jueves, 23 de agosto de 2018

Compás de espera

Foto propia
“No hay un relato dentro de mí y no sé cómo pasa el tiempo” (I. Kertész. La última posada).

Por J. Teresa Padilla

Debería escribir sobre la soledad y el abandono, porque este verano, aunque no me bajé en Atocha, me quedé en Madrid. Pero no me va lo de clamar en el desierto, así que tendré que esperar a ver si cuando vuelvan el resto de los habitantes de esta casa, me restituyan la perra, y el páramo que ahora es mi barrio se pueble de nuevo, puedo considerar superada esta etapa y escribir su relato. Lo de narrar al día, como periodista de una misma, me resulta casi imposible. Se necesita distancia y, quizá, si se trata de algo ocurrido, que ya haya pasado, que haya perdido la actualidad del suceso. Es curioso porque, a la vez que el relato necesita el trabajo aniquilador del paso del tiempo, sólo él nos muestra qué y cómo ha pasado. Mucho me temo que, de ser cierto esto último, nos vamos a quedar todos sin conocer el desenlace de nuestras vidas. Ahí lo dejo de momento.

Sobre esto me tengo que acordar de escribir, pero primero ha de terminar de pasar esta soledad muda. Así que aquí estoy: esperando septiembre y, ojalá, un otoño amable, mientras me dedico a labores autistas cómo ordenar fotos en carpetas, rellenar páginas de Excel que permitirán a mí y a los que me sucedan localizar cualquier objeto o sujeto que aparezca en ellas o entrenar la nunca suficientemente valorada capacidad de poner la mente en blanco. Ahora que caigo, también es curioso que haga lo de las fotos en este momento, cuando ya casi no hago fotos. Lo mismo esa hoja de cálculo también cuenta, a su manera, un relato.

No puedo pensar en ello ahora, y menos contarlo. De manera que, por si todavía hay alguien por aquí, reedito con leves modificaciones un texto que apareció publicado por primera vez el 18 de noviembre de 2016 en el blog de mis colegas, La vida en su tinta.

El misterio de la niñez


 
The walk to paradise garden. W. Eugene Smith (1946)

"Un niño acaba por perderse siempre en el bosque de los adultos. Quizá sea ese el significado de los cuentos infantiles. La niñez está perpetuamente amenazada, destinada a desaparecer para siempre en un horizonte poblado, adulto y oscuro" (Francisco Umbral. Mortal y rosa).


La vida no es su relato, pero, como decía Kertész, la vida necesita del relato para entenderse, para percatarse del paso de su tiempo. O sea, que el relato es la conciencia de la vida, que sin él sería, si llevamos el razonamiento hasta el final, inconsciente. Para algunos seres sensatos, pragmáticos, aburridos, y pese a todo humanos (lejos de mi intención negarles la pertenencia a la especie humana), es mucho decir. En realidad, es algo incomprensible, si no directamente falso: ellos no tienen tiempo para cuentos y ahí están, tan “pichis”, ciudadanos plenamente conscientes de sus identidades, derechos, obligaciones y demás.

Ignorémoslos. Suena fuerte, injusto y casi cruel, pero recordemos que son ellos los que, en el mejor de los casos, suelen ignorarnos, cuando no, directamente, mofarse de nosotros. Hablo por mí y, sin su permiso, por otros muchos que espero sean, por mi bien (cuantos más seamos menos patológico será nuestro caso), como yo. Véase: nada razonables, aunque nos esforcemos en ser racionales, demasiado despistados para ser prácticos, bastante ridículos y, por tanto, ocasionalmente divertidos. Defectos todos ellos achacables a la lentitud. Pues la necesidad de contarnos lo que nos está pasando para saber de verdad lo que es, retrasa cualquier reacción, que casi siempre llega tarde y a destiempo. De ahí nuestra, quién sabe si merecida, fama de tontos o “pasmaos”. De ahí, también, nuestras remotas posibilidades de éxito en un mundo que confunde la velocidad mental con la inteligencia, y ésta con la sabiduría. Malos tiempos para la lírica, cantaban Golpes bajos, y para la reflexión, añadiría yo, o cualquier otra cosa sin una dirección y objetivo precisos.

Pero no nos hagamos mala sangre. Supongamos que, aunque la vida, sin más, no es un relato, nuestra vida, la consciente, la que podemos reconocer como propia, sí lo es. No sé si otros periodos de la misma pueden serlo, que lo dudo, pero desde luego la niñez no es un relato convencional. Ya sabéis, uno con introducción, nudo y desenlace. Un potencial bestseller al uso, vaya. Y si no, prueba a contártela. Pero de verdad. Aquí no valen trampas ni relatos ajenos o sagas familiares. No me vengas con lo que tus padres, abuelos y demás familia te han contado siempre, por muy atractiva que sea esa infancia que te ofrecen (que lo suele ser, porque te quieren y se nota). Esa no es tu infancia, sino el papel de la niña que fuiste en la historia familiar. Uno se tiene que contar su vida a partir de la fuente primaria, o sea, uno mismo. Ésas son las reglas del relato verídico. En este caso, puesto que se trata de una época supuestamente pasada, partiendo de los recuerdos propios.

Retroceded todo lo que podáis. O mucho me equivoco o los primeros recuerdos son escenas breves cronológicamente desordenadas, muchas de las cuales nadie te puede confirmar y, por tanto, resultan indiscernibles de las fantasías. Eso te dice en algunos casos la cabeza (ese adulto sensato, pragmático, aburrido, y pese a todo humano, que también tú eres), que puede que fueran sueños o imaginaciones, aunque nada consigue librarte en realidad de la convicción secreta de su autenticidad. Conforme nos acercamos a la adolescencia se hacen más numerosos y llegan incluso a constituir entre ellos relatos más o menos largos, pequeñas historietas, pero no mucho más.

Y, sin embargo, hay un relato unificado de la niñez, nos lo hayamos contado o no, porque, aunque la olvidemos o incluso haya momentos de la vida en que la demos por muerta (o sea, pasada), de improviso reconocemos en nosotros mismos a su protagonista. Sí, ese niño es un personaje demasiado consistente para un relato puramente fragmentario.

Me parece que esa unidad que enlaza todos esos recuerdos inconexos, entre sí y con los eventuales microrrelatos que puedan existir, viene dada por un tono, una atmósfera, un estado de ánimo… No sé bien cómo llamarlo o describirlo: algo que es propio de cada infancia, exclusivo del niño que fuimos. Ése que sólo conocimos nosotros, cuya historia nadie puede contarnos. El que nos asalta a veces como un ladrón por la noche, y nos desahucia de nosotros mismos, del adulto que creemos ser. Porque para nuestra estupefacción, pero también alegría, descubrimos que ese relato tan mal hilvanado, pero hilvanado al fin y al cabo, carece de desenlace. Y así debe ser si no se quiere perder a su protagonista en el olvido: retener el recuerdo (el relato) de la infancia es seguir siendo ese niño. Retenerlo en la memoria de la vida adulta, activa, muy capaz de olvidar, aunque quienes ya no son capaces de recordar ni olvidar no lo necesiten: ellos directamente vuelven a serlo, se pierden en el bosque y desaparecen.

Contarse la infancia puede ser, por ello, muy complicado o mágicamente sencillo, todo depende de quién asuma el papel de narrador. El adulto, ese personaje público que puede acreditar con documentos legales su identidad ante la autoridad pertinente, o bien desistirá, o bien se montará lo que comúnmente se llama una película (hacedme caso: ¡desconfiad de los relatos acabados y sospechosamente coherentes!). Pero si persiste en el empeño de encontrarse en ese relato, si se esfuerza de verdad, por muy torpe que sea descubrirá tarde o temprano que una sombra le persigue y termina adueñándose de lo que cuenta. Y esa sombra es él. El niño.

Puede que este niño no tenga la vitalidad suficiente para contarnos toda la historia. Quizás sólo destelle en breves escenas, únicamente nos ofrezca un instante de lo que fue nuestra infancia, pero es un instante que reconocemos sin lugar a dudas como verdadero, como auténtico, como nuestro. Nos reconocemos a nosotros mismos y (si esto no es un misterio que alguien me diga qué lo es) otros también se reencuentran con su propia niñez en la nuestra. Porque cuando uno es capaz de contar su infancia así (de dejar que el niño se la cuente), por parcialmente que sea, consigue que otros también reconozcan en ese relato parte de la suya, por enormes que sean en otro respecto las diferencias. El niño (o niña) que cada uno somos es uno y único, insustituible, y a la vez, universal. Éste es el misterio de la niñez, un misterio que la literatura nos recuerda constantemente mientras casi todo lo demás parece confabularse para ocultarlo y dejar morir al niño.

Te reconoces en los críos de El camino (Delibes) aunque hayas sido una niña de ciudad que ni sospechaba la cantidad de estrellas que son visibles en campo abierto. Entiendes muy bien los miedos y secretos de David, esa pátina de sueño o pesadilla que tiene su infancia (Llámalo sueño de Henry Roth)… ¡Qué sé yo! Hasta el abandono de Oliver Twist, que ya es decir el tiempo y el espacio que nos separan de él, no nos es ajeno. La niñez es, como creo que decía Unamuno, el universal concreto.

jueves, 16 de agosto de 2018

En medio de la confusión

El baño del caballo (1909). Joaquín Sorolla
“Vamos a echar una cabezadita. Maldita sea; vale la pena venir a este mundo aunque sólo sea para quedarse dormido. Y ahora que pienso en ello, eso es lo primero que hacen los bebés, y eso también es algo extraño. Condenado de mí; todas las cosas son extrañas si uno se pone a pensar en ellas. Pero eso está en contra de mis principios. No pensar es mi undécimo mandamiento, y duerme cuanto puedas es el duodécimo. Ahí radica todo” (Herman Melville. Moby Dick, cap. 29).

Por J. Teresa Padilla

Somos multitud. Todos. No todos juntos, vaya obviedad, sino cada uno por sí mismo. Dicho sea de paso, es por ello, y no tanto por cortesía, modestia o "majestad", por lo que tiendo a escribir en primera persona del plural. A ver si hoy consigo evitarlo.

Yo, por ejemplo, disfruto casi siempre con pensar y dar vueltas a las cosas para desentrañar ese núcleo incomprensible y extraño que hasta lo más vulgar encierra. Es, como ejercicio intelectual, el equivalente a estrujar bien una bayeta hasta la rendición de la última gota de agua que aún retiene: algo cuya utilidad se limita a facilitar la limpieza de la casa, en un caso, de la cabeza, en el otro. Lo que quiero decir es que se trata de un juego y no una investigación, aunque quién sabe si puede encontrarse algo valioso en este despreocupado dar vueltas y revueltas.

Éste es uno de mis yoes. A veces se pone más serio y hasta melancólico, aunque me parece que sigue siendo el mismo, que estos últimos no son otros dos distintos. Sobre todo porque, sin que a nadie le hayan chocado de momento sus diferentes humores, los tres forman mi yo más público: el que escribe de vez en cuando, lee con atención, participa en las conversaciones y se entiende o malentiende con otros. Intento fomentar la manifestación de este yo porque es, sin lugar a dudas y aun con sus altibajos, el que más inteligente y en ocasiones hasta estimada me hace sentir. Es el yo que ahