jueves, 22 de febrero de 2018

Desgana


Sepultura de Antonio Machado y su madre en Collioure. Foto: Ramón Puig

"Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar" (última estrofa de Retrato (XCVII), en Campos de Castilla (1907-1917), grabada en una placa sobre su sepultura).

Por J. Teresa Padilla

Esta semana me ha vencido la pereza. La pereza y un poco la desesperanza. O el escepticismo. A lo mejor todas estas emociones (¿podrá considerarse el escepticismo una emoción?) ya van incluidas en la pereza. Según el diccionario la pereza se vence sacudiéndola. Como una alfombra o un mantel. Más lógico sería que el objeto directo no fuera ella, sino nosotros, y que nos sacudiéramos a nosotros mismos, justamente en un violento desperezamiento más que nada íntimo. A lo mejor es que no es pereza la palabra. Está demasiado ligada al cuerpo y sus músculos, y a las obligaciones y compromisos que nos pesan y, a menudo, nos vencen en (¿o será con?) la pereza.

No, no es la pereza lo que me ha vencido exactamente hasta las 11 de la mañana del día de hoy, en que escribo estas líneas. Escribir para mí ni es una obligación ni un compromiso. Tampoco requiere un esfuerzo físico digno de mención. Lejos de ser una carga, es la forma que he encontrado para quitarme algunas de encima. ¡Desgana!, ésa es la palabra: falta de deseo, de apetito o voluntad que conduce a la inacción. Palabra mucho más expresiva o plástica que el tedio o el ennui de Pascal, por mucho que tiente la pedantería. Ganas, esa palabra, como decía Unamuno, tan castiza, es lo que hay que tener para vivir, el presupuesto de cualquier acción, incluso la de matarse, imposible si no sientes ganas de morir. Las ganas las tienes o no. Claro que también existe la paradójica expresión de no darnos la gana de hacer nada: en ella se mezcla una voluntad explícita de renuncia a cualquier otra voluntad que no sea la de noluntad.

Estoy jugando, lo sé. Soy una escribiente egoísta. Pienso más en mi propio placer, a veces sólo lúdico, otras más apolíneo (si es que se puede llamar así al placer que no se sigue de la jovialidad o la ligereza), que en un potencial lector. Pero estaréis conmigo (espero) en que era la forma menos aburrida de explicar por qué había decidido aprovechar que se cumplen hoy, 22 de febrero, 79 años de la muerte en el exilio francés de Antonio Machado para contaros brevemente una anécdota familiar y transcribir un poema del autor con un especial significado personal.

Mi padre era un poco poeta. Era también un poco pintor y hasta actor, aunque cuando yo le conocí, no escribía y apenas pintaba (mucho menos actuaba): el bricolaje, bastante artístico por lo original y minucioso, terminó siendo la ocupación que se le permitió desarrollar sin trabas, pues, al fin y al cabo, estaba justificada desde un punto de vista pragmático. No disfrutó de facilidades para desarrollar ninguno de sus posibles talentos, aunque tampoco tuvo el tesón para centrarse y apostar fuerte por una vocación. A su manera rebelde se amoldó a lo que se esperaba de él. De él y de cualquier otro, que es lo malo.

El caso es que durante un tiempo consiguió dar cierta satisfacción a su vocación poética y a la actoral, o, más exactamente, por la dirección de actores. Tal oportunidad vino propiciada por la adquisición de un magnetófono. A mis hijos tendría que explicarles lo que es. A la inmensa mayoría de vosotros, por suerte o desgracia, seguro que no. La finalidad principal de aquel aparato monoestereofónico era, sí, oír algo de música (villancicos y coplas, que yo recuerde), pero, sobre todo, grabar, para lo cual tenía un micrófono como los de los locutores de la tele (o casi). Mi padre cogió a cada uno de sus tres hijos, pero especialmente a mí, que para eso era la niña de sus ojos (con los ojos de su madre, o sea, mi abuela, como no paraba de recordarme), y nos hizo aprender de memoria a cada uno algún poema y declamarlo adecuadamente, tras lo cual nos grabó para gozo y disfrute de la posteridad. Siempre se me olvida buscar en mi casa familiar las cintas, que seguro que mi padre, tan ordenado, guardó en algún compartimento de aquellos que manufacturó para convertir un soso mueble bar en un escritorio con cajones y espacios para cualquier tipo de material de escritura imaginable. Yo saqué dos cosas de esta experiencia: descubrí que mi voz no sonaba como yo la oía, sino espantosamente peor, lo que me acomplejó un tanto, pero también me sirvió para tener presente siempre que, en general, una no es para los demás la persona que cree que es. La cosa se las trae y por eso lo dejo así, que si no me salgo del tema de este texto.

Había decidido, pues, debido a mi desgana, limitarme a compartir aquel poema de Machado que, dirigida por mi padre, declamé ante aquel maravilloso micrófono cuya imagen, si no se me ha borrado ya, nunca lo hará. No es el único poema que grabé, pero sí el único que aún recuerdo. A pesar de todo, lo he buscado en mi ejemplar de Poesías completas para no equivocarme al transcribirlo:

Yo voy soñando caminos
de la tarde. ¡Las colinas
doradas, los verdes pinos,
las polvorientas encinas!...
¿Adónde el camino irá?
Yo voy cantando, viajero
a lo largo del sendero...
-La tarde cayendo está-.
"En el corazón tenía
la espina de una pasión;
logré arrancármela un día:
ya no siento el corazón".

Y todo el campo un momento
se queda, mudo y sombrío,
meditando. Suena el viento
en los álamos del río.

La tarde más se oscurece;
y el camino que serpea
y débilmente blanquea,
se enturbia y desaparece.

Mi cantar vuelve a plañir:
"Aguda espina dorada,
quién te pudiera sentir
en el corazón clavada" (Soledades (1899-1907). XI).

Así hubiera acabado esta entrada, si no fuera porque dentro de este libro he encontrado una cuartilla blanca arrancada de un cuaderno de espiral en la que aparece escrito, con una letra que reconozco como la que fue mía y perdí hace muchísimo tiempo, lo que parece un poema. Sin autor expreso. Tras "guglearlo" (perdón por el palabro) por si era una copia manuscrita de la obra de otro, todo parece indicar que lo escribí yo. Estas cosas, algo aterradoras, pasan cuando hojeas tus libros de 1980.

He decidido compartirlo. No creo que valga nada. A mi edad se pierde bastante la vergüenza y yo, particularmente, no tengo reputación que salvaguardar. Así pues, que quede grabado aquí (como aquella voz mía que soñaba caminos machadianos lo está) que un 22 de febrero, en el aniversario de la muerte de un poeta, me encontré con parte de la que en un tiempo debí ser y no me reconocí. Como no reconocía ni reconozco mi voz grabada. Con la esperanza, vana probablemente, de que otro sí pueda y me confirme que sí, que ésa soy yo.

Las cosas se derrumban,
los muros se derrumban,
las gentes se derrumban.
Piedra a piedra hasta hacerse arena
se derrumban.
Y cuando son arena
se moldean.
Y se pisan.
Suaves cojines de cuerpos más fuertes.

Todo se derrumba.
Todo se hace arena.
Todo se moldea.
En la playa
la ola abofetea.
En la montaña
el aire ahoga
(ahoga o raja),
ahoga y raja .

No eres viento,
Ni eres ola,
Ni muro que se derrumba.
Pero que se derrumba
todo, recuérdalo.

(Dedico esta entrada a Carmen, que esta mañana recordaba en Facebook que tal día como hoy nació su padre en un capicúa insuperable. Por poco inteligible que sea, me ha inspirado un texto que no sabía las ganas que tenía de escribir).

jueves, 15 de febrero de 2018

Stoner

Stoner. John Williams.

Baile del sol: Tenerife, 2015. 240 pp. 15,60 euros.

 

"En aquella época del año puedes contemplar en mí,
cuando hojas amarillas, ninguna ya o algunas, cuelgan
aún de las ramas que tiritan de frío,
desnudos coros ruinosos donde cantaban tarde dulces aves.

En mí ves el ocaso de aquel día,
como tras el crepúsculo se esfuma en Occidente,
poco a poco, robado por la negra noche,
gemela de la muerte que condena todo al reposo.

En mí ves el rescoldo de aquel fuego,
que sobre las cenizas de su juventud yace,
como el lecho de muerte en que ha de expirar,
consumido por aquello que lo alimentaba.

Esto percibes, lo que hace tu amor más fuerte
para amar bien aquello que abandonarás pronto"* (W. Shakespeare, Soneto 73).

Por J. Teresa Padilla

Esto no es exactamente una reseña. Ya hay una excelente de esta novela en el blog de Ana Blasfuemia (a quien, además, debo el empujón que me ha llevado a leerla, por fin). Poco podría añadir a la misma, en todo caso cabría plagiarla, pero una, a pesar de las apariencias y algún indicio razonable en contra, es en el fondo gente honrada (por lo menos cuando tiene claro que la van a pillar). Por favor, pinchad en el enlace, porque la novela (y la reseña de Ana) lo merece. Mientras, yo me centraré (todo lo que soy capaz, que no es mucho, como sabéis quienes me conocéis) en lo secundario.

Fijaos cómo estoy de la cabeza que Stoner ha quedado asociada en ella a otra novela americana (La mancha humana de Philip Roth) que lleva esperando en mi mesa una reseña que no me decido a escribir ni puedo asegurar que termine escribiendo, y eso que me ha hecho amar a Roth (sí, a ese Roth, Philip Roth). A primera vista lo único que tienen en común es que sus protagonistas son profesores universitarios. La delicada forma de narrar de John Williams es eso, delicada, clásica: fluye como un río aparentemente tranquilo en la única dirección que parece posible, la natural. La de Philiph Roth es, por el contrario, tan eficaz como abrupta, con un autor incapaz de negarse en lo que escribe, de disimular la sombra que proyecta (“la prosa es prosa porque tiene sombra, la sombra del tío que está encima”, decía Umbral) hasta el punto de optar por convertirse, como suele ser habitual en Roth, en un personaje más. A Williams, sin embargo, no se le ve ni se le espera. Y, por si acaso, nos advierte en la dedicatoria (a sus compañeros en la Universidad de Misuri) que se lo ha inventado todo, que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Vamos, esas cosas que sólo se dicen, sin caer en lo ridículo, cuando las historias y personajes son tan creíbles que pueden llevar a confusión. Y, efectivamente, es una novela llena de entes de ficción de carne y hueso, más carne y más hueso que la mayoría de nosotros. Milagros de las miradas creadoras, ya sabéis.

Pero, aparte de la obviedad de ser dos novelas americanas sobre profesores universitarios, me sigue pareciendo que hay algo más en común. Las dos hablan de hombres corrientes, pero que, por decirlo de algún modo, burlaron su destino y llegaron a ser ellos mismos: únicos, con sus fracasos y sus raros éxitos. El enérgico y rebelde protagonista de la de Roth, por voluntad propia, pues es un hombre que se hace a sí mismo en el sentido más literal: un luchador, un farsante que hace verdadera su máscara. Stoner, en las antípodas, arrastrado por un amor súbito y difícilmente expresable. El caso es que, por diferentes caminos, los dos traicionan sus orígenes, abandonan a sus madres y son responsables de un dolor mudo, pero profundo, que terminan pagando porque en la vida nada es gratis, salvo para los ignorantes malvados con piel de elefante que ni se dan cuenta. Dos historias narradas de dos diferentes, pero igual de asombrosas, maneras en las que hay momentos descriptivos deslumbrantes, aunque en esto último los de John Williams te dejan sin aliento.

John Williams.

Stoner narra, sencillamente, la historia de un hombre desde 1910, en que inicia sus estudios universitarios, hasta su muerte cuando estaba a punto de jubilarse. Testigo, pues, de un siglo XX lleno de horror. Hijo de campesinos muy modestos, Stoner es como ellos, como los seres que viven en las poesías de Robert Frost: silenciosos, encerrados en sí mismos, celosos de la intimidad de unos sentimientos que las palabras no pueden sino violar.

“Llevaba siempre cerca de su conciencia el conocimiento sanguíneo de su herencia, transmitida por ancestros cuyas vidas fueron oscuras, duras y estoicas, y cuya ética común era la de mostrar a un mundo opresivo rostros inexpresivos, duros y fríos”.

Con sus curtidas manos de labrador, Stoner llega a la universidad alentado por su maestro, no para abrirse a nuevos horizontes ni cambiar de vida, sino únicamente con el fin de prepararse mejor para su destino. Sus padres renuncian a unas manos que necesitan mientras él vive en semiesclavitud con unos familiares a la vez que estudia agricultura. Y entonces sucede. Un soneto de Shakespeare en boca de un profesor secretamente enamorado de lo que enseña y que, sólo ocasionalmente, cuando vence su propio desengaño de la vida, de las palabras y de su amor por ellas, se deja llevar por la pasión, se cruza en su camino.

“El señor Shakespeare le habla a través de trescientos años, señor Stoner, ¿le escucha?”.

Le ha escuchado, pero no puede hablar. El amor por la palabra, como todo amor, le deja en principio mudo. Sólo alcanza a dejar sus estudios por los de letras. No volverá a la granja ni a la vida a la que estaba destinado. No sabe, hasta que, de nuevo, su profesor de literatura de segundo se lo descubre, que él también será profesor; que es profesor sin saberlo aún.

“«¿Cómo lo sabe? ¿Cómo puede estar seguro?» «Es amor, señor Stoner», dijo Sloane jovial. «Usted está enamorado. Así de sencillo»”.

Luego llegan otros amores, pero ninguno capaz de imponerse sobre esa pasión por las palabras y la posibilidad, aunque sea ocasional, de poder transmitirla a otros.

Llega Edith, su esposa, esa mujer conducida por la educación victoriana a una neurosis destructiva, un animal domesticado y criado para seducir en un circo masculino y, una vez logrado su objetivo, marchitarse, no sin antes pasar el relevo a la siguiente generación.

Está su hija, Grace, tan parecida a él que se somete al destino que se le impone en esa inveterada tradición femenina de sumisión al rol impuesto. Se somete hasta el punto de no encontrar otra forma de huida y rebelión que la autodestrucción:

“Era, como ella misma había dicho, casi feliz con su pena, viviría su vida tranquilamente, bebiendo un poco más cada año, aturdiéndose frente a la nada en la que se había convertido su vida. Estaba contenta de tener aquello al menos, agradecida de poder beber”.

Está Edith, ese amor convencional y debido. Grace, y ese afecto íntimo, casi indistinguible del amor a uno mismo que, como éste, no es lo suficientemente fuerte para salvar lo amado. Y, por último, está Katherine, la mujer gracias a la cual descubre que sólo se puede conocer y amar de verdad a alguien a través de su cuerpo, que sólo se descubre el propio cuerpo gracias al cuerpo amado. Que el cuerpo, en fin, ése que a Edith le enseñaron a negar hasta extremos patológicos, el que Grace prácticamente prostituye para escapar, es sagrado.

“Le venía a la cabeza que nunca antes había conocido el cuerpo de otra persona y, más allá de eso, le venía también a la cabeza que ése era el motivo por el cual siempre, sin saber por qué, había hecho distinciones entre la personalidad de alguien y el cuerpo que portaba esa personalidad. Y le vino a la cabeza, por fin, con lucidez irrevocable, que él nunca había conocido a ningún otro ser humano, ni en la intimidad, ni tampoco en la confianza del calor humano del compromiso”.

Y al final la muerte. Unas páginas finales que merecían ser aprendidas de memoria, una descripción prodigiosa del morir mismo en el que descubrimos y bendecimos la vida, nuestra vida imperfecta, pues, ¿qué esperábamos que fuera?

“¿Qué esperabas?, pensó otra vez.

