jueves, 24 de mayo de 2018

La mancha humana

La mancha humana. Philip Roth.

Alfaguara: Madrid, 2007. 414 pp. (Actualmente sólo disponible de primera mano la edición de Debolsillo, 432 pp., 9,95 euros).


“Nada dura, y sin embargo nada pasa tampoco. Y nada pasa precisamente porque nada dura”.

Por J. Teresa Padilla

Ya casi he olvidado la trama de historias de esta novela: eso que permite contar a otros lo que pasa en ella. He ido posponiendo su “presentación” (en eso quedé con vosotros que iban a ser mis reseñas) porque me resultaba más fácil o me urgían más otros temas o lecturas. El tiempo ha pasado y con mi memoria de pez ya no recuerdo muchos detalles del argumento. No sé; lo suyo quizá sería omitirla, pero cuesta. O me cuesta. Porque este Philip Roth es muy grande. Descarado, arriesgado. A menudo brutal y sucio, como alegan con desagrado, por ejemplo, el pudoroso de Aramburu y otros varones más próximos a quienes recomendé esta novela que dejaron a medias. Además, lo que pasa es siempre lo de menos. Lo importante es lo que queda, si queda algo, que no será precisamente lo que pasa. Y, en este caso, queda, vaya si queda.

Curiosamente, hombres inmunes a la grosería del porno, encuentran violentas las alusiones explícitas de Roth a los problemas de próstata y todos esos detalles íntimos que convierten la sexualidad masculina en una tragicomedia. Hay un pudor típicamente masculino, no recogido siquiera por el diccionario de María Moliner, que conduce al silencio, a una jactancia ridícula o al humor descarnado (que va desde el chiste verde a la mofa cruel) sobre su intimidad sexual. Roth desafía siempre este pudor. Habla (bueno, escribe) con un lenguaje directo, sin adornos ni disfraces. Ni hedonismo, porque, en realidad, ésta no es una cuestión de placer, o no en el fondo. Es una posible respuesta a la pregunta sobre quiénes somos en realidad, que es la que se plantea, por encima (en mi modesta opinión) de otras cuestiones fascinantes y puede que hasta de abrumadora actualidad, en La mancha humana.
“En cuanto un hombre empieza a hablarte de sexo, te está diciendo algo acerca de él y de ti. En el noventa por ciento de las veces eso no sucede, y probablemente es mejor que así sea, aunque si no alcanzas cierto nivel de franqueza acerca del sexo y prefieres comportarte como si jamás pensaras en eso, la amistad masculina es incompleta”.
Una amistad lo suficientemente completa como para que con ella irrumpiera “toda la malevolencia del mundo” y “el embrollo de la vida” une al protagonista, el exdecano y profesor de lenguas clásicas Coleman Silk, con el alter ego narrativo de Roth, Nathan Zuckermann. A su modo frío y distante y, con todo, compasivo, nos relata, más que la propia historia de Silk, lo que el proyecto de escribirla ha puesto en su conocimiento. Al final, no se sabe bien si se nos ofrece este relato “oral” o es la novela de Zuckerman esporádicamente interrumpida por sus comentarios. Desde luego que todos, autor y personajes, estén en el mismo plano de realidad es, por lo que sé, marca de la casa.

Hasta aquí la introducción. En la contraportada se habla, como asunto a destacar en la novela, de “la fiebre de lo políticamente correcto”, lo que señalo aquí, primero, porque es verdad; segundo, porque es un tema de actualidad y puede animar a acercarse a ella a los lectores sedientos de trending topics, y, en tercer lugar, porque es una pesadez que tengo la intención de pasar completamente por alto. Eso sí, para los que piensen que vivimos un momento de un puritanismo inaudito (provocado por esas chillonas feministas de ahora, porque ya se sabe, desde Eva, quién está en el origen de todos los males), atención a la frase que ubica temporalmente la novela: “Si no habéis vivido en 1998, no sabéis lo que es la gazmoñería. (…) Fue el verano en que el pene de un presidente estuvo en la mente de todo el mundo”. Hoy el pene de Trump, mucho menos de pueblo que el de Clinton y a todas luces más cosmopolita y aventurero, da, como mucho, para un chiste, no un impeachment.

A mí me parece que el tema en cuestión (lo políticamente correcto, el alcance y cobardía de la censura social, etc.) es, como dicen los cinéfilos, un Macguffin, y que la cuestión central es otra, pero a saber si me equivoco: yo siempre leo a este Roth, Philip, a mi manera.

Todo empieza con un equívoco y una omisión. Por no confesar lo que se supone que era y tenía que definirle sobre cualquier otra cosa. Todo comenzó por dejar que pensaran que era blanco, blanco y judío, como su entrenador de boxeo. Bueno, para ser exactos, a esto se añadió el derrumbe de un muro de contención: su padre.
“Debido a que alguien, tardíamente, le había insultado llamándole negrazo a la cara, Coleman reconocía por fin la enorme barrera contra la gran amenaza americana que su padre había sido para él”.
Un padre que le protegió de ese mundo hostil intentando mantenerle en otro distinto, el de sus iguales. Un destino limitado, pero seguro y cómodo. Y falaz, radicalmente ilusorio: ese nosotros ya previamente dado, obvio, es producto del miedo y la negación de la singularidad irrepetible de cada ser humano. Los padres buscan protegernos y a menudo nos encierran, nos privan de horizontes. Casi todos tenemos una historia al respecto. Yo, al menos, sí. Recuerdo que mi padre me disuadió de inscribirme en la asociación de antiguos alumnos del prestigioso, privado y caro centro en que había realizado becada los estudios de COU: ése no era mi mundo, fue el mensaje. Para cuando otra persona con “autoridad” le dijo, a él y a mí, que podría hacer lo que quisiera, ya era tarde. Me faltó el valor de Coleman Silk, “el más grande de los grandes pioneros del yo”, al rebelarse y determinar crearse una personalidad a la medida de su ambición (que no era la de ser blanco ni negro, sino libre):
“De la noche a la mañana el puro yo formó parte de un nosotros [negro, y negro de Howard] con la solidez altanera del nosotros, y Coleman no quería tener nada que ver con eso ni tampoco con el siguiente nosotros opresor que se presentara. (…) No puedes permitir que los grandes te impongan su intolerancia, del mismo modo que no puedes permitir que los pequeños se conviertan en un nosotros y te impongan su ética. No aceptaría la tiranía del nosotros, la cháchara del nosotros y todo lo que el nosotros quiere volcarte encima. (…) El conocimiento de sí mismo: ése era el puñetazo en la boca del estómago. La singularidad. La lucha apasionada por la singularidad. (…) Conocimiento de sí mismo, pero oculto. ¿Qué es más potente que eso?”
Valor y poder para enfrentarse al mundo, a la presión del fuerte y del débil (tan opresor como el primero) que tiene un precio altísimo: negar tus orígenes, renegar de tus padres, asesinar a la mujer de la que sólo así puedes liberarte y guardar siempre como un avaro esta culpa y el secreto sobre uno mismo.
“La estaba matando. No tienes que matar a tu padre, pues el mundo lo hará por ti. Hay muchas fuerzas dispuestas a acabar con tu padre. El mundo se encargará de él, como se encargó del señor Silk. Quien está ahí para que la asesines es la madre, y eso es lo que Coleman vio que le estaba haciendo, el muchacho al que aquella mujer había amado con locura. ¡Asesinarla impulsado por su emocionante idea de la libertad! Habría sido mucho más fácil sin ella, pero sólo mediante esta prueba puede él ser el hombre que ha decidido ser, separado inalterablemente de lo que recibió al nacer, libre para luchar por ser libre”.
El sueño americano del self-made man llevado a su versión más íntima: la creación ex nihilo de sí mismo. Un sueño convertido en una pesadilla de autodestrucción de la que sólo parece ser capaz de salvar a este titán, luchador y rebelde hasta el final, “la niña que no sabe leer”. De ella, en su mutua y franca entrega sexual (entrega de la furia que segregan sus respectivas heridas incurables), aprende que no hay otra manera de estar en el mundo que dejando una mancha, la mancha humana de la impureza, la crueldad y el abuso. Aceptar esta realidad y el posible castigo inminente es la lección por aprender. La que Faunia conoce mejor que nadie, viviendo la pesadilla que es la vida sin aferrarse a ella ni aborrecerla, suspendida en el vacío, mirando los ojos de los pájaros migratorios, preparada siempre para partir.
“Ella suelta su risa fácil. Y baila. ¡Sin el idealismo, sin la idealización, sin la utopía de la dulce juventud, a pesar de cuanto sabe que es la realidad, a pesar de la irreversible futilidad que es su vida, a pesar del caos y la insensibilidad, baila! Y habla como si nunca hubiera hablado antes con un hombre. Las mujeres que joden como ella no tienen que hablar así…, por lo menos eso es lo que les gusta pensar a los hombres que no joden con mujeres como ella. Eso es lo que les gusta pensar incluso a las mujeres que no joden como ella. Eso es lo que le gusta pensar a todo el mundo…, estúpida Faunia. Bueno, que lo piensen. A ella la tiene sin cuidado”.
Esto y mucho más, pero me tienen prohibido extenderme y los días están raros y son dignos de observar, aunque sea desde la ventana. Que pierdo el hilo, mil perdones: Roth en estado de gracia. No apto para todos los públicos. Por suerte.


