jueves, 21 de febrero de 2019

Mi habitación con vistas

Foto: J. Teresa Padilla
"Lo único que pervive en mi conciencia son sus voces, tal vez porque la mía es la combinación de las suyas, al igual que los rasgos de mi fisonomía deben ser la combinación de los suyos. Lo demás —su carne, sus ropas, el teléfono, la llave, nuestras pertenencias, los muebles— ha desaparecido y ya nunca más volverá, como si nuestra habitación y media hubiera sido alcanzada por una bomba, aunque no por una bomba de neutrones, que por lo menos deja intacto el mobiliario, sino por una bomba de tiempo, que incluso hace astillas la propia memoria. El edificio sigue en pie, pero nuestra vivienda ha quedado arrasada y nuevos inquilinos, mejor dicho nuevos soldados, la han invadido. Porque así es una bomba de tiempo y ahora estamos librando una guerra de tiempo" (Joseph Brodsky, Menos que uno, "En una habitación y media" -1985-, trad. de Roser Berdagué).

Por J. Teresa Padilla

He empezado tres textos que no sé si terminaré. Al final, y tras cambiar la posición de la mesa y con ella el panorama que se me presenta cuando levanto los ojos del teclado, lo intento con éste. No estoy del todo cómoda; soy de esas personas que necesitan tiempo para adaptarse a los cambios, probablemente porque los temen tanto como los anhelan. En mi caso, no es una probabilidad, sino una certeza que me lleva a esperar que estas transformaciones salvadoras ocurran por intervención de otros o del puro azar: cuando siento que me ahogo y necesito otro horizonte, mi valor se limita a poco más que trasladar y reordenar mis cosas. Al cabo de cierto tiempo, superada la incomodidad inicial, disfrutaré de una fase más o menos larga de bienestar que terminará un buen día con la falta de aire. Y vuelta a empezar.

Hace mucho que renuncié a una habitación propia. Aunque diminuta, tenía una en la que fue mi casa, la de mis padres. Fue, es…., no está claro. Lo único bueno que me ha pasado esta semana es haberme hartado a llorar leyendo los recuerdos de Joseph Brodsky sobre la habitación y media del hogar que compartió con sus progenitores y ha quedado indisolublemente asociada a su recuerdo. Ese fragmento espacial del que se fue un día en busca del aire preciso para respirar más profundamente (libertad se llama también a esta expansión del tórax). Se fue y no volvió nunca, ni a la media habitación que le asignaron como propia ni a ver a sus padres. En su caso, al carácter huidizo de la juventud y al destino supuestamente natural de morir que no perdona a nadie, se le añadió el imperio político de la historia y, por ello (y su especial sensibilidad, claro), la conciencia de la orfandad, si se mira hacia atrás, y de la ilusión de la libertad, si los ojos se dirigen al futuro, fue más clara y cruel de lo habitual. Cuando esto le pasa a un poeta, suele terminar escribiendo sobre ello, de lo cual, como buitres, sacamos los demás provecho (si puede llamarse así a la iluminación de nuestra correspondiente situación de desamparo).

Foto: J. Teresa Padilla
Sean cuales sean las circunstancias concretas, una ansía salir de esa casa y ese pequeño e íntimo reino desde el que todos los días podía dejarse mimar la vista por los colores del cielo al atardecer. Se está más que dispuesta a renunciar a ello porque se cree, como una idiota, que habrá vistas mejores y mayores espacios, y que, si no, su habitación seguirá ahí siempre, puesto que no se trata más que de un lugar al que es posible retornar. Pero este nido, como también lo llama el poeta, está hecho, más que de ladrillo, de tiempo, de parte de tu vida y de la de los que lo construyeron o habitaron. Y el tiempo no admite vuelta atrás. Cuando se queda vacío, el hogar (el lugar de la lumbre que acoge y vivifica, nos recuerda el diccionario) se parece más a una tumba que a un refugio y ya no merece su nombre, pasando a ser una simple casa, un piso, un inmueble. Aun así, te rebelas y luchas por él, por conservarlo como ese ilusorio lugar al que volver: el plan B que impide la rendición incondicional tras el penúltimo fracaso. Pero sólo porque eres una idiota.