Le sobrevino cierta alegría, como traída por la brisa del verano. Recordó vagamente que había estado pensando en el fracaso… Como si importara. Ahora le parecía que tales pensamientos eran negativos, indignos de lo que había sido su vida. Nebulosas presencias se agolparon en los márgenes de su conciencia; no podía verlas, pero sabía que estaban ahí, reuniendo fuerzas para convertirse en una clase de evidencia que no podía ver ni oír. Se aproximaba a ellas, lo sabía, pero no había ninguna prisa. Podía ignorarlas si quería, tenía todo el tiempo que quedara.

Había suavidad a su alrededor y lasitud creciente en sus extremidades. El sentido de su propia identidad le llegó con fuerza repentina y sintió su poder. Era él mismo y sabía lo que había sido”.


*"That time of year thou mayst in me behold,
When yellow leaves, or none, or few do hang
Upon those bought which shake against the cold,
Bare ruin'd choir, where late the sweet birds sang.

In me thou seest the twilight of such day,
As after sunset fadeth in the West,
Which by and by black night doth take away,
Death's second self that seals up all in rest.

In me thou seest the glowing of such fire,
That on the ashes of his youth doth lie,
As the death-bed, whereon it must expire,
Consum'd with that which is was nourish'd by.

This thou perceiv'st, which makes thy love more stong,
To love that well, which thou must leave ere long".
(La versión castellana citada al principio es el resultado de la combinación, a gusto de mi propio oído, de la traducción ofrecida por Antonio Díez Fernández, el traductor de la novela,  y la de Ramón García González).

jueves, 8 de febrero de 2018

Miradas

Foto: Vivian Maier. Self-Portrait, 1954

“Por sí misma, la realidad no vale un centavo. Es la percepción lo que le confiere significado a la realidad. Hay una jerarquía entre las percepciones (y por consiguiente entre los significados) en la que aquéllas adquiridas mediante los prismas más refinados y sensibles ocupan la cima. Es la cultura, única fuente de suministro, la que aporta a dichos prismas el refinamiento y la sensibilidad; es la civilización, cuya principal herramienta es el lenguaje” (J. Brodsky).

Por J. Teresa Padilla

Números, datos, hechos. Siempre ha sido una creencia natural, ingenua por irreflexiva, la de no sólo dar por buena, que lo es en cierta medida, la visión más común de las cosas, sino tenerla por la única aceptable. Se tiende a olvidar que, al fin y al cabo, es eso, una visión, y no una realidad independiente de nuestra mirada, como suponemos. Siempre ha sido así: podría decirse que somos “realistas” por naturaleza, que nos fiamos más de las cosas que de nosotros mismos, sin percatarnos de que ellas, con toda su solidez, no son sino una realidad configurada por siglos y siglos de miradas humanas, heredada, cultural. Y no por ello menos verdadera que esa realidad que imaginamos ajena a nosotros.

¡No, no; eso es idealismo! Un delirio desenmascarado en su momento por el materialismo histórico, ya sabéis, la maravillosa teoría que blandieron en 1917 revolucionarios empeñados en hacer a los hombres felices como fuera, aun a costa de sus vidas (la frase no es mía, pero soy incapaz de recordar a quién se la he leído). Sus consecuencias prácticas terminaron por avergonzar a la inteligencia filosófica, hasta entonces fascinada por esta explicación tan concluyente y totalizadora, que decidió entonces tirar por la calle del medio, a saber: reducir la filosofía a semiótica, renunciar al problema de la verdad y, por tanto, dejar ese marrón a otros. En realidad, salvo alguna escuela minoritaria y poco dada al espectáculo de las entrevistas y los coloquios, a saber, la que trabaja en las catacumbas de las universidades, la verdad dejó de importar en general y la cuestión quedó reducida a la realidad de lo real, para decidir lo cual está la ciencia (o, hablando con exactitud, las ciencias).

La ciencia y su datos, suficientemente exactos, más o menos inmutables. Ella es la nueva iglesia de una nueva fe que ha hecho de la que Husserl (el maestro de la minoría subterránea antes mencionada) llamaba actitud natural, prefilosófica, una nueva religión. Una religión politeísta, pues no hay una ciencia suprema, sino muchas, con diferentes objetos y métodos, pero que por adición se supone que agotan lo real. De esta suma resulta una realidad bastante desestructurada, un puzle cuyas piezas nadie sabe a quién o qué corresponde encajar. De hecho, ninguna ciencia está encargada ni ha sentido necesidad de conectarlas, por lo que queda sancionado que no lo están, que esto es en el fondo lo que hay.

