jueves, 28 de junio de 2018

Correspondencia

Foto: Juantiagues


Por J. Teresa Padilla

Reviso la correspondencia. La que llega a mi casa y a la de mi madre, porque mi hermano pequeño, que es el que se pasa por allí casi todos los días, como ha hecho siempre, incluso cuando ya llevaba años viviendo fuera y mi madre seguía esperándole con la comida preparada, tiene un pánico, entre cómico y trágico, a la letra escrita en sobres con membretes de bancos, ayuntamientos y otros organismos no biológicos. Que yo sepa no tiene nada pendiente con la Justicia, si acaso alguna multa, pero se comporta como si fuera a ser detenido en cualquier momento por su incapacidad innata para interpretar correctamente el lenguaje burocrático de alguna misiva.

Cuando llegan por correo ordinario, y aunque raramente van dirigidas a él, es capaz de vencer su repulsión y las abre. Las ojea y me las pasa para que yo haga lo que crea conveniente con ellas. Curiosamente la factura de la luz sí la mira con algo más de detenimiento para decirme que le parece que se paga demasiado e investigue a ver si encuentro algo más barato, porque es de sobra conocido que las facturas de la luz y las diferentes tarifas a nuestra disposición en las distintas compañías no tienen secretos para mí. Harta estoy de decirle que no tengo ni idea y que a las eléctricas es mejor evitarlas como a un nublado, porque es imposible tener la instalación al día de unas normativas de seguridad que cambian a cada poco precisamente para quitarte de la cabeza lo de darte, aun por un breve lapso de tiempo, de baja, y luego te piden para el alta unos “boletines” que lo confirmen y tiene que hacerte un electricista colegiado (al que, como poco, has de pagar la visita de cortesía, eso si no tiene que cambiar toda la caja de fusibles), papeles que la compañía se toma luego con mucha calma aprobar. Mucha es mucha: no hablo de semanas, sino de meses. De hecho, la reforma de mi piso, célebre por haber sido una de las más largas y accidentadas de la historia de mi comunidad de vecinos, aparte de responsable de los años que he tardado en atreverme a mirar a la cara a algunos de ellos, duró prácticamente seis, y aunque, entre las primeras cosas que se hicieron, estuvo la instalación eléctrica y el dichoso boletín, la luz no se hizo oficialmente hasta casi el final de mi particular Escorial. En vano rogamos un alta provisional para poder enchufar las Black & Decker. La eléctrica se mostró inflexible. Cómo se consiguió sobrevivir (por los pelos, todo hay que decirlo) y realizar la dichosa reforma sin que la empresa distribuidora se dignara apresurarse para decidir si merecíamos o no la gracia de que hiciera aquello que la adjetiva y da sentido a su ser, es decir, distribuirnos la vital fuente de energía, es algo que, aunque supongo que habrá prescrito, no voy a contar acogiéndome al derecho a la no autoincriminación (art. 24.2 de la Constitución Española).

Entre ese correo ordinario dirigido a mi madre ha llegado el del banco, con todos los recibos que tiene domiciliados, incluidos el de la luz. Pero, como para endulzar su contenido, dedica la primera página a recordarte lo que piensa en ti y complacerse en informarte de que dispones, si lo deseas (y ellos no cambian de opinión, eventualidad recogida en la letra chica), de cinco mil cuatrocientos euros para, literalmente, “cumplir la ilusión o idea que tenga pendiente”. Me ha dado la risa tonta y, si puedo decir una cursilería al nivel de la publicidad humanista de las entidades financieras, me ha embargado también una enorme paz interior. Ni a mi madre ni a mí nos terminarían concediendo el crédito, que estamos las dos más tiesas que la mojama, pero lo grandioso del asunto es que no hay dinero que pueda ayudar a cumplir nuestras ilusiones e ideas pendientes. Ni un banco con todos sus fondos y buena voluntad (aj, aj..., perdón, que me he atragantado) lo conseguiría. Es para sentirse desesperada o libre. Me quedo con libre.

Hace un par de meses lo que llegó a casa de mi madre fue un certificado. Si el correo ordinario genera en mi hermano cierta tensión, los certificados, aunque tampoco suelen estar dirigidos a él sino a mi madre o a mí, como su representante oficiosa, directamente le queman las manos. Y eso que no era siquiera el certificado, sino la notificación del mismo. Me llamó en estado de pánico dispuesto a venir a buscarme a casa y llevarme a Correos a recoger el potencialmente letal sobre. Ya lo paso mal en el coche con él siempre como para encima aceptar que me lleve a ninguna parte en semejante estado. Le convencí para que se pasara al día siguiente, que mi casa le pilla de paso a la de mi madre y la oficina de Correos, para que le firmara la notificación y le diera la copia de mi DNI, asegurándole que con eso hasta el más agrio funcionario le entregaría sin problemas el certificado en cuestión. Después me lo podía leer por teléfono. Venciendo sus más íntimas e inconfesables fobias, el plan se realizó según lo previsto. Más o menos. A la hora de leerme el contenido (que versaba sobre mi madre y su valoración de dependencia), casi entre lágrimas, abrumado por los artículos, leyes y palabras extrañas que aparecían en el papel, se reconoció finalmente incapaz de seguir leyendo porque no entendía nada. Ni yo, porque no sé si habéis caído en lo difícil que resulta entender al que te lee sin comprender lo que dice. Le dije que se tranquilizara y me enviara fotos por whatsapp. Cuatro farragosas páginas dedicadas a comunicarme que habían archivado un recurso que presenté hace cinco años solicitando una reevaluación del grado de dependencia de mi madre, precisamente porque ya se le había concedido por otra vía distinta (meses después de reclamarlo) lo que en el recurso solicitaba. Casi cinco años después, cuando por fin le llegó el turno de ser atendido por la administración de justicia, descubrieron, pues, que ya no tenía sentido y debía ser archivado.

Hace un par de semanas presenté una reclamación similar, esta vez concerniente a mí misma. Está claro que si quiero enterarme de cómo acaba este "apasionante" asunto tendré que vivir al menos cinco años más. Somos unos desagradecidos. Qué sentido tendrían nuestras vidas sin la parsimonia y la hipocresía de juzgados y bancos: nos descubren nuestra libertad y la necesidad de permanecer con vida para conocer, por fin, su dictamen final.


jueves, 21 de junio de 2018

Cosas de diarios

Foto: Michael Gaida

Por J. Teresa Padilla

Sé que, a pesar del título del blog, éste no es un diario en condiciones. No sólo porque no saquemos algo cada día, que es lo de menos, sino porque ni siquiera solemos centrarnos en las nimiedades cotidianas, en las que sí creo firmemente que se oculta, si es que existe, el sentido de la vida. Bueno, aquí entono un sincero mea culpa, porque soy yo la que se pone abstracta o se refugia en lecturas. Mis compañeras son más coherentes. En fin, que esta semana no me ha dejado otra opción que ésta: la de escribir una hoja en un diario.

El sábado pasado mi madre perdió la dentadura postiza. También le faltaba el cristal derecho de sus gafas, un cristal que tiene la molesta costumbre de caerse regularmente. Infatigables, se lo volvemos a poner, mis hermanos (que son más mañosos que yo) o la óptica que tengo frente a mi casa. Es una batalla bastante absurda, pues mi madre tiende a llevar las gafas en la punta de la nariz y a mirar el mundo por encima de ellas. Se las subo y le pregunto si ve mejor con o sin las mismas (de hecho, tuvo un ictus que le afectó la zona del cerebro que se encarga de procesar la información visual, así que, bien bien, de ninguna de las maneras). Me contesta que con ellas, para dejárselas caer a continuación y mirarme por encima. Sospecho que me dice lo que supone que debe decirme. Que lo dice por agradarme, por no quejarse de no ver ni con ellas ni sin ellas, y, sobre todo, no entender lo que ve. Ni nada, en general. Ella tiene Alzheimer. Yo no tengo explicación, pero no entiendo mucho más.

Todo esto descubrí cuando fui a verla, como hago siempre, el sábado a la salida de su merienda (está en una residencia). Aunque no todo a la vez. Primero eché en falta la dentadura de arriba, luego la de abajo (en la que conserva los dientes delanteros y no es tan evidente la ausencia del resto) y, por último y al cabo de un rato, el cristal. Si mi madre siguiera siendo la que ha sido siempre, hubiera estado hecha un basilisco y me hubiera llevado a mí a un estado similar o peor aún, porque soy de esas personas que no podemos evitar empeorar las crisis emocionales: si se grita, lo hacemos más fuerte; si se tercia entrar en pánico, ahí estamos para liderar la histeria colectiva.

Por desgracia mi madre no es la que fue, aunque por si acaso vuelve ocasionalmente a su ser natural, me dopo antes de visitarla para mantener, en lo posible, la calma. En realidad, también por si no vuelve, para disimular o frenar la desesperación de verla así, medio aquí medio no sé dónde. No hubo tragedia. Me limité a buscar en su habitación, a informar a auxiliares, recepcionistas y enfermeras de la desaparición (el cristal lo localizamos enseguida) y, cuando acabé, me senté con ella para ofrecerle las chucherías que le había llevado. Según ella, la dentadura no hacía más que molestarla, los purés tenían mejor pinta que los filetes y veía tan bien o mejor con las gafas monoculares, eso sí, en la punta de la nariz. A veces está bien que las cosas lleguen a puntos como éste, en el que todo importe ya más bien poco.

Como siempre, salí llorando como una Magdalena porque la química que me tomo no me contiene más de las tres horas que paso con mi madre ni puede, en realidad, con mi vena dramática sin mi estrecha colaboración y, una vez que la puerta se cierra detrás de mí, dejo de esforzarme lo más mínimo. Llamé a mis hermanos para ponerlos al tanto y prevenirles de improbables jamacucos (improbables porque esta tendencia la heredé entera yo) y, al cabo de unos días, el más pequeño, que fue a verla, me llamó para informarme de que la dentadura había aparecido en una maceta, pero las gafas, que no el cristal, se habían esfumado. Mientras no se pierda mi madre, pensé.

Esto pasó entre el sábado y el martes. Ese día se me marchó la niña a un campeonato nacional de baloncesto en Torremolinos en el que, sin duda, su equipo va a hacer un papel estelar (en la acepción de los cómics), porque creo que ha ganado dos partidos en toda la temporada regional. Eso sí, con bragas impecables, que en mi familia es tradición viajar siempre con ropa interior por estrenar, que nunca se sabe. Lo peor de este campeonato es que hay un grupo de whatsapp de padres (y entrenador) que se ven en la obligación de informar en tiempo de real de todo lo que sucede: prepartido, partido, postpartido, desayunos, etc., etc. Lo silenciaría, porque no hay quien se concentre con ese runrún (a cada información sucede una cadena interminable de “gracias”, “ánimo” y emoticonos varios), pero, no sé, bastaría que lo hiciera para que saquen en hombros a mi hija o se rompa algo o yo qué sé, e ignorarlo era lo que me faltaba para ser declarada peor madre del campeonato.

Luego vi a un médico y a otro más que me confirmaron que, por lo que a ellos concernía, estaba estupenda, y que si se me ocurría estirar la pata este verano sería bajo mi entera responsabilidad. Cumplí con Hacienda (o más bien le he recordado que me debe pasta) aunque, como el año pasado, me invadió la nostalgia por el programa Padre, ése con el que hacía las declaraciones de toda la familia y contemplé incluso la posibilidad de negocio (sin aceptar clientes autónomos, por supuesto, que hay follones que no se pagan con dinero). Y ya está. He aquí la razón de que esta semana saque esto y a estas horas. Excusas. Pero quizá todo pasara para que pudiera oír, mientras escribo, a un niño pequeño, a través del patio de vecinos al que da la ventana abierta de mi “despacho-despensa”, llorar desconsoladamente y gritar, entre hipos, que nadie le cree, primero, y luego, que nadie le quiere. Lo repite muchas veces y hasta pasa a enumerar a todos los que no le quieren: padres, hermanos, abuelos. Ahora le oigo, risueño, bromear con su padre. Si es que no tenemos término medio.

jueves, 14 de junio de 2018

El canto y la ceniza

El canto y la ceniza. Antología poética. Anna Ajmátova y Marina Tsvetáieva (trad. y selec. de Monika Zgustova y Olvido García Valdés).

Galaxia Gutenberg: Barcelona, 2005. 299 pp., 17,90 euros.


“Hermanos errantes,
morimos –no lloramos.
Ardemos –no lloramos.
En ceniza y en canto
ocultamos al muerto,
errantes hermanos” (Marina Tsvetáieva, Poema del fin).

“No soy ésa, es otra quien sufre.
No lo resistiría yo. Que velos negros
cubran lo sucedido, que retiren
los faroles…
Noche” (Anna Ajmátova, Réquiem).

Por J. Teresa Padilla

Poesía. Poetas. Qué se puede decir, añadir o comentar a lo escrito por ellos. Habrá sesudos eruditos que nos ofrezcan como un cuerpo diseccionado la autopsia de un poema, nos desvelen el mecanismo interno que posibilitó su expresión, su sonido, el extraño fenómeno de comunicación que supone. No descarto que algunos de estos estudios puedan ser fascinantes, no cuestiono la pasión del forense por su labor, aunque a mí me sobrecoge ver un poema convertido en un cadáver sobre una mesa de operaciones. Un cuerpo donado a la ciencia de la filología y expuesto, no sólo al devoto escalpelo de los amantes de la palabra, crueles a su pesar, sino también al de los simples curiosos para los que la magia se reduce al truco y eso es lo único que buscan en la poesía y en la vida. El truco: qué listos se sienten quienes creen conocerlo; qué decepción debería suponerles descubrirse, pese a todo, incapaces de reproducir ellos mismos el supuesto simple juego de prestidigitación; qué lástima que ni tan siquiera sospechen su fracaso, quizá bajo coronas de laurel o grandes cifras de ventas.

Asimismo hay poetas que hablan de otros poetas y sus poesías. E incluso se paran un momento para pensar en prosa sobre su propia obra. Ambas cosas hacía Joseph Brodsky en un conjunto de ensayos sobre los que escribí tiempo atrás. Me da la impresión de que, cuando los poetas reflexionan sobre la poesía, se muestran demasiado inseguros (con respecto a lo creado por ellos mismos) o deslumbrados (por el fruto de la actividad ajena) para ser tomados realmente en serio por el mundo de los expertos. Pero qué sé yo de ese mundo. A mí me fascinan sus titubeos, y, como un ciego cogido del brazo de un tuerto, les sigo en su lectura detenida de cada verso y les dejo que me describan la belleza oculta que he sido incapaz de descubrir por mí misma.

Relativamente oculta. Un poema es como una mina o un yacimiento paleontológico. Hay capas y más capas. Si puede llegar a ser agotado, exprimido por completo, es una afirmación arriesgada que no me atrevo a suscribir. Pero lo que sí sé es que desde la primera capa, la más superficial y accesible, expresa y comunica lo que la prosa no puede. Lo dice una lectora habitual de prosa que sólo cuando se siente desfallecer acude a la poesía. Nada aborrezco más que a un mal poeta (que, en realidad, es para mí un impostor). Nunca, jamás, me atrevería a escribir versos. Ni a juzgar los de los demás, aunque me parezcan falsos. Profanación, sacrilegio… Palabras que me vienen a la cabeza. El poeta, las poetas en este caso, son unos seres extraños. Mediadores entre nosotros y todo lo que las palabras, con una determinada cadencia, pueden llegar a significar o, más bien, evocar. “El poeta es el genio de la evocación”, decía Kierkeggard, “tan débil y a la vez tan persistente como sólo puede serlo un recuerdo”. Un recuerdo de algo que está más allá de nuestro pasado particular: el de lo que (o quienes) fuimos aún antes de ser, lo que somos o no terminamos de dejarnos ser. Puede que tenga que ver con los susurros y los labios: lo decía Nadiezhda Mandelstam cuando describía el proceso creador de Ósip (“el murmullo de los labios «que recuerdan»”) o Boris Pasternak, en una carta a la propia Marina Tsvetáieva sobre su poesía (“Es precisamente eso que el hombre siempre hace y nunca ve. Así deben moverse los labios del genio humano, de esa criatura que excede los límites de sí misma”). Frases, en resumen, sin sentido (analítico) como éstas, que nos confunden y empujan a seguir pensando y siendo, a vivir. Y eso es la poesía para mí: una caricia o una garra, según. Pero que te despierta y te devuelve a la vida, aunque sea para sentir el dolor de la ausencia, la soledad y la muerte. Sólo sufre el que está vivo, y aunque el dolor no puede ser justificado por nada, ni siquiera por la belleza de las obras de quienes lo sufrieron y, a pesar de él (nunca gracias a él), extrajeron cantos de las cenizas, lo cierto es que, a poco que echemos un vistazo a nuestro alrededor, no parece caber más felicidad que la del malvado o el idiota. El consuelo parece la única aspiración sensata, y el amor, claro, hacia los que nos lo procuran en la vida y en la literatura.

Al parecer, Anna Ajmátova y Marina Tsvetáieva se cruzaron brevemente, pero no llegaron a conocerse, a hablar, a establecer un vínculo afectivo. Apenas lo que les permitieron algunos de sus poemas: los pocos que estaban publicados y aquellos otros que pasaban de mano en mano. Los vientos de la época, esa que iba a traer el paraíso pero se conformó con el infierno, las llevaron de aquí para allá en direcciones no coincidentes. Compartieron hambre, dolor y miedo. Una logró sobrevivir contra toda esperanza. Marina, no. De Anna transcribí en su día aquí un poema de su Réquiem. Hoy le toca a Tsvetáieva (1892-1941). En parte para compensar, pero también porque, al leerlas juntas en esta antología, la poesía de Marina me ha parecido… ¿Superior? No, no sé lo que es eso. Me ha dolido y consolado más. Me ha dicho cosas que me hubiera dicho a mí misma si hubiera sabido cómo se decían.

No voy a reseñar cómo vivió y murió esta poeta. Ni las pérdidas que sufrió. Ni el amor que fue capaz de sentir y hacer sentir a otros poetas enormes, pero quizá no tan grandes como ella, en palabras de J. Brodsky, “la mayor poeta del siglo XX”. Nada de esto es necesario, es información disponible con un clic o poco más. Prefiero transcribiros algunos de sus poemas mientras intento recordar para siempre y murmurar con ella estos cuatro versos extraordinarios de su Poema del fin:

“Ulula, brama,
aúlla como un perro con rabia.
(La vida se te agolpa
cuando mueres)”.


A ALIA

1
No sé dónde estás, dónde estoy yo.
Las mismas canciones, las mismas labores.
Tan amigas, tú y yo.
Tan huérfanas, tú y yo.

Estamos tan bien juntas,
sin hogar, sin reposo, sin nadie…
Dos pajarillas: al despertar, cantamos,
dos peregrinas: nos alimentamos del mundo.

2
Vamos de una iglesia a otra,
las grandes y las pequeñas, parroquiales.
Y de una casa a otra,
las humildes y las ricas, señoriales.

Un día me dijiste: ¡cómpralas!
Brillaban en tus ojos torres del Kremlin.
El Kremlin es tuyo desde la cuna.
Duerme, mi primogénita, radiante y terrible.

3
Y como hierba que bajo tierra
se enlaza a minerales férrreos,
nada se escapa a los dos claros
abismos que tiene el cielo.

Sibila, ¿por qué sobre mi niña
pesa ese destino?
Una suerte rusa la llama…
Y sin fin: Rusia, amargo serbal.

(24 de agosto de 1918).



¡Dos manos tiernamente puestas
en la cabeza de una niña!
Me habían sido regaladas
-para cada mano, una- dos cabecitas.

Pero apretándolas con ambas,
con furia –cómo pude-
a la mayor arrebaté de las tinieblas,
y a la menor no logré salvar.

Dos manos –acarician y alisan
tiernas cabezas, sedosos cabellos.
Dos manos –y una, en una noche,
resultó superflua.

Rubia –cuellecito fino-,
diente de león en su tallo.
Aún no he llegado a comprender
Que mi niña yace en la tierra”.

(Primera mitad de abril de 1920).



JARDÍN

Por ese infierno,
por ese absurdo,
dame un jardín
para mi vejez.

Para mi vejez,
para mi miseria:
días de trabajo,
días de sudor...

Para mi vejez,
mis días de perro,
mis años ardientes,
un fresco jardín.

Para quien huye,
dame un jardín,
sin cara,
sin alma.

Jardín sin pasos.
Jardín sin unos ojos.
Jardín sin risas.
Jardín sin ruido.

Dame un jardín
sin un silbido
sin un grito
sin un alma.

Dime: -No sufras ya, toma
ese jardín, solo como tú.
(Pero tú no entres en él.)
Toma ese jardín, solo como yo.

Para mi vejez ese jardín.
¿Ese jardín o quizá el más allá?
Dámelo para la vejez,
para que mi alma quede absuelta.

(1 de octubre de 1934).



Si pudiera, te llevaría
a las entrañas de una cueva:
a la cueva de un dragón,
a las entrañas de una pantera.
A las garras de una pantera
te llevaría, si pudiera.

Al seno de la naturaleza, al lecho de la naturaleza.
Si pudiera, mi propia piel de pantera
me quitaría…
Entregaría mis entrañas a la ciencia.
En la maleza, en los arbustos, en los arroyos, en la hiedra,

allí, donde en penumbra, en ensueño y oscuridad,
se entretejen las ramas para bodas eternas…

Allí, donde en el granito, en la leche y en el líber del tilo
se entrelazan por siglos de siglos
como ramas, y ríos.

Ni en la blanca luz, ni en el pan negro.
En la rosada, en las hojas –como amistades íntimas…

Para que no se golpeen las puertas,
para que no se grite,
para que no siga todo igual
hasta el fin de los tiempos.

Pero es poco, cueva,
es poco, entraña.
Si pudiera, te llevaría
a las entrañas de una cueva.

Si pudiera,
te llevaría.

(Poemas al huérfano, 3. 27 de agosto de 1936)



Ya es hora. Para este fuego
ya soy vieja.
El amor es más viejo que yo.
Tiene cincuenta eneros
la montaña.
Más viejo es el amor:
viejo como un fósil, viejo como una sierpe,
más viejo que el ámbar de Livonia,
más que los barcos fantasmas,
más viejo que las piedras, más viejo que los mares…
Pero el dolor que hay en mi pecho,
más viejo, más viejo es que el amor.

(23 de enero de 1940).

jueves, 7 de junio de 2018

Mayormente nublado

Foto: Pixabay

Por J. Teresa Padilla

No se lo he preguntado nunca, pero mi móvil, a lo largo de la mañana, tiene a bien notificarme dónde estoy, qué temperatura hace y cómo está el cielo. En lo sucesivo me fijaré más, porque no sé si lo hace varias veces al día o todos los días a la misma hora. Cuando esto escribo, o sea, hoy, me ha facilitado la información a las 13 horas 30 minutos. Un inciso: lo de este “hoy”, escrito para ser leído cuando ya no sea, este “hoy” sólo por hoy, tan preciso en este momento como erróneo en cuestión de pocas horas, me fascina hasta el punto de tentarme a cambiar de tema y seguirle a ver a dónde me lleva. Pero, ¡eh! (halt!, me doy a mí misma el alto como la más temible guardiana prusiana del orden), ¡a centrarse!: Deja ese camino para otro momento.

¿Por dónde iba? Ah, sí, que el teléfono, tan inteligente él, me ha facilitado hoy el parte meteorológico a la una y media de la tarde. Una información no sólo no solicitada, y en este inocente sentido impertinente, sino innecesaria, es decir, ofrecida a una hora absurda en la que ya deberíamos habernos hecho una idea del frío o calor que hace e incluso, sin levantar siquiera la cabeza hacia el cielo, ser capaces de adivinar por la luz que deja pasar hasta nosotros su estado.

“Trece grados y mayormente nublado”, me informa hoy. Me parecen pocos los grados, pero no pienso discutirlos: en esta ideología de la posverdad y la “liquidez” que al parecer nos domina, los números son los únicos puntos de apoyo. Hay que elegir las batallas, y ésta, pese a que me seduce cual canto de sirena, es absolutamente inútil: imposible arrancar de las manos de un devoto matemático el objeto de su culto, su fetiche. Y, además, para qué. ¿Para sacarlos de un error? Si son felices en él y no hacen daño a nadie (algo que escribo con los ojos cerrados porque, a poco que lo piense, me va a resultar más que dudoso), ¿qué me importa a mí en qué creen o dejan de creer? Debería decir que nada, aunque no es verdad. Me importa, aunque está mal visto, es estúpido y te arriesga a la soledad más absoluta. Hay que aceptar, al parecer, a los otros como son, sin intentar aguijonearles para que salgan de su burbuja. Sin esperar de ellos que me obliguen a salir de la mía. Debemos actuar como puercoespines, procurando no herir ni ser heridos por los demás: seres tan bien diseñados para defenderse de las agresiones externas que no pueden, al parecer, acercarse demasiado, intimar en exceso, sin provocar o provocarse dolor. Éste es el precio a pagar por no estar solo. O no del todo.

Somos mónadas sin ventanas, que decía Leibniz, mismidades solitarias (solus ipse). Pero ahora, superada “históricamente” su forma de pensamiento metafísico y la teoría del conocimiento que se seguía de ella, su solipsismo ontológico y epistemológico se ha convertido en otro más cotidiano, vital, casi de supervivencia. No me atrevo a decir ético: no sé qué ha sido de la ética ni a qué ha quedado reducida hoy. Ando muy desactualizada, lo reconozco. Pero que conste el reconocimiento para los dos leviatanes filosóficos a los que debemos en gran medida esta volátil y líquida realidad: Hegel y Heidegger. De uno de ellos, a saber cuál, pues lo abrevió en una simple hache y sus palabras se ajustan como un guante a cualquiera de los dos, escribió Kertész: “Magno vidente, filósofo y bufón de todos los Führers, cancilleres y demás usurpadores de títulos”. Nada que añadir, por mi parte, salvo confesar, de nuevo, mi rendida admiración por el escritor húngaro.

La nuestra es una época extraña en la que, por un lado, prolifera el exhibicionismo en las redes sociales y, por otro, la soledad se ha convertido en una plaga. Una sociedad en la que sólo las personas de más edad parecemos todavía capaces de entablar conversaciones banales con desconocidos. Si salimos a la calle, claro.

Acabo de declararme una persona “de edad” y me asalta el recuerdo de mi única tía paterna, ya fallecida, mientras siento haber traicionado su “legado”, ser indigna de sus genes. Aquella mujer, alta como una modelo y rubia como una actriz de cine negro clásico, era unos años mayor que mi padre (así lo atestiguaban las escasas fotos de su infancia que conservábamos), pero su D.N.I. decía que había nacido exactamente diez años después. Ni en la intimidad fuimos capaces de que nos confesara su auténtica edad, que mi padre guardó en secreto hasta que ella murió. La verdad es que la falta de precisión en cuanto a fechas sí la he heredado, junto con la altura (no así el color de pelo). Será porque también se sufre en la rama materna, en la que mi abuela estaba segura de haber nacido un 29 de febrero (y orgullosa de cumplir años cada cuatro), pero su D.N.I. decía que no, que el año de su nacimiento no era bisiesto. No sé qué decía respecto al día porque a quién le importa el día si no está de acuerdo siquiera con el año, ese dato desvergonzado que osa contradecir quién eres (pues eso son las certezas de la memoria, los ladrillos de los que una está hecha). En este punto, y para no dar pie a la sospecha de la existencia de algún tipo de demencia familiar, por lo menos en cuanto a este tema de las fechas, he de decir que la falta de confianza de mi abuela en lo que dijeran los papeles y las trampas de mi tía, una mujer, por lo demás, de escrupuloso orden, tenían un mismo origen: la negligencia de las autoridades. Y aquí es donde descubro a dónde quería ir yo a parar cuando empecé este texto inspirado en el mensaje automático de un móvil. Porque sí, a veces escribo de esta forma, sin tener muy claro sobre qué y dejándome llevar.

Aquí está la clave: en el absurdo burocrático y en su ineptitud. En lo que respecta a mis antepasadas, hay que aclarar que todos los habitantes de aquel pueblo minero andaluz tuvieron que reconstruir sus fechas de nacimiento, en su mayoría a través de las partidas de bautismo (y es que la Iglesia, con todas sus cosas, en cuestión de genealogías y archivos no tiene competencia), porque el Registro Civil, que estaba en otra población cercana más grande, no sólo no era de fiar (mi abuelo Manuel, por ejemplo, dejaba tanto tiempo la gestión de inscribir en él a sus hijos que en alguna ocasión el viaje le sirvió para dos y a saber las fechas que daba entonces con tanta prole y su carácter descuidado), sino que además sufrió un incendio, circunstancia ésta que me imagino fue aprovechada por mi tía para conseguir aquel imaginativo D.N.I. que mi padre conservó, supongo, como prueba del ingenio y la rebeldía de nuestro apellido. Me enorgullezco de estas dos mujeres que, como Coleman Silk en La mancha humana, se hicieron a sí mismas y sostuvieron hasta el final de sus días lo que ellas querían y creían ser (que, al fin y al cabo, puede que sea lo mismo) contra viento y papeles: quince años más joven y nacida en año bisiesto, con un par.

Después de una semana y pico peleándome con informes y más informes, Reales Decretos y otros “fundamentos de derecho” para reclamar por resoluciones oficiales sobre mi persona en las que no me reconozco y, en realidad, principalmente por este motivo (porque no me reconozco), he caído en la cuenta de que nos sentimos solos, todavía más de lo habitual, ante esta monstruosa mole (creada, y constituida en parte, por hombres) de leyes y organismos. Un gigante concebido, paradójicamente, para lo contrario, para estructurar la convivencia en una sociedad, ordenarla, dirimir disputas, hacerla más eficaz (solidaria). Es como esa Historia que concibió con precisión el primer H. (Hegel) y cuyo nihilismo desveló y acató el segundo (Heidegger), ésa contra la que me habéis leído despotricar (a mí y a mis autores de cabecera) múltiples veces en este blog. Al final es ella y una de sus concreciones (el Estado y sus apéndices) la que se arroga el derecho a decir quién eres, si tus recuerdos o tus deseos son o no reales, si sufres y en qué medida, si estás vivo, lo que viene a equivaler en ocasiones a pagar tus facturas puntualmente, como la pobre mujer de El Canbanyal, o no, cuando por fin se toman la molestia de desahuciarte y descubrirte muerto, como a Agustín. Vale que nos falte el coraje de vencer el pudor y el miedo a abrirnos a los demás. Vale que pidamos antes de hacerlo, aunque sea en parte, que nos enseñen la patita por debajo de la puerta. De esta soledad somos cada uno responsables. Pero que un aparato estúpido (como mi móvil, que me informará de que llueve cuando me esté mojando), una “cosa”, un sótano repleto de papeles y de robots de aspecto humano, pero rutinarios como sólo las máquinas pueden ser, se convierta en tu interlocutor con el resto de tus iguales, el referente intersubjetivo que avala o contradice tus creencias sobre ti mismo, es una completa aberración y un insulto. Cómo va a sentirse una cuando se enfrenta a este Moloch. Pues eso, sola y mayormente nublada.