jueves, 27 de septiembre de 2018

La mala educación

Foto: Johnyksslt (Pixabay)
“Los, así llamados, institutos sirven en realidad siempre, únicamente, para corromper la naturaleza humana, y ha llegado el momento de pensar en cómo pueden abolirse estos centros de corrupción. (…) Toda escuela como comunidad y como sociedad y, por lo tanto, toda escuela tiene sus víctimas. (…) La comunidad, como sociedad, no descansa hasta que no ha elegido a uno como víctima entre muchos o pocos, (…) encuentra siempre al más débil y lo expone sin escrúpulos a sus risas y a sus siempre nuevas y siempre horribles torturas de burla y escarnio. (…) Ocurre como siempre en la naturaleza, que sus partes debilitadas, como sustancias debilitadas, son las que primero son atacadas y explotadas y matadas y aniquiladas. Y la sociedad humana es, en ese aspecto, la más abyecta, porque es la más refinada” (Thomas Bernhard, El origen).

Por J. Teresa Padilla

Esto que voy a contar carece de interés, de uno mínimamente general. A mí me interesa porque es un recuerdo mío, es decir, por un motivo completamente narcisista e injustificable desde la perspectiva de esa masa informe que se denomina grupo, comunidad, sociedad o público; entidad fantasmagórica e inasible dotada, sin embargo, de una realidad superior a la mía y a la de cualquier otro. No sé cómo ha pasado, pero que el ser humano tiende a conceder una realidad mayor que la propia a las ficciones, ensueños o ideas que ha heredado y le engloban, es un hecho rastreable hasta donde llega nuestra memoria colectiva (o sea, el pasado de nuestra especie tal y como ha sido reconstruido por historiadores y arqueólogos o pervive aún en el presente). Obviamente, nuestra realidad social actual no otorga la misma validez o autoridad, ni cree merecedores del mismo respeto, a todos estos productos: en un grado mayor o menor, todos son primitivos, imperfectos, supersticiosos. Es de suponer que en un futuro más o menos lejano, cuya llegada no debemos dar ingenuamente por descontada, nuestros actuales dioses devengan ídolos, pero a los que quedan en los márgenes de este gigante con pies de plomo que es la comunidad dominante en cada momento (ésa en la que el primer deber es, como lo fue en cualquier otra pasada, integrarse), les da, con razón, exactamente igual: de llegar ese futuro ya será el presente de otros.

Había escrito una primera versión de este texto en el que daba explicaciones y excusas para justificar la elección de escribir sobre una nimiedad insignificante que viví en un tiempo y un escenario remotos, en lugar de, qué sé yo, algo más plácido y compartible, como mis mariposeadoras lecturas veraniegas, o, por el contrario, sobre asuntos realmente importantes, los que preocupan y ocupan noticiarios y redes. He borrado todas esas excusas, avergonzada por mi cobardía. ¿A quién debo explicaciones sobre lo que escribo? A nadie en realidad, aunque la única persona, casualidades de la vida, que me las pidió una vez, fue una antigua compañera de colegio, a la que respondí como me hubiera gustado hacer, si no fuera de locos hablar con las paredes, a la propia institución en que nos conocimos. No debí hacerlo: te arriesgas a hacer daño a otro y de seguro a ti mismo, porque hay personas que son como los edificios y comunicarse con ellas supone estrellarse una y otra vez contra un mismo muro. ¿Acaso busco comprensión y aprobación? Supongo que es difícil evitar la necesidad de que los demás tasen tu valor para asegurarte de tener alguno. ¿No consistía en esto ser educado, en ser evaluado regularmente por otros sobre el grado en que asimilabas acríticamente conocimientos y creencias sancionadas por las autoridades competentes; en no tener, en el fondo, creencias propias (ni siquiera sobre una misma), sino las del grupo, la comunidad, la sociedad? Hay que integrarse, ser uno más y, sólo después y sobre esta base, quizá destacar. Se puede admitir y hasta fomentar la superioridad o excelencia de una minoría, pero siempre que sea la de “uno de los nuestros”.

En la escuela se puede fracasar de muchas formas. Está la de quien no alcanza el mínimo exigido en la adquisición de conocimientos o no es capaz de demostrarlo: muy deficientes, insuficientes, no aptos, no progresan adecuadamente. Por mucho que se suavice el término, la conclusión es la misma: tu sitio está en otra parte; tu destino, en el trabajo manual. Es más duro que el de otros, pero un lugar en el mundo al fin y al cabo. El otro fracaso, independiente de éste aunque a menudo unido a él, es el de no integrarse, el de ser un extranjero en ese mundo compartido. Junto a la calificación del rendimiento estrictamente académico, los profesores deben evaluar la actitud de sus alumnos. Salvo que sea muy llamativamente negativa, lo que sólo sucede en el caso de un alumno que raya la psicopatía o, lo más habitual según mi experiencia, de un profesor psicópata él mismo, nadie presta demasiada atención a esta evaluación, pero existe y es sonrojante. Entre los que no la “superan” hay muchos perfectamente integrados, aunque en un grupo inadecuado, y otros tantos que no lo están en ninguno. Entre estos últimos, los hay que han sido señalados y detectados por esa manada refinada y cruel, que tan bien y tan hiperbólicamente describió Bernhard en el primer volumen de su autobiografía, como los débiles, las víctimas de esas “cosas de niños” que preparan al adulto depredador (al modo en que los gatitos juegan con los pájaros o roedores heridos para desarrollar la destreza en la caza de la que dependerá su supervivencia). Están ellos y otras personas, igual de solas, pero que han tenido la suerte de no haber sido señaladas, de haber quedado fuera de este juego cruel y, gracias a ello, contemplarlo bien, con esa perspectiva peculiar que se gana desde el banquillo. Claro que en esa posición no estás nunca a salvo: alguien te señala y, entonces, dejas de ver y entender nada, aunque sea momentáneamente.

Supongo que ha llegado el momento de la anécdota biográfica. Las soledades se reconocen y, como decía Brodsky, las verdaderas conversaciones sólo se pueden mantener desde la soledad y el aislamiento de los interlocutores. Son, decía él, “mutuamente misantrópicas”. El éxito de la comunicación (excepcional y, por ello, deslumbrante) presupone un fracaso: el de no haberse integrado y estar solo. Yo establecí una de estas conversaciones y, sin que nadie me diera explicación alguna en su momento, se me obligó a interrumpirla. Se me prohibió. Mis padres me la prohibieron. Y entre el estupor que enmudece, el que entonces la autoridad de los padres raramente se discutiera y mi propia mansedumbre, no llegué a descubrir la razón hasta mucho tiempo después, ya adulta: la mentira de una niña caprichosa y privilegiada sirvió a una profesora desequilibrada para solazarse en su poder destructor como la cerda que era en el fango. No consiguió lo que pretendía y vaticinó a mis padres como pájaro de mal agüero (mi fracaso académico, mi expulsión…). De eso pude defenderme porque mis padres me lo confiaron y a mí me sobraba orgullo para hacerle tragar sus palabras a aquella bruja, unas palabras tan desproporcionadas e histriónicas como era ella: vale, no era una chica de sobresaliente, pero esquivaba los suspensos y seguía el ritmo impuesto. Nada que encendiera alarmas. Más difícil es defenderse de los secretos y de su poder aniquilador cuando se desvelan: mis padres se guardaron para sí lo esencial, lo más hiriente, la mentira, transmitida por la autoridad docente y convertida así, incluso para ellos al callarla, en un hecho incuestionable. Aquella amiga de la que se me separó como del mismo demonio y que, pocos después de este incidente, dejó el colegio, tenía una cara regordeta y redonda con una nariz muy chata. Era un rostro peculiar que, por supuesto, fue convenientemente etiquetado y señalado: “carita de cerdo”. Un día se hartó de oírselo a una de esas mosquitas muertas que se dan aires de grandeza y se creen con derecho a todo por tener las espaldas bien cubiertas. Con derecho a todo sobre las que no las tienen, por supuesto. A veces los marginales se toman alguna dulce y pequeña venganza. Nosotras decidimos fastidiarla escondiéndole el bocadillo del recreo: en el alféizar de una ventana, en la cajonera de otras… Dos o tres veces, nada más. Se chivó, lo que entraba dentro de lo previsto. No lo estaba tanto que fuera capaz de inventar una película sobre delincuentes juveniles que la robaban a punta de navaja. Ni testigos, ni toma de declaraciones, ni presunción de inocencia, ni juicio: la profesora, juez y parte, por fin consiguió argumentos (falsos, pero qué importa la verdad en estas instituciones) contra unas alumnas a las que despreciaba íntimamente por el solo hecho de haber conseguido hasta ese momento escapar al poder de la mayoría, soportar la propia diferencia, la soledad. Y atreverse, encima, a reírse de una de las suyas.

Las mentiras son tan pestilentes que ni cuando se revelan dejan ver la verdad. Simplemente infectan todo con su mal olor. Aunque cuando conocí esa mentira me negara a creer que mis padres me hubieran creído capaz de protagonizarla, sólo eso explicaba su exagerada reacción y profundo disgusto por lo que yo pensaba que se reducía a una travesura y un mediocre expediente escolar. Sin comprender nada, sintiéndome indefensa y más sola de lo que ya estaba, seguí con mi vida y mis estudios, compartiendo, ignorante de todo, espacio con la mentirosa y la profesora. Creo que a esto se le llama madurar. Yo no soy Bernhard. No me llega el aliento (ni el talento) para subordinar interminablemente frases en párrafos eternos que describan el derrumbamiento íntimo que sentí y exijan la destrucción del sistema y la servidora del mismo que lo hicieron posible. Ya pasó. Y es que, si se logra sobrevivir, es lo que le sucede a las desgracias, los sufrimientos y los fracasos: que pasan, aunque otros los sustituyan, y hasta se transforman cuando lo hacen.

El fracaso puede empezar siendo un azar desafortunado para terminar convertido en un deber y hasta en un motivo de orgullo. Mi fracaso al integrarme y cumplir el destino que la comunidad (familia, escuela, sociedad) en que nací había dispuesto para mí, no sólo supuso el castigo, tan duro en determinados momentos, de la humillación por la reprobación social y la culpa por la decepción que leía en los rostros de mi entorno más cercano. También ha tenido con el tiempo una recompensa: la libertad de la que no tiene qué ganar ni perder y el orgullo de no haber triunfado, de no pertenecer al grupo de los que medraron en un sistema cruel y mezquino. En suma, de estar sola y, pese a todo, haber sobrevivido a un exilio que un día descubres compartido con muchas otras y mejores personas que tú.

Quizá podría decirse así: estuve a punto de tener una vida brillante, pero me gané a pulso la mediocridad. A nadie, salvo a mí misma, debo ambas cosas. Lloré mucho por mi responsabilidad en este proceso de abandono, en esta rendición; todavía me entristece. Pero se me pasa cuando pienso que de ese triunfo se habrían apropiado a la menor ocasión mi escuela y sus enseñanzas, aunque el éxito fuera (como en mi caso) el resultado de una rebelión personal contra ellas, y que muy probablemente me habría corrompido, como corrompen las venganzas o la complicidad con los poderosos, los vencedores.

Un día leí a un poeta (Brodsky, otra vez) aconsejar en la graduación de los alumnos a los que había impartido su inútil y superflua asignatura (literatura): “Intentad vestir de gris. El mimetismo constituye una defensa de la individualidad, no su derrota”. Yo no lo hice a propósito, pero me funcionó: no terminé de encajar en ningún sitio, pero casi siempre resulté invisible y a esa invisibilidad debo más y mejores cosas de las que imaginé. Sobrevivir relativamente ilesa, por ejemplo, al colegio: no era lo suficientemente torpe, fea, contestona o rara y me libré de ser la víctima que todo grupo humano parece necesitar para cohesionarse; escuché, pero me negué a aprender esa primera lección de la escuela que decía que sola no eras, literalmente, nadie, que sólo se podía ser uno entre muchos. A tu elección (esfuerzo y actitud) quedaba si esa multitud era la adecuada o no, la triunfante o la perdedora. Esos eran los valores (los laicos, al menos): valores de una escuela de negocios, valores para una vida de éxito.

El resto de los conocimientos que me impartieron creo que los he olvidado. Me sirvieron para superar etapas, ser declarada apta para seguir en mi “camino al conocimiento” y poco más. Aboné el precio que hay que pagar para tener la oportunidad y el derecho a escalar en la pirámide social y no estar condenada, en primera instancia y sin posibilidad de recurso, a engrosar la base inferior.

Los niños no paran de hacer preguntas, conocen instintivamente el camino hacia el saber verdadero. La escuela, en lugar de alentarlo, sólo les da respuestas cuya provisionalidad oculta, animándoles a buscar siempre exclusivamente eso: respuestas a problemas ya planteados, por el libro de texto o por la realidad. Nadie, ni antes ni ahora, enseña a perfeccionar ese arte de la infancia que es preguntar. A veces intento ponerme socrática con los estudios de mis hijos, y ellos, para mi horror, me frenan porque “nada de eso viene en el libro, se les va a preguntar en un examen ni, por tanto, les sirve para nada”. Como mis padres antes que yo, he sacrificado a mis hijos en el altar de una escuela, pensada, justamente, para acabar con su infancia, su maravillosa y única soledad, por miedo a su marginación. No me queda salvo perdonar a mis padres como espero me perdonen a mí misma.

“Mundo feliz aquel en que los niños no entendiesen ni aun remotamente la pregunta capital del verdadero corruptor de menores: «Y tú, ¿qué quieres ser de mayor?»” (R. Sánchez Ferlosio, Campo de retamas). 

jueves, 20 de septiembre de 2018

Lobo

Foto: Sandra Petersen (Pixabay)

Este texto lo publiqué el 21 de enero de 2017 en otra página en la que entonces colaboraba. No era lo que pretendía sacar hoy, pero se me está resistiendo más de lo que imaginaba rememorar lo que significaron en mi vida los años escolares, que era sobre lo que me había propuesto escribir. El pasado y el presente se me han mezclado y necesito más tiempo para encontrar el nudo a partir del cual desenredar la maraña. Mientras sigo dándole vueltas a la forma de relatar cómo mi educación, como la educación en general a partir de cierto momento, se dispone a matar al niño que eres (ese ser único tan igual a otros como diferente de cualquiera), os dejo este texto de hoy, que cuenta una historia previa, más feliz, en que se rememora un momento en que todavía estaba permitido ser quien eras, ser un niño.

"Si no se es un niño y no se es extremadamente sensible, a un perro se le puede querer sin desesperación, sin miedo de volverse loco, de morir de dolor si la guerra se lo lleva" (Danilo Kiš, "Un perro que habla", Penas precoces).

Por J. Teresa Padilla

No se llamaba Lobo. Nunca supe su nombre, pero daba el tipo. Cuando yo era niña los nombres de perro eran muy limitados. El color era decisivo (Canelos, Moros…). El tamaño menos, aunque si superaba la media y se combinaba con un manto pardo, las posibilidades de llamarse Lobo se incrementaban mucho.

Cuando los niños no estábamos, Lobo deambulaba por nuestro lugar de recreo como un celoso guardián. Era éste un espacio que entonces me parecía muy grande, con el suelo de tierra y algunos juegos (un tobogán, un balancín, quizá un columpio…). Me parecía grande porque, en realidad, lo era. En aquel primer “cole” mío en el que cursé lo que entonces se llamaba preescolar o parvulitos, era prácticamente la misma la superficie dedicada a las clases que la destinada a jugar al aire libre. Y puede que el tiempo asignado a una y otra actividad también estuviera igual de equilibrado.

Personalmente, no recuerdo nada de las aulas. Nada salvo el aspecto que presentaban vistas desde fuera, desde el recreo: unos enormes ventanales tras los que se adivinaban las diminutas mesas y sillas. Ni siquiera me acuerdo de las monjas, aunque al menos sor Inés sí me recordó siempre y me paraba para sonreírme y acariciarme la cara cuando nos encontrábamos por el barrio mucho tiempo después. Sí, guardo en mi cabeza (o en mi corazón, no sé) una imagen borrosa y muy bonita de sor Inés, pero pertenece ya a otra época de mi vida.

Un día instalaron en el recreo un enorme laberinto de hierros coloreados que se retorcían y entremezclaban formando una esfera que, en mi memoria, superaba en altura a cualquier hombre adulto. Semejante coloso pedía a gritos ser conquistado y, aunque de natural era y soy miedosa, me uní a la turba de compañeros en su escalada. Ascendí a lo más alto y, como me suele pasar, caí. Nada sorprendente: desde niña he sido muy torpe (mi padre bromeaba a mi costa atribuyendo indeciso la razón a unos pies demasiado planos o a un culo demasiado gordo) y mi historial está repleto de accidentes de este tipo. Son tantos que sólo puedo recordar dos o tres, memorables por diferentes motivos, y esta caída es uno de ellos.

Salí milagrosamente ilesa, pero me asusté de verdad, y creo que fue en aquel momento cuando descubrí lo que era el miedo físico. También sobrevivió el dichoso artilugio, aunque en mi cabeza está asociado de una manera confusa a prohibiciones y obreros. Supongo que comprobarían que la instalación y el aparato eran seguros y me declararían culpable del accidente por mi ineptitud física.

El arenal que usábamos de recreo, aquella estructura planetaria por la que nunca más osé escalar y Lobo (bueno, Lobo y quizás el jardinero que lo cuidaba). Sólo esto queda en mi memoria de mi primera experiencia escolar. ¿Poco? Para mí no. Lobo fue mi primer amor, puede que el más intenso. Nunca se repitió, ningún otro ser pudo dar la talla. Mucho más tarde tuve mis propios perros, pero tampoco fue igual: Nela, Tula  y Chata eran mis niñas, yo las elegí y crié. No les dejé otra opción que quererme. Lobo, sin embargo, no me pertenecía ni me necesitaba, pero se fijó en mí y me regaló su afecto.

Como tiempo después pasaría en el colegio de verdad (aquel nido de serpientes tan distinto a este paraíso que habitaba Lobo), en el que algunas de mis compañeras se comunicaban a través de la alambrada con sus “novietes” durante el recreo, entre Lobo y yo también había una red metálica que sólo nos permitía rozarnos. Yo introducía mis deditos y sentía en ellos el aire expirado por su nariz, que se humedecía al instante y me mojaba. Ese mínimo contacto, con el que desobedecía las estrictas normas higiénicas que imperaban en mi familia, me hacía feliz. Lobo se daba cuenta y movía su rabo largo y poblado de un lado a otro, como conteniéndose, porque Lobo era un perro serio que sólo con el jardinero se permitía alguna que otra licencia de cachorro.

En cuanto salíamos al recreo yo corría a la verja que nos separaba a nosotros, los niños, de él. Entonces me miraba desde lejos y, si el jardinero estaba dentro ocupado con sus aperos, levantaba la cabeza en su dirección como para pedirle permiso. Aquel viejo y callado jardinero nos sonreía a los dos y, a esa señal, Lobo se acercaba, a un paso discreto y majestuoso, al lugar en el que yo le esperaba. Cuando llegaba pasaba su lomo de pelo largo y dorado por la alambrada, frotándose e inclinándose un poco para ponerlo al alcance de mis dedos, y luego introducía lo poco que cabía de su morro por alguno de los hexágonos que la formaban. Ése era el momento que aprovechaba para tocarlo y, cuando nadie me veía, para acercar mi boca y besarle. Otra norma infringida. Otra gozosa sensación de liberación.

“Es una niña tranquila y buena, aunque con cierta dificultad para relacionarse con los demás”. Éstas u otras palabras parecidas se pudieron leer año tras año en el apartado “Observaciones” de mis notas escolares. Y entonces ya no estaba Lobo, aunque puede que todo empezara con él. Me acostumbró mal. Me lo puso muy fácil. Entenderse con los demás niños no era tan sencillo. No hablemos ya de los adultos. Me acostumbró mal y su pérdida dejó un vacío enorme que tardé mucho tiempo en poder llenar y a un alto precio.

Porque Lobo y yo nos separamos, como era de esperar aunque jamás se me ocurriera semejante posibilidad. Él se quedó con el jardinero y yo me marché al colegio “de verdad”. A veces pasaba con mi madre cerca de aquel patio de recreo en que fui tan feliz y estiraba el cuello en su búsqueda. En alguna ocasión conseguí distinguirlo de lejos. Pero los años pasaron y aquel perro que al oscurecer vigilaba el recreo terminó siendo otro.

Quien dijo que había que temer a los lobos puede que tuviera razón, pero dudo que supiera lo que estaba realmente diciendo. Cuídate de amar a un lobo, sería más exacto: dará unas vueltas sobre sí mismo para tumbarse hecho un ovillo en tu corazón y no se moverá de allí jamás.

jueves, 13 de septiembre de 2018

¡Barco a la vista!

Foto: Free-Photos (Pixabay)
“El mar dará a cada hombre una nueva esperanza, como el dormir le da sueños” (Cristobal Colón).

Por Esperanza Goiri

Este verano tuve la oportunidad de atravesar en transbordador el estuario del río Sado, que comunica las localidades costeras de Setúbal y Troia, en Portugal. Una vez aparcados los coches, sus ocupantes pudimos disfrutar de la travesía en las cubiertas superiores del ferri. Busqué un sitio en la sombra y, parapetada tras las gafas de sol, cerré los ojos y me dediqué a sentir el mar: el olor a salitre y sal, los graznidos de las gaviotas, el viento, el balanceo de la embarcación… Como si estuviera en una marítima e inestable Torre de Babel oía a mi alrededor retazos de conversaciones en diferentes lenguas. Siempre me divierte ese runrún idiomático, propio de los lugares turísticos, e intentar adivinar lo que están diciendo. En esas andaba cuando de repente escuché una voz infantil que, con claridad y notable entusiasmo, gritaba en castellano: ¡Barco a la vista, barco a la vista! Abrí los ojos e identifiqué al animado grumete. Tendría unos seis o siete años y asomado a la barandilla de la cubierta señalaba con su brazo extendido a un pequeño velero que se cruzaba con nuestro barco. Lo miré con simpatía y le hice con la mano un gesto alusivo a que celebraba su avistamiento. Sus palabras me trasladaron instantáneamente a todos los libros de aventuras poblados de piratas, barriles de ron, tesoros, duelos de sables, tierras lejanas y audaces navegantes que me encantaban de pequeña y sigo disfrutando, de vez en cuando, ya adulta.


Foto: Geralt (Pixabay)

El día anterior a la travesía habíamos visitado Sines, ciudad de origen del explorador y marino Vasco de Gama que abrió para Portugal, en 1497, bordeando África, la ruta de las especias con la India. Al atardecer, mientras paseaba por la playa de Troia, cara a cara con el inmenso y bravo Atlántico, sugestionada por la visita, pensaba en todos aquellos hombres que se lanzaban al mar en frágiles naos, sin saber muy bien a qué se enfrentaban, en busca de su particular El Dorado. La mayoría de ellos sin nada que perder, excepto la vida, lo que puede ser mucho o poco según quien lo valore. Resulta paradójico y descorazonador que seis siglos después, en pleno siglo XXI, con disponibilidad de sofisticados y veloces medios de transporte y comunicación, en esta sociedad supuestamente global y avanzada, todos los días cientos de personas sigan embarcándose en botes igual o más endebles que las antiguas goletas, dispuestas a superar mil dificultades y obstáculos, esperando encontrar, como aquellos osados aventureros, una vida mejor más allá de ese mar que parece no tener fin. Es posible que mientras escribo estas líneas algún niño, como mi pequeño compañero de travesía en Troia, pero en circunstancias diametral y dramáticamente opuestas, extienda su brazo y grite con alivio: ¡Barco a la vista!, al divisar en el horizonte una embarcación de la policía costera de cualquier país europeo. De esa Europa que, como los ídolos falsos, va perdiendo la superficial capa dorada y solo deja ver el tosco barro que hay debajo.




jueves, 6 de septiembre de 2018

La carne

Foto: Mario Giacomelli
“No es el ojo sino la carne quien ve” (Michel Henry, Encarnación).

"¡Mis entrañas, mis entrañas!, ¡me duelen las telas del corazón, se me salta el corazón del pecho!" (Jeremías, cap. 4, vers. 19).

Por J. Teresa Padilla

Las lenguas son un poco como los cuerpos. Cuanto más jóvenes, más flexibles. Para un artista de las palabras, esto importa poco (ya se encargan ellos de renovar hasta la lengua más antigua y reacia a la danza). Muy posiblemente hasta preferirían, si tal cosa, "preferir", fuera posible, las viejas, con sus rincones y su polvo de secretos acumulados. No se puede elegir la lengua materna, como no se puede elegir a los progenitores, ni siquiera muchas veces a los que terminamos amando, pero sí es posible renegar de ella o, menos radicalmente, serle “infiel” o “dejarla por otra”, consiguiendo incluso una voz propia en la que era una lengua extraña. Sobrepasa mi limitada comprensión y capacidad, pero el caso se da (Agota Kristof, Milan Kundera, Nabokov, Brodsky…). Algunos, por educación, puede que deban considerarse bilingües y quizá ser excluidos de la lista, pero otros, como la “analfabeta” Agota y Brodsky, demuestran esta sorprendente posibilidad.

En filosofía, sin embargo, los autores en lenguas romances (los anglosajones viven en su mundo, o más bien isla o continente, y no envidian nada a nadie, más bien lo contrario) siempre han parecido menos serios, más literarios o heterodoxos, que los alemanes con su lengua relativamente más moderna. Con sus prefijos y sufijos, su facilidad para los compuestos y la disponibilidad de la palabra de origen latino junto a la más propia para designar diferentes aspectos o acepciones de un mismo término, las traducciones de filosofía alemana resultan tan confusas que se hace imprescindible para comprender algo tener siquiera rudimentos de la lengua original y, al final, tirar de ingenio y talento literario para seguirles en el idioma propio el ritmo. En mis tiempos de estudiante universitaria me harté de oír aquello de que el castellano no era una lengua filosófica, por lo que se la tenía que forzar y retorcer para hacerla entrar en razón (en la Razón). Dudo que en La Sorbona se dijeran este tipo de cosas. De ahí, supongo, la diferente productividad de unos y otros. No sé, pero me imagino yo que existirá un término medio, entre el complejo permanente de inferioridad y el chovinismo, que nos libre de la condena de una lengua supuestamente bárbara.

Todo esto viene a cuento del cuerpo, o de los cuerpos (no en vano la lengua viene a ser el cuerpo del pensamiento). Como casi siempre que se habla de cuerpo, quizá se piense en cuestiones relacionadas de una u otra forma con las mujeres. No sólo porque dé la casualidad de que haya debates abiertos sobre el tema (prostitución, subrogación de la maternidad, etc.), sino porque las mujeres han sido y todavía son fundamentalmente cuerpos. Podría justificar esta afirmación y hacer su genealogía, pero ya hay excelente bibliografía desde antiguo sobre el tema y, aunque resulte raro, no me gusta hablar en el blog de lo que hablo (o callo) en las calles o en las redes. El masculino asume el neutro en la gramática (de algunas lenguas) y en la vida (de todos los mundos conocidos por el momento). Y la mujer (y su cuerpo) es la diferencia, la excepción. Simone de Beauvoir habló de segundo sexo, pero me parece a mí que se trataba más bien del sexo por antonomasia. El otro, el masculino, es mucho más que un sexo, es su sexo (y cuerpo) y el de todos, es él mismo y todo lo que no es él mismo, y por eso, cuando Dios decidió habitar entre nosotros, tuvo que encarnarse, para no excluir a nadie, en el cuerpo de un varón para hacerse hombre, el universal hombre.