A la menor objeción o intento de amotinamiento ante esta realidad caleidoscópica que se nos ofrece como única probada, "verdadera", los fieles de esta religión, adoctrinados convenientemente en los catecismos de la nueva fe (los textos de divulgación científica convertidos en auténticos best sellers), te plantan un gráfico, una estadística o una ristra de cifras extraídas de alguno de los escritos de los doctores de esta iglesia o de simples aspirantes a serlo. Como si todo tema con interés fuera en el fondo científico, porque lo que queda fuera de la ciencia es asunto ya sólo del capricho de la opinión y el gusto de cada cual, de lo arbitrario, lo que no necesita justificación, lo irracional.

Si esto es más o menos como lo describo, entonces tengo que concluir que vivo tiempos oscuros. Es nuestra mirada la que da sentido a la realidad, la que la dota de significado. Y esa red de significados, esa estructura significativa, es la que crea el mundo que habitamos. Un mundo real o tan real como nuestras vidas, las que vivimos cada uno de nosotros, no la que estudia la biología y nadie en realidad vive. Lo dijeron, y todavía dicen, algunos filósofos, pero son los poetas, como Brodsky, los que no se avergüenzan de proclamar que es la cultura, la civilización, como creación humana, lingüística en un sentido muy amplio, la responsable de la realidad en la que efectivamente vivimos. Ésta es la verdadera realidad, la única, desde luego, en que se puede o vale la pena existir. En ella hunden sus raíces todas las demás creaciones humanas: la literatura, las artes plásticas, la técnica y la propia ciencia. Si la ciencia se erige en la última palabra sobre lo que verdaderamente es, está negándose a sí misma sus orígenes, matando a sus padres y declarándose expósita. Si esto sucede, todo lo demás queda reducido a una cuestión de gusto u opinión meramente individual y subjetiva en su peor acepción (la que aísla y separa del otro), y negamos así la posibilidad de comunicar nuestras respectivas miradas, de enfrentarlas y enriquecerlas, de mantener viva y renovada una cultura que es una creación del hombre, pero nunca una suma arbitraria de ocurrencias.

No sé lo que me pone más furiosa cuando creo estar conversando con mis semejantes: que me planten un diagrama estadístico y me acribillen con una ráfaga de cifras que supuestamente hablan por sí solas, o que alguna voz conciliadora ponga fin a la discusión con un “cada cual tiene su opinión” (y se da por supuesto que todas tienen el mismo valor, porque no hay esa referencia cultural de la que hablaba Brodsky que establece la jerarquía entre ellas). Son la cara y la cruz de esa única moneda, aparentemente, de curso legal hoy.

Foto: Teju Cole
Pero cuando estás a punto de rendirte, de callar y recluirte mientras dejas el ruido del mundo en manos de la más detestable de las ignorancias, la del experto, entonces desde ese otro mundo, desde esa realidad poblada por las voces de los ausentes, alguien, Brodsky o esa extraordinaria anciana de sesenta y cinco años capaz de detener con sus palabras y su memoria, a punto de desfallecer, la cultura de toda una nación, Nadiezhda Mandelstam, o una fotógrafa rescatada casual y póstumamente del anonimato como Vivian Maier, e incluso una compañera descubriendo el amor en una simple planta, me recuerdan que la excentricidad, el exilio, el anonimato y el fracaso son, en ocasiones, las únicas fuentes de lucidez, burbujas en las que poder ser libres y humanos.