No se puede recuperar el pasado, volver a él. En realidad, ni siquiera se desea esto realmente. Al menos, yo. Pero el invierno, más o menos largo y duro dependiendo de la latitud y la altura, nos obliga a recogernos al calor de algún fuego. Y el del presente, el de las habitaciones, a menudo más amplias, que hemos conseguido para nosotros mismos, nos resulta extraño e incluso abrasador en ocasiones. Más cómodo que la intemperie, desde luego, pero poco más que eso. Ni volver al pasado ni a las habitaciones propias: por mayor que sea el espacio que consigas para ti, nunca más tendrás un cuarto realmente tuyo como aquel en el que creciste y del que escapaste. Puede, precisamente, que porque huiste y ya no puedes volver, porque sólo puedes llamar tuyo a lo perdido, a lo que sólo existe en tu memoria, que es una forma de no existir, y nadie puede ya usurparte.

Foto: J. Teresa Padilla
Exagero, claro, siempre hay naturalezas callejeras, vagabundas por voluntad propia, nómadas. Amantes de la actividad al aire libre que agradecen un sitio cualquiera, aunque si es cómodo mejor, para reponer fuerzas, pero sólo eso. Lugares de paso. Me cuesta ponerme en su piel: no me libro de la sospecha de que, realmente o sólo en su imaginación, creen sus espaldas cubiertas o gozan de una inquebrantable y felina seguridad en que, si caen, lo harán siempre en pie. De que, resumiendo, no se han percatado de su pérdida, de que están realmente solos. Su errancia tiene un aspecto, a mis ojos, puramente vacacional o turístico por mucho que se presente como forma de vida.

No, no querría volver al pasado aunque fuera posible. Desearía más bien que no hubiera un pasado cumplido, que éste siguiera ahí, pasando sin cesar. Cualquier tiempo verbal, salvo el estático, pasivo y acabado del participio pasado, del tiempo que ha dejado de correr (de ser tiempo) para detenerse a mirarse y quedar convertido en una estatua de sal, me valdría. Pero esto es igual de absurdo, si no más.

No hay salida ni plan alternativo razonable y, sin embargo, no cabe resignarse, renunciar y dar por desaparecidos para siempre aquellos de los que procedes, los que construyeron aquel nido que se te quedó pequeño y del que tuviste que salir volando. Ni se puede regresar ni construir otro, al menos para uno mismo (como si pudiéramos erigirnos en nuestras propias causas u orígenes). Pero todo, o al menos lo mejor de lo que una es, se resiste a la violencia de ese tiempo que va a trompicones, hecho de rupturas y soluciones de continuidad, sostenido en y sobre la solidez y fiabilidad del espacio. Entonces escribe, intenta fotografiar un fantasma o sueña.

Hace unos días soñé que volvía a tener una habitación propia. No era mi cuarto de la infancia, ni ningún otro espacio real que hubiera habitado. De hecho, en el sueño sólo aparecía una mesa con un ordenador a la que me sentaba como ahora mismo mientras escribo esto. La mesa y una enorme cristalera con vistas a un jardín donde crecían las plantas que cuidaba y correteaban mis perras, donde cualquiera podía llegar de improviso y sentarse en un banco, pero nadie escapar. Sin más paredes ni detalles. Creo que la sentía mía por esto, por lo que podía ver desde ella (lo posible y lo imposible). No era ni iba a ser nunca real, así que no estaba sujeta a ninguna ley natural o histórica. Ni siquiera espacial. Una habitación con vistas a lo que amas y amaste y amarás. Eso soñé hace unos días contra la "muerte, el Pasado, el Hecho eterno".


Foto: J. Teresa Padilla
"La deuda está saldada,
El veredicto pronunciado,
Las Furias aplacadas,
La peste está contenida.
Los destinos cumplidos;
Gira la llave y condena la puerta,
Dulce es la muerte para siempre.
Ni la arrogante esperanza, ni el dolido disgusto,
Ni el odio asesino, pueden entrar.
Todo está ahora seguro y sujeto;
Ni los dioses pueden perturbar el Pasado;
Moscas –contra la puerta adamantina
sellada para siempre.
Nadie puede volver a entrar allí,-
Ni un ladrón muy cauteloso,
Ni Satán con un magnífico truco
pueden introducirse por una ventana, resquicio o agujero,
Para unir o desunir, añadir lo que faltaba,
Insertar una página, falsificar un nombre,
Renovar o terminar lo que está cerrado,
Modificar o enmendar un Hecho eterno"
(Ralph Waldo Emerson, "El pasado", en Man-day and other pieces -1867-).

jueves, 7 de febrero de 2019

Krakatoa


Foto: Richard Van Wijngaarden (Unsplash).

El color es un medio para influir directamente en el alma (Wassily Kandinsky).

Por Esperanza Goiri

Por recomendación médica, para el posoperatorio de una intervención quirúrgica de la nariz, he tenido que adquirir un humificador. La compra de electrodomésticos, grandes o pequeños, nunca me ha motivado especialmente. Mientras cumplan su función me da igual que sean de tal o cual marca, más o menos bonitos. Así que, cuando tuve que elegir entre las tres opciones disponibles en unos grandes almacenes, me incliné por el de gama intermedia que además de buen precio era el de menor tamaño, dato interesante a la hora de ubicarlo.

Tengo la mala costumbre de leer por encima las instrucciones del fabricante o directamente pasar de ellas. Así que, como siempre, las eché un vistazo y limpié con esmero el aparato antes de usarlo. Por la noche, procedí a llenarlo y lo conecté sin más. Se encendió una lucecilla blanca y un agradable burbujeo precedió a la columna de vapor de agua. Como todo parecía funcionar correctamente, me metí en la cama con un libro. De vez en cuando levantaba la vista de la lectura y observaba la “fumata” blanca que se diluía por el ambiente. Me hacía gracia la imagen. Era como tener un pequeño Krakatoa en mi habitación. El vaho y el gorgoteo del cacharro, unidos a varias noches de insomnio por causa de la operación, provocaron su efecto y no tardé en apagar la luz. Sumida en esa atmósfera húmeda y acuosa caí en una agradable modorra. Podía imaginarme perfectamente en el camarote de un crucero fluvial, navegando con suavidad por el cauce del río. A ese reconfortante pensamiento, sin duda, contribuían los aromas del espray balsámico favorecedor del sueño que tuvieron a bien traerme sus Majestades del mismo Oriente. Desde que está en mi poder, todas las noches, rocío la almohada con generosidad. Tenía a mi disposición el pack completo. Nada podía fallar para conseguir el objetivo de dejarme acunar en los brazos de Morfeo. ¿O, sí?

Foto: Cmart29 (Pixabay).

Con los ojos cerrados, algo percibí que me perturbó. Pero dispuesta a dormir a toda costa me resistí a abrirlos e intenté volver a relajarme. La sensación extraña se repitió varias veces. La posibilidad de que se tratara de un bicho o, lo que es peor, un ánima del más allá dispuesta a incordiar, me obligó a enfrentarme al elemento inquietante, fuera lo que fuese. Cuando me atreví a mirar, una atmósfera roja inundaba el cuarto. La impresión de que algún ser del averno me estuviese visitando se acrecentaba por momentos. A punto de entrar en pánico, el tono púrpura mutó en un azul frío y submarino, para a continuación verme inmersa en un íntimo y acogedor tono dorado que fue desapareciendo para dar paso a un suave verde. Sentada en la cama, parpadeando y sumida en un estado mezcla de estupefacción y fascinación, la cordura se fue abriendo paso. Sí, mi Krakatoa particular guardaba una sorpresa cromática que, de haberme tomado la molestia de leer detenidamente las instrucciones, no me hubiera pillado desprevenida. Superado el desconcierto inicial, he de reconocer que he cogido gustillo al asunto de los colores que abre ante mí infinitas posibilidades. Claro que la sorpresa se la va a llevar mi santo cuando regrese, tras su ausencia de una semana por motivos laborales, y se encuentre nuestro dormitorio convertido en un After-hours lleno de niebla y luces psicodélicas.