGAsYHQ/w400-h263/chagall.webp" title="Sobre la ciudad, 1924. Marc Chagall" width="400" /></td></tr><tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;"><i>Sobre la ciudad</i>, 1924. Marc Chagall</td></tr></tbody></table><p></p><p><b>Por J. Teresa Padilla</b><br /></p><p>Hoy me ha despertado un sueño. Lo recuerdo porque ya era demasiado tarde para volver a intentar dormir, pero demasiado pronto para levantarme, así que me ha dado tiempo a reconstruirlo e intentar fijarlo en la memoria.</p><p>Me aproximaba desde un lugar elevado a la casa de mis padres. Iba acompañada por alguien, un interlocutor, un amigo cuya presencia sentía a mi lado (aunque su rostro no aparecía, por lo que recuerdo, ni en el sueño ni ahora, por supuesto, en mi memoria) y al que pretendía enseñarle dónde estaba mi casa, mi verdadera casa. Esa que te acoge sin más cuando llegas completamente indefensa a este mundo, a diferencia de las que luego adquieres u ocupas a cambio de dinero: éstas como mucho te pertenecen, pero no son tu casa. Tu casa es sólo una y las otras las encontraste en la calle. </p><p>Aunque invisible, hasta para soñar se necesita, me parece, un interlocutor, real o imaginario: no se puede ir por ahí hablando o viviendo historias sola, ni en la realidad real ni en la de ficción, consciente o inconsciente. No porque esté mal visto, porque sea cosa de locos. Por el contrario, la locura es justo la soledad extrema que obliga al que la sufre, para no sucumbir a ella, a crearse un oyente que le podría responder o decir otra cosa. Y por eso no está tan loco como quien no habla o sólo habla a todos o nadie, sin esperar de ellos salvo muestras de asentimiento. No hablo de oídas: yo hablo mucho sola, pero con otros, y de ellos, y su rebeldía, pende mi cordura.<br /></p><p>Cuando señalé a este compañero mío sin rostro pero bien conocido mi casa, ahí abajo (debíamos estar flotando cual personajes de Chagall, pues no es posible en el mundo físico real esa perspectiva que teníamos sobre el edificio en que se encuentra mi hogar de verdad), el lugar en que había crecido, enfermado y sanado, reído y llorado, el mismo del que necesitaba huir y del que no sabría ni querría tener que desprenderme nunca... Cuando se lo señalé (retomo el hilo tras estas frases larguísimas condenadas a quedarse inconclusas que no sé cómo evitar, imagino, por falta de talento e incapacidad para las conclusiones), cuando se la señalé (me repito, de nuevo, con una merecida colleja), descubrí horrorizada que la parte superior del edificio estaba en ruinas, como si le hubiera explotado la cabeza (debería decir, en honor a la exactitud, "las plantas superiores", pero en mi sueño, y también en la realidad, este edificio me resulta más cercano a un cuerpo orgánico que a una estructura arquitectónica).</p><p>No voy a decir que corrí hacia él porque eso ni sale en mi sueño ni falta que hace inventarse detalles superfluos. Mi compañero desaparece, imagino que por la aparición de otros, los vecinos, a los que sí veo aunque no reconozco (justo lo contrario que me pasaba con mi interlocutor inicial). Un hombre me detiene en mi ascensión al segundo piso para señalarme que había acogido en su casa al resto de los vecinos tras la debacle inesperada y para mí, además, indeterminada. Entro a buscar a mi madre, y una mujer, llorosa, me tiende un montoncito de ropa doblada que es lo único que le han devuelto los sanitarios que, me dice, se la han llevado. Lo tomo de sus manos y reconozco un pantalón de pijama rosa (el mismo que llevaba mientras soñaba esto). Debería correr al hospital, pienso, pero subo, no obstante, a mi casa, porque tenía animales en ella (¿cuándo?, ¿quiénes?) cuyo destino, por pésimo que fuera, necesitaba también conocer.</p><p>La puerta del segundo B, mi casa, no estaba del todo cerrada. La empujo y al entrar encuentro no sólo todo intacto, sino a mi padre, tan tranquilo, subido en una silla, en bata y con un pantalón de pijama gris que no hace más que destacar la delgadez de sus canillas, como él las llamaba, arreglando la lámpara del techo del salón con ese gesto tan suyo de cuando se dedicaba a arreglar lo estropeado o hacer habitáculos para todo tipo de cosas fácilmente extraviables. Se giró y me miró como si fuera lo más normal del mundo que apareciera por allí casi veinte años después de habernos ido ambos, yo a otro sitio y él, literalmente, sólo Dios sabe dónde, es decir: me miró un instante y su rostro volvió al gesto previo. Tras él, con los pies en el suelo y las manos ocupadas con las herramientas que le iría pidiendo y dando continuamente (mi padre era muy capaz de arreglar el mundo, al menos el de las cosas, pero era un cerebro que necesitaba muchas manos), estaba mi madre, cuya mirada, dirigida hacia arriba, hacia su marido, y a punto de perder la paciencia, descendió hacia mí con desaprobación y ceño fruncido pues, como siempre, algo había hecho mal. Concretamente no estar en el momento del suceso catastrófico y enigmático, ni en su puesto, alcanzándole lo necesario al demiurgo paternal, como si ella no tuviera otras mil cosas que hacer. Estaba claro que había vuelto a casa porque ya me estaban entrando ganas de volver a salir.</p><p>Miré entonces el montoncito de ropa que me había dado la vecina y aún tenía en mis manos. No reconocí ninguna prenda. Sentí a la vez lástima por la verdadera propietaria y un alivio culpable. Tenía que bajar urgentemente a devolverlo para que lo recibieran sus auténticos dueños, pero no me muevo. Creo que sé que no hay ningún error, que las ropas eran las que me parecieron antes y que, simplemente, han pasado a ser otras. Que ha habido un milagro y lo que fuera que pasara allí, en mi casa y con sus habitantes, ya no ha pasado.</p><p>Hoy me ha despertado un sueño. Un sueño que no me ha llevado a ningún pasado ni futuro. Creo que he estado un instante en el cielo.</p><p> <br /></p>
<center><iframe allow="accelerometer; autoplay; clipboard-write; encrypted-media; gyroscope; picture-in-picture" allowfullscreen="" frameborder="0" height="315" src="https://www.youtube.com/embed/1s3PHSOucw0" width="560"></iframe></center>J. Teresa Padillahttp://www.blogger.com/profile/15219259694766556722noreply@blogger.com5tag:blogger.com,1999:blog-513918528712065703.post-17361745930347489082021-01-15T15:19:00.006+01:002021-01-15T18:22:03.326+01:00Este Madrid<b>Por Marisa Díez </b><div><b><br /></b></div><div><b><br /></b></div><div><table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><tbody><tr><td style="text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-LEL4uHlG6oo/YACTKDAAGBI/AAAAAAAAAeY/y-MupIe-PjslvsKbSpinNZh8vpn82MDAQCLcBGAsYHQ/s620/plaza%2Bde%2Bla%2Bvilla.jpg" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="364" data-original-width="620" height="235" src="https://1.bp.blogspot.com/-LEL4uHlG6oo/YACTKDAAGBI/AAAAAAAAAeY/y-MupIe-PjslvsKbSpinNZh8vpn82MDAQCLcBGAsYHQ/w400-h235/plaza%2Bde%2Bla%2Bvilla.jpg" width="400" /></a></td></tr><tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Plaza de la Villa. Imagen: Guía del ocio.</td></tr></tbody></table><br /><b><br /></b>De un tiempo a esta parte me inquieta Madrid. Percibo una atmósfera irrespirable, y no me refiero a su contaminación endémica, circunstancia que la distingue poco de cualquier otra gran urbe. Se trata más bien de un cierto olor nauseabundo que se cuela por todos los rincones, dejando el ambiente cada vez más enfangado. Madrid me parece ahora un poco menos Madrid; lo están transformando en un lugar insolidario, sucio e intolerante, donde resulta difícil abstraerse de las batallas políticas con las que nos azuzan desde uno u otro bando. Escuchar a nuestros representantes públicos produce una desazón cercana al hastío, y mi nivel de hartazgo es directamente proporcional a la nula capacidad intelectual que les supongo. Veo a mucha gente caminando por la vida con el gesto un poco torcido; hay quien aprovecha cualquier motivo para saltar como un resorte y lanzar cuatro proclamas incendiarias contra el político de turno, al que suponen culpable de todos los males que le acechan. <br /><br />Echo la vista atrás y juraría que estoy en otro mundo. Me parece mentira que alguna vez haya existido una ciudad tan diferente a la actual, en la que sobrevivo como puedo en esta época tan convulsa. Porque en mis recuerdos evoco una capital mucho más viva y alegre, llena de ilusiones y empeñada en defender sin tregua las libertades que durante tantos años le habían robado. <br /><br />Mi adolescencia y juventud transcurrieron en los ochenta y me siento una privilegiada por haber disfrutado de sus calles y su bullicio en los años de la tan añorada Movida madrileña. No soy quién para decidir si fue una década prodigiosa o si con el tiempo resultó un poco sobrevalorada, pero puedo asegurar que la gente se veía más feliz. Y sonreía. Conseguimos poco a poco llegar a querer a una ciudad por la que hasta entonces habíamos sentido cierto desapego y nos lanzamos a exprimir los días y las noches que nos ofrecía como si no hubiera un mañana. Ahora añoro al alcalde más emblemático que gobernó esta villa, el embajador más digno que ha tenido Madrid, querido y respetado por una inmensa mayoría, en contraposición al nivel ínfimo de los representantes que actualmente pululan por aquí. <br /><br />Hay días en los que me cuesta reconocer esta ciudad; me resulta extraña y difícilmente defendible. La veo convertida en el blanco perfecto de agravios comparativos y rencores acumulados. Vuelve a la escena la lucha del centro contra la periferia; la guerra de las banderas y las nacionalidades. Algo me huele a chamusquina. Me temo que, en breve, deberé justificarme por haber nacido en el foro, y casi pedir perdón. De nuevo a luchar contra absurdos prejuicios, viejos tópicos y medias verdades que a los madrileños nos costó décadas quitarnos siquiera un poco de encima. Si el viejo profesor levantara la cabeza y viera el lodazal en el que han convertido lo que él dejó casi impoluto, se marcharía corriendo a su tierra soriana, seguro de que allí estaría resguardado de tanto insulto y tanta desvergüenza. <br /><br />Desde hace un tiempo temo que Madrid se olvide de ser esa ciudad donde no se pregunta de dónde vienes o a dónde te diriges, porque sabe, como ninguna otra, que nadie es “de donde nace, sino de donde pace". En la que puedes estar de paso o quedarte para siempre sin que te acribillen a preguntas sobre tu origen o destino. Me asusta que nos olvidemos de su esencia como urbe solidaria y cosmopolita, de ese batiburrillo de razas y culturas que llena de vida y empuje sus barrios. A veces me entran ganas de escapar durante una temporada, buscar refugio en un lugar donde el aire esté menos viciado y reaparecer con fuerzas renovadas, <i>donde regresa siempre el fugitivo</i>, con la certeza de que, una vez más, volveré a verla resurgir de sus cenizas.</div><div> </div><div> </div><div><center><iframe allow="accelerometer; autoplay; clipboard-write; encrypted-media; gyroscope; picture-in-picture" allowfullscreen="" frameborder="0" height="315" src="https://www.youtube.com/embed/qviWH9K_PoE" width="560"></iframe></center>
</div>Marisa Díezhttp://www.blogger.com/profile/12831332493286984402noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-513918528712065703.post-47560297690042422402020-12-01T19:13:00.001+01:002020-12-01T20:07:03.565+01:00Mi vida querida<h4 style="text-align: left;"><i>Mi vida querida</i>. Alice Munro</h4><h4 style="text-align: left;">Trad.: Eugenia Vázquez Nacarino </h4><h4 style="text-align: left;">Lumen: Barcelona, 2012</h4><br /><br /><div class="separator" style="clear: both; text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-iqBR7s_MYbU/X8Z9aa3A09I/AAAAAAAAK48/-hFvo8uu_J0qBbRZiSkfdQ4VBIlzsMMAACLcBGAsYHQ/s985/mi-vida-querida.jpg" style="clear: left; float: left; margin-bottom: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="985" data-original-width="650" height="320" src="https://1.bp.blogspot.com/-iqBR7s_MYbU/X8Z9aa3A09I/AAAAAAAAK48/-hFvo8uu_J0qBbRZiSkfdQ4VBIlzsMMAACLcBGAsYHQ/s320/mi-vida-querida.jpg" /></a></div><p><b>Por J. Teresa Padilla</b></p><p>Notas de lectura. Estaría bien haberlas tomado durante la misma, pero he descubierto que ya no soy capaz. Tengo que sumergirme en lo que leo, dejarme seducir sin oponer resistencia, olvidarme de mí misma y hasta idiotizarme un poco, y sólo al final sacar la cabeza para respirar, tomar algo de distancia, e intentar recordar qué era eso que ha conseguido enredarme en otras vidas ajenas. Nunca llego a descubrirlo y quizá sea ésta la cuestión no resuelta que me lleva a seguir leyendo, un poco a ciegas, tanteando y probando esto y aquello. La lectura es un fracaso, en cierta forma necesario, un naufragio (cuánto aprendí en <i>Moby Dick</i>, a ver si algún día me veo con fuerzas para escribirlo). Como las buenas historias, que siempre son vidas.<br />
<br />Leer es como vivir y amar, o lo que sea eso tan esperanzador como decepcionante, tan real como ilusorio. Escribir sobre lo vivido, leído y, aun por un solo un instante, amado es una forma de entender y conservar esa experiencia rara y frustrante que es la lectura (y el amor, la vida…): queda un recuerdo confuso, como en la resaca, y la impresión de moverse siempre en la superficie de lo que no importa, de lo inesencial, aun con la inquietud de que cualquiera de esas nimiedades pueda dar un giro en cualquier momento y convertirse en una valiosa pista (y algo parecido pasa mucho en estos relatos de Munro). Es la pista de algo de lo que se ignora todo salvo esa sensación de que se escapa siempre por muy poco. Lo mismo no es nada. Igual lo que realmente cuenta es sólo que la pista active un resorte de alerta que abra un camino hacia algo, hacia una respuesta de la que la mayoría de las veces no sabes ni la pregunta que le corresponde. <br /><br />Empiezo estas notas con este libro de relatos de Alice Munro tras el intento fallido de hacer una reseña más informativa o seria de una novela, según su autora, Natalia Ginzburg, imperfecta, que no por ello prescindible. No me rindo. Y espero poder escribir algo otro día sobre ella, aunque sea de esta forma nada exhaustiva, personal y caótica en que voy a comentar los relatos de Munro, que me han gustado mucho, aunque no me han llegado tan hondo (o me han arrastrado tan profundo) como la novela de Ginzburg, y justo por eso me resulta más fácil comenzar por ellos. Al fin y al cabo, escribo como vivo, como vivimos todos: en una lucha contra el tiempo y todo lo que se empeña en arrebatarnos. Si con estas líneas consigo, a la vez que retener algo para mí, seducir a otro para que se decida a probar la dulzura y el amargor de leer según qué cosas, bien está. Muy bien, en realidad, pues la vida, la querida y detestada vida de una, habrá hecho entonces algún bien y éste es el único sentido, y no pequeño, que tiene, si lo tiene. <br /><br /><i>Mi vida querida</i> es un libro de relatos cortos, lo primero que leo de esta laureada escritora canadiense. Cuando los textos breves no son meros cuentos, sino que tienen vida (“esto no es un cuento, tan sólo es la vida”, se dice en uno de los de este volumen), crean en su conjunto, leídos uno tras otro, una especie de gran relato entrecortado donde los narradores, personajes, paisajes y momentos cambian y, a pesar de todo, hay una continuidad, no una mera recopilación de historias. Una continuidad más difícil de conseguir que en los relatos unitarios, por llamarlos de alguna manera. Esto hay que saberlo hacer y no es nada sencillo. Como difícil es ya de por sí el buen relato corto, en el que es más complicado disimular los trucos y trampas de algunos de los más largos: aquí hay que deslumbrar con un destello de luces largas, no distraer con “cuentos” que trancurren siempre con las cortas puestas (eso que se llama trama) hasta su desenlace más o menos sorprendente. Como si algo acabara de alguna otra forma que con su fin. <br /><br />En estos relatos de Munro hay hombres y mujeres que hablan en primera persona o cuyas historias relata una narradora extrañamente presente en lo contado a pesar de su ausencia, una de esas narradoras que no vive en otros mundos, plenos de realidad y omnisciencia, sino que deambula alrededor de sus personajes hasta que se confunde con cualquiera de ellos. <br /><br />Son personas que huyen o lo intentan, desengañadas casi siempre, se desorientan y también encuentran caminos entre la vegetación familiar, recuerdan, sueñan, sueñan que recuerdan o recuerdan sueños. Y olvidan, o hacen lo posible por conseguirlo. <br /><br />Son gente corriente y única, a veces invisible tras sus convencionalismos y mezquindades, pero de las que no hay que fiarse: a veces se sobreponen a sí mismas y sorprenden. Es raro, pero nunca puede descartarse. <br /><br />Y entre todas ellas están las niñas, con la libertad, el atrevimiento y la expresividad que han de perder (y a sí mismas) justamente para no descarriarse como mujeres fuera de los márgenes de lo tolerado en esos años de mediados del siglo pasado (dejémoslo ahí, en el pasado). <br /><br />No son las únicas pérdidas. Hombres, mujeres y niñas (no recuerdo, ahora mismo, si hay niños, en singular, más allá del grupo de los aprendices de machos intimidatorios) se dan de bruces con la ausencia de quienes más les importan, tan secretamente deseada en unos casos (“a la gente se le ocurren ideas que preferirían no tener”), tan inconscientemente asumida, en otros, mucho antes de que su auténtico significado se revelara: que ya no estaban ni volverían a estar jamás. <br /><br />Se pierden llaves, palabras, direcciones y hasta la cabeza, pero sobre todo la sabiduría de la infancia y de la vejez, con toda esa confusión que la acompaña y nubla. <br /><br />Padres, madres, amantes, maridos. Imperfectos, amados, decepcionantes. Y mujeres diversas, lo que constituye la más feminista de las afirmaciones: únicas en sus convencionalismos y en su sumisión. Y en el fracaso o la impotencia de su rebeldía y desobediencia. Vivas y muertas, lúcidas y dementes, hermosas o más discretas. Mujeres que no dejan de esperar a que la vida, eso que les han dicho debe pasar, comience de una vez (y aquí enlaza, como un milagro literario realizado especialmente para mí, esa novela corta de Ginzburg de la que tengo pendiente decir algo); mujeres temerosas de su “señor” a las que, un buen día (o quizá siempre en el fondo), éste y sus sentimientos “les traen sin cuidado”. Mujeres que consideran que ya es demasiado tarde para todo y se resignan, pues “siempre podría haber sido peor, mucho peor”. Mujeres que creen en la magia y los milagros, “hasta que un día, ya en la adolescencia” descubren “con una vaga sensación de vacío” que ya no lo creen, que han dejado atrás la infancia. Y se equivocan, añadiría yo, que acabo de confesar un guiño imposible sólo dirigido a mí y que me devuelve de Munro a Ginzburg. <br /><br />“Solemos decir que hay cosas que no se pueden perdonar, o que nunca podríamos perdonarnos. Y sin embargo las hacemos, las hacemos a todas horas”. Así acaba este libro y el último de los cuatro relatos finales, imperfectamente autobiográficos, que lo cierran separándose de los anteriores, no tanto por sí mismos (a mi modo de ver), sino por voluntad de su autora. Es, dice, “lo primero y lo último –y lo más íntimo- de cuanto tengo que decir sobre mi propia vida”. ¡Qué suerte tener una vida propia y tantas otras ajenas y queridas! </p><p></p><table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><tbody><tr><td style="text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-ckC7CkhGUxo/X8aBAHyTK3I/AAAAAAAAK5I/Q5DgbXGFZu8e7kMiy7QVk--KgF44WkSQQCLcBGAsYHQ/s550/alice-munro-reg-innell-toronto-star-file-photo-550x407.jpeg" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="407" data-original-width="550" height="296" src="https://1.bp.blogspot.com/-ckC7CkhGUxo/X8aBAHyTK3I/AAAAAAAAK5I/Q5DgbXGFZu8e7kMiy7QVk--KgF44WkSQQCLcBGAsYHQ/w400-h296/alice-munro-reg-innell-toronto-star-file-photo-550x407.jpeg" width="400" /></a></td></tr><tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Fuente foto: <a href="https://www.zendalibros.com/las-lunas-de-jupiter-un-cuento-de-alice-munro/" rel="nofollow" target="_blank">Zenda</a><br /></td></tr></tbody></table><br /><p><br /> </p>J. Teresa Padillahttp://www.blogger.com/profile/15219259694766556722noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-513918528712065703.post-69186046996219176022020-10-19T15:07:00.000+02:002020-10-19T15:50:13.606+02:00La Barbie jamonera<p class="MsoNormal" style="text-align: right;"><b><table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><tbody><tr align="right"><td><a href="https://1.bp.blogspot.com/-oxHKM1-zuSg/X4xttsBCOQI/AAAAAAAAKyY/f8dlTbrMqM4f6CN5WvWPySSwIEpV8TllwCLcBGAsYHQ/s320/IMG_3410.jpeg" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="240" data-original-width="320" height="300" src="https://1.bp.blogspot.com/-oxHKM1-zuSg/X4xttsBCOQI/AAAAAAAAKyY/f8dlTbrMqM4f6CN5WvWPySSwIEpV8TllwCLcBGAsYHQ/w400-h300/IMG_3410.jpeg" width="400" /></a></td></tr><tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Foto: Esperanza Goiri<br /></td></tr></tbody></table></b><!--[if gte mso 9]><xml>
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</p><p class="MsoNormal" style="text-align: right;"><i>¿Dónde vamos, Madrid? A octubre miro</i><i> </i></p><p class="MsoNormal" style="text-align: right;"><i>y con sabor de soledad me sales.</i>
</p><p class="MsoNormal" style="text-align: right;">(<i>El otoño de Madrid</i>. Luis López Anglada).</p>
<p class="MsoNormal" style="text-align: right;"><b> </b></p><p><b> Por Esperanza Goiri</b>
</p><p class="MsoNormal"><span style="mso-ansi-language: ES;"></span></p>
<p class="MsoNormal"><span style="mso-ansi-language: ES;">El otoño apenas se nota
en Madrid, una ciudad expuesta al oleaje sin un malecón ni siquiera un humilde “espigoncillo”
que la proteja. Pese a ser solo la segunda ola, eso afirman los expertos, sus
salpicaduras llegan a todos los rincones de la urbe; en vez de dos embestidas
parecen mil. Los madrileños, impotentes y frustrados, chapoteamos para
mantenernos a flote y evitar que el agua nos entre en la nariz.</span></p>
<p class="MsoCommentText"><span style="font-size: 12pt; mso-ansi-language: ES;">De
la noche a la mañana Madrid ha mutado de villa y corte a lazareto. Un lazareto
gigante y urbano en pleno siglo XXI. Por sus calles nos movemos tratando de
esquivar a ese enemigo invisible de efectos demoledores. Los cambios se
aprecian a simple vista. Muchos negocios certifican su defunción bajando
persianas y rejas que mañana nadie va a levantar. A los turistas, parafraseando
la canción de Kiko</span><span style="mso-ansi-language: ES;"> </span><span style="font-size: 12pt; mso-ansi-language: ES;">Veneno, </span><span style="mso-ansi-language: ES;">“</span><span style="font-size: 12pt; mso-ansi-language: ES;">lo mismo los echamos de menos como antes los echábamos de más.” Las colas se
han vuelto imprescindibles y obligatorias para casi todo. Ver a tus mayores implica
pedir cita como si fueras a la delegación de hacienda. Se multiplican los que tienen que hacer
de la calle su hogar y de la caridad su trabajo a jornada completa. En los días
de viento revolotean las mascarillas, blancas y azules, entremezcladas con los
tonos marrones y dorados de las hojas. Madrid se ha convertido en el rodaje de
una distopía y a sus habitantes nadie les ha pedido permiso para figurar como extras.
Eso es lo que se ve, pero también se intuye, tras las cortinas y balcones:
drama, soledad y olvido. </span></p><p class="MsoCommentText"><span style="font-size: 12pt; mso-ansi-language: ES;"> </span></p><p class="MsoNormal"><span style="mso-ansi-language: ES;"></span></p><table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><tbody><tr><td style="text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-NmggGggFa7U/X4nepW8DqZI/AAAAAAAAKxA/XZmLVY4w5UQaGLWxT70SfhJMYPd-W8yTgCLcBGAsYHQ/s320/IMG_1337.jpeg" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="240" data-original-width="320" height="300" src="https://1.bp.blogspot.com/-NmggGggFa7U/X4nepW8DqZI/AAAAAAAAKxA/XZmLVY4w5UQaGLWxT70SfhJMYPd-W8yTgCLcBGAsYHQ/w400-h300/IMG_1337.jpeg" width="400" /></a></td></tr><tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Parque Cerro del Tío Pío (Foto: Esperanza Goiri)<br /></td></tr></tbody></table><span style="mso-ansi-language: ES;"><br />Madrid está tocada y,
aunque parezca un contrasentido, necesita más que nunca que le hagamos el boca
a boca, le cojamos la mano y observemos sus constantes vitales. Nada es lo
mismo y probablemente no volverá a serlo. Pero no renuncio a recuperar la
ciudad que amo. Quiero pasear por la calle Espíritu Santo y ver cómo a la<i style="mso-bidi-font-style: normal;"> Barbie </i>jamonera inmóvil tras el escaparate de una
chacinería, ahora triste e ignorada, la vuelve a jalear su corte oriental de
palmeros entre selfis y sonrisas. Sentarme en las terrazas sin más distancia de
seguridad que la necesaria para interceptar el saqueo de los gorriones a las
suculentas tapas. Mancharme las manos con la grasilla de los bocadillos de
calamares y no con la del gel hidroalcohólico. Ver otra vez competir a Cibeles y Neptuno por su poder de convocatoria. Que un chocolate con churros, y no el
toque de queda, ponga fin a una noche de juerga. Poder invitar a mi casa a dos,
diez, cincuenta o cien amigos. Abrir la boca de admiración, no porque me cueste
respirar detrás de la mascarilla, sino ante la puesta de sol desde el Cerro del
Tío Pío, el Templo de Debod o la Plaza de Ramales. Volver a fluir con el río
humano desde Cascorro a Ribera de Curtidores, un domingo de rastro. Formar fila para entrar al Prado, al Reina Sofía o al Thyssen, no al centro de salud. Poder
conjugar sin restricciones los verbos besar, tocar y abrazar. </span><p></p>
<p class="MsoNormal"><span style="mso-ansi-language: ES;">Los madrileños, de
nacimiento o adopción, a todos los efectos es lo mismo, no se merecen que les
mientan ni les ninguneen. Tampoco que les cuelguen el cartel de irresponsables
o insolidarios (haberlos los habrá, como en todas partes), pero creo que la
mayoría de ellos quedan perfectamente reflejados en estos versos que cantaban
el grupo Jarcha allá por 1978: “Yo solo he visto gente muy obediente, hasta en
la cama, gente que tan solo pide vivir su vida sin mas mentiras y en paz”.</span></p><p><span style="mso-ansi-language: ES;"> </span></p><center><iframe allow="accelerometer; autoplay; clipboard-write; encrypted-media; gyroscope; picture-in-picture" allowfullscreen="" frameborder="0" height="315" src="https://www.youtube.com/embed/34YnVlhlPuw" width="560"></iframe></center>Irene Adlerhttp://www.blogger.com/profile/12577785125389891294noreply@blogger.com4tag:blogger.com,1999:blog-513918528712065703.post-34422161498952942222020-08-17T16:04:00.003+02:002020-08-17T18:44:01.250+02:00La casa de la señora Antonia<p><b>Por Marisa Díez </b></p><br />La puerta estaba entreabierta y no pudo reprimir el impulso de echar un vistazo rápido al interior. La casa permanecía más o menos como la recordaba desde aquel verano de su infancia. Un portalón que, a sus ojos de niña, le pareció inmenso la primera vez que lo atravesó. Al fondo, el patio en el que los gatos campaban a sus anchas. A la derecha, la pequeña cocina y el comedor, por donde paseaba tranquilo un ratoncillo al que su padre bautizó con el nombre de <i>Pirulo</i> y que acabó sus días, en un suceso nunca aclarado, aprisionado tras la puerta de la cocina. Y la escalera, a la izquierda, que conducía a las habitaciones de arriba. En esa misma planta, la puerta de entrada al desván, una estancia a la que se accedía a oscuras, casi a trompicones, tras escalar unos peldaños de madera que parecían desmoronarse a cada paso. Jamás había estado en un lugar así, un rincón lleno de trastos completamente inservibles, amontonados cual tesoros unos encima de otros, cubiertos por unas inmensas telarañas que nunca había visto en Madrid y que le provocaban una repulsión que todavía no ha logrado sacudirse del todo. <div><br /><table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><tbody><tr><td style="text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-i_Onp-4NfBk/Xzp3mXR7qbI/AAAAAAAAAco/9R3JvF5WCZkgRoKBgx507J4UmrXGmrydACLcBGAsYHQ/s670/Luis%2BMat%25C3%25ADn.jpg" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="447" data-original-width="670" height="274" src="https://1.bp.blogspot.com/-i_Onp-4NfBk/Xzp3mXR7qbI/AAAAAAAAAco/9R3JvF5WCZkgRoKBgx507J4UmrXGmrydACLcBGAsYHQ/w410-h274/Luis%2BMat%25C3%25ADn.jpg" width="410" /></a></td></tr><tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">C/ Don Domingo Labajo. Candeleda. Foto: Luis Martin<br /></td></tr></tbody></table><div><br />Fue tan sólo una más de las casas que disfrutó con su familia en aquellos veranos inolvidables en su pueblo de adopción. Podría describir cada una con bastante exactitud, así como los recuerdos asociados a ellas, porque los conserva perfectamente anclados en su memoria. Las vacaciones felices de su infancia y adolescencia; los reencuentros llenos de abrazos y las despedidas dramáticas llevadas al extremo, fruto de las emociones desmedidas propias de la edad. Y sus amigos, algunos de los cuales todavía conserva a pesar del paso implacable de los años, a los que, en esta ocasión, no ha podido apenas tocar. Por eso estos días ha recorrido, un tanto desubicada, las calles y los lugares de toda una vida. Estaban ahí pero no parecían los mismos. Una especie de velo intangible los cubría y no le permitió disfrutarlos con la intensidad de siempre. Y quizá también por eso se ha sentido extraña y un poco perdida, preguntándose si alguna vez será posible que todo vuelva a ser lo mismo. <br /><br />Ha tenido más ganas que nunca de abrazar a los suyos, ella, que siempre fue un tanto despegada y un poco fría a la hora de demostrar sus afectos. Y un absurdo recelo ha latido en su interior al encontrarse con quienes forman parte de su vida desde tanto tiempo atrás. Una atmósfera desconocida se palpaba por las calles, las mismas que tanto extrañaba durante los largos meses que no podía recorrerlas. Pertrechada tras su mascarilla fue incapaz de reconocer aquel aroma especial que no había respirado en ningún otro lugar y que tanto le costaba describir. No identificaba el olor de los naranjos, ni de las higueras. Tampoco el murmullo del agua entre las piedras la relajaba con su sonido, ni las inmensas palmeras le parecían las mismas. Todo estaba allí, y sin embargo le pareció estar perdida en algún paraje desconocido que no podía reconocer y le costaba disfrutar. <br /><br />La casa de la señora Antonia tenía la puerta entreabierta y a ella le hubiera gustado atravesarla y perderse de nuevo entre sus muros de piedra. Cerrar los ojos y volver atrás, aunque fuese un instante. Observar cada noche la hilera de golondrinas apostadas en fila sobre los cables de la luz que atravesaban la calle. Admirar las innumerables estrellas o respirar el olor de las tormentas que al final de cada verano llegaban puntuales a su cita. <br /><br />Le hubiera gustado, pero no se atrevió a hacerlo y, resignada, continuó su paseo. Apenas sin darse cuenta apareció en su terraza preferida, aquella en la que el tiempo parecía haberse detenido. Bajo la sombra de su inmensa parra, mientras apuraba su primera cerveza, hizo una lista mental de sus abrazos pendientes. Y supo que era afortunada, porque a pesar de las decepciones, mantenía un número importante de personas a quienes dedicárselos. Ya queda menos, se dijo entonces; más tarde o más temprano, las máscaras siempre acaban por caer.
<br /><br /><center><iframe allow="accelerometer; autoplay; encrypted-media; gyroscope; picture-in-picture" allowfullscreen="" frameborder="0" height="315" src="https://www.youtube.com/embed/7GskFL2Klng" width="560"></iframe></center>
<br /><br />
</div></div>Marisa Díezhttp://www.blogger.com/profile/12831332493286984402noreply@blogger.com7tag:blogger.com,1999:blog-513918528712065703.post-21566318809177171292020-02-27T12:58:00.001+01:002020-02-27T16:19:06.950+01:00Desconocidos<b> Por Marisa Díez </b><br />
<br />
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<br /></div>
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
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“Este año desconocí a gente que creía conocer”. Una frase de este tipo recuerdo haber visto publicada en el muro de alguno de mis amigos de Facebook, en la forma en que suelen aparecer esta especie de pensamientos escritos, envuelta en un fondo de paisaje idílico y adornada con un estilo de letra más o menos artístico. Normalmente todas estas sentencias lapidarias me suelen resultar de lo más banales e intrascendentes y ésta, en particular, no corrió mejor suerte. Pero sucede que, de un tiempo a esta parte, me ha ocurrido algo parecido a lo que sugiere la frase en cuestión con más de una persona. Así que, aunque ignoro quién está detrás de tan contundente afirmación, he de admitir que, por una vez y sin que sirva de precedente, no estoy del todo en desacuerdo. </div>
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<br /></div>
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<div>
Ser consciente de que alguien a quien tuviste siempre un poco idealizado existe como tal únicamente en tu imaginación, supone un desencanto que cuesta asumir. Pero es peor darte de bruces con la realidad en el caso de que el individuo en cuestión, aquel cuya verdadera cara se te acaba de mostrar, forme parte de tu vida desde… Ni se sabe, para ti ha estado siempre ahí y jamás hubieras dudado. Tal revelación te deja perdida y un poco desequilibrada, aunque es posible que desde hace tiempo intuyeras el engaño. No hiciste caso a las señales que lo iban advirtiendo y así estás ahora, aguantando la vocecita interior que te lo recrimina constantemente: “Peor para ti, ha sido tu culpa por no estar alerta; ya eres mayorcita para dejarte engañar. Si es que siempre fuiste un poco ilusa. Ya te advertí que debías mantener los ojos más abiertos”. Y te lo repites una y otra vez, en una suerte de autoflagelación que no sirve para nada. Porque sí, te sientes estúpida y un montón de calificativos más. “Tantos años y me la siguen pegando, a ver cuándo llega el día en que por fin me hago mayor…”. <br />
<br />
<table cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto; text-align: center;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-DzwegnTe3pQ/XlbG2oAubAI/AAAAAAAAAas/Wdnz22HClOgVGJtotgaXyAbfp9Sl98j_wCEwYBhgL/s1600/2d9bc28c05c5c8d73c57b76659feb105.jpg" imageanchor="1" style="clear: left; margin-bottom: 1em; margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="679" data-original-width="1024" height="265" src="https://1.bp.blogspot.com/-DzwegnTe3pQ/XlbG2oAubAI/AAAAAAAAAas/Wdnz22HClOgVGJtotgaXyAbfp9Sl98j_wCEwYBhgL/s400/2d9bc28c05c5c8d73c57b76659feb105.jpg" width="400" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">El país de Nunca Jamás. Giuseppe Sticchi.</td></tr>
</tbody></table>
<br />
En alguna ocasión me han reprochado que mi comportamiento no se corresponde al que se le supone a una mujer de mi edad, que ya está bien de tanta tontería y es preciso aterrizar, por fin, en el mundo real, en el que me rodea, no en el que me invento a cada paso que voy dando. Pero entonces es cuando lo entiendo todo. Y me siento estupenda, relajada, feliz, contenta conmigo misma y encantada de haberme conocido. Intuyo la razón por la que me he llevado tantos chascos con las personas en las que confié a lo largo de mi vida. Se supone que nunca crecí, que vivo en un mundo paralelo, que soy una niña disfrazada de adulta. Y me parece genial, aunque a mi lado eche en falta a algunos de los que siempre me protegieron. De quienes se fueron voluntariamente, a veces ya ni me acuerdo. Algunos desaparecieron sin dejar rastro y aunque es posible que durante un tiempo los extrañase, al final quedaron situados ahí, en una especie de limbo donde almaceno a los olvidados. Pero hay otros a quienes, simplemente, <i>desconocí</i>. <br />
<br />
Hace unos días, un amigo que a su manera me aprecia, me invitó a conocer su país de <i>Nunca Jamás</i>. Me aseguró que es el lugar donde siempre ha vivido y que no piensa mudarse a ningún otro sitio. Cada enero celebra su cumpleaños encantado de no crecer y no encuentra ninguna razón que justifique su marcha a cualquier otra parte, por muy exótica o maravillosa que pueda resultar. Allí está instalado desde que tiene conciencia y allí se quedará, lo tiene claro. <br />
<br />
Mi amigo es uno de esos <i>niños perdidos</i> y está seguro de que en ese país la gente es real, no tiene doblez, y es difícil que no los percibas en su verdadera identidad. Por eso está tratando de convencerme de que es un lugar idílico para vivir. Dice que como yo también me he negado a crecer soy la persona indicada para ocupar un lugar destacado en semejante paraíso. El caso es que me lo estoy planteando, aunque no termino de fiarme de que esos supuestos polvos mágicos que esparce Campanilla consigan hacerme volar. Quien me conoce sabe bien que nunca he creído en las hadas y que mi fuente de inspiración, de siempre, fueron las brujas, mucho más creíbles, sinceras y reales. Las mismas que, a fuerza de escobazos, terminan por hacerme <i>desconocer</i> a quien menos me esperaba.</div>
<div>
<br /></div>
<center>
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</center>
Marisa Díezhttp://www.blogger.com/profile/12831332493286984402noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-513918528712065703.post-73343312985236622902019-11-27T15:17:00.000+01:002019-11-28T18:10:00.101+01:00De mano en mano<b>Por Marisa Díez </b><br />
<br />
<br />
Se puso a escribir por simple necesidad física, o quizá mental, no sabría explicarlo. Una especie de angustia la empujó a aporrear las teclas del ordenador de manera casi compulsiva. Desde hacía unos meses le rondaban varias ideas por la cabeza, pero se sentía incapaz de darles forma. Algunas la conducían al pasado más remoto en su viejo barrio, a los años de infancia en el domicilio familiar, el mismo que últimamente había sido la causa de sus desvelos. Desarrolló una extraña capacidad de abstracción para viajar en el tiempo y aparecer, por arte de magia, en aquel mismo escenario, cuarenta años atrás. Intentaba fortalecerse envuelta en la paz que emanaba de aquellas cuatro paredes, pero le acababa invadiendo una sensación de cierto desasosiego, totalmente contrapuesta a la sonrisa que se dibujaba en su rostro cuando comenzaba a evocar tantas historias mil veces repetidas. Una casa llena de bullicio y alegría, sin demasiados huecos libres donde poder evadirse, pero repleta de vida. Ahora tan sólo la encuentra plagada de recuerdos y siente esta soledad como impregnada en su piel y su cuerpo. Se ve obligada de repente a hacer grandes esfuerzos para no llorar. Hay que seguir, se repite. Por qué seré siempre tan cobarde, tan pusilánime; por qué me sentiré así de pequeñita. En qué momento el tiempo aceleró y se quedaron tantas cosas por hacer… Se hizo miles de preguntas mientras terminaba, por fin, de ordenar los armarios después de la última limpieza general. El cansancio la venció y un sopor la fue invadiendo hasta que se quedó dormida, sin darse cuenta, recostada en la cama del que durante tanto tiempo fue su dormitorio.<br />
<div>
<br />
<table cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="float: left; margin-right: 1em; text-align: left;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-i_1MFPoGZX0/Xd0dTjv4f8I/AAAAAAAAAaI/BgtyvaYnrKQXIqv-HBICJ-_xGnuEOsubQCLcBGAsYHQ/s1600/imagen%2Bteresa.jpg" imageanchor="1" style="clear: left; margin-bottom: 1em; margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="960" data-original-width="1280" height="300" src="https://1.bp.blogspot.com/-i_1MFPoGZX0/Xd0dTjv4f8I/AAAAAAAAAaI/BgtyvaYnrKQXIqv-HBICJ-_xGnuEOsubQCLcBGAsYHQ/s400/imagen%2Bteresa.jpg" width="400" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Imagen: <a href="https://pixabay.com/es/photos/mujer-edad-dependiente-demencia-453014/" target="_blank">Pixabay. Gerd Altmann</a></td></tr>
</tbody></table>
<div>
La observó atentamente, reclinada en su butaca, mientras repasaba por enésima vez el dobladillo al último pantalón que había caído en sus manos. De fondo se escuchaba la misma emisora que cada tarde radiaba viejas canciones, tan lejanas en el tiempo como cercanas en la memoria. Una voz femenina retumbaba en el salón con sus estrofas desgarradoras: “Gitana que tú serás como la falsa moneda…”, y un suspiro nostálgico se le escapó sin querer. Su cutis terso y sin apenas arrugas difícilmente se correspondía con los noventa años que sus huesos a duras penas soportaban. Cómo se ha pasado la vida, se dice para sí misma en un murmullo apenas perceptible. Fue ayer mismo cuando, tras una buena temporada en casa de sus suegros, habían recalado con cuatro bártulos en aquella humilde vivienda que para ella era casi un palacio. Desde entonces hasta ahora, tanto tiempo transcurrido en un suspiro. “Toda una vida, no me importa en qué forma, ni cómo ni dónde, pero junto a ti”, cantaba ahora Machín, el preferido de su marido, que se marchó hace ya...ni se sabe, no podría precisarlo con exactitud; las fechas se me lían cada vez más en el calendario, se dice de nuevo sumida en sus pensamientos. Desde que se fue ya nada volvió a ser lo mismo, aunque al final, ya se sabe, el dolor deja paso a la añoranza, a los recuerdos felices, porque fue toda una vida junto a él. <br />
<br />
Y las niñas, que crecieron tan deprisa. Y mis nietos, que no me han hecho bisabuela porque no han querido, pues si sólo fuera cosa de la edad, con la pila de años que tengo.... Si es que no se debería vivir tanto tiempo, total, para no dar pie con bola, que es lo que piensan a mi alrededor, que se creen que no me entero, pero sí, los veo mirarme con cierta condescendencia, sin saber muy bien dónde aparcar este trasto viejo. En ésas estaba cuando decidió dar un golpe en la mesa y poner orden en todo aquel desaguisado. Agarró, con el último resto de dignidad que le quedaba, su pequeña maleta y comenzó a guardar con inusitado frenesí sus escasas pertenencias. Con la cabeza alta y sin mirar atrás, apoyada en su bastón, cerró con fuerza tras de sí y el portazo retumbó en todo el edificio. <br />
<br />
Despertó sobresaltada; un ligero sudor invadía su cuerpo. Se levantó de un brinco, intentando asimilar que sólo se trataba de un mal sueño. Abrió la ventana para tomar aire mientras volvía poco a poco a la realidad. El viento le trajo, a lo lejos, el eco de una voz familiar que, cansada, tarareaba el final de una vieja canción: “… Que de mano en mano va y ninguno se la queda”. <br />
<br />
</div>
<center>
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</center>
Marisa Díezhttp://www.blogger.com/profile/12831332493286984402noreply@blogger.com4tag:blogger.com,1999:blog-513918528712065703.post-92093641804653824572019-09-19T16:59:00.001+02:002019-09-19T16:59:31.481+02:00Pesadumbre de papel<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
</div>
<br />
<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto; text-align: center;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-ZmsKGXLH7K0/XYNQJZzzbRI/AAAAAAAAEus/0B4nwRNhzikDpwmEN34J2jToUJf1ym5EQCLcBGAsYHQ/s1600/20190919-943.JPG" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="1069" data-original-width="1600" height="266" src="https://1.bp.blogspot.com/-ZmsKGXLH7K0/XYNQJZzzbRI/AAAAAAAAEus/0B4nwRNhzikDpwmEN34J2jToUJf1ym5EQCLcBGAsYHQ/s400/20190919-943.JPG" width="400" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Foto: J. Teresa Padilla</td><td class="tr-caption" style="text-align: center;"><br /></td><td class="tr-caption" style="text-align: center;"><br /></td><td class="tr-caption" style="text-align: center;"><br /></td><td class="tr-caption" style="text-align: center;"><br /></td><td class="tr-caption" style="text-align: center;"><br /></td><td class="tr-caption" style="text-align: center;"><br /></td><td class="tr-caption" style="text-align: center;"><br /></td></tr>
</tbody></table>
<br />
<b>Por J. Teresa Padilla</b><br />
<br />
El trastero suele ser un espacio angosto y sin luz natural al
que va a parar todo aquello que se libra por los pelos de ir a un contenedor de
residuos, ya sea en virtud de una hipotética utilidad futura o porque, aunque
se esté convencida de que es y será siempre innecesario y superfluo (eso que
con toda propiedad se llama basura), no se tiene el valor de abandonarlo a su
desaparición, destrucción y quizá reciclaje. Incluso antes de tener un trastero
arrastraba estas posesiones, convertidas con el paso del tiempo en pesadas
cargas, a las que encontraba acomodos inauditos en los rincones casi
inexpugnables de viviendas más pequeñas. Si se hizo el esfuerzo de conservarlas
entonces, cuando no parecía físicamente posible, cómo no ahora que se dispone
de un trastero. Allí guardadas, lejos de una, pero a mano (quién sabe para qué).
O eso creía.<br />
<br />
En realidad me eran completamente inaccesibles aquellas
cajas de mudanza, en lo alto de una estantería, repletas de fotocopias en
diferentes lenguas, notas manuscritas y mecanografiadas, separatas, primeras
versiones de algún artículo o traducción y los diversos intentos fracasados de
completar aquel índice de partes y capítulos escrito cuando ya había perdido la
fe, no sólo en su posibilidad, sino en el interés de ese trabajo de años. El
tiempo perdido no se puede conservar en un trastero para echar mano de él si se
recupera la fe y la esperanza que lo llenaban y vivificaban. Los papeles sí,
pero intempestivos, que no simplemente viejos. Están todo lo muertos que pueden
estar las cosas, es decir, sin la vida (el tiempo) que un ser humano les
concedió. Debe de ser triste para un papel gozar de unos instantes de vida
inesperados y ser luego abandonado a su naturaleza inerte. Inerte y pesada.
Hasta lo que un día fue liviano, resulta una carga cuando se queda inmóvil,
como si las profundidades de la tierra quisieran para sus adentros todos los
cuerpos y los consiguieran, por fin, cuando éstos dejan de ofrecer la
resistencia del movimiento y se convierten en pesos muertos.
<br />
<br />
Hubo un día en que aquellos papeles se esparcían sobre las
mesas, eran manipulados, archivados temporalmente, cambiados de lugar, hasta se
reproducían antes de desaparecer en versiones mejoradas de ellos mismos. El
polvo no era lo bastante rápido para acumularse en las carpetas que los
alojaban. Si pesaban, apenas se notaba, y sólo conforme la velocidad de estos
movimientos empezaba a decrecer se iba evidenciando la carga cada vez mayor en
la que terminarían convirtiéndose. Cuando su pesadumbre empieza a
hacer demasiado daño, los papeles se encierran y ocultan cada vez más profundamente:
en una carpeta, las carpetas en cajas y las cajas en el trastero. Se les ha
permitido adquirir demasiado peso para poder ser arrojados a la basura. Se ha
cargado demasiado tiempo con ellos. Hasta que un día una recuerda estos
cadáveres de papel que escondió en el trastero y decide acabar con ese foco de
putrefacción. Pide que se los traigan, convencida de liquidarlos todos de una
vez, pero sólo consigue desprenderse de los que nunca en realidad le importaron.
Los otros, aquellos de los que necesitó alejarse exiliándolos en un trastero
recóndito, son reordenados y acomodados de nuevo cerca, a la vista,
verdaderamente a mano. Puede que nunca más sean hojeados, pero abrir esta
posibilidad les otorga un débil hálito de vida que disminuye ligeramente su
peso y ofrece la oportunidad, quizá, para que la resignación alivie el dolor
del fracaso que documentan.<br />
<br />
<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto; text-align: center;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-mJ3C-O3nMh8/XYNQJZLT9LI/AAAAAAAAEu4/KJydu7ndr60X_SOM8FtFt9sqm0H6KcPOwCEwYBhgL/s1600/20190919-944.JPG" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="1072" data-original-width="1600" height="267" src="https://1.bp.blogspot.com/-mJ3C-O3nMh8/XYNQJZLT9LI/AAAAAAAAEu4/KJydu7ndr60X_SOM8FtFt9sqm0H6KcPOwCEwYBhgL/s400/20190919-944.JPG" width="400" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Foto: J. Teresa Padilla</td></tr>
</tbody></table>
La madurez debe ser algo parecido a aceptar el peso de éstos
y otros muchos papeles de autor anónimo o despersonalizado en aras de su cargo
profesional, debidamente firmados o sellados, que se dejan crecer alrededor y
en los que sólo puntualmente se repara. Su peso no es tan evidente salvo que un
día, escribiendo sobre los otros, te dé por recapitularlos: certificados de nacimiento,
de bautismo, de matrimonio, de defunción; informes médicos, calificaciones
escolares, títulos académicos, fes de vida, libros de familia, contratos,
nóminas, garantías, escrituras, testamentos, seguros, facturas, declaraciones
de impuestos, hipotecas, recursos y sus correspondientes resoluciones… Por no
hablar de esos otros “papeles”, los que se asumen a lo largo de la vida como
máscaras tras las cuales se espera sobrevivir mejor o peor a la intemperie
mundanal y ganarse la vida (porque ésta, al parecer, no es un regalo, sino un
préstamo que hay que amortizar).
<br />
<br />
Los amamos u odiamos por las palabras en ellos escritas,
pero el papel, como tal, no es nunca de fiar: esa misma hoja liviana que se
lleva el viento y vuela imitando las hojas del árbol del que procede, puede llegar a
combar estanterías, colapsar juzgados o cortar inesperadamente como una
cuchilla tus dedos. Nada raro resulta, si se piensa un poco, sentirse un día contagiada
y aplastada por su pesadumbre.
J. Teresa Padillahttp://www.blogger.com/profile/15219259694766556722noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-513918528712065703.post-44007690958627452702019-08-15T11:11:00.003+02:002019-08-15T13:17:05.870+02:00"Ferragosto"<br />
<b>Por Esperanza Goiri</b><br />
<br />
<br />
<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto; text-align: center;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-UrfvUpuEcKk/XVPr1CsVtQI/AAAAAAAAAKI/8m7fnH1GK3wPwHHIWBvviYbp8Y0pGRYrgCLcBGAs/s1600/pezibear%2Bpixabay.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="1200" data-original-width="1600" height="300" src="https://1.bp.blogspot.com/-UrfvUpuEcKk/XVPr1CsVtQI/AAAAAAAAAKI/8m7fnH1GK3wPwHHIWBvviYbp8Y0pGRYrgCLcBGAs/s400/pezibear%2Bpixabay.jpg" width="400" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Foto: Pezibear (Pixabay)</td></tr>
</tbody></table>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<div class="MsoNormal">
<i>Ferragosto </i>es el término con el que se denominan en Italia los días festivos que se celebran a partir del 15 de agosto. En esas fechas las ciudades italianas son abandonadas. Sus habitantes se dirigen en masa a la costa, a la busca de relajación y descanso. Si lo encuentran, ya es otra cuestión.</div>
<div>
<br /></div>
Una emotiva y preciosa película, <i>Vacaciones de Ferragosto </i>(Gianni di Gregori, 2008), aprovecha esas circunstancias de soledad y vacío que anegan la ciudad de Roma para contarnos la historia de un maduro hombre en paro que vive con su madre viuda en un piso del Trastevere. Su pequeño e íntimo mundo se ve alterado cuando el administrador de la finca le propone un trato. Le perdona los numerosos recibos impagados de la comunidad a cambio de que cuide de su madre para irse él de vacaciones. Accede, pero además de la<i> mamma</i> le encaja también a una vieja tía. Por si fuera poco, el médico de confianza de la familia le pide que atienda a su madre ese<i> Ferragosto</i>. Se siente obligado a aceptar por los desvelos del galeno con su propia progenitora. El piso pasa a ser ocupado, literal y metafóricamente, por cuatro ancianas. Sus necesidades, preocupaciones y la interrelación entre ellas plagada de complicidades y controversias, generan un peculiar microcosmos en el que el único varón deberá esforzarse por no morir en el intento.<br />
<div>
<br /></div>
<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto; text-align: center;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-ELrZSOQmg0w/XVPsaL6N47I/AAAAAAAAAKQ/_Ah0O56yOScJ0Dc3jJGZS27uMX8u-yBoQCLcBGAs/s1600/tama66%2Bpixabay.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="1067" data-original-width="1600" height="266" src="https://1.bp.blogspot.com/-ELrZSOQmg0w/XVPsaL6N47I/AAAAAAAAAKQ/_Ah0O56yOScJ0Dc3jJGZS27uMX8u-yBoQCLcBGAs/s400/tama66%2Bpixabay.jpg" width="400" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Foto: Tama66 (Pixabay)</td></tr>
</tbody></table>
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Los veraneos de los “españolitos” ya no son lo que eran y muy poca gente puede permitirse ahora unas vacaciones estivales de casi tres meses, como las que yo disfruté de niña. En esa época las grandes urbes quedaban adormecidas a la espera, en septiembre, de un beso que las sacase de su letargo para volver a la vida. Sin embargo, estos días me ha venido a la cabeza el filme del que hablaba porque, sin llegar a los extremos de antaño, en que era complicado comprar el pan o el periódico en pleno centro de Madrid, lo cierto es que agosto sigue siendo el mes de ocio por excelencia, y se nota. Especialmente, en el puente del 15 de agosto que es nuestro particular <i>Ferragosto</i>. La ciudad cambia de apariencia, desaparece la gente y surgen, como champiñones, obreros en miles de obras, públicas y privadas. La vida funciona como a cámara lenta. Pasan a ser protagonistas los que no pueden o a los que no les dejan salir de descanso. Ancianos, enfermos, malos estudiantes, trabajadores temporales, parados que no pueden evadirse de su desempleo, mascotas que se convierten en una molestia, todos son dejados atrás. Los que tienen suerte quedan al cuidado de alguien. Los que no, a su albur. Atrás quedaron esos tiempos en que la familia al completo, incluidos abuelos, bichos y plantas se metían, como podían, en el utilitario de rigor y viajaban incómodos, pero juntos, a la búsqueda de un respiro. Los informativos escupen continuamente imágenes de humanos acalorados y amontonados en playas atestadas en las que se ve cualquier cosa menos la arena. En las redes, anónimos y “famosetes” nos ofrecen un variado muestrario de muslos, pechugas, torsos y glúteos con la excusa del verano. A mí esas instantáneas solo me provocan una pereza tremenda. Es cierto, quedarse en agosto en Madrid tiene sus inconvenientes, pero también muchas ventajas. Hoy me espera un paseo con mi perro, Vito, por el Retiro que, en estos días, pasa de ser un parque público a nuestro jardín particular. Luego, cena en buena compañía sin necesidad de reservar mesa y aparcando, gratis, en la puerta. Si se tercia, remataremos con un<i> gin tonic</i> al amor de alguna terraza refrescada por la brisa nocturna de las noches agosteñas. ¿Se puede pedir más? Feliz<i> Ferragosto</i> a todos.</div>
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<iframe allow="accelerometer; autoplay; encrypted-media; gyroscope; picture-in-picture" allowfullscreen="" frameborder="0" height="315" src="https://www.youtube.com/embed/PprEQF9C0Qk" width="560"></iframe>
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Irene Adlerhttp://www.blogger.com/profile/12577785125389891294noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-513918528712065703.post-17337997829912738402019-06-20T13:01:00.005+02:002019-06-21T11:52:27.970+02:00Vamos a contar mentiras<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto; text-align: center;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-c34MRrQKOs8/XQkV1GUc0OI/AAAAAAAAEBI/KvMKZhdenPonhANvT-02I5crX6Xt_WJOwCLcBGAs/s1600/james-ensor.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="957" data-original-width="1600" height="238" src="https://1.bp.blogspot.com/-c34MRrQKOs8/XQkV1GUc0OI/AAAAAAAAEBI/KvMKZhdenPonhANvT-02I5crX6Xt_WJOwCLcBGAs/s400/james-ensor.jpg" width="400" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;"><i>The Intrigue</i>. James Ensor (1890)</td></tr>
</tbody></table>
<blockquote class="tr_bq">
"Y desde una confusa masa de datos, emerge la desnudez de una vida humana" (<i>Una tumba para Boris Davidovich. </i>
Danilo Kiš).</blockquote>
<br />
<b>Por J. Teresa Padilla</b><br />
<br />
Se acaba de celebrar en Madrid la Feria del Libro y abundan en los medios las entrevistas a los escritores que aprovechan la ocasión para presentar sus novedades en este gran mercado y escaparate. En una de ellas he leído declarar a una autora de relativo éxito que su propósito al escribir es lograr <a href="https://www.zendalibros.com/matilde-asensi-pienso-en-el-final-antes-asi-puedo-enganar-a-los-lectores/" target="_blank">“engañar a los lectores”</a>. Aunque a mí su afirmación me ha resultado insultante (como lectora en general, que no suya), nadie más parece haberse escandalizado con semejante afirmación: ni quien ha realizado la entrevista ni los que la han leído. Resulta que se trata de lo más natural del mundo, de un engaño consensuado: al parecer, hay un género libresco consistente en conseguir sorprender con finales inesperados a unos lectores que exigen que les hagan creer durante tropecientas páginas que será lo que no va a ser. En la vida a esto se le suele llamar decepción, pues decididos a tener esperanzas, se espera lo mejor, que lo peor ya se da por descontado. Pero, en realidad, la vida real no tiene nada que ver con estos cuentos. Ciertamente, la palabra justa no sería engañar (aunque qué importancia tiene la precisión semántica en este contexto más comercial que literario), ya que no hay verdad ni mentira en estos relatos de prestidigitación, por más que se declaren basados en supuestos “hechos reales” (creo que me repito, pero me resulta fascinante la expresión “ficción histórica”): tan engañoso (ficticio en el peor de los sentidos) es su desarrollo como su desenlace. Nadie cree aquí nada y un resultado inesperado no modifica una creencia previa. Simplemente hay espectadores (más que lectores) contemplando cómo se sacan conejos de las chisteras. <br />
<br />
Bien está que la franqueza de esta productora de historias destinadas a ser vendidas en hipermercados y otras grandes superficies nos dé la clave para distinguir la verdadera literatura de su simulacro de consumo, o de otro tipo como el adoctrinador, el divulgativo, el moralizante o el propagandístico. Esa clave es el ilusionismo del engaño, de la mentira. Sólo si el autor miente, puede engañar a un lector. Pero, en el caso de la producción editorial de consumo, sólo es un juego en el que hasta la mentira y el engaño son pura apariencia: uno hace que miente, el otro que se lo cree y, al final, se sorprende. Representación y nada más que representación. <br />
<br />
Bueno, no sería grave (o sea, en su primera acepción del diccionario, pesado), sino leve, ligero y volátil, de tratarse sólo de este juego de artificio en el que se paga al tahúr por sus trampas. Hay un extraño placer, lo reconozco, en este abandonarse a la seducción de una narración más interesante que la de la vida real y, sobre todo, a diferencia de esta última, concluyente. El problema es que, además, vivimos en un mundo en que los deseos han de cumplirse, previo pago, porque si se pueden costear, se tiene <i>ipso facto </i>el derecho a su satisfacción. Otra cosa es que uno no se pueda permitir lo que desea. Entonces no cabe exigir nada y el supuesto derecho se convierte en un lujo superfluo. Como alguien dijo de la felicidad, la verdad sólo se reconoce en su ausencia. Lo sabemos desde Sócrates y, como escribía Kierkegaard, no es posible superarle históricamente (a ver si soy capaz algún día de reseñar aquí sus<i> Migajas</i>). La verdad es, pues, y en el mejor de los casos, objeto de un anhelo imposible de satisfacer, algo que no podemos permitirnos. Y lo que no se puede tener, poseer o comprar no vale nada. <br />
<br />
Por eso, digo yo, no escandaliza a nadie que una escritora reconozca con esa sinceridad desarmante que sus obras son mentirijillas disfrazadas de verdades gracias a un profuso trabajo de documentación previa, ni que haya lectores que paguen para ser engañados, eso sí, en su propio beneficio y disfrute. Ojalá que la devaluación de la verdad se quedara en esto, pero también normaliza otras mentiras, para nada tan inofensivas y amenas, disfrazadas de noticias. <br />
<br />
Llevo tiempo sin escribir. Por diferentes motivos sin la menor importancia objetiva (como corresponde a una misma y todo lo suyo), pero entre los que, curiosamente, remoloneaba la sospecha de estar haciéndome trampas (a mí y a quien me leyera), de buscar la aprobación de los demás sin preguntarme si tenía en realidad algo que decir. De andar dando vueltas, haciendo comedia, o sea, mintiendo. Casi toda mi vida he sospechado que soy una farsante, pero esto es largo y, sobre todo, muy aburrido de contar, así que lo menciono sólo para no excluirme, cual orador en su púlpito, de lo que critico hoy. Ya veremos si algún día me da por entrar en detalles. <br />
<br />
De esta hibernación que esperaba purificadora me sacó, quien sabe si momentánea o definitivamente, ese nimio titular que, no obstante, ha despertado la indignación latente que albergaba con respecto a otra cosa: una de esas mentiras, tan habituales, que se difunden como las chispas en un reguero de pólvora para explosionar un instante y no dejar tras de sí, en el mejor de los casos, más que un rastro momentáneo de humo. En el peor, un dolor adicional a los involucrados en ellas. <br />
<br />
Más que una mentira han sido dos: la original y su “corrección”. Primera mentira: Se aplica la eutanasia a una chica de 17 años en Holanda (<a href="https://www.abc.es/sociedad/abci-holanda-practica-eutanasia-menor-edad-victima-violencia-sexual-sufria-depresion-201906042003_noticia.html" target="_blank">ABC</a>, por poner sólo un ejemplo y de un medio que, a diferencia de otros consultados, no ha borrado, a día de hoy, la noticia original). En plena polémica social sobre la conveniencia o no de legalizar la asistencia médica para una muerte voluntaria, el caso de una menor de edad que, además, “no tenía una enfermedad incurable” (no sé si las heridas psíquicas de esta joven lo eran o no, pero Dios me guarde de cuestionar "hechos"), la noticia es un bombón. Todos los contrarios a la legalización la comparten y hasta los que están a favor reculan ante el caso de una enferma psíquica menor de edad. ¿Enferma? Para los que corrigieron esta primera mentira con otra está claro que no. Pero vayamos por pasos. <br />
<br />
Una agencia, por negligencia o interés (qué es hoy en día una noticia sino algo que se puede arrojar a la cara de unos u otros), oyó campanas de eutanasia (la joven la había solicitado y se le había denegado) y difundió la primera mentira. Los periódicos supuestamente serios reciben la noticia y la publican. La carnaza está lista: contra la eutanasia en sí, contra las jóvenes adolescentes y la absurda sociedad que las escucha (hablen de salvar el planeta o de no desear vivir), contra esos padres consentidores o negligentes… <br />
<br />
¡Ah!, que no fue así. Entonces una escueta corrección (menos compartida, con muchas menos reacciones y comentarios que la primera) y otra mentira: “Se suicida” (<a href="https://infovaticana.com/2019/06/05/aplican-la-eutanasia-a-una-chica-de-17-anos-en-holanda/" target="_blank">Infovaticana</a>), “organiza su suicidio” (<a href="https://www.elmundo.es/internacional/2019/06/04/5cf69fcafc6c83e57f8b45fe.html" target="_blank">El Mundo</a>), “muere por voluntad propia” (<a href="https://www.elperiodico.com/es/sociedad/20190605/holanda-eutanasia-menor-victima-violencia-sexual-depresion-7489651" target="_blank">La Vanguardia</a>), “no fue eutanasia sino suicidio” (<a href="https://www.elperiodico.com/es/sociedad/20190605/holanda-eutanasia-menor-victima-violencia-sexual-depresion-7489651" target="_blank">El Periódico</a>). <br />
<br />
El hecho es que murió de inanición una joven que padecía anorexia nerviosa, entre otras dolencias psíquicas. Pidió la eutanasia, no se le concedió y murió más lenta y naturalmente de la enfermedad que padecía. Decidió no luchar, rendirse. Como tantos pacientes oncológicos, por ejemplo. ¿Se suicida quien renuncia a un tratamiento cuya ineficacia lleva tiempo experimentando o que no le garantiza otra cosa que dolor y una remota posibilidad de cura? No, pero de éstos no se habla mucho, porque vivimos en un mundo que adora el éxito y la lucha, y desprecia todavía más la resignación que el propio fracaso; pero, aun así, ¿tendría algún periodista sediento de atención y polémica la poca vergüenza de decir que “ha organizado su suicidio” por no renunciar, pese a todo, a cuidados médicos paliativos, como parece ser en este caso? <br />
<br />
Que yo sepa nadie ha tenido la desfachatez de escribir negro sobre blanco que se suicidó el que muere de “una larga enfermedad”, decidiera tratársela, aceptar sólo cuidados paliativos o irse a un país exótico a pasar sus últimos días. Pero la anoréxica que muere por inanición se suicida, porque, ya se sabe, ni ésta, ni la depresión, ni el síndrome de estrés postraumático (especialmente cuando es consecuencia de agresiones sexuales no denunciadas, o sea, sólo "supuestas") son auténticas enfermedades, sino cosas de crías o mujeres histéricas. Se pasan. Es verdad, todo pasa. Con la muerte, si no antes. <br />
<br />
Schopenhauer hizo de la Voluntad la potencia y realidad en sí de la vida y la describió como un querer insaciable que crea, consume y aniquila todo en un círculo perfecto de sufrimiento eterno y goce efímero. Era el monstruo que se ocultaba en el revés del calcetín de la Razón hegeliana, pero no iba más allá, así que cuando llegó al Libro IV de <a href="https://elfondoenlinea.com/Detalle.aspx?ctit=004254R" target="_blank">su gran obra</a> (un “y ahora que lo sabemos qué hacemos”) sólo tenía dos opciones que ofrecer: asentir y entregarse a esa dinámica autodestructiva o resistirse a ella. Pero ella es todo, luego el único camino para salvarse es negar esa voluntad (que es querer y está en el fondo de todo deseo) y a uno mismo también. Ningún querer la niega, ni siquiera el deseo de morir del suicida, pues la muerte es tan natural como el nacimiento y pertenece por igual a ese círculo diabólico de creación para la depredación que es en su esencia el mundo. La única forma de negarse a la vida y su perversa lógica era el ascético dejar de querer, desear y luchar. Y, al final, de ser. Éste era para él el camino de la santidad, de la verdadera negación de uno mismo para evitar la complicidad con la sinrazón, camino que “podría alcanzar un grado tal donde llegase a quedar eliminada incluso esa voluntad imprescindible para la vida vegetativa del cuerpo, cual es la ingestión de alimento” (parágrafo 69). <br />
<br />
No es preciso aceptar las conclusiones de una reflexión para aprovechar su verdadera riqueza, la de las distinciones y matices. Pero, aparte de que la mentira prefiere los trazos gruesos, qué interés pueden tener estas minucias que no van a generar una agria discusión, indignar a unos o servir para humillar a otros. No es eutanasia, pues suicidio, que es casi lo mismo y sigue permitiendo la polémica (etimológicamente, la guerra). Sólo un medio de comunicación, que yo sepa, utilizó en su corrección del error inicial una expresión ajustada a la realidad, verdadera por tanto: “se dejó morir” (<a href="https://elpais.com/sociedad/2019/06/04/actualidad/1559672340_968899.html" target="_blank">El País</a>). La verdad, ese concepto irrisorio que excluye opiniones y no genera <i>feedback</i>, es impotente contra la adictiva mentira que nunca defrauda las expectativas de novedad, sorpresa y morbo del espectador-consumidor-depredador. <br />
<br />
Lo más inteligente sería rendirse a su poder y no alimentarlo entrando en un juego que es imposible ganar. Callar para por lo menos no extender la mentira. Porque resulta que “el mundo está loco” si una adolescente pide la eutanasia o ha perdido la fe en recuperarse, pero urdir una red de mentiras o verdades a medias sobre su muerte, faltando al respeto de una joven que, igual que luchó durante años contra sus males como se supone que debía, decidió que era momento para rendirse, es, esto sí, socialmente aceptable. Pues duele. Se llamaba Noa y no fingía. Merece que se respete su memoria. <i>Primum non nocere</i> (“primero, no dañar”): lo que vale para la medicina, mucho más para las mentiras.<br />
<br />
<blockquote class="tr_bq">
"En toda nuestra existencia de lectores no hemos leído aún jamás una verdad, aun cuando una y otra vez hayamos leído hechos. Una y otra vez, nada más que la mentira como verdad, la verdad como mentira, etcétera. Lo que importa es si queremos mentir o decir y escribir la verdad, aunque jamás pueda ser la verdad, jamás sea la verdad" (<i>El sótano</i>. Thomas Bernhard).</blockquote>
J. Teresa Padillahttp://www.blogger.com/profile/15219259694766556722noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-513918528712065703.post-7907965397279469082019-05-16T15:06:00.000+02:002019-05-16T16:51:10.171+02:00Expectativas y realidad<b>Por Esperanza Goiri</b><br />
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<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto; text-align: center;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://2.bp.blogspot.com/-Q3p5jf86aXI/XNxPK36lArI/AAAAAAAAAJI/UFju-QjGJWkNak8zaj4CHvkPd7-OTHUTACLcBGAs/s1600/puertas%2Bqimono.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="854" data-original-width="1600" height="211" src="https://2.bp.blogspot.com/-Q3p5jf86aXI/XNxPK36lArI/AAAAAAAAAJI/UFju-QjGJWkNak8zaj4CHvkPd7-OTHUTACLcBGAs/s400/puertas%2Bqimono.jpg" width="400" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Foto: <a href="https://pixabay.com/es/photos/puertas-opciones-elija-abierta-1767563/" target="_blank">Quimono (<i>Pixabay</i>)</a></td></tr>
</tbody></table>
<br />
Siempre me ha encantado el personaje de Mafalda. Me gustaba tanto que en primero de BUP forré mis libros de estudio con las características tiras en blanco y negro de Quino. Me supuso mucho esfuerzo y tiempo recortar las viñetas para que encajaran en los diferentes tamaños de los volúmenes. Después, las protegí con papel<i> Aironfix</i> transparente. Pero mi trabajo tuvo doble recompensa: la admiración en el cole por el original forro y el “chute” de ánimo para enfrentarme a las materias “envueltas” en las historias del precoz e ingenioso personaje.<br />
<br />
Todo el que lee a Mafalda es consciente de que las aparentemente inocuas e inocentes historietas tienen mucha, pero que mucha “miga”. Estos días me ha venido a la cabeza una de las tiras en particular. La madre de Mafalda, ama de casa, está de limpieza general y encuentra dentro de una caja una foto suya de jovencita tocando el piano junto a una profesora que le pasa la partitura. Sonríe nostálgica y piensa: “Pobre maestra, creía que yo podría llegar a ser una gran pianista”. En la siguiente viñeta se ve cómo reflexiona y su sonrisa se transforma en una triste mueca. Mientras observa los útiles de limpieza que la rodean, se cuestiona internamente si es digna de lástima la maestra por las expectativas que depositó en su posible carrera, o ella misma ante su mediocre realidad. Sí, la mujer se ve sorprendida, a traición, una mañana cualquiera, por el duro y demoledor “lo que pudo haber sido y ya nunca será”.
<br />
<br />
Estos días observo a mi adolescente inmerso en la preparación de sus exámenes finales, haciendo múltiples cálculos de medias, sopesando qué asignaturas ponderan o no para determinadas carreras, elaborando cronogramas, leyendo folletos y artículos sobre posibles universidades, analizando las mejores salidas profesionales…, con todo el peso sobre sus hombros sobre qué camino tomar para afrontar los próximos años y su futuro. Me produce una ternura y una preocupación infinitas.<br />
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<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto; text-align: center;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://4.bp.blogspot.com/-4NfmkUQvelA/XNxRQuEXVrI/AAAAAAAAAJU/8K1Ibq1Yxx8FyCfy_AvMfrtbAEZ0bFyfACLcBGAs/s1600/vin%25CC%2583eta%2Ben%2Bblanco%2By%2Bnegro%2Bcdd20.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="1600" data-original-width="1600" height="400" src="https://4.bp.blogspot.com/-4NfmkUQvelA/XNxRQuEXVrI/AAAAAAAAAJU/8K1Ibq1Yxx8FyCfy_AvMfrtbAEZ0bFyfACLcBGAs/s400/vin%25CC%2583eta%2Ben%2Bblanco%2By%2Bnegro%2Bcdd20.jpg" width="400" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Ilustración:<a href="https://pixabay.com/es/illustrations/fantas%C3%ADas-signos-de-interrogaci%C3%B3n-4065829/" target="_blank"> Cdd20 (<i>Pixabay</i>)</a></td></tr>
</tbody></table>
Cómo explicarle que nadie puede tener todo atado. Que lo que hoy ve blanco igual mañana lo percibe negro. Que no siempre dos y dos son cuatro. Que no es cierto que el esfuerzo sea la panacea universal. Que a veces el “tú puedes” se cumple y otras no. Que en ocasiones si las cosas previstas van mal, a la larga, es lo mejor que te puede pasar, aunque parezca una paradoja. Que muchos hemos tenido que ir de “rebajas” a la búsqueda de unas expectativas y objetivos de ocasión que luego nos han dado unos resultados más que aceptables. Que el “porque tú te lo mereces” con que nos bombardean es una entelequia. Que tendrá que asumir como un éxito lo que, para otros, en cambio, es un rotundo fracaso. Que no es tan raro e infrecuente enfrentarse como la madre de Mafalda a un presente que nunca se había planeado, pero al que no hay más cáscaras que adaptarse. En fin, que la vida está repleta de imprevistos y sorpresas.<br />
<br />
Habrá tiempo. Ya lo irá descubriendo por sí mismo. De momento, para superar la campaña de fin de curso, me voy a limitar a surtirle, a discreción, de sus platos favoritos, de algún oportuno avituallamiento de chocolate y a escuchar, de nuevo, los pros y contras de todas las opciones. También he rescatado el cojín terapéutico de semillas para las molestias del hombro. Últimamente, esta parte de mi anatomía la tengo muy solicitada.<br />
<br />
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<iframe allow="accelerometer; autoplay; encrypted-media; gyroscope; picture-in-picture" allowfullscreen="" frameborder="0" height="315" src="https://www.youtube.com/embed/NAHvn1BmJpE" width="560"></iframe> </center>
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Irene Adlerhttp://www.blogger.com/profile/12577785125389891294noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-513918528712065703.post-35588959845809887322019-04-04T13:11:00.000+02:002019-04-04T19:57:25.532+02:00Sombras nada más<b>Por Marisa Díez </b><br />
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No sabe en qué momento desapareció. No recuerda haberse despedido la última vez que coincidieron, ni que él le hubiese avisado de que no regresaría. Todo había transcurrido con relativa normalidad, salvando los pequeños desencuentros habituales, a menudo a causa de simples malentendidos que solventaban sin grandes aspavientos ni excesivas dificultades. No se dio la vuelta para decir adiós ni se preocupó siquiera de darle un par de besos porque pensó que en breve volverían a coincidir y a disfrutar de su encuentro, como habían hecho hasta entonces. Como siempre.<br />
<br />
<div>
Y sin embargo no volvió. Ella creyó alguna vez divisarlo de lejos; incluso podría asegurar que había llegado a cruzarse con él mientras lo miraba de frente, pero quizá fue sólo un sueño. En una ocasión casi se colgó de su brazo para llevárselo de cañas, pero se dio cuenta a tiempo de que no era él, tan sólo alguien que se le parecía mucho físicamente. <br />
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<table cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto; text-align: center;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://4.bp.blogspot.com/-DNgn9Hn0M6E/XKUF2fNVK3I/AAAAAAAAAYI/OQZJlQ2epO4O3ZdOTerxu6hom_iUDHxlgCLcBGAs/s1600/pixabay.com%2B2.jpg" imageanchor="1" style="clear: left; margin-bottom: 1em; margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="539" data-original-width="960" height="223" src="https://4.bp.blogspot.com/-DNgn9Hn0M6E/XKUF2fNVK3I/AAAAAAAAAYI/OQZJlQ2epO4O3ZdOTerxu6hom_iUDHxlgCLcBGAs/s400/pixabay.com%2B2.jpg" width="400" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Imagen: <a href="https://pixabay.com/es/photos/silueta-persona-hombre-humano-2478840/" target="_blank">Pixabay.com</a></td></tr>
</tbody></table>
Nunca fue capaz de comprender por qué se había marchado de esa forma tan abrupta, sin despedirse ni darle ninguna explicación. Quizá se fue yendo poco a poco, sin darse apenas cuenta, y se perdió en el camino de regreso. Le ocurre a más gente de la que podría imaginarse. Lo sabe porque le han contado más casos. Se marchan, desaparecen, se esfuman sin dejar rastro; sólo queda el recuerdo y la esperanza absurda de volverlos a encontrar en algún recodo del camino. Puede que aparezcan durante años convertidos en algo parecido a una sombra que recuerda vagamente a lo que fueron. Pero no son ellos, se diría que han adquirido la naturaleza intangible de un fantasma. O al menos es lo que parecen. Y provocan tanta pena, tanta desazón, tanta impotencia…<br />
<br />
La gente cambia, poco a poco o de repente, y tú ni te enteras, porque andas ocupada en conservar la autenticidad de las relaciones que consideras únicas, personales e intransferibles. Dejas de lado esos pequeños detalles que te van avisando. No estás alerta ante las señales que te muestran que algo va mal. Y un día descubres, asombrada, que se han convertido en extraños los mismos que antes fueron tus cómplices. Sus caras, sus gestos, te resultan familiares. Podrían ser ellos, pero no lo son. Sus acciones les delatan. Se fueron y nunca volviste a verlos. Y entonces tienes la esperanza de que algún día regresen, aunque sea un poco más viejos, más cansados, incluso derrotados, por aquello de poder reprocharles algo así como un “te lo advertí”. Lo único que pretendes es que vuelvan al redil, aunque terminas por aceptar que no siempre sucederá. <br />
<br />
Hace unos días me crucé con la sombra de alguien que un día fue. No rechisté, me quedé quieta, pensando en cómo reaccionar. En su momento estoy segura de que en mi cara se hubiera reflejado la alegría que siempre me produjo encontrarlo por sorpresa. Pero ese día en mi rostro sólo se dibujó un extraño rictus que no pude controlar. Guiñé los ojos en busca de mayor claridad; la miopía me juega a veces malas pasadas. Hubiera jurado que era él, pero no podría asegurarlo. Cuando se acercó comprobé sin duda que me había equivocado. Y respiré aliviada. Aquella caricatura no podía ser más que un auténtico desconocido. Quizá se tratase de una especie de espectro, muy parecido en sus facciones, pero sin nada más en común con la persona que yo recordaba. Así que suspiré y me alejé sin un saludo, guardando mi mejor abrazo para el día que decida regresar. Siempre y cuando para entonces no sea yo la que se haya marchado lejos, porque, cuando decido montarme en mi escoba, vuelo tan alto que me cuesta encontrar el momento adecuado para descender al punto de partida. <br />
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Marisa Díezhttp://www.blogger.com/profile/12831332493286984402noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-513918528712065703.post-90651358441384721712019-03-28T17:49:00.001+01:002020-04-29T17:42:08.384+02:00Roma<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://3.bp.blogspot.com/-CAFLR1AbP0c/XJyQ6FiI9DI/AAAAAAAADLw/mg2CBih9yU83c9-LJbfCRCK7aoL2kAV-gCLcBGAs/s1600/roma-5-1544006969.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="634" data-original-width="980" height="258" src="https://3.bp.blogspot.com/-CAFLR1AbP0c/XJyQ6FiI9DI/AAAAAAAADLw/mg2CBih9yU83c9-LJbfCRCK7aoL2kAV-gCLcBGAs/s400/roma-5-1544006969.jpg" width="400" /></a></div>
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<b>Por J. Teresa Padilla</b><br />
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No sé nada de cine. En estos <i>Diarios</i> tuvimos un cinéfilo. Uno con su propio blog sobre el tema y un peculiar estilo literario no siempre comprendido por las harpías que aún quedamos por aquí. Nos dejó, claro está, y le dejamos ir a pesar del empobrecimiento evidente que suponía su marcha. Y es que, aunque no termine de entenderlo (porque soy una bruja impermeable a su poesía), tenía un éxito indiscutible, lo que sólo podía obedecer a dos causas: la seducción de su retórica o, hipótesis por la que obviamente me inclino, el hecho de que el cine, sea bueno, malo o regular, despierta más interés que… En fin, lo que sea que seguimos haciendo las que quedamos. <br />
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Lo menciono, aparte de por la obviedad de que voy a hablar de una película, porque recuerdo sus lamentos nostálgicos por la proyección actual, incluso en los cines, de copias en no sé qué soporte digital y no en el formato de toda la vida. Lo de una producción como esta de Netflix destinada al consumo doméstico, le debe parecer una pesadilla. A alguien así, que considera las salas de cine templos en los que se impone un silencio riguroso, la forma en la que he visto <i>Roma</i> sólo puede resultarle un sacrilegio. Señor Ruiz, está avisado: lo que sigue puede herir su sensibilidad. <br />
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El domingo quedé con unas amigas en la casa de la que tiene la plataforma mencionada. Las circunstancias no facilitaban la debida concentración porque tres mujeres solas, comiendo la tortilla de Ana (¡<a href="https://diariosderesistencia.blogspot.com/2016/11/las-recetas-de-ana.html" target="_blank">ay, sí aquélla de la que ya os hablé</a>!), bebiendo cerveza y viendo lo que estábamos viendo, no podíamos quedarnos calladas. Por poder, habríamos podido, pero no la hubiéramos disfrutado igual ni, a lo mejor, nos hubiera gustado tanto. Que la tengo que volver a ver porque entre tragos, comentarios y bocados se me han escapado muchas cosas, esto es innegable. ¿Me importa? No, la vería muchas veces más. <br />
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Una siempre quiere lo que no tiene, y esa envidia da lugar, con el tiempo y la renuncia, a la simple admiración. Mi madre tenía el pelo rizado y yo, aunque más feo el rizo, también. Ella no se preocupaba ya mucho de su aspecto, pero para mí quería lo mejor, a saber: un pelo más liso y domesticado. A tal fin me lo recogía en una coleta tan tirante para evitar su encrespamiento que resultaba dolorosa. Todo era inútil. Por mi parte, yo siempre he querido dominar la fotografía en blanco y negro, pero incapaz de optar entre las luces y las sombras, me quedaba en una apagada gama de grises. El autodidactismo no me alcanzaba, y tampoco la economía para un maestro, así que la mediocridad que el color disimulaba me la dejaba en cueros el blanco y negro. Otra crueldad inútil también. Otra envidia que ha acabado en admiración. <br />
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Llegué tarde a la cita con mis amigas, casi sin aire tras ascender a un tercero sin ascensor después de haber cargado con la cantidad de cervezas que consideré razonable (y las demás, qué sola se siente una a veces, excesiva) un buen trecho de cuestas arriba. Tras un breve desahogo sobre lo hartas que estamos de casi todo y, en especial, de nuestros respectivos adolescentes, me quedé traspuesta con la fotografía de la película, los encuadres… <br />
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No recuerdo exactamente cuándo retomé el hilo de la narración (lo de quedarme en Babia me pasa mucho últimamente). Pero no importa. ¿Hay que hacer una sinopsis? Pues ahí va una cuya objetividad no es que no garantice, es que aseguro que no existe, porque, al fin y al cabo, es el resultado de una mirada, la mía, de por sí errabunda, que suele prestar más atención a los detalles que a los argumentos. Detalles que a menudo sólo a mí me parecen importantes y que, por supuesto, nada tienen que ver con la técnica. O sea: minucias.<br />
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Por lo poco que había leído y oído, me esperaba un relato familiar desde el punto de vista infantil, de alguno de los niños de la casa (una casa, por cierto, que me recordó a aquellas maravillosas para muñecas que sólo podía contemplar tras el cristal del escaparate de jugueterías pensadas para otra clase de niñas que no eran yo). Me sorprendió, y gratamente, que no fuera así, sino que la cámara siguiera sin descanso a la protagonista, la criada indígena, Cleo. Es enternecedor el intento de una mirada que se sabe externa (la de la cámara, la de un director) por ponerse en su piel. Una piel virgen, pura e ingenua, y quizá por eso sigue resultando, a pesar de todo, una película realizada desde las entrañas de la infancia, con toda la incomprensión y el dolor que caracterizan esta fase supuestamente idílica de la existencia. <br />
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Una virgen niña y dos mujeres más. Valientes todas: la cenicienta acogida, la abuela gigantesca de cuento y la madre torpe dispuesta a convertir el abandono en una aventura. Y, enfrente, los varones adultos, personajes ocasionales y terribles, cobardes y narcisistas, adolescentes eternos. El mejor de ellos salva técnicamente vidas, es su trabajo, y ha convertido su flamante automóvil en una segunda piel que maneja (el americanismo aquí es más preciso que nuestro simple conducir) con la precisión y delicadeza de un amante. Sin embargo, abandona a Cleo camino del paritorio al que nadie más podría haberla acompañado, y a una mujer, la suya, que intenta, boba, retenerlo con su amor cuando no sabe siquiera conducir y aparcar en condiciones a su <i>alter ego</i>, el gigantesco coche americano, lo único que deja tras de sí.<br />
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<a href="https://3.bp.blogspot.com/-ERa--AH6zgw/XJz0vKUViWI/AAAAAAAADMI/RTNQhMPqt4YRfjWmpmGMR1sdmybqbMgmwCLcBGAs/s1600/Jorge-Guerrero-Roma.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="506" data-original-width="900" height="223" src="https://3.bp.blogspot.com/-ERa--AH6zgw/XJz0vKUViWI/AAAAAAAADMI/RTNQhMPqt4YRfjWmpmGMR1sdmybqbMgmwCLcBGAs/s400/Jorge-Guerrero-Roma.jpg" width="400" /></a></div>
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Y luego está el otro, el muchacho que sólo sabe amar autocompadeciéndose y explota su triste historia sin saber en el fondo para qué, si busca consuelo o sólo seducir con éxito a la tonta de turno. Esa clase de tipos que cifran su virilidad en ser capaces de matar a otros, por la espalda y desarmados preferiblemente, y su astucia en eludir la responsabilidad de la vida que han contribuido a engendrar. Porque todas las mujeres son mentirosas e infieles; esos hijos que esperan son trampas para cazar esposos y, además, muy probablemente de otros. Unas zorras despreciables cuando los rechazan (cómo se atreven) y también cuando los aman y se entregan a ellos. Puede que en este último caso, incluso más. <br />
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Mudas nos quedamos en el salón las tres madres al recordar el caos de las maternidades y ver a la niña muerta que terminó por parir Cleo; cómo se despidió de su cadáver y éste fue amortajado ante sus ojos. Una niña asesinada en su propio vientre por el mundo violento y sanguinario en el que su padre tenía su sitio, aunque como simple peón. Y, sin embargo, es ella quien se culpa. “No la quería…, no quería que naciera”, llora Cleo cuando, venciendo su terror, logra extraer del voraz útero marino el cuerpo con vida del hijo de otra, de su “señora” (aunque, al parecer, no tanto como para retener a un marido y botar a la criada golfa como hacen "las de verdad"). Cleo logra así lo que nadie supo hacer por ella ni por la niña que no llegó a nacer (si por nacer entendemos vivir, aunque sea un instante), pero no en cumplimiento del deseo oculto y torturador de su madre, sino por la locura del mundo. Puede que no la quisiera, que no quisiera que naciera, pero aún menos su muerte, que sólo ella lloró.<br />
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<a href="https://3.bp.blogspot.com/-RFg73KlK7EM/XJz2C3QhiJI/AAAAAAAADMU/t-a28gB4ImQsKjPj5jKbN08aKGybKrQ3wCLcBGAs/s1600/roma_alfonso_cuaron_2018_resena_critica.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="600" data-original-width="1442" height="166" src="https://3.bp.blogspot.com/-RFg73KlK7EM/XJz2C3QhiJI/AAAAAAAADMU/t-a28gB4ImQsKjPj5jKbN08aKGybKrQ3wCLcBGAs/s400/roma_alfonso_cuaron_2018_resena_critica.jpg" width="400" /></a></div>
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Una película sobre mujeres maravillosas y estúpidas que se dejan engañar, dan su amor a quien las desprecia, no saben conducir, gritan o callan de dolor, ponen en peligro sus vidas por otros. A veces lo consiguen. La mayoría no. Pero al final sólo quedan ellas. Ellas y los niños a los que dieron vida o se la salvaron y a los que no, pero sólo serán recordados por ellas. Y entonces mi cabeza vuelve al principio casi, cuando Cleo se tumba al sol en la azotea, cabeza con cabeza junto al más pequeño y débil de los niños, Pepe, al que han dejado solo y "muerto" sus hermanos, para jugar también ella a estar muerta, pues peor que estar muerto es estarlo solo: “Yo sin mi Pepe no puedo vivir. Yo también me morí. Me gusta estar muerta”. Y los dos yacen así, juntos y sonrientes, sobre la azotea mientras alrededor la vida, dice el <a href="https://cinecasual.com/2018/12/20/aqui-puedes-descargar-el-guion-de-roma/" target="_blank">guión</a>, sigue.<br />
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<iframe allow="accelerometer; autoplay; encrypted-media; gyroscope; picture-in-picture" allowfullscreen="" frameborder="0" height="315" src="https://www.youtube.com/embed/6BS27ngZtxg" width="560"></iframe> </center>
J. Teresa Padillahttp://www.blogger.com/profile/15219259694766556722noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-513918528712065703.post-10849329603980852922019-03-14T20:26:00.000+01:002019-03-18T19:24:38.900+01:00La intrusa<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto; text-align: center;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://2.bp.blogspot.com/-kDZqTZd08Qc/XIqSQvxwg9I/AAAAAAAADLI/JTX777hMY4IFE-Xt7IavqPrmLvkIbwf6ACLcBGAs/s1600/La%2Bintrusa12140837_785331481576016_3472864473476460627_n.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="648" data-original-width="960" height="270" src="https://2.bp.blogspot.com/-kDZqTZd08Qc/XIqSQvxwg9I/AAAAAAAADLI/JTX777hMY4IFE-Xt7IavqPrmLvkIbwf6ACLcBGAs/s400/La%2Bintrusa12140837_785331481576016_3472864473476460627_n.jpg" width="400" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Ilustración de <a href="https://www.facebook.com/653920571383775/photos/pcb.785332468242584/785331481576016/?type=3&theater" target="_blank">Alberto Breccia</a> </td></tr>
</tbody></table>
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No es frecuente, pero tampoco la primera vez que, en lugar de un texto original, se comparte aquí uno ajeno. En este relato brutal de Borges se cuenta cómo una mujer es arrojada en medio de una estrecha fraternidad masculina, cómo su mera existencia pone en peligro esta unión entre los hermanos y el modo en que ellos logran salvar finalmente esta amenaza. Como toda verdadera literatura dice más de lo que cuenta (para el que quiera entender, claro).<br />
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El relato está incluido en <i>Nueva antología persona</i> (Emecé, 1968; Bruguera, 1980), en la segunda edición de <i>El Aleph</i> (1966) y en <i>El informe Brodie</i> desde 1970.<br />
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<b>Por Jorge Luis Borges </b>
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"La intrusa"</div>
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Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor. <br />
<br />
En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas dormían en catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hojas corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe y ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes. <br />
<br />
Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse con uno era contar con dos enemigos. <br />
<br />
Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristián llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la lucía en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la mirara, para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida. <br />
<br />
Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos. <br />
<br />
Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado al palenque. En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venía con el mate en la mano. Cristián le dijo a Eduardo: <br />
<br />
-Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, usala. <br />
<br />
El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro. <br />
<br />
Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba. <br />
<br />
Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injurió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristián. <br />
<br />
La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la había dispuesto. <br />
<br />
Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y serían las once de la noche cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristián cobró la suma y la dividió después con el otro. <br />
<br />
En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la mañana (que también era una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue a Morón; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le dijo: <br />
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-De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano. <br />
<br />
Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no verlos. <br />
<br />
Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande -¡quién sabe qué rigores y qué peligros habían compartido!- y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que habían traído la discordia. <br />
<br />
El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristián uncía los bueyes. Cristián le dijo: <br />
<br />
-Vení, tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargué; aprovechemos la fresca. <br />
<br />
El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche. <br />
<br />
Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro: <br />
<br />
-A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con su pilchas, ya no hará más perjuicios. Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.J. Teresa Padillahttp://www.blogger.com/profile/15219259694766556722noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-513918528712065703.post-33456481544504041392019-03-07T16:24:00.002+01:002019-03-07T23:56:59.952+01:00Espejo, espejito mágico...<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto; text-align: center;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://3.bp.blogspot.com/-XFZR-dC-5G0/XIEdsOUnk3I/AAAAAAAADKs/uocvrgPrVsU8o-Td89-HEYtTkOmxt79ngCLcBGAs/s1600/20140728_216.JPG" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="1072" data-original-width="1600" height="267" src="https://3.bp.blogspot.com/-XFZR-dC-5G0/XIEdsOUnk3I/AAAAAAAADKs/uocvrgPrVsU8o-Td89-HEYtTkOmxt79ngCLcBGAs/s400/20140728_216.JPG" width="400" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Foto: J. Teresa Padilla</td><td class="tr-caption" style="text-align: center;"><br /></td><td class="tr-caption" style="text-align: center;"><br /></td><td class="tr-caption" style="text-align: center;"><br /></td><td class="tr-caption" style="text-align: center;"><br /></td></tr>
</tbody></table>
<blockquote class="tr_bq">
"Max: La deformación deja de serlo cuando está sujeta a una matemática perfecta. Mi estética actual es transformar con matemática de espejo cóncavo las normas clásicas.
<br />
Don Latino: ¿Y dónde está el espejo?
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Max: En el fondo del vaso". (<i>Luces de bohemia</i>, R. del Valle -Inclán).</blockquote>
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<br />
<b>Por J. Teresa Padilla</b><br />
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Érase una vez un rey de un país lejano cuyo nombre ya no se recuerda en las crónicas. Ni el de uno ni el del otro. Lo que sí ha llegado hasta nuestros días es el profundo amor que sentía este rey por su propia persona. Un amor, como todos, incierto y turbador. En su caso, no temía no ser correspondido o terminar engañado. Aunque no se pueden descartar tajantemente ambas posibilidades, el rey de esta historia era un hombre poco dado a los enredos reflexivos, que, de haber considerado, habría tenido por antinaturales: los ojos están donde están para mirar al frente, lo único que pueden hacer. Esto explica por qué ver algo ubicado en cualquier otro lugar exige mover la cabeza o el cuerpo entero (es decir, poner lo que sea delante, en la dirección natural del ojo). Cuando aquello hacia lo que se pretende “volver la vista” está dentro de uno mismo o no está en ninguna parte, la situación deviene necesariamente inútil, cómica y mareante. El rey adoraba este sentido común suyo y las brillantes frases que le permitía pronunciar si la ocasión se presentaba. <br />
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Pese a todo, el rey tenía miedo, y por eso sabía que se amaba. Aunque tentada, la narradora no va a indagar sobre la necesidad o la contingencia de este vínculo entre el miedo y el amor que para el protagonista de esta historia era evidente. Como ser mimado por el destino y caprichoso, identificaba el amor con el deseo, y la satisfacción de éste con la posesión de lo amado. Una vez poseído (consumido, sería más preciso) el objeto de su amor, no había nada que perder ni temer. Un amor consumado es un amor cumplido, agotado, luego extinto. Puro sentido común para quienes se lo puedan permitir: el deseo nunca plenamente satisfecho y, por tanto, el amor eterno por otro, es cosa de pobres. <br />
<br />
Así pues, por atractivo y tentador que hasta para un rey pudiera resultar en principio el enigmático y exótico otro, el previsible sometimiento del mismo a su poder y capricho terminaba, tarde o temprano, por provocarle este tedio insoportable de la consumación que consume. Es lo que distingue a la realeza de la plebe: el privilegio de aburrirse (de consumir sin límite ni remedio). Sin embargo, el rey descubrió un día que, a diferencia de otros amores, el deseo de sí mismo no encontraba tan fácil y predecible satisfacción. A diferencia de lo extraño, condenado por el propio deseo a ser anulado como tal, poseído y hecho propio, él siempre se había pertenecido a sí mismo y, a la vez, no del todo. Hasta donde alcanzaba su vista y el galope de su caballo, lo único de lo que no era dueño absoluto era él mismo. ¿Cómo un hombre que sólo mira con los ojos y, por tanto, siempre algo que está delante, puede descubrirse parcialmente ajeno a sí mismo? La respuesta es sencilla: mirándose a un espejo. <br />
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Conocidos son desde antiguo los misteriosos poderes de los reflejos, en general, y los espejos muy en particular. Lo que el ojo no puede ver lo muestra el espejo o, en su defecto, un juego de espejos. Como casi todo en la vida, es preciso aprender a verse en los espejos, es decir, a reconocerse en la imagen que aparece en ellos: hay perros que ladran a su reflejo y bebés que se ríen del suyo. Todo lo que se aprende es susceptible de desaprenderse, y puede llegar un día en que alguien ya no se reconozca en esa imagen esmerilada y la salude con una educación que ya quisieran para sí otros más cuerdos. Nadie lo decía en voz alta por miedo a la ira real, pero en palacio se rumoreaba que ésta había sido una de las rarezas seniles de la encantadora y añorada reina madre. <br />
<br />
Obviamente, el espejo del rey no podía ser un simple espejo. El suyo había llegado de Oriente, que es de donde llegan los seres, animados o inanimados, increíbles y mágicos. De Occidente proceden cosas útiles, como las lavadoras-secadoras, y personas ilustradas, como los físicos matemáticos o algún trasnochado discípulo de Sócrates. Nada interesante para un rey que lo tiene todo, incluido aquel sentido común que ya se mencionó cuánto le enorgullecía y cómo le libraba de absurdas reflexiones. Entre ellas, por ejemplo, la del efecto subversivo que la esfericidad del planeta en que vivimos tiene sobre las coordenadas por las que nos hemos orientado y las civilizaciones en cuyo seno hasta nuestro rey creía estar acogido (él y su sentido común). Cual expedicionario intrépido parte el occidental insatisfecho de sí mismo y su cultura nativa en la dirección por la que sale el sol buscando otra clase de respuestas y, si no se rinde en alguna de las etapas intermedias o se conforma con algún enigmático proverbio, termina de nuevo en su casa. Eso sin contar con que, por mucho que en su camino tope con un lugar autodenominado País del sol naciente, sólo lo es para su vecino chino, pues sus habitantes no ven salir el sol bajo sus pies, sino tras la línea de un horizonte marítimo que los conduce directamente a América, respecto de la cual el Oriente resulta ser nada menos que la llamada cuna de Occidente… Y la narradora se detiene aquí, aturdida, porque teme haberse hecho un lío y escrito alguna barbaridad. <br />
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El caso es que el rey tenía un espejo que le trajeron de Oriente, lo que estrictamente indica sólo la dirección desde la que llegó y no un origen concreto o fijo. En él se podía mirar como en cualquier otro espejo, y admirar la inteligencia y brillo de sus ojos, la ligera curvatura de su nariz que, con esa leve desviación del modelo griego, dotaba de fuerte carácter al conjunto de su rostro, cuyo perfil exhibía unas orejas del tamaño justo (igual al que separa la punta de la nariz y la ceja), todo rematado en la parte superior por su abundante y brillante pelo y, en la inferior, por su cuidada y viril barba. Jugaba nuestro rey con él a intentar adivinar como lo verían los demás o como sería él mismo cuando no se estuviera mirando. Ensayaba gestos, se miraba de reojo… Nada que no se pueda hacer con un espejo corriente. Como resultado de estas pruebas, el rey empezó a dudar y recelar si no amaba al espejo tanto como a sí mismo. Nada pudo su hasta entonces inquebrantable sentido común para quitarle esta idea de la cabeza o, mejor dicho, esta ardiente sospecha del corazón. Y llegó el día en que, enloquecido por los celos, el rey destruyó a su rival y arrojó al suelo lleno de ira el espejo y la bella imagen que éste atesoraba de él mismo. <br />
<br />
Roto en pedazos y mirado de soslayo por su verdugo, el espejo desplegó su magia oriental (ésa que se sabe de dónde viene, pero nunca dónde está). Un trozo empezó a mostrar lo que al rey le pareció, por su novedad y estado de enajenación, el futuro: fragmentos nunca vistos de su persona y lo que ocurría a sus espaldas. Se veía encorvado, arrugada su vestimenta y deslucida su figura. Descubrió las miradas insolentes que sus súbditos le dirigían cuando creían no ser advertidos. No era el futuro, claro. Los espejos, por mágicos que sean, están prisioneros del presente y no pueden reflejar lo que no es ya (el pasado) o no es todavía (el futuro). Pero sí otros presentes. Esto hacían los fragmentos del espejo: reflejar lo que otros tienen delante o lo que uno mismo podría contemplar cambiando de postura. El rey, sin embargo, no veía más que amenazas, la venganza de un amante despechado, de un cadáver que se resistía a morirse. Así que pisoteó y pisoteó los pedazos hasta hacerlos añicos. Y entonces sucedió: el espejo, moribundo, volvió a devolver al rey su propia imagen. Fragmentaria y deformada, pero más fiel que ninguna otra de las que le había proporcionado en el tiempo que duró su amor. Una imagen tan reconocible que el rey tuvo que exclamar para que le oyeran todos y sobre todo él mismo: Ése no soy yo. No soy yo. No soy yo. Ese monstruo, ese rostro con esa boca deforme que habla como yo y esos ojos que miran de frente, como los míos, pero ahora evitando mirar otros ojos; ése, sí, que siente y piensa lo que yo, no. A pesar de todo, no soy yo. No.<br />
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<iframe allow="accelerometer; autoplay; encrypted-media; gyroscope; picture-in-picture" allowfullscreen="" frameborder="0" height="315" src="https://www.youtube.com/embed/wapCTd5fS2Y" width="560"></iframe>
</center>
J. Teresa Padillahttp://www.blogger.com/profile/15219259694766556722noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-513918528712065703.post-68787363468635594372019-02-21T10:00:00.001+01:002020-05-11T18:40:41.298+02:00Mi habitación con vistas<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto; text-align: center;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://2.bp.blogspot.com/-ZrQfG11bpyc/XGrzsXfANmI/AAAAAAAADJc/zACK2buwbNQ_7-7yNcpPjKIUc6oXnvvQwCLcBGAs/s1600/20190215-527-94.JPG" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="1072" data-original-width="1600" height="267" src="https://2.bp.blogspot.com/-ZrQfG11bpyc/XGrzsXfANmI/AAAAAAAADJc/zACK2buwbNQ_7-7yNcpPjKIUc6oXnvvQwCLcBGAs/s400/20190215-527-94.JPG" width="400" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Foto: J. Teresa Padilla</td></tr>
</tbody></table>
<blockquote>
"Lo único que pervive en mi conciencia son sus voces, tal vez porque la mía es la combinación de las suyas, al igual que los rasgos de mi fisonomía deben ser la combinación de los suyos. Lo demás —su carne, sus ropas, el teléfono, la llave, nuestras pertenencias, los muebles— ha desaparecido y ya nunca más volverá, como si nuestra habitación y media hubiera sido alcanzada por una bomba, aunque no por una bomba de neutrones, que por lo menos deja intacto el mobiliario, sino por una bomba de tiempo, que incluso hace astillas la propia memoria. El edificio sigue en pie, pero nuestra vivienda ha quedado arrasada y nuevos inquilinos, mejor dicho nuevos soldados, la han invadido. Porque así es una bomba de tiempo y ahora estamos librando una guerra de tiempo" (Joseph Brodsky, <i>Menos que uno</i>, "En una habitación y media" -1985-, trad. de Roser Berdagué).</blockquote>
<br />
<b>Por J. Teresa Padilla</b><br />
<br />
He empezado tres textos que no sé si terminaré. Al final, y tras cambiar la posición de la mesa y con ella el panorama que se me presenta cuando levanto los ojos del teclado, lo intento con éste. No estoy del todo cómoda; soy de esas personas que necesitan tiempo para adaptarse a los cambios, probablemente porque los temen tanto como los anhelan. En mi caso, no es una probabilidad, sino una certeza que me lleva a esperar que estas transformaciones salvadoras ocurran por intervención de otros o del puro azar: cuando siento que me ahogo y necesito otro horizonte, mi valor se limita a poco más que trasladar y reordenar mis cosas. Al cabo de cierto tiempo, superada la incomodidad inicial, disfrutaré de una fase más o menos larga de bienestar que terminará un buen día con la falta de aire. Y vuelta a empezar. <br />
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<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
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<div style="text-align: left;">
</div>
Hace mucho que renuncié a una habitación propia. Aunque diminuta, tenía una en la que fue mi casa, la de mis padres. Fue, es…., no está claro. Lo único bueno que me ha pasado esta semana es haberme hartado a llorar leyendo los recuerdos de Joseph Brodsky sobre <a href="https://es.rbth.com/blogs/2013/10/25/un_vecino_llamado_joseph_brodsky_33685" rel="nofollow" target="_blank">la habitación y media</a> del hogar que compartió con sus progenitores y ha quedado indisolublemente asociada a su recuerdo. Ese fragmento espacial del que se fue un día en busca del aire preciso para respirar más profundamente (libertad se llama también a esta expansión del tórax). Se fue y no volvió nunca, ni a la media habitación que le asignaron como propia ni a ver a sus padres. En su caso, al carácter huidizo de la juventud y al destino supuestamente natural de morir que no perdona a nadie, se le añadió el imperio político de la historia y, por ello (y su especial sensibilidad, claro), la conciencia de la orfandad, si se mira hacia atrás, y de la ilusión de la libertad, si los ojos se dirigen al futuro, fue más clara y cruel de lo habitual. Cuando esto le pasa a un poeta, suele terminar escribiendo sobre ello, de lo cual, como buitres, sacamos los demás provecho (si puede llamarse así a la iluminación de nuestra correspondiente situación de desamparo).<br />
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<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto; text-align: center;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://3.bp.blogspot.com/-cI_xyJQh7ls/XGr-YEtwF9I/AAAAAAAADJ0/g2Seyslm4CkztNbdjcoWPHS7LDC-BvtvQCLcBGAs/s1600/20190218-533.JPG" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="1071" data-original-width="1600" height="267" src="https://3.bp.blogspot.com/-cI_xyJQh7ls/XGr-YEtwF9I/AAAAAAAADJ0/g2Seyslm4CkztNbdjcoWPHS7LDC-BvtvQCLcBGAs/s400/20190218-533.JPG" width="400" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Foto: J. Teresa Padilla</td></tr>
</tbody></table>
Sean cuales sean las circunstancias concretas, una ansía salir de esa casa y ese pequeño e íntimo reino desde el que todos los días podía dejarse mimar la vista por los colores del cielo al atardecer. Se está más que dispuesta a renunciar a ello porque se cree, como una idiota, que habrá vistas mejores y mayores espacios, y que, si no, su habitación seguirá ahí siempre, puesto que no se trata más que de un lugar al que es posible retornar. Pero este nido, como también lo llama el poeta, está hecho, más que de ladrillo, de tiempo, de parte de tu vida y de la de los que lo construyeron o habitaron. Y el tiempo no admite vuelta atrás. Cuando se queda vacío, el hogar (el lugar de la lumbre que acoge y vivifica, nos recuerda el diccionario) se parece más a una tumba que a un refugio y ya no merece su nombre, pasando a ser una simple casa, un piso, un inmueble. Aun así, te rebelas y luchas por él, por conservarlo como ese ilusorio lugar al que volver: el plan B que impide la rendición incondicional tras el penúltimo fracaso. Pero sólo porque eres una idiota.<br />
<br />
No se puede recuperar el pasado, volver a él. En realidad, ni siquiera se desea esto realmente. Al menos, yo. Pero el invierno, más o menos largo y duro dependiendo de la latitud y la altura, nos obliga a recogernos al calor de algún fuego. Y el del presente, el de las habitaciones, a menudo más amplias, que hemos conseguido para nosotros mismos, nos resulta extraño e incluso abrasador en ocasiones. Más cómodo que la intemperie, desde luego, pero poco más que eso. Ni volver al pasado ni a las habitaciones propias: por mayor que sea el espacio que consigas para ti, nunca más tendrás un cuarto realmente tuyo como aquel en el que creciste y del que escapaste. Puede, precisamente, que porque huiste y ya no puedes volver, porque sólo puedes llamar tuyo a lo perdido, a lo que sólo existe en tu memoria, que es una forma de no existir, y nadie puede ya usurparte. <br />
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<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto; text-align: center;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://4.bp.blogspot.com/-L2OaTZxm47c/XGr9JP3AxPI/AAAAAAAADJs/GP-xnl0N9Yo1G5q8VuJdfnzA3uH1qD5vwCEwYBhgL/s1600/20190218-536.JPG" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="1072" data-original-width="1600" height="267" src="https://4.bp.blogspot.com/-L2OaTZxm47c/XGr9JP3AxPI/AAAAAAAADJs/GP-xnl0N9Yo1G5q8VuJdfnzA3uH1qD5vwCEwYBhgL/s400/20190218-536.JPG" width="400" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Foto: J. Teresa Padilla</td></tr>
</tbody></table>
Exagero, claro, siempre hay naturalezas callejeras, vagabundas por voluntad propia, nómadas. Amantes de la actividad al aire libre que agradecen un sitio cualquiera, aunque si es cómodo mejor, para reponer fuerzas, pero sólo eso. Lugares de paso. Me cuesta ponerme en su piel: no me libro de la sospecha de que, realmente o sólo en su imaginación, creen sus espaldas cubiertas o gozan de una inquebrantable y felina seguridad en que, si caen, lo harán siempre en pie. De que, resumiendo, no se han percatado de su pérdida, de que están realmente solos. Su errancia tiene un aspecto, a mis ojos, puramente vacacional o turístico por mucho que se presente como forma de vida. <br />
<br />
No, no querría volver al pasado aunque fuera posible. Desearía más bien que no hubiera un pasado cumplido, que éste siguiera ahí, pasando sin cesar. Cualquier tiempo verbal, salvo el estático, pasivo y acabado del participio pasado, del tiempo que ha dejado de correr (de ser tiempo) para detenerse a mirarse y quedar convertido en una estatua de sal, me valdría. Pero esto es igual de absurdo, si no más. <br />
<br />
No hay salida ni plan alternativo razonable y, sin embargo, no cabe resignarse, renunciar y dar por desaparecidos para siempre aquellos de los que procedes, los que construyeron aquel nido que se te quedó pequeño y del que tuviste que salir volando. Ni se puede regresar ni construir otro, al menos para uno mismo (como si pudiéramos erigirnos en nuestras propias causas u orígenes). Pero todo, o al menos lo mejor de lo que una es, se resiste a la violencia de ese tiempo que va a trompicones, hecho de rupturas y soluciones de continuidad, sostenido en y sobre la solidez y fiabilidad del espacio. Entonces escribe, intenta fotografiar un fantasma o sueña.<br />
<br />
Hace unos días soñé que volvía a tener una habitación propia. No era mi cuarto de la infancia, ni ningún otro espacio real que hubiera habitado. De hecho, en el sueño sólo aparecía una mesa con un ordenador a la que me sentaba como ahora mismo mientras escribo esto. La mesa y una enorme cristalera con vistas a un jardín donde crecían las plantas que cuidaba y correteaban mis perras, donde cualquiera podía llegar de improviso y sentarse en un banco, pero nadie escapar. Sin más paredes ni detalles. Creo que la sentía mía por esto, por lo que podía ver desde ella (lo posible y lo imposible). No era ni iba a ser nunca real, así que no estaba sujeta a ninguna ley natural o histórica. Ni siquiera espacial. Una habitación con vistas a lo que amas y amaste y amarás. Eso soñé hace unos días contra la "muerte, el Pasado, el Hecho eterno".<br />
<br />
<br />
<table cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="float: right; margin-left: 1em; text-align: right;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-XhdHeiMPgSY/XGxi-w6kEfI/AAAAAAAADKM/X58bwNABIeQLXksm-2Je6aScku-dmN81QCLcBGAs/s1600/20190215-526-96.JPG" imageanchor="1" style="clear: right; margin-bottom: 1em; margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="1600" data-original-width="1072" height="320" src="https://1.bp.blogspot.com/-XhdHeiMPgSY/XGxi-w6kEfI/AAAAAAAADKM/X58bwNABIeQLXksm-2Je6aScku-dmN81QCLcBGAs/s320/20190215-526-96.JPG" width="214" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Foto: J. Teresa Padilla</td></tr>
</tbody></table>
"La deuda está saldada,<br />
El veredicto pronunciado,<br />
Las Furias aplacadas,<br />
La peste está contenida.<br />
Los destinos cumplidos;<br />
Gira la llave y condena la puerta,<br />
Dulce es la muerte para siempre.<br />
Ni la arrogante esperanza, ni el dolido disgusto,<br />
Ni el odio asesino, pueden entrar.<br />
Todo está ahora seguro y sujeto;<br />
Ni los dioses pueden perturbar el Pasado;<br />
Moscas –contra la puerta adamantina<br />
sellada para siempre.<br />
Nadie puede volver a entrar allí,-<br />
Ni un ladrón muy cauteloso,<br />
Ni Satán con un magnífico truco<br />
pueden introducirse por una ventana, resquicio o agujero,<br />
Para unir o desunir, añadir lo que faltaba,<br />
Insertar una página, falsificar un nombre,<br />
Renovar o terminar lo que está cerrado,<br />
Modificar o enmendar un Hecho eterno"<br />
(Ralph Waldo Emerson, "El pasado", en <a href="https://en.wikisource.org/wiki/May-day_and_other_pieces/Nature_and_Life#143" target="_blank"><i>Man-day and other pieces</i></a> -1867-).<br />
<br />J. Teresa Padillahttp://www.blogger.com/profile/15219259694766556722noreply@blogger.com2tag:blogger.com,1999:blog-513918528712065703.post-5303186260150600312019-02-07T15:05:00.000+01:002019-02-07T15:05:06.765+01:00Krakatoa<div class="MsoNormal">
<br /></div>
<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto; text-align: center;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://4.bp.blogspot.com/-7HLHYkVyzuM/XFsU9FnR74I/AAAAAAAAAH4/iH_XsBlGd6oS1HUsDgHsnYCNGDH3YpMEgCLcBGAs/s1600/richard-van-wijngaarden-418436-unsplash%2B%25281%2529.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="1067" data-original-width="1600" height="265" src="https://4.bp.blogspot.com/-7HLHYkVyzuM/XFsU9FnR74I/AAAAAAAAAH4/iH_XsBlGd6oS1HUsDgHsnYCNGDH3YpMEgCLcBGAs/s400/richard-van-wijngaarden-418436-unsplash%2B%25281%2529.jpg" width="400" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Foto: <a href="https://unsplash.com/photos/i_8dZn-Epkc" target="_blank">Richard Van Wijngaarden (<i>Unsplash</i>)</a>.</td></tr>
</tbody></table>
<div class="MsoNormal">
<span style="mso-ansi-language: ES;"><br /></span></div>
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<blockquote class="tr_bq">
<i>El color es un medio para influir directamente en el alma </i>(Wassily Kandinsky).</blockquote>
</div>
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<br />
<b>Por Esperanza Goiri</b></div>
<br />
Por recomendación médica, para el posoperatorio de una intervención quirúrgica de la nariz, he tenido que adquirir un humificador. La compra de electrodomésticos, grandes o pequeños, nunca me ha motivado especialmente. Mientras cumplan su función me da igual que sean de tal o cual marca, más o menos bonitos. Así que, cuando tuve que elegir entre las tres opciones disponibles en unos grandes almacenes, me incliné por el de gama intermedia que además de buen precio era el de menor tamaño, dato interesante a la hora de ubicarlo.<br />
<br />
<div>
Tengo la mala costumbre de leer por encima las instrucciones del fabricante o directamente pasar de ellas. Así que, como siempre, las eché un vistazo y limpié con esmero el aparato antes de usarlo. Por la noche, procedí a llenarlo y lo conecté sin más. Se encendió una lucecilla blanca y un agradable burbujeo precedió a la columna de vapor de agua. Como todo parecía funcionar correctamente, me metí en la cama con un libro. De vez en cuando levantaba la vista de la lectura y observaba la “fumata” blanca que se diluía por el ambiente. Me hacía gracia la imagen. Era como tener un pequeño Krakatoa en mi habitación. El vaho y el gorgoteo del cacharro, unidos a varias noches de insomnio por causa de la operación, provocaron su efecto y no tardé en apagar la luz. Sumida en esa atmósfera húmeda y acuosa caí en una agradable modorra. Podía imaginarme perfectamente en el camarote de un crucero fluvial, navegando con suavidad por el cauce del río. A ese reconfortante pensamiento, sin duda, contribuían los aromas del espray balsámico favorecedor del sueño que tuvieron a bien traerme sus Majestades del mismo Oriente. Desde que está en mi poder, todas las noches, rocío la almohada con generosidad. Tenía a mi disposición el <i>pack</i> completo. Nada podía fallar para conseguir el objetivo de dejarme acunar en los brazos de Morfeo. ¿O, sí?<br />
<br />
<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto; text-align: center;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://4.bp.blogspot.com/-ioIj2DO9hB4/XFtW3LXERXI/AAAAAAAAAIE/gbBrjC5zp38ILV_nBm-VAbGUcu1HU5kcgCLcBGAs/s1600/colour-1885352_1280.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="904" data-original-width="1280" height="282" src="https://4.bp.blogspot.com/-ioIj2DO9hB4/XFtW3LXERXI/AAAAAAAAAIE/gbBrjC5zp38ILV_nBm-VAbGUcu1HU5kcgCLcBGAs/s400/colour-1885352_1280.jpg" width="400" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Foto: <a href="https://pixabay.com/es/color-humo-arco-iris-dise%C3%B1o-1885352/" target="_blank">Cmart29 (<i>Pixabay</i>).</a></td></tr>
</tbody></table>
<br /></div>
<div>
Con los ojos cerrados, algo percibí que me perturbó. Pero dispuesta a dormir a toda costa me resistí a abrirlos e intenté volver a relajarme. La sensación extraña se repitió varias veces. La posibilidad de que se tratara de un bicho o, lo que es peor, un ánima del más allá dispuesta a incordiar, me obligó a enfrentarme al elemento inquietante, fuera lo que fuese. Cuando me atreví a mirar, una atmósfera roja inundaba el cuarto. La impresión de que algún ser del averno me estuviese visitando se acrecentaba por momentos. A punto de entrar en pánico, el tono púrpura mutó en un azul frío y submarino, para a continuación verme inmersa en un íntimo y acogedor tono dorado que fue desapareciendo para dar paso a un suave verde. Sentada en la cama, parpadeando y sumida en un estado mezcla de estupefacción y fascinación, la cordura se fue abriendo paso. Sí, mi Krakatoa particular guardaba una sorpresa cromática que, de haberme tomado la molestia de leer detenidamente las instrucciones, no me hubiera pillado desprevenida. Superado el desconcierto inicial, he de reconocer que he cogido gustillo al asunto de los colores que abre ante mí infinitas posibilidades. Claro que la sorpresa se la va a llevar mi santo cuando regrese, tras su ausencia de una semana por motivos laborales, y se encuentre nuestro dormitorio convertido en un <i>After-hours</i> lleno de niebla y luces psicodélicas.<br />
<br />
<br /></div>
<center>
<iframe allow="accelerometer; autoplay; encrypted-media; gyroscope; picture-in-picture" allowfullscreen="" frameborder="0" height="315" src="https://www.youtube.com/embed/8wbklXDgDA4" width="560"></iframe> </center>
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Irene Adlerhttp://www.blogger.com/profile/12577785125389891294noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-513918528712065703.post-58073040589542830342019-01-24T14:03:00.000+01:002020-04-29T18:18:51.901+02:00El yogur de fresa<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto; text-align: center;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://2.bp.blogspot.com/-wL0mBSXEH4U/XEmqbufaH3I/AAAAAAAADIY/g_JIDZQLyjMXghnSeqw35PCcd2YYzeEXACLcBGAs/s1600/20181118-472-ret-ret.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="1072" data-original-width="1600" height="214" src="https://2.bp.blogspot.com/-wL0mBSXEH4U/XEmqbufaH3I/AAAAAAAADIY/g_JIDZQLyjMXghnSeqw35PCcd2YYzeEXACLcBGAs/s320/20181118-472-ret-ret.jpg" width="320" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Foto: J. Teresa Padilla</td></tr>
</tbody></table>
<blockquote class="tr_bq">
“Sara comprendió que tenía que guardar silencio. Aquellas fiebres le habían otorgado el don del silencio. Se volvió obediente y resignada. Había entendido que los sueños sólo se pueden cultivar a oscuras y en secreto. Y esperaba. Llegaría un día –estaba segura- en que podría gritar triunfalmente: «¡Miranfú!». Mientras tanto, sobreviviría en su isla” (C. Martín Gaite,<i> Caperucita en Manhattan</i>). <br />
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“El entrenamiento diario de la soledad se convierte poco a poco en una tortura tal que al final, bañada en sudor, la soledad se pone a hablar”. (I. Kertész, <i>Diario de la galera</i>).</blockquote>
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<br />
<b>Por J. Teresa Padilla</b><br />
<br />
Hay sucesos, mínimos y fugaces, que no se merecen el olvido. Tampoco, desde luego, tienen su lugar en un periódico y, aún menos, en un libro de historia. A pesar de ello, la testigo intenta retenerlos en su memoria y, cuando desconfía de ella, los cuenta una y otra vez fiando en la de los demás la permanencia de su pequeña y preciosa anécdota o, si puede y no teme hacerlo, la escribe. Ha decidido atreverse. <br />
<br />
Sabe de personas cercanas que han temido escribir hasta su nombre de tanto como les han recordado a lo largo de su vida lo mal que lo hacen, la mala caligrafía que tienen y las faltas de ortografía que cometen: su casi inexistente instrucción. ¡Estudios primarios! Ésa era la casilla que había que marcar cuando no se tenía ningún título (era un simple certificado), cuando sólo se había acudido a clase de forma esporádica y apenas se sabían “cuentas”, leer y escribir (con una dificultad que provocaba la risa de otros mejor formados e invitaba a evitarlo cuanto fuera posible). Algunas de esas personas aprovecharon los programas de formación de adultos para conseguir por fin el ansiado título de graduado escolar. Por lo que sabe, no perdieron del todo ese miedo a la palabra escrita, pero ganaron la confianza de que la sociedad, en la persona de los maestros (esos admirados titulados superiores), sancionara al aprobar sus exámenes y conceder el título su pertenencia a un mundo hasta entonces vedado. No era el de la cultura (esa cumbre al alcance tradicionalmente de una minoría menos ocupada), sólo el modesto mundo laboral, el de las personas reconocidas capaces y válidas que podían apuntarse a las “Bolsas de trabajo”. <br />
<br />
Reconoce este miedo reverencial a la palabra impresa, más o menos superable una vez se ha adherido a la piel, pero también, en el otro extremo, la familiaridad que raya en la falta de respeto. La de aquéllos para los que la lengua es un mero instrumento, un medio para un fin. O incluso sin él: la del que escribe por escribir, para demostrar que pertenece a esa élite de los que pueden, de los que poseen la misma lengua que los otros no podían evitar temer estar mancillando con sus rústicas manos. <br />
<br />
Se debería poder respetar sin temer, pensaba a sabiendas de que hacía falta más de una generación para perder un miedo que sabía le habían legado y del que deseaba librarse, pero segura también de que no quería para sí la certeza de los otros. Y, sin embargo, no podía negar que la educación que había tenido el privilegio de recibir consistía, precisamente, en apoderarse de los conocimientos y las lenguas, en dominar las materias, en adquirir destrezas. Los términos que se utilizaban para describir su objetivo no eran inocentes y la desenmascaraban. Pertenecían a un lenguaje de poder y control, de utilidad. Un lenguaje que no tiene sentido sin la existencia de los antónimos correspondientes (sumisión, impotencia o ineptitud). En este contexto no sólo no se podía, sino que incluso no se debía respetar sin temer, así sin más, porque a eso se le llama amar, y no es posible amar lo que ha de ser poseído, dominado o controlado con el objetivo fundamental de conferir al educando una mayor funcionalidad y eficacia social o económica. De hacer de él “alguien en la vida”, una persona de provecho. Porque, sí, mientras reflexionaba aparentemente sobre conceptos abstractos para no hacerlo sobre asuntos más dolorosos como su propio fracaso en esta carrera de consecución de objetivos, se percató de que en esta dinámica que se oculta bajo el lenguaje usado al hablar de la enseñanza (en general y, en particular, la de la propia lengua), y que se puede resumir en “aprender a usar”, acaba por sucumbir a la condición de puro medio hasta el triunfador, el que cumple satisfactoriamente las expectativas. Nada merece al final respeto. Todo es medio para otra cosa. Algo que se usa hasta que se desecha, y el que se puede desechar es el hablante contingente, pues, por pervertida y pobre que resulte en este uso instrumental, la lengua siempre será necesaria. <br />
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<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto; text-align: center;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://2.bp.blogspot.com/-chTpo1gK9SI/XEmTfBvQb1I/AAAAAAAADIM/r91SH7RHcnYqQMy0vpclcRrSOv6ynASkwCLcBGAs/s1600/Francisco_de_Goya%252C_Saturno_devorando_a_su_hijo_%25281819-1823%2529-Detalle.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="477" data-original-width="458" height="400" src="https://2.bp.blogspot.com/-chTpo1gK9SI/XEmTfBvQb1I/AAAAAAAADIM/r91SH7RHcnYqQMy0vpclcRrSOv6ynASkwCLcBGAs/s400/Francisco_de_Goya%252C_Saturno_devorando_a_su_hijo_%25281819-1823%2529-Detalle.jpg" width="383" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">F. de Goya. <i>Saturno devorando a su hijo</i> -detalle-. (1819-23)</td></tr>
</tbody></table>
En parte por rebelarse contra este mundo, con el que se alía la mala educación y hasta cierto lenguaje, y contra aquellos presuntos legítimos dueños del lenguaje a los que daba lugar (para terminar comiéndoselos un día como Cronos a sus hijos), decidió escribir. Sin tener muy claro si podía o debía. Orgullosa de haber heredado algo de esa inseguridad que había visto sufrir tan de cerca y que le recordaba que nunca sería, pero tampoco quería ser, la propietaria de la lengua que usaba. Pero sólo en parte. Al fin y al cabo, resistir ante la realidad dominante, que se disfraza de necesaria cuando en el fondo es un fantasma que se alimenta del miedo (al fracaso, al desprecio, a la sumisión, al hambre y al dolor), es una reacción pasiva, una forma de decir “no”. Algo estéril si no responde a un “sí” más profundo. Como, en su caso, el amor. A las palabras, sí, pero sobre todo a las contingencias. Había hechos menudos e insignificantes que arrancar de las fauces devoradoras del olvido, del tiempo. Así había empezado a escribir. Y tras la duda (y el rodeo de la reflexión), arriesgándose a no hacer sino añadir más cháchara absurda a un mundo absurdo, decidió que aún más respeto que las palabras, lo merecían quienes las pronunciaban y, en ocasiones, hacían milagros con ellas. <br />
<br />
Como el que propició aquella mujer que, a primera hora de la tarde de la víspera de Año Nuevo, desde una silla de ruedas y con un rosario de plástico en la mano, antes de que el que parecía ser su hijo la bajara del autobús medio vacío que conducía al extrarradio, nos deseó con voz alta y clara la salud que le faltaba a todos los que seguían viaje. Y a la respuesta rotunda, nítida y emocionada del conductor, siguieron otras palabras que le deseaban lo mismo a ella, le agradecían las suyas y la bendecían. Todos dejaron por un instante sus pensamientos, sus preocupaciones o sus móviles, su cansancio de casi todo, para responder con gratitud y desear de corazón a aquella mujer impedida lo que difícilmente iba a poder recuperar el año a punto de empezar y ella había pedido en voz alta para ellos. <br />
<br />
Quizá no pasara nada, piensa mientras relee lo que ha escrito: una felicitación más entre tantas frases hechas que se dicen esos días. Pero no. Pasó. Estaba allí. Lo recuerda todavía. Y siente la impotencia de no ser capaz de transmitirlo. <br />
<br />
Rehará sus frases las veces que haga falta, porque no puede suponer que otro viajero lo haga. Porque, aunque lo hiciera, quizá viera otra maravillosa, pero diferente, contingencia. Nadie puede contar estas diminutas nimiedades por nadie. Como nadie más que ella podía describir la resignación en la mirada y el gesto de aquella otra mujer que, en la sala de estar del ala de oncología de un hospital público y ante el inminente fallecimiento del familiar al que había acompañado noche y día, aprovechaba que otros familiares y amigos le visitaban en gran número (asemejando esta última visita a un velatorio en vida) para recoger lo que guardaba en un frigorífico de uso comunitario que allí había y ya no iba a necesitar. Era poca cosa, pero había un delicioso yogur en tarro de cristal en cuyo fondo destacaba, bajo el blanco, el rojo de la mermelada de fresa. Un dulce para compensar, se supone, la amargura de aquellos días. Se marchaba como una autómata triste y ciega cuando reparó en ella, sola con su pijama azul en aquella sala que los voluntarios de AECC habían intentado hacer acogedora, aunque las puertas que conducían a la terraza estaban cerradas con candados contra medidas desesperadas. Y le ofreció el yogur, el de fresa. No se atrevió a aceptarlo por un miedo irracional y, desde entonces, no dejó de reprocharse nunca la cobardía que le impidió aliviar la carga de aquella mujer con el simple gesto de aceptar aquella golosina tan íntimamente cercana a la muerte. <br />
<br />
Al final, piensa, puede que no se tratara de salvar minucias del olvido, sino a una misma de esas culpas mezquinas en que el miedo te enfanga. Y sigue, sigue dándole vueltas a cómo conseguir el perdón con palabras y a rehacer, una y otra vez, el mismo texto. <br />
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<br />J. Teresa Padillahttp://www.blogger.com/profile/15219259694766556722noreply@blogger.com3tag:blogger.com,1999:blog-513918528712065703.post-23086477321386406762019-01-17T12:25:00.001+01:002019-01-17T12:25:09.964+01:00Mudar de piel<h3>
<i>Mudar de piel</i>. Marcos Giralt Torrente.</h3>
<h3>
Anagrama: Barcelona, 2018. 240 pp. 17,90 euros.</h3>
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<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://4.bp.blogspot.com/-oFE0r0zRfGQ/XD3NnUqiHiI/AAAAAAAADHM/sGhWZvpO0YIDq_Kf_E7LHH8hPvQqz2kkwCLcBGAs/s1600/Mudar.jpeg" imageanchor="1" style="clear: left; float: left; margin-bottom: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="1362" data-original-width="819" height="400" src="https://4.bp.blogspot.com/-oFE0r0zRfGQ/XD3NnUqiHiI/AAAAAAAADHM/sGhWZvpO0YIDq_Kf_E7LHH8hPvQqz2kkwCLcBGAs/s400/Mudar.jpeg" width="240" /></a></div>
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<b>Por J. Teresa Padilla</b>
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<i>Mudar de piel</i> es, aparte del título de uno de los relatos que la integran, el nombre que se ha dado a esta selección de cuentos que giran en torno a las ambivalentes relaciones familiares. Comparten el tema y un narrador en primera persona, creo recordar que siempre masculino: padre, hermano, hijo, marido… Creo recordar porque, aunque acabo de leerlos, los he olvidado de inmediato. Cuenten lo que cuenten en detalle, son tan similares en la forma de hacerlo y en la superficialidad de lo que relatan que me resultan indiscernibles. <br />
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La relación lector-lectura no puede seguramente dar de sí lo que los vínculos fraternales, paterno- y maternofiliales o de pareja, pero tiene su componente afectivo. Sucede entre lectores más formados y exigentes, que no aguantan que les den gato por liebre, pero también en los que buscan sólo pasar el rato con una historia trepidante, sentimental, divulgativa… Unos y otros nos hacemos fanáticos de ciertos autores y formas de contar. Las amamos. De la misma forma que aborrecemos otras. Los lectores del segundo grupo, al no tener un carácter aventurero, estar plenamente satisfechos con lo que les ofrecen las novedades en las listas de los más vendidos y no buscar, por ello, nuevas experiencias, no suelen llegar a odiar: simplemente ignoran, son buena gente. Los primeros, sin embargo, se hacen adictos al milagro, a la sorpresa y al descubrimiento de maravillas nunca dichas o nunca contadas así. Ansiosos y más o menos expertos en detectar mercancía adulterada, pueden ponerse de muy mal humor y volverse vengativos e impertinentes. Y rencorosos: difícil va a ser que los convenzan para comprar de nuevo nada al camello estafador. Se lo pone en una lista negra para siempre jamás. Y si pueden y les apetece, se vengan. <br />
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De todas las reseñas de este blog, que ya vienen a ser unas cuantas, sólo hay tres (cuatro con la de hoy) escritas con este ánimo de venganza. Son tan pocas porque una ya sabe dónde no va a encontrar lo que busca y, por ello, nunca reseñará una novela, por ejemplo, de Pérez-Reverte o de Posteguillo. Los ignoro, al igual que, por norma general, sus asiduos hacen lo propio con la literatura que me interesa a mí. Hasta ahí, todo bien. Lo malo empieza cuando se dice ofrecer un buen vino y se sirve<i> Cumbres de Gredos</i>, o garrafón en un combinado, o una caña de…, digamos <i>X</i> para no entrar en el eterno debate cervecero norte-centro-sur que el día menos pensado rompe España. Sea una misma responsable por la irreflexiva elección del garito editorial o víctima de una estafa en toda regla, la cosa no puede quedar ahí. <br />
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Para quienes hemos leído, por ejemplo, <a href="https://diariosderesistencia.blogspot.com/2015/07/el-gran-cuaderno-ii.html" target="_blank"><i>El gran cuaderno</i></a> de Agota Kristof, el primero de los cuentos (“Lucía y yo”), en el que se pretende describir la relación casi siamesa de dos hermanos aislados en un mundo propio tanto física (un casa en un bosque) como intelectualmente (una ficción literaria y cinematográfica compartida), me parece, con sinceridad, un insulto a la sensibilidad lectora (o a su inteligencia, porque, en realidad, salvo este agravio, no hay nada que sentir, ni en éste ni en ningún otro relato). Si seguí leyendo fue por aclarar y justificar este sentimiento de profunda antipatía y armarme de razones o aprender, al menos, cómo no se debe o, expresado con modestia, no quiero yo escribir ni siquiera las menudencias que redacto. <br />
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Como pasa en el resto de los cuentos, tenemos un narrador que lo sabe todo y lo comunica. Lo sabe todo sobre los demás, principalmente, pero también de sí mismo, personaje con el que es bastante más condescendiente y comprensivo que con los otros. Te lo tiene que contar porque nada ni nadie se muestra de otra forma que a través de su mirada y ésta no es capaz de darles vida literaria autónoma. “Sé que no importan tanto las acciones que cometemos [¿?] como la capacidad de explicarlas”: por desgracia, no es cosa de este personaje concreto, sino una constante en todos y cada uno de los narradores de estos relatos. <br />
<br />
No es buen observador el que reduce la historia a lo que se hace, dice y sus causas, el que confunde conocer con juzgar (“la conocía y podía juzgarla”; “actuar como si sólo dispusiéramos de ese tiempo para ser juzgados acaso sea el mejor servicio que podemos brindar a quienes nos rodean y a nosotros mismos”). Pero resulta que todos los narradores miran como lo haría, no un escritor ni un personaje realmente inmerso en lo que cuenta, sino un teórico de la conducta o la mente humana. O sea, un terapeuta, un psicólogo, sociólogo o similar. Incapaz el autor de dar realidad de carne, como cuenta Unamuno que decía uno de sus nietos, a ninguno de los personajes, narrador incluido, lo que hace éste es indagar y exponernos las razones del comportamiento de los otros y, ocasionalmente, de sí mismo. Un psiquiatra o un psicólogo están por definición en un plano superior al de sus pacientes. Son objetivos y distantes, y por eso se supone que pueden ayudarlos. Pero esto, llevado a la narración literaria de una historia en primera persona sobre la vida familiar, da lugar a una completa falta de credibilidad en este cronista que, como intenté describir en la <a href="https://diariosderesistencia.blogspot.com/2018/12/puntos-de-fuga.html" target="_blank">entrada anterior</a> de este blog, ignora su posición en el relato, levita sobre él . Esta falta de confianza despierta sospechas sobre la honestidad del autor que la autocomplancencia ridícula de los sucesivos narradores parece justificar. La distancia da lugar a esta desconfianza, y también a trivialidades envueltas en bonitas frases que supuestamente resuelven los dilemas y, en general, a un completo hartazgo de ese yo narcisista y sabelotodo que no se deja de oír en ningún momento. <br />