Post scriptum

Ayer murió Philip Roth. De mis Roth (él, Joseph y Henry), el menos… Iba a decir estimado, pero no es eso. ¿Menos cercano? Dice el tópico que los “amores reñidos son los más queridos”: tampoco es verdad, pero se acerca un poco más a lo que había (hay) entre él y yo. A ninguno de mis otros adorados Roth he mencionado, aunque más de broma que de veras, tantas veces como a Philip, mi patito feo. Murió mientras yo escribía estas notas sobre La mancha humana y su muerte convierte la publicación en algo ridículamente oportunista. Como si este blog viviera de “likes” y no, literalmente, del aire (del que desplazamos con nuestros cuerpos Marisa, Esperanza y yo -últimamente, dado lo hermosa que me estoy poniendo, sobre todo yo-). Hasta el final todo va ser culpa de Roth, Philip Roth.

Para dialogar con un escritor importa poco que viva o haya muerto, pero cuando muere, cuando da ese enigmático e incomprensible paso hacia la oscuridad y el silencio absolutos, se merece, más que nadie, unas palabras, no de despedida, sino de reconocimiento. Justo por no dejarnos a los demás en su silencio y oscuridad. Por haber conseguido burlar al asesino (el Tiempo, la Historia, el silencioso Todo). Las mías serán una versión de las que él mismo escribió para el protagonista de esta novela.

Fue un hombre. Esto es: luchó por ser él mismo, por imponer su destino al que la historia le había preparado. Fracasó porque la historia es una trampa que siempre quiere decir con la muerte la última palabra y cumplir así su objetivo: mostrarnos su omnipotencia sobreviviéndonos y aplastándonos como a estúpidas hormigas. Aun consciente de cuál sería el desenlace, hizo lo único correcto al rebelarse contra ella, pues, como decía Kertész en Diario de la galera, “la victoria, al madurar, se ennoblece y se convierte en derrota”. En sus novelas nos enseñó lo que, desde El Quijote, enseñan todas las buenas novelas, el camino de la única salvación pensable: darnos un nombre propio fracasando.
“Eso era lo que faltaba. Habían quitado todos los frenos. Sonó Mahler.

En fin, uno a veces no puede escuchar a Mahler. Cuando te agarra para zarandearte, no para. Al final de la melodía, todos llorábamos.

En cuanto a mí, creo que nada podría haberme conmovido así excepto escuchar la versión de Steena Palson de El hombre al que quiero, tal como la cantó al pie de la cama de Coleman en la calle Sullivan, en 1948”.
Obviamente no puede ser ésta, pero va por ti, Roth, o Zuckermann, o quien tú quieras que hayas sido.


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