Pero no es esto lo que llevo tiempo rumiando en torno al cuerpo sin demasiado resultado. Se trata, más bien, de la cambiante forma en que lo vivimos en general los seres humanos, haciendo abstracción de las peculiaridades de la experiencia “femenina” del cuerpo (ese totum revolutum de biología y perspectivas culturales). La filosofía alemana, cuando reparó en el cuerpo y su peculiar condición intermedia entre el mundo y nosotros (o, un poco más técnicamente, entre lo objetivo y lo subjetivo, o entre lo que aparece y su aparecer), empezó a distinguir con Husserl el Leib (que se suele traducir aquí como “cuerpo vivo”) y el Körper (el cuerpo-cosa o cuerpo objetivo). Eso hasta que Merleau-Ponty, francés por supuesto, empezó a hablar para referirse al primero (debidamente repensado por él, como corresponde, aunque aquí esto no importe) como chair, o sea, carne.

A diferencia de la carne, el cuerpo es esa materia de la que se supone estamos hechos, que obedece las leyes de la física y constituye el objeto de la biología o la medicina, que nos hace visibles para los demás, aunque, si todo se redujera a eso en la relación entre humanos, a ver un cuerpo similar al que nos ofrece el espejo y suponerle (o no, dependiendo casi de nuestro capricho o grado de empatía) un ser, una conciencia o una vida como la propia, nunca seríamos capaces de reconocernos. La carne, por el contrario, es algo íntimo, sentiente y sentida también, pero por dentro, en ningún otro lugar o espacio. Dios no se dio un cuerpo, sino que se encarnó y, al hacerlo, se hizo otro, el Hijo, porque sólo así podía ser de verdad como nosotros, un ser sometido al poder del dolor, el demonio y la muerte. Y, claro está, renunció a la omnipotencia.

Se puede cortar la “mano que escandaliza”, pero no la carne que tortura. Es tan nosotros mismos que sólo cuando lo hace, cuando se vuelve contra nosotros y contra ella misma, la distinguimos de ese cuerpo que vestimos o desnudamos, que cambia y no siempre a nuestro ritmo, que nos decepciona o nos enorgullece, que aceptamos o contra el que nos rebelamos, que nos deja a merced de los otros y nos expone a ser reducidos a meras cosas, a objetos desechables. A merced de los otros y también de nosotros mismos, que nos sentimos capaces de enajenarlo y distanciarnos de él reduciéndolo a un simple instrumento o medio para diferentes fines. De repente nos damos cuenta, siguiendo el hilo de una palabra, que estamos ante algo distinto no sólo del Körper (el cuerpo-cosa), sino hasta del Leib (el cuerpo que toca y se toca, sujeto y objeto en la experiencia del mundo) que se pretendía traducir con ella.

Es fácil ignorar la carne que somos y de la que no disponemos en absoluto (como relativamente sí ocurre con el cuerpo en cualquiera de sus otras dos acepciones) cuando se oculta y olvida de sí misma en el placer o el simple bienestar. Imposible cuando sufre, cuando duele. Porque será el cuerpo el que contraiga una enfermedad, pero quien la padece es la carne. Es su dolor el que sentimos y por el que nos sentimos a nosotros mismos, en carne y hueso, es decir, en persona. Impotentes y expuestos, pero no ya a una cosificación, propia o ajena, que nos permita al menos albergar la esperanza de algún íntimo reducto de inaccesibilidad y salvación, sino a nuestra finitud misma, en carne viva. Dejamos de hacernos ilusiones, de creernos dueños de nada, ni siquiera de ese cuerpo que nos permitíamos mimar o maltratar y del que ahora la carne se ha apropiado por completo hasta el punto de transformarlo, de una posible máscara, en una cárcel.

Carne, entresijos, entrañas. Será por falta de palabras que no podemos pensar.