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Puede que sintáctica y gramaticalmente sean relatos impecables, no digo que no. Pero no hay nada más, y no entiendo qué valor puede tener esta exquisita “caligrafía” si no sirve de medio a otro fin más interesante que el mero lucimiento. Como mucho, veo en este libro muy buena letra para no decir absolutamente nada (o contar sólo historias como las de la escritura de escaparate y espectáculo que se menciona, para marcar distancias de “calidad” con ésta, en la contraportada del libro). Un fraude. <br />
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Pero debo justificar tan tajante acusación: <br />
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Ya he mencionado que la intimidad y el aislamiento entre los hermanos del primer relato se “describía”, por un lado, a partir de las conversaciones que tenían (y en las que la hermana se dedica en realidad a montarse una película sobre los sucesos de que se trate, hipótesis que luego se confirman, o no, o hasta cierto punto; ¡fascinante cuestión!) y, por otro, de la lista de libros (o autores) que leen y películas que visionan. Es triste que para mostrar el mundo de ficción en el que se habían aislado no le quede al creador otro recurso que éste. Una vez, puede pasar. Dos o tres a lo largo de un relato corto ya es pura impotencia narrativa o simple y llana pedantería, cuyo colmo se alcanza cuando a la lista se le añade Bernhard (porque, vamos a ver, qué adolescente intelectualmente destacado no ha leído a este azote de la hipocresía y la superficialidad de la cultura canónica) y el narrador nos aclara, sin atisbo de sonrojo, el título concreto del autor austríaco que leía durante la clase, demasiado elemental para él, de literatura con la aprobación de un profesor que, reconociendo la superioridad intelectual de su excepcional alumno, buscaba en su rostro aquiescencia. En otro momento, y por si no tuviéramos bastante con las películas que se inventa la hermana, el narrador dedica páginas enteras de un relato corto (cuyo ideal es lograr la mayor concreción posible) a describir una escena de un clásico del cine americano o contarnos el argumento de otro con la excusa de que tiene que ver remotamente con algún episodio de su historia, una que, al parecer, no puede relatarnos directamente.<br />
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En el siguiente cuento encontramos "contabilidades" y alguna afirmación solemne entre incomprensible y obvia (óptese entre mi estupidez o la del autor). Pero lo que me ha erizado los vellos son detallitos. Primero, el sinsentido de que, llevando un hámster en un saquito en la mano (uno vivo, se entiende), cuando le hacen saber al dueño de la mano que se le ha escapado, lo sorprendente le resulte haber pasado por alto la pérdida de peso del saco y no la repentina inmovilidad del pobre animal. Quien haya tenido en la mano un roedor de éstos sabe lo hiperactivos y livianos que son. Tras esta falta (otra) de veracidad, esta mentira no por insignificante menos falsa, llega la pijotería de la “marca” de zapatillas. El narrador recuerda un viaje de su infancia, y aunque el recuerdo tiene muchos agujeros (como los de la bolsita de la que se le escapó el ratón) no afectan a cómo iba vestido y, al llegar a las zapatillas, dando muestras de una repentina pereza descriptiva, a su marca (<i>Converse</i>). De la marca de algunas cosas uno puede acordarse perfectamente (y, en general, de lo que llevaba puesto en un momento dado), pero por algo. Yo recuerdo la de las deportivas de mi infancia (<i>La tórtola</i>), pero porque mis vecinos se burlaban (las que se llevaban entonces eran las <i>Paredes</i>). La relevancia de esta descripción indumentaria con la guinda de la marca, o alguna referencia al misterioso mecanismo por el que se recuerdan estas nimiedades a costa de otros detalles quizá esenciales, brillan por su ausencia. <br />
<br />
Y más de lo mismo en todos los demás cuentos. Todo es algo visto desde fuera, un espectáculo para el narrador de turno. Todo se ve, apenas se oye, pero no se toca ni se huele. Mucha clase acomodada, “muchachas” de servicio, más incongruencias como la del hámster, más Henry Miller (afortunadamente Bernhard no vuelve a ser mencionado), frases vergonzantes de estos narradores sin par (“mi descomunal entrega como padre y marido”), redundancias y obviedades (como la de “compartir los dos una cena frugal en la cocina”), y un vocabulario “exquisito” (para mi gusto rebuscado y hasta ocasionalmente inexacto): “Reverberación”, sobre todo unida a “del pasado”, es una palabra muy querida para dos narradores diferentes, pues aparece tal cual en dos relatos distintos ninguno de las cuales es, sorprendentemente, “Sombras que reverberan” (en el que, dicho sea de paso, se nos detalla una receta de cocina y de nuevo se nos citan títulos de películas y sus respectivos directores para ponernos en contexto del nivel gastronómico e intelectual de los personajes, supongo), sino “Traición” y “Mudar de piel”. También están los “colores telúricos” (menos mal que se nos especifican), los “soliloquios dipsómanos” (o sea, que lo he tenido que buscar, lo que los incultos como yo solemos llamar discurso o perorata etílica o de borracho), el “sesentayochismo de su juventud setentera” (la juventud de otras décadas gasta otro tipo de sesentayochismo al parecer) o llamar “paseo”, sin aparente ironía ni metáfora, al deambular insomne por una casa. Luego están las preocupaciones que provocan “escozor”, los peligros que “se celan”, las vigilias que “se azuzan”, los "tenedores suculentos”, las acciones que se “fabrican” y, junto a estas rarezas que hacen derrapar mi frágil oído, las agendas que, por supuesto, están “ajustadas” y los optimistas que siempre son “natos”. Eso sí, el primer y buen amigo en la vida de uno de los narradores no tiene nombre, sino que simple (y cruelmente) es sólo, el par de veces que se le menciona, “el niño gordo”. <br />
<br />
En la solapa del libro se lee, además del apabullante currículum del autor, y entre las diversas opiniones laudatorias sobre él o sus obras, la de Aramburu, sí el de <a href="https://diariosderesistencia.blogspot.com/2017/05/patria-i.html" target="_blank"><i>Patria</i></a>, el que reconocía que no tenía paladar para la <a href="https://diariosderesistencia.blogspot.com/2017/06/patria-ii.html" target="_blank">"prosa fregona"</a> de <b>Philip Roth</b>. Dios los cría…<br />
J. Teresa Padillahttp://www.blogger.com/profile/15219259694766556722noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-513918528712065703.post-21815052148776433432018-12-27T13:00:00.000+01:002020-04-29T18:43:53.793+02:00Puntos de fuga<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto; text-align: center;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://2.bp.blogspot.com/-SwSvrUshTt4/XBzwi-LW_1I/AAAAAAAADGI/gbOBeBmWsmYtbyi-QGNkYt9i2K-anEz2ACLcBGAs/s1600/20110731_2501.JPG" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="1072" data-original-width="1600" height="267" src="https://2.bp.blogspot.com/-SwSvrUshTt4/XBzwi-LW_1I/AAAAAAAADGI/gbOBeBmWsmYtbyi-QGNkYt9i2K-anEz2ACLcBGAs/s400/20110731_2501.JPG" width="400" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Foto: J. Teresa Padilla</td></tr>
</tbody></table>
<blockquote class="tr_bq">
"Después de Kafka, la ficción plantea la exigencia de la plena presencia: qué diferente es esto del llamado «compromiso» de Sartre y otros. El escritor que «mira desde arriba», o sea, el escritor mentiroso, el escritor moralizante, el escritor tendencioso. La voz creíble, en cambio, sólo puede provenir de las profundidades del destino, del hombre golpeado por el destino" (I. Kertész, <i>Diario de la galera</i>).</blockquote>
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<b>Por J. Teresa Padilla</b><br />
<br />
Los puntos de fuga son el resultado de la proyección de líneas a partir de elementos paralelos de un objeto, al que permiten entonces aparecer en perspectiva. Estas líneas "objetivamente consideradas" deberían guardar la misma distancia entre sí que los puntos dados desde los cuales se trazan, es decir, ser paralelas, pero si lo fueran, si se ajustaran a la realidad mensurable, no veríamos el objeto tal como se nos muestra en el espacio real que compartimos con él. En lugar de seguir una marcha equidistante, convergen hasta coincidir en un determinado punto físicamente inexistente, el punto de fuga, y, al hacerlo, crean la “ilusión” de la tridimensionalidad. Entrecomillo ilusión, porque en perspectiva no sólo se nos dan las representaciones en dos dimensiones de cualquier cosa tridimensional, sino también la propia percepción directa e inmediata de lo que nos rodea. No pretendo ir más allá (no podría aunque quisiera), sólo poner en contexto una metáfora que ha inspirado, junto a los apuntes venecianos de un poeta, la reflexión subsiguiente. <br />
<br />
No es que vivamos en un mundo de ilusiones y fantasmagorías. Es que somos parte de ese mundo y no podemos sustraernos o negar que lo vemos o, en general, lo vivimos desde un lugar preciso en él. Desde una perspectiva que introduce elementos extraños a ese mundo, imaginarios (que no arbitrarios), como los puntos de fuga. La realidad (al menos la que podemos llamar en algún sentido nuestra) necesita de estas creaciones, ficciones, ilusiones, metáforas o esperanzas para mostrarse y vivirse, y no hay mayor aberración que la de considerarse capaz de contemplarla desde fuera, como esa mirada omnipotente que se atribuye a una divinidad ajena a cualquier limitación espacial o temporal y, por tanto, exenta de cualquier perspectiva. Si se toma en consideración que cada uno de nosotros somos el centro desde el que se proyectan las líneas que constituyen la perspectiva y nos abren todo un mundo, el que cree posible esa visión que prescinde de ella parece haberse olvidado de sí mismo. <br />
<br />
En su “fresco” narrativo y personalísimo sobre Venecia (<i>Marca de agua</i>), que es a la vez un exquisito tratado sobre óptica, una autoparodia y una declaración de amor (no está mal para poco más de cien páginas), escribe <b>Brodsky</b>:<br />
<blockquote class="tr_bq">
<blockquote class="tr_bq">
“El ojo precede a la pluma, y yo decido no permitir que mi pluma mienta respecto de su posición”.</blockquote>
</blockquote>
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
</div>
<div class="separator" style="clear: both; text-align: center;">
<a href="https://3.bp.blogspot.com/-sDrhv2ydH0s/XB0jOBPWyGI/AAAAAAAADGs/DYV3zOzUDesdSUWXiPD9FxG8QuNHdM8cgCLcBGAs/s1600/marca%2Bde%2Bagua-edhasa.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: 1em; margin-right: 1em;"><img border="0" data-original-height="481" data-original-width="303" height="400" src="https://3.bp.blogspot.com/-sDrhv2ydH0s/XB0jOBPWyGI/AAAAAAAADGs/DYV3zOzUDesdSUWXiPD9FxG8QuNHdM8cgCLcBGAs/s400/marca%2Bde%2Bagua-edhasa.jpg" width="251" /></a></div>
<br />
Puede que la clave de la posibilidad de una “vida buena” (y de todo lo bueno que ella pueda englobar: belleza, amor, esperanza, alegría…) esté en esa decisión de no mentir sobre nuestro “ojo”, nuestra posición, nosotros mismos y, por añadidura, sobre la fragilidad que inoculamos en la sólida existencia del mundo. Quien no toma esta decisión, no es que mienta a otros ni, en realidad, esté optando por lo contrario. Más bien simplemente se engaña a sí mismo porque se ignora, porque se olvida de sí, aunque en ese olvido (y gracias a él) pueda terminar adoptando la pose y el lenguaje de una pseudodivinidad. Resulta verdaderamente ridícula su situación, pues mientras que desde esa altura, en la que cree estar situado, observa condescendiente o sarcástico la ignorancia o debilidad de los demás y pretende ver mejor que nadie lo que hacen, o no hacen y deberían hacer, se pasa completamente por alto a sí mismo y la forma en que levita por la misma fuerza de la necedad. Sin ningún mérito que arrogarse: lo más fácil, cómodo y natural es lo que él hace, renunciar a decidir, dejarse llevar, en este caso por la ilusión (ahora sí en sentido estricto) de no ocupar ninguna posición o lugar concreto, de no tener, por ello, una visión parcial y necesariamente en perspectiva (aunque no deformada, pues la verdaderamente tal es la visión que se tiene, de suyo, por “absoluta”) y, por tanto, de dar por hecho que su mundo es, tal cual, el Mundo, uno sólo accidentalmente visible. Tan precaria y contingentemente visible como los ojos que lo miran y desaparecerán un día sin afectarle en nada digno de mención. <br />
<br />
En literatura (en la vida también, pero la literatura es más hábil y plástica cuando se trata de dejar al descubierto nuestras vergüenzas), existe el llamado narrador omnisciente. Quien opta por él escribe en tercera persona, e incluso cuando ocasionalmente usa la primera (como en determinadas formas de escritura periodística) es para hablar de otros en esa tercera persona que deja bien clara la distancia entre él y ellos. Como su denominación indica, lo sabe todo, lo que pasa dentro y fuera de sus personajes, lo visible y lo invisible, sobre éstos y su mundo.<br />
<br />
Es muy complicado hacerlo bien con este tipo de narrador, porque aunque no puede dejarse ver, ni a sí mismo ni todo lo que alcanza su visión, ha de estar situado y, a su peculiar y oculta manera, formar parte de la narración, como una sombra o una mirada a veces fija, otras perdida y errante. La buena literatura se impone no mentir y, paradójicamente, eso supone intentar conseguir que se confundan el plano de la realidad con el de la historia que nos cuenta, con la ficción. La realidad está hecha de ficción (puntos de fuga) y la ficción lo ha de estar de realidad para testimoniarlo y no reducirse a una mera forma de evasión, a una mentira entretenida.<br />
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A pesar de su complejidad, en la mayoría de la mala literatura (o literatura de consumo), el autor hace uso de este tipo de narrador. Justo porque esa distancia, cuya superación supone un reto para el escritor vocacional, se convierte en una coartada para el profesional o aspirante a serlo: aunque se dedique a algo tan infantil como inventar mundos e historias fantásticas sigue siendo una persona cabal. Esa tercera persona invisible e ilocalizable dejaría clara la brecha entre el mundo real (el suyo, el del que narra) y el que se imagina y transmite por puro entretenimiento y sin relación con el primero (género ficción histórica inclusive). No suele ser una decisión consciente, porque precisamente, como ya he dicho antes, sospecho que ésta es una actitud por la que no se opta, sino el resultado de un irreflexivo “dejarse llevar”. Y si buscamos razones menos especulativas, la más probable sea que los malos literatos se nutren exclusivamente de mala literatura (escrita a su vez así) y no pueden salir de ese bucle diabólico. Diabólico porque esta forma de narrar es la que más difícil hace (por la inercia de venir dada de suyo y la dificultad que impone al narrador-autor de estar y no estar presente a la vez en la narración) cumplir el imperativo brodskiano de no permitir que la pluma mienta y traicione al ojo; o sea, hacer buena literatura. O por lo menos, si no buena, veraz. Y la pregunta del millón (o casi) es por qué se va a escribir (o vivir) sin intentar siquiera eso: la veracidad. Ella es un punto de fuga, una idea reguladora que diría un kantiano: una referencia irreal, imaginaria pero no ilusoria, nunca cumplida, que, sin embargo, nos mantiene en marcha hacia ella, en camino, o sea, vivos y, en cierta forma (puede que la única con sentido), libres, esto es, capaces de darnos un proyecto, una vida, un destino, una meta; en este caso la veracidad. Libres, pues, en cuanto autónomos en el sentido clásico de lo que, en determinados ámbitos, se da a sí mismo la ley que lo determina o el objeto de su acción, el sentido en que Brodsky considera "absolutamente autónomo" al ojo: "La belleza está donde el ojo descansa" y "cuando el ojo no logra encontrar belleza -consuelo-, ordena al cuerpo crearla".<br />
<br />
<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto; text-align: center;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-kLlO9xQn5Pg/XBzzaGxQB7I/AAAAAAAADGU/B7-giD953PcGhFUnoxY9S0B7wRe9Ak-dwCLcBGAs/s1600/20080927_919-ret.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="1600" data-original-width="1081" height="400" src="https://1.bp.blogspot.com/-kLlO9xQn5Pg/XBzzaGxQB7I/AAAAAAAADGU/B7-giD953PcGhFUnoxY9S0B7wRe9Ak-dwCLcBGAs/s400/20080927_919-ret.jpg" width="270" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Foto: J. Teresa Padilla</td></tr>
</tbody></table>
Los puntos de fuga ofrecen la perspectiva que nos abre todo un mundo, un horizonte que, aun infinito, se nos ofrece a la medida de nuestro ojo: visible pero nunca del todo, siempre a mano e inabarcable, mío y de todos, frágil y sólido, imaginario y real. Parte de él desaparecerá conmigo; quizá deje por un tiempo algún rastro o cicatriz en él, pero me sobrevivirá. ¿Nos sobrevivirá a todos? El nuestro, no. Quizá el mundo del físico o el astrónomo, que lo ve desde todas partes y ninguna, porque no vive en él, sino en otro, en el mismo que nosotros. Aunque siempre ha habido astrónomos raros que no se limitaban a contemplar las estrellas, sino que las seguían en su camino hacia quién sabe si algo más tangible que un punto de fuga. <br />
<br />
Esta es la cuestión. Mirar sin saber que miramos ni desde dónde, ignorándonos, viendo como mucho en el espejo nuestro ojo reflejado. Un ojo que no ve y tomamos por nuestro auténtico ojo, ése al que no deberíamos traicionar ni con la pluma ni con la vida. O, por el contrario, vivir en esa extraña posición, entre lo que es y lo que no, que el hombre ocupa y desde la que contagia al mundo en que vive todas sus contradicciones, como un funambulista que camina en una cuerda floja sobre un abismo de solidez e inercia desde el que proyecta líneas imaginarias que convergen en un punto irreal de referencia para su mirada que le permite mantener el equilibrio y, a la vez, dotar de vida (y belleza) a lo que hasta llegar él sólo era real: el abismo se hace así un mundo menos hostil, que se deja incluso adjetivar de forma extravagante como bello, bueno, mágico... Pero no somos dioses y, por eso, aún hay en nosotros algo que ve más lejos y claro que los ojos: la lágrima “que anticipa el futuro del ojo”. <br />
<br />
La ciudad, Venecia y el mundo convertidos en metáforas por las palabras que se imponen no mentir: puntos de fuga y de anclaje a la vez, pero destinados a ser perdidos. <br />
<blockquote class="tr_bq">
<blockquote class="tr_bq">
“Porque la ciudad es estática, mientras que nosotros nos movemos. La lágrima es prueba de ello. Porque nosotros partimos y la belleza queda. Porque nosotros vamos hacia el futuro, en tanto que la belleza es eterno presente. La lágrima es un intento de permanecer, de rezagarse, de fundirse con la ciudad. Pero eso va contra las reglas. La lágrima es una reversión, un tributo del futuro al pasado. O es el resultado de sustraer lo mayor a lo menor: la belleza al hombre. Lo mismo vale para el amor, porque nuestro amor, también, es más grande que nosotros“. </blockquote>
</blockquote>
J. Teresa Padillahttp://www.blogger.com/profile/15219259694766556722noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-513918528712065703.post-60965954598995788662018-12-13T15:00:00.000+01:002018-12-13T15:00:28.815+01:00Vejez, divino tesoro<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto; text-align: center;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://4.bp.blogspot.com/-yPo8EAIKHqw/XBApMDDyWrI/AAAAAAAAAHg/cE0rbYE7eAUS8pgFzCPuhDCJ3ESUsuQoACLcBGAs/s1600/man-798984_1920.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="1086" data-original-width="1600" height="271" src="https://4.bp.blogspot.com/-yPo8EAIKHqw/XBApMDDyWrI/AAAAAAAAAHg/cE0rbYE7eAUS8pgFzCPuhDCJ3ESUsuQoACLcBGAs/s400/man-798984_1920.jpg" width="400" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Foto: <a href="https://pixabay.com/photo-798984/" target="_blank">Omer Yousief (Omaralnahi). Pixabay</a></td></tr>
</tbody></table>
<br />
<b>Por Esperanza Goiri</b><br />
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Este otoño, en Madrid, es lluvioso. No hay nada como una larga tarde de domingo, tristona y húmeda, para engancharte a una serie y ventilarse una temporada entera de un plumazo. Afortunadamente, ahora podemos disfrutar en<i> streaming</i> de esos maratones, sin tener que someternos al irritante e inoportuno “continuará” para ver la siguiente entrega.<br />
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<i>El método Kominsky</i> fue cayendo capítulo tras capítulo. La serie me ha reconciliado con Michael Douglas, que nunca me ha resultado simpático probablemente por sus papeles de “macho alfa”, y aporta una visión real pero no descorazonadora, de esa etapa de la vida que a todos nos va a tocar afrontar si conseguimos llegar a ella.<br />
<br />
En la serie, dos amigos, de unos setenta años, hacen frente a su existencia de la mejor manera posible. Tienen arrugas, les falla la próstata y les preocupa no estar a la altura entre las sábanas. Son conscientes de que empieza su declive. Siguen trabajando (uno como profesor de interpretación y otro como agente) pero se van encontrando fuera de lugar. Norman se acaba de quedar viudo y Sandy ha tenido tres matrimonios, ninguno feliz. Ambos tienen una hija, con desigual suerte en la relación paternofilial. Vislumbran un futuro incierto y poco halagüeño. Sin embargo, siguen en la brecha. Se adaptan, aceptan su realidad y tiran de humor y de su amistad para afrontar un día más. Ríes y te emocionas con sus vicisitudes. Te los crees, porque suenan a verdad. Son viejos, sí, pero de momento siguen vivos. Tienen deseos, problemas, ilusiones y miedos como cualquier otra persona. Circunstancia que se suele olvidar. </div>
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<br />
Afortunadamente, nada tienen que ver con esos estereotipos de ancianos que nos venden, que oscilan entre los abuelos “hipervitaminados” y guais de la publicidad, a los entrañables y desvalidos que vegetan plácidamente esperando su momento final. Sin olvidarnos del tópico que los muestra gruñones y amargados, siempre fastidiando a los demás. La realidad es mucho más compleja y variada.<br />
<br />
Sandy y Norman son dos hombres viejos que viven la senectud como mejor saben, pueden y les dejan. La serie no edulcora ni camufla las miserias de la vejez, pero tampoco la demoniza. Lo que no es poco en esta época tan contradictoria que se empeña en prolongar la vida lo máximo posible, pero luego no sabe ocuparse de sus mayores, que casi tienen que pedir perdón por existir y dar guerra. La vejez es ingrata en muchos aspectos, pero mientras la mente y la logística cotidiana nos permitan decidir, aunque sea mínimamente, cómo vivirla, hay que encararla de frente. </div>
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<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto; text-align: center;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-2rOLTv9H6ZQ/XBAnQtrodEI/AAAAAAAAAHU/FtoV3DaU8FYaae0bEe4YMnrEhv8PReZrQCLcBGAs/s1600/Vito.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="1600" data-original-width="1200" height="400" src="https://1.bp.blogspot.com/-2rOLTv9H6ZQ/XBAnQtrodEI/AAAAAAAAAHU/FtoV3DaU8FYaae0bEe4YMnrEhv8PReZrQCLcBGAs/s400/Vito.jpg" width="300" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;"><i>Vito impermeabilizado</i>. Foto: Esperanza Goiri<i> </i></td></tr>
</tbody></table>
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El lunes, entre nubarrón y nubarrón, Vito, mi perro, me sacó a pasear al parque del Retiro. Provistos de sendos impermeables, por si acaso, caminábamos entre hojas cada uno concentrado en lo suyo. Nos cruzamos con una señora muy mayor en silla de ruedas, empujada por su cuidadora. A mí me ignoró olímpicamente, pero al ver a Vito, lo señaló y se rio mientras seguía con la mirada el trotecillo perruno. Aquella mujer no había elegido estar impedida ni depender de alguien para atenderla. Probablemente, tampoco le habrían consultado si le apetecía salir a esa hora ni por el trayecto que habría elegido su cuidadora. Pero allí estaba, viva, atenta a su alrededor y con capacidad de manifestar su regocijo ante la visión cómica de ese ser tan pequeño que, ajeno a su insignificancia, marchaba embutido en su chubasquero verde militar como el mismísimo Napoleón pasando revista a sus tropas. Esa anciana, dentro de sus muchas limitaciones, aún podía decidir sobre lo que reír o llorar, sobre sus emociones. Me gustaría pensar que al llegar a casa o la residencia, tendría con quien comentar su fugaz encuentro y volver a sonreír.<br />
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<iframe allow="accelerometer; autoplay; encrypted-media; gyroscope; picture-in-picture" allowfullscreen="" frameborder="0" height="315" src="https://www.youtube.com/embed/yV7MELY44DQ" width="560"></iframe>
</center>
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Irene Adlerhttp://www.blogger.com/profile/12577785125389891294noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-513918528712065703.post-33584424757739458102018-11-29T19:57:00.002+01:002018-11-29T20:46:46.912+01:00Árboles torcidos<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto; text-align: center;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-9hqFWvvLMYs/XAAiTDw2FTI/AAAAAAAADFQ/aQOGDPcKVvwVBFm_sPCos8RqtW_DsjYSACLcBGAs/s1600/fixing-1315777_1280.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="838" data-original-width="1280" height="261" src="https://1.bp.blogspot.com/-9hqFWvvLMYs/XAAiTDw2FTI/AAAAAAAADFQ/aQOGDPcKVvwVBFm_sPCos8RqtW_DsjYSACLcBGAs/s400/fixing-1315777_1280.jpg" width="400" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Foto:<a href="https://pixabay.com/es/fijaci%C3%B3n-roc%C3%ADo-cuerda-1315777/" target="_blank"> Manfred Antranias Zimmer (Pixabay)</a></td></tr>
</tbody></table>
<br />
<b>Por J. Teresa Padilla</b><br />
<br />
Mientras el mundo se desmoronaba ante sus ojos y sólo encontraba refugio en la literatura, <b>Umbral</b> escribía en ese diario que pretendía fuera una “rueda de instantes” y terminó titulándose <a href="https://diariosderesistencia.blogspot.com/2015/12/mortal-y-rosa.html" target="_blank"><i>Mortal y rosa</i></a>, que el significado último o íntimo (supongamos que no es lo mismo) de los bosques en los cuentos infantiles era que la niñez estaba destinada a perderse, y así lo hacía, en esa oscura y terrorífica espesura arbolada que simbolizaba, en realidad, el mundo de los adultos. <br />
<br />
Me vino a la cabeza esta idea de <b>Umbral</b> porque andaba yo coleccionando imágenes de árboles torcidos sin saber muy bien por qué. Algo llamó mi atención en una que compartió un amigo virtual con el que sólo interactúo así, a través de fotografías o reproducciones de pinturas, pero de una manera, creo, que ambos consideramos satisfactoria (o sea, fructífera, fluida y regular). No entiendo su lengua materna. Desconozco si él conoce la mía o tenemos algún otro idioma común en el que poder chapurrearnos mensajes. De momento, no nos ha hecho falta.<br />
<br />
<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto; text-align: center;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-t81ryXenZZ8/XAAkPFmUuHI/AAAAAAAADFc/js_C6kWPcjQnNBeejU5PHhmc_D0HVGmSQCLcBGAs/s1600/Pie%2BAerts.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="686" data-original-width="960" height="285" src="https://1.bp.blogspot.com/-t81ryXenZZ8/XAAkPFmUuHI/AAAAAAAADFc/js_C6kWPcjQnNBeejU5PHhmc_D0HVGmSQCLcBGAs/s400/Pie%2BAerts.jpg" width="400" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Foto: <a href="https://shop.pieaerts.com/collections/b-w/products/sossusvlei" target="_blank">Pie Aerts</a>, Namibia (por cortesía de Stanislav Ploc).</td></tr>
</tbody></table>
No creo en eso de que una imagen valga más que mil palabras, pero sí en el potencial expresivo de esas miradas congeladas que son las fotografías y, quizá (no estoy segura), también los cuadros. Además me gustan así, sin mezclarse con otras formas de “narrar” (llamaré de esta manera a lo que hace todo eso que consideramos cada cual, con razón o sin ella, “expresión artística”). Recuerdo que <b>Schopenhauer</b>, gran amante de la música (y muy dado a interrumpir su sesuda obra magna con comentarios personales), decía aborrecer la ópera porque las palabras (y la historia que contaban) desviaban la atención y adulteraban la esencia del arte musical. Yo no escribo nada magno, pero también me interrumpo constantemente, esta vez para dejar constancia de que la sucesión de imágenes propia del cine (ese “arte” mestizo que, salvo muy raras excepciones, parece pedir simplemente ser contemplado, dejarse ver, ofrecernos un sueño hecho, ya soñado) oculta a mi modo de ver la esencia de la expresividad propia de la imagen fija, la cual reside precisamente en la capacidad de sintetizar una “narración” en el instante; una que no se limita a dar expresión a lo que fue visible en su fugacidad, sino también a la mirada invisible que captó la imagen (o que pintó el lienzo). Puede que hasta incluya la nuestra, a la que traslada a otro tiempo y lugar haciéndole un guiño que suena, en el que caso de la fotografía, como el doble clic del obturador que simula nuestra pupila y se abre una fracción de segundo para dejar pasar, con la fugaz ráfaga de luz, todo un instante irrepetible. <b>Teju Cole</b>, el escritor que me deslumbró (y a medio mundo conmigo) en <a href="https://diariosderesistencia.blogspot.com/2017/03/ciudad-abierta.html" target="_blank"><i>Ciudad abierta</i></a>, también es fotógrafo y acaba de publicar en España una <a href="http://www.acantilado.es/catalogo/cosas-conocidas-y-extranas/" target="_blank">colección de ensayos</a> en los que reflexiona, aunque no en exclusiva, sobre esta otra pasión suya. Ni que decir tiene que estoy deseando leerla, aunque ello me obligue a corregir la que, de momento, es la diletante opinión que acabo de expresar. <br />
<br />
Los bosques, la infancia que se pierde en ellos, la instantaneidad de la fotografía y el hechizo de las imágenes de árboles torcidos. Parece que hay un salto, pero no. El presente, el instante, es el tiempo de la infancia, la expresión de su “fe total en la vida, sin pasado ni futuro”, de su sí incondicional que ignora y no puede comprender la muerte (porque puede que no sea en absoluto comprensible, por mucho que el mundo adulto se imagine haberla domesticado). Por otro lado, toda expresión artística es una excepción, un paréntesis, una ruptura de la cotidianidad y su burocracia, del mundo real, o sea, el de los adultos. Se puede considerar, y así se ha hecho muchas veces, el arte como un retorno a la infancia, un intento de recuperación de aquella <a href="https://diariosderesistencia.blogspot.com/2015/07/la-originalidad-de-la-ninez-1923.html" target="_blank">genialidad connatural al niño</a>; un juego, sí, pero muy serio, como lo son en realidad los juegos infantiles, no esos pasatiempos, en el sentido más literal de la expresión, propios de los adultos.<a href="https://www.blogger.com/blogger.g?rinli=1&pli=1&blogID=513918528712065703#_msocom_1"></a> <br />
<br />
Si los niños se extravían en el bosque de la madurez, los árboles torcidos pueden representar a los que se resisten a la pérdida o se rebelan contra ella: al idiota, al loco, al raro o al artista, puede que hasta a cierta clase de filósofos.
<br />
<blockquote class="tr_bq">
“Ahora, con mi media vida consumada en la literatura, ésta vuelve a ser para mí lo que fue en la infancia y lo que realmente ha sido siempre: mi manera de no estar en el mundo, mi repugnancia hacia la sociedad de los adultos, hacia sus trámites, sus compraventas y sus transferencias”. </blockquote>
Cuando los adultos hablan, los niños deben callar. Dejar de molestar y hacer ruido. Comportarse. Los adultos inconvenientes, deficientes o raros, también. Y, por supuesto, el artista, el auténtico, no ese narcisista profesional, que, a la escucha siempre del runrún del mundo, ofrece lo que se le pide, y recibe, en justa recompensa, un sitio de honor en él. A diferencia de este funcionario, el primero realiza ese sueño infantil en el que nos imaginamos huérfanos y extraños a ese mundo real, siempre amenazante, y nos creamos otro imaginario, quizá con figuras protectoras en una misteriosa genealogía, pero que se mantienen en la sombra, nebulosas y nada opresivas. Un mundo sin ligaduras ni guías en el que todo es posible, también, a diferencia de los seres firmemente enraizados en el terreno de lo real, torcerse. <br />
<br />
Ese mito del expósito se encuentra en la novela picaresca, en los relatos sobre la infancia de <b>Dickens</b>, <b><a href="https://diariosderesistencia.blogspot.com/2017/04/llamalo-sueno.html" target="_blank">Henry Roth</a> </b>(hasta en la radical autocreación del protagonista de <a href="https://diariosderesistencia.blogspot.com/2018/05/la-mancha-humana.html" target="_blank"><i>La mancha humana</i></a> del otro Roth, <b>Philip</b>) o <a href="https://diariosderesistencia.blogspot.com/2015/07/el-gran-cuaderno-ii.html" target="_blank"><b>Agota Kristof</b></a>, en los cuentos tradicionales clásicos (con un interés disuasorio y culpabilizador apenas velado), así como en las más exitosas historias para niños de mi generación (como <i>Pippi Calzaslargas </i>de <b>Astrid Lindgren</b> o <i>Los cinco </i>de <b>Enyd Blyton</b>), en las cuales los adultos han desaparecido o juegan un papel puramente anecdótico. <br />
<br />
La literatura moderna es más tolerante con estas fantasías infantiles de mundos aparte mientras se queden en eso, en una fase. El cuento tradicional, más realista y franco, advertía del pecado de renegar de los padres y del mundo y castigaba a los infractores con uno alternativo y fantástico aún más pavoroso que el real, todo él noche, sombras y brujas, hambre y frío. Una realidad paralela de la que debían resguardarse en el mundo real, el de sus padres y los adultos, el de la obediencia y la resignación. <b>Peter Pan </b>no existe. No queda más remedio que crecer, y debe crecerse bien recto, en un bosque ordenado y que filtra la luz estrictamente necesaria protegiéndonos de las quemaduras e insolaciones del sol directo. El creador, el soñador que no renuncia a su infancia, a diferencia del loco, y por su propio bien y libertad, debe aprender a camuflarse en ese mundo sin olvidarse, eso sí, de que no pertenece a él. “Intentad vestir de gris. El mimetismo constituye una defensa de la individualidad, no su derrota”, aconsejaba <b>Brodsky</b> a sus alumnos. Pero sean o no capaces de disimular su deformidad, todos sin excepción (lo sepan o no) están fuera de lugar, como los árboles torcidos.<br />
<br />
<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto; text-align: center;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://3.bp.blogspot.com/-8M8m8AzzGMs/XAApruUERCI/AAAAAAAADFo/wAZndCv3um8_Txf3FWkLAj2onA-iprD8QCLcBGAs/s1600/Una%2Bcalle%2Bde%2BAmsterdam-%2BJos%25C3%25A9%2BRam%25C3%25B3n%2BFarr%25C3%25A9.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="960" data-original-width="769" height="400" src="https://3.bp.blogspot.com/-8M8m8AzzGMs/XAApruUERCI/AAAAAAAADFo/wAZndCv3um8_Txf3FWkLAj2onA-iprD8QCLcBGAs/s400/Una%2Bcalle%2Bde%2BAmsterdam-%2BJos%25C3%25A9%2BRam%25C3%25B3n%2BFarr%25C3%25A9.jpg" width="320" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Foto: Ámsterdam, autor desconocido (por cortesía de José Ramón Farré). </td></tr>
</tbody></table>
Árboles que se desvían de la verticalidad debida porque buscan desesperadamente la luz en un bosque de construcciones humanas, como la imagen que me regaló, para mi colección, otro amigo, José Ramón. O porque la falta de alimento los ha deformado, como a un niño raquítico, hasta que la muerte ha dejado expuesta su figura inerte en ese último esfuerzo inútil por sobrevivir, como las acacias fantasmales del desierto de Namib. Quizá por falta de una guía firme, como esos adolescentes plantones, larguiruchos y frágiles. O porque el azar les condenó a desafiar la gravedad creciendo sobre una pared prácticamente vertical.<br />
<br />
<table align="center" cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="margin-left: auto; margin-right: auto; text-align: center;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://4.bp.blogspot.com/-Qq4ZjmrwjG0/XAAqfSCbd-I/AAAAAAAADFw/7Yd7twT-w045o25ZNL183wn8dS4AuLE4wCLcBGAs/s1600/Sabine%2BWeiss-Fotogr%25C3%25A1ficamente.jpg" imageanchor="1" style="margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="892" data-original-width="604" height="400" src="https://4.bp.blogspot.com/-Qq4ZjmrwjG0/XAAqfSCbd-I/AAAAAAAADFw/7Yd7twT-w045o25ZNL183wn8dS4AuLE4wCLcBGAs/s400/Sabine%2BWeiss-Fotogr%25C3%25A1ficamente.jpg" width="270" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Foto: <a href="https://holdenluntz.com/artists/sabine-weiss" target="_blank">Sabine Weiss. <i>Petite Fille, Petit Árbre</i> (España, 1981).</a></td></tr>
</tbody></table>
Los árboles torcidos pueden ser peligrosos si sobreviven y siguen creciendo enfrentándose cada vez más abiertamente a las leyes de la física y al sentido común. Entonces, si conviven con nosotros, los talamos. Como a los enfermos, por rectos que fueran. Un operario los marca con tinta de un color chillón condenándolos y al cabo de unos días resuenan las sierras y son ejecutados. Quizá dejen el tocón un tiempo y crezcan en sus hendiduras setas de apariencia monstruosa, quizá se molesten en extraerlo de la tierra para plantar un arbolito joven atado debidamente a su guía con el fin de que crezca como debe. <br />
<br />
Peligrosos o no, son diferentes, feos y frágiles. El típico incordio que estropea la foto de familia, que interrumpe la uniformidad marcial del resto de los árboles, ésos que, así se dice, “no dejan ver el bosque” cuando en realidad parece, como nos demuestra el árbol lisiado, el único que vemos por sí mismo, ser al revés. O, por qué no, a lo mejor pasan las dos cosas, y los árboles y el bosque se ocultan mutuamente para erigir así esa penumbra falaz y cruel que se llama mundo real.
<br />
<blockquote>
"Existe un modo de pensamiento serio y otro poco serio. El serio está representado por los intereses, los poderes del Estado, los negocios, la policía secreta y el principio de poder que rige en un momento dado. El poco serio, por los artistas, los filósofos, los poetas, los santos: los que no cuentan" (<b>I. Kertész</b>. <i>Diario de la galera</i>).</blockquote>
J. Teresa Padillahttp://www.blogger.com/profile/15219259694766556722noreply@blogger.com0tag:blogger.com,1999:blog-513918528712065703.post-50252312867039207842018-11-22T12:43:00.000+01:002018-11-22T13:11:27.016+01:00Renunciación<div class="MsoNormal">
<b style="font-size: 12pt;">Por Marisa
Díez</b></div>
<div class="MsoNormal">
<br /></div>
Fue una de esas conversaciones escuchadas sin querer durante un trayecto en metro. Dos amigas discutían acerca del final de la relación de una tercera persona a la que ambas conocían. ¨Ha sido un caso de renuncia; él la quiere pero no sabe hacerla feliz¨, sentenció una de ellas.<br />
<br />
<div>
Inmediatamente recordé un capítulo de aquella serie de los años 80, escrita y protagonizada por Ana Diosdado, <i>Anillos de oro</i>. La trama reflejaba el devenir de un matrimonio en el que la diferencia de edad era más que notable. Al conocer ella a un hombre mucho más joven que su marido, él decide tramitar el divorcio y dejarle el camino libre para que inicie una nueva relación, aunque en realidad nunca había dejado de quererla. El abogado al que contrata se lo explica con estas palabras a una colega de profesión: “Es un caso de renunciación: la prueba más grande de amor”.</div>
<div>
<br />
<table cellpadding="0" cellspacing="0" class="tr-caption-container" style="float: left; margin-right: 1em; text-align: left;"><tbody>
<tr><td style="text-align: center;"><a href="https://1.bp.blogspot.com/-kWeD5DHkITw/W_Z1Tq6YTqI/AAAAAAAAAW0/sLIvMjk_UA0MfIjAbpJMtyREaQNq1eHdQCLcBGAs/s1600/la%2Bmente%2Bes%2Bmaravillosa.jpg" imageanchor="1" style="clear: left; margin-bottom: 1em; margin-left: auto; margin-right: auto;"><img border="0" data-original-height="648" data-original-width="1000" height="258" src="https://1.bp.blogspot.com/-kWeD5DHkITw/W_Z1Tq6YTqI/AAAAAAAAAW0/sLIvMjk_UA0MfIjAbpJMtyREaQNq1eHdQCLcBGAs/s400/la%2Bmente%2Bes%2Bmaravillosa.jpg" width="400" /></a></td></tr>
<tr><td class="tr-caption" style="text-align: center;">Imagen de lamenteesmaravillosa.com</td></tr>
</tbody></table>
De un tiempo a esta parte he conocido alguna que otra historia que se aleja de los cánones establecidos. Esto de los sentimientos es tan relativo… Y quién soy yo para decir lo que está bien o mal, lo que es justo o injusto, lo que debe o no debe evitarse cuando existe un compromiso con otra persona. Con los años he sido testigo de la evolución de algún matrimonio que consideraba abocado al fracaso y sin embargo ha resultado estable en el tiempo y en la convivencia. Y, por supuesto, las más de las veces, también he presenciado el extremo contrario. Parejas por las que hubiera puesto la mano en el fuego, terminan tirándose los trastos a la cabeza de manera más o menos civilizada o protagonizando auténticas batallas campales. En todos los casos, el final de eso que llaman amor ha sido la causa del desastre. O, al menos, es lo que siempre hemos imaginado, porque, quizá, en más de una ocasión que desconocemos, la renuncia a la convivencia con otra persona no implica necesariamente que se haya dejado de querer. <br />
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En mi adolescencia, imagino que como la mayoría de mis amigas en esa misma edad repleta de sensaciones contradictorias y altibajos emocionales, me convertí en una fan absoluta de la poesía de Bécquer. Me sentía identificada con esos versos desgarradores cada vez que sufría, con mayor o menor intensidad, lo que suponía era un desengaño amoroso. Aún hoy podría recitar de corrido algunas de las estrofas más sangrantes del poeta sevillano, tal como si se tratara de una canción de los Pecos o del mismísimo Camilo Sesto: “Asomaba a sus ojos una lágrima y a mi labio una frase de perdón, habló el orgullo y enjugó su llanto y la frase en mis labios expiró…”. <br />
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Mi trayecto en el metro continuó, estación tras estación, mientras en mi cabeza se mezclaban imágenes de aquella serie de los ochenta con personajes reales a los que pude poner, sin esfuerzo, nombre y apellidos. Por unos minutos me perdí en un batiburrillo, aparentemente sin sentido, construido con estrofas de viejas canciones y versos del escritor más admirado de mi adolescencia. Me pregunté por qué tantas parejas, aún queriéndose de verdad, se han querido tan mal a lo largo de la historia, abocando una relación, <i>a priori </i>satisfactoria, al más absoluto de los fracasos. <br />
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Una voz metálica e impersonal salió al rescate de mis cavilaciones: “Próxima estación, Antonio Machado”. Fue como un resorte: “Mi cantar vuelve a plañir, aguda espina dorada, quién te pudiera sentir en el corazón clavada…”. Estoy empezando a divagar. Menos mal que me apeo en la siguiente.</div>
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<br />Marisa Díezhttp://www.blogger.com/profile/12831332493286984402noreply@blogger.com0