Cuántas miradas son posibles. Cuántos mundos. La increíble foto de Maier nos muestra tres, ¿o son cuatro? Cuántas palabras, ideas, poemas, relatos. Cuánto, como casi ocurre con esta foto o los poemas de Mandelstam, se habrá extraviado, quedado oculto o destruido. Cuánto de lo que ha visto la luz perdurará y cuánto quedará en un merecido, o no, olvido. Es el drama de la cultura. No, por favor, no me deis cifras.

jueves, 1 de febrero de 2018

La planta



Foto: Bkrmadtyakarki (PIxabay)

Por Esperanza Goiri

Tenía nueve años cuando le regalé a mi madre una planta para festejar el primer domingo de mayo. Para mí fue una compra importante. Hasta ese momento los obsequios, en tan señalada fecha (Día de la Madre), se habían limitado a las típicas manualidades que hacía en el colegio. Siempre me parecían una birria a pesar del entusiasmo con que eran recibidas. Así que me propuse ahorrar para poder adquirir lo que mi mente infantil consideraba un regalo de verdad.

En aquella época, de vez en cuando, por las tardes, al regresar mi padre del trabajo, le acompañaba a Aurrerá, un comercio de origen mexicano en el que vendían un poco de todo y algunos productos de importación difíciles de encontrar en otros sitios. En la España de los años 70 constituía toda una novedad. Además, disponían de una cafetería de estilo americano donde servían unos batidos y helados estupendos. Me encantaban aquellas escapadas porque disfrutaba de mi padre en exclusiva y siempre caía algún caprichito.

Cuando llegó la fecha oportuna, después de vaciar mi hucha, metí las 12 pesetas, a lo que ascendía todo mi capital, en un monedero blanco y rojo, dispuesta a comprar el regalo materno en Aurrerá. Tras volver loco a mi padre y dar mil vueltas entre las estanterías, me decidí por una planta. Me pareció carísima (diez pesetas), pero pudo más el deseo de impresionar a mi madre. La envolvieron en un papel de celofán y la transporté por la calle como si llevara en mis manos el tesoro de Moctezuma.

Como podéis suponer, a mi madre le hizo una ilusión tremenda. La colocó en un macetero muy bonito y desde ese momento pasó a formar parte del reino vegetal de nuestra casa. La planta no era especialmente vistosa, ni exótica, ni delicada. Rara es el calificativo que mejor le cuadraba. Rara, y duradera. Porque, sí, todavía existe.

Mi madre tenía buena mano con las plantas. Es cierto que la que yo le regalé tuvo una grave crisis durante un verano, y se quedó sin hojas. Como la cogió mucho cariño, le dio pena tirarla y redobló sus esfuerzos y mimos con ella. Total, que resurgió de sus cenizas exuberante y lozana.

La protagonista de la entrada  (Foto: Esperanza Goiri)

Los años pasaron y la planta ahí seguía, como un elemento decorativo más. De esos en los que apenas te fijas pero que forman parte indisoluble de tu memoria. Cuando mi madre enfermó, Graciela, la persona que nos ayudó a cuidarla en su etapa final, se encargó de las plantas. La mía, en concreto, experimentó un desarrollo espectacular e, incluso, antinatural. Se cernía amenazante sobre las otras con las que compartía espacio, como si las quisiera devorar. Estando ya mi madre muy mal, floreció por primera y única vez. Fue una floración singular, unas piñas verdes y blancas, bulbosas. Graciela lo achacó a su truco de añadir al agua un chorrito de leche. Yo más bien lo interpreté como una rebelión ante lo que le estaba sucediendo a su dueña. Cuanto peor estaba mi madre más pletórica se ponía ella.

Mi madre nos dejó y cerramos su piso definitivamente, sólo nos faltaban por llevar los recuerdos y las plantas. Lo único vivo que quedaba ya en esa casa. Ha sido más fácil acomodar las plantas que los recuerdos.

Desde hace cinco años la planta luce en mi salón. Está bonita y frondosa. No le dedico especial atención, la trato como al resto. Pero me preocupo cuando se le cae alguna hoja y celebro sus brotes tiernos, de un verde más claro. No ha vuelto a dar flores y ha perdido ese aire inquietante que tanto me intranquilizaba durante la dolencia de mi madre. Quiero creer que significa que las dos están en paz.

Llamadme tonta y sentimental, pero a veces me siento como el personaje de “La Bestia” observando la rosa dentro del fanal. Intuyo que, si algún día la planta llega a marchitarse, se romperá un lazo intangible e íntimo que solo yo soy capaz de apreciar.