martes, 1 de diciembre de 2020

Mi vida querida

Mi vida querida. Alice Munro

Trad.: Eugenia Vázquez Nacarino

Lumen: Barcelona, 2012



Por J. Teresa Padilla

Notas de lectura. Estaría bien haberlas tomado durante la misma, pero he descubierto que ya no soy capaz. Tengo que sumergirme en lo que leo, dejarme seducir sin oponer resistencia, olvidarme de mí misma y hasta idiotizarme un poco, y sólo al final sacar la cabeza para respirar, tomar algo de distancia, e intentar recordar qué era eso que ha conseguido enredarme en otras vidas ajenas. Nunca llego a descubrirlo y quizá sea ésta la cuestión no resuelta que me lleva a seguir leyendo, un poco a ciegas, tanteando y probando esto y aquello. La lectura es un fracaso, en cierta forma necesario, un naufragio (cuánto aprendí en Moby Dick, a ver si algún día me veo con fuerzas para escribirlo). Como las buenas historias, que siempre son vidas.

Leer es como vivir y amar, o lo que sea eso tan esperanzador como decepcionante, tan real como ilusorio. Escribir sobre lo vivido, leído y, aun por un solo un instante, amado es una forma de entender y conservar esa experiencia rara y frustrante que es la lectura (y el amor, la vida…): queda un recuerdo confuso, como en la resaca, y la impresión de moverse siempre en la superficie de lo que no importa, de lo inesencial, aun con la inquietud de que cualquiera de esas nimiedades pueda dar un giro en cualquier momento y convertirse en una valiosa pista (y algo parecido pasa mucho en estos relatos de Munro). Es la pista de algo de lo que se ignora todo salvo esa sensación de que se escapa siempre por muy poco. Lo mismo no es nada. Igual lo que realmente cuenta es sólo que la pista active un resorte de alerta que abra un camino hacia algo, hacia una respuesta de la que la mayoría de las veces no sabes ni la pregunta que le corresponde.

Empiezo estas notas con este libro de relatos de Alice Munro tras el intento fallido de hacer una reseña más informativa o seria de una novela, según su autora, Natalia Ginzburg, imperfecta, que no por ello prescindible. No me rindo. Y espero poder escribir algo otro día sobre ella, aunque sea de esta forma nada exhaustiva, personal y caótica en que voy a comentar los relatos de Munro, que me han gustado mucho, aunque no me han llegado tan hondo (o me han arrastrado tan profundo) como la novela de Ginzburg, y justo por eso me resulta más fácil comenzar por ellos. Al fin y al cabo, escribo como vivo, como vivimos todos: en una lucha contra el tiempo y todo lo que se empeña en arrebatarnos. Si con estas líneas consigo, a la vez que retener algo para mí, seducir a otro para que se decida a probar la dulzura y el amargor de leer según qué cosas, bien está. Muy bien, en realidad, pues la vida, la querida y detestada vida de una, habrá hecho entonces algún bien y éste es el único sentido, y no pequeño, que tiene, si lo tiene.

Mi vida querida es un libro de relatos cortos, lo primero que leo de esta laureada escritora canadiense. Cuando los textos breves no son meros cuentos, sino que tienen vida (“esto no es un cuento, tan sólo es la vida”, se dice en uno de los de este volumen), crean en su conjunto, leídos uno tras otro, una especie de gran relato entrecortado donde los narradores, personajes, paisajes y momentos cambian y, a pesar de todo, hay una continuidad, no una mera recopilación de historias. Una continuidad más difícil de conseguir que en los relatos unitarios, por llamarlos de alguna manera. Esto hay que saberlo hacer y no es nada sencillo. Como difícil es ya de por sí el buen relato corto, en el que es más complicado disimular los trucos y trampas de algunos de los más largos: aquí hay que deslumbrar con un destello de luces largas, no distraer con “cuentos” que trancurren siempre con las cortas puestas (eso que se llama trama) hasta su desenlace más o menos sorprendente. Como si algo acabara de alguna otra forma que con su fin. 

En estos relatos de Munro hay hombres y mujeres que hablan en primera persona o cuyas historias relata una narradora extrañamente presente en lo contado a pesar de su ausencia, una de esas narradoras que no vive en otros mundos, plenos de realidad y omnisciencia, sino que deambula alrededor de sus personajes hasta que se confunde con cualquiera de ellos.

Son personas que huyen o lo intentan, desengañadas casi siempre, se desorientan y también encuentran caminos entre la vegetación familiar, recuerdan, sueñan, sueñan que recuerdan o recuerdan sueños. Y olvidan, o hacen lo posible por conseguirlo.

Son gente corriente y única, a veces invisible tras sus convencionalismos y mezquindades, pero de las que no hay que fiarse: a veces se sobreponen a sí mismas y sorprenden. Es raro, pero nunca puede descartarse.

Y entre todas ellas están las niñas, con la libertad, el atrevimiento y la expresividad que han de perder (y a sí mismas) justamente para no descarriarse como mujeres fuera de los márgenes de lo tolerado en esos años de mediados del siglo pasado (dejémoslo ahí, en el pasado).

No son las únicas pérdidas. Hombres, mujeres y niñas (no recuerdo, ahora mismo, si hay niños, en singular, más allá del grupo de los aprendices de machos intimidatorios) se dan de bruces con la ausencia de quienes más les importan, tan secretamente deseada en unos casos (“a la gente se le ocurren ideas que preferirían no tener”), tan inconscientemente asumida, en otros, mucho antes de que su auténtico significado se revelara: que ya no estaban ni volverían a estar jamás.

Se pierden llaves, palabras, direcciones y hasta la cabeza, pero sobre todo la sabiduría de la infancia y de la vejez, con toda esa confusión que la acompaña y nubla.

Padres, madres, amantes, maridos. Imperfectos, amados, decepcionantes. Y mujeres diversas, lo que constituye la más feminista de las afirmaciones: únicas en sus convencionalismos y en su sumisión. Y en el fracaso o la impotencia de su rebeldía y desobediencia. Vivas y muertas, lúcidas y dementes, hermosas o más discretas. Mujeres que no dejan de esperar a que la vida, eso que les han dicho debe pasar, comience de una vez (y aquí enlaza, como un milagro literario realizado especialmente para mí, esa novela corta de Ginzburg de la que tengo pendiente decir algo); mujeres temerosas de su “señor” a las que, un buen día (o quizá siempre en el fondo), éste y sus sentimientos “les traen sin cuidado”. Mujeres que consideran que ya es demasiado tarde para todo y se resignan, pues “siempre podría haber sido peor, mucho peor”. Mujeres que creen en la magia y los milagros, “hasta que un día, ya en la adolescencia” descubren “con una vaga sensación de vacío” que ya no lo creen, que han dejado atrás la infancia. Y se equivocan, añadiría yo, que acabo de confesar un guiño imposible sólo dirigido a mí y que me devuelve de Munro a Ginzburg.

“Solemos decir que hay cosas que no se pueden perdonar, o que nunca podríamos perdonarnos. Y sin embargo las hacemos, las hacemos a todas horas”. Así acaba este libro y el último de los cuatro relatos finales, imperfectamente autobiográficos, que lo cierran separándose de los anteriores, no tanto por sí mismos (a mi modo de ver), sino por voluntad de su autora. Es, dice, “lo primero y lo último –y lo más íntimo- de cuanto tengo que decir sobre mi propia vida”. ¡Qué suerte tener una vida propia y tantas otras ajenas y queridas! 

Fuente foto: Zenda