jueves, 4 de abril de 2019

Sombras nada más

Por Marisa Díez

No sabe en qué momento desapareció. No recuerda haberse despedido la última vez que coincidieron, ni que él le hubiese avisado de que no regresaría. Todo había transcurrido con relativa normalidad, salvando los pequeños desencuentros habituales, a menudo a causa de simples malentendidos que solventaban sin grandes aspavientos ni excesivas dificultades. No se dio la vuelta para decir adiós ni se preocupó siquiera de darle un par de besos porque pensó que en breve volverían a coincidir y a disfrutar de su encuentro, como habían hecho hasta entonces. Como siempre.

Y sin embargo no volvió. Ella creyó alguna vez divisarlo de lejos; incluso podría asegurar que había llegado a cruzarse con él mientras lo miraba de frente, pero quizá fue sólo un sueño. En una ocasión casi se colgó de su brazo para llevárselo de cañas, pero se dio cuenta a tiempo de que no era él, tan sólo alguien que se le parecía mucho físicamente.

Imagen: Pixabay.com
Nunca fue capaz de comprender por qué se había marchado de esa forma tan abrupta, sin despedirse ni darle ninguna explicación. Quizá se fue yendo poco a poco, sin darse apenas cuenta, y se perdió en el camino de regreso. Le ocurre a más gente de la que podría imaginarse. Lo sabe porque le han contado más casos. Se marchan, desaparecen, se esfuman sin dejar rastro; sólo queda el recuerdo y la esperanza absurda de volverlos a encontrar en algún recodo del camino. Puede que aparezcan durante años convertidos en algo parecido a una sombra que recuerda vagamente a lo que fueron. Pero no son ellos, se diría que han adquirido la naturaleza intangible de un fantasma. O al menos es lo que parecen. Y provocan tanta pena, tanta desazón, tanta impotencia…

La gente cambia, poco a poco o de repente, y tú ni te enteras, porque andas ocupada en conservar la autenticidad de las relaciones que consideras únicas, personales e intransferibles. Dejas de lado esos pequeños detalles que te van avisando. No estás alerta ante las señales que te muestran que algo va mal. Y un día descubres, asombrada, que se han convertido en extraños los mismos que antes fueron tus cómplices. Sus caras, sus gestos, te resultan familiares. Podrían ser ellos, pero no lo son. Sus acciones les delatan. Se fueron y nunca volviste a verlos. Y entonces tienes la esperanza de que algún día regresen, aunque sea un poco más viejos, más cansados, incluso derrotados, por aquello de poder reprocharles algo así como un “te lo advertí”. Lo único que pretendes es que vuelvan al redil, aunque terminas por aceptar que no siempre sucederá.

Hace unos días me crucé con la sombra de alguien que un día fue. No rechisté, me quedé quieta, pensando en cómo reaccionar. En su momento estoy segura de que en mi cara se hubiera reflejado la alegría que siempre me produjo encontrarlo por sorpresa. Pero ese día en mi rostro sólo se dibujó un extraño rictus que no pude controlar. Guiñé los ojos en busca de mayor claridad; la miopía me juega a veces malas pasadas. Hubiera jurado que era él, pero no podría asegurarlo. Cuando se acercó comprobé sin duda que me había equivocado. Y respiré aliviada. Aquella caricatura no podía ser más que un auténtico desconocido. Quizá se tratase de una especie de espectro, muy parecido en sus facciones, pero sin nada más en común con la persona que yo recordaba. Así que suspiré y me alejé sin un saludo, guardando mi mejor abrazo para el día que decida regresar. Siempre y cuando para entonces no sea yo la que se haya marchado lejos, porque, cuando decido montarme en mi escoba, vuelo tan alto que me cuesta encontrar el momento adecuado para descender al punto de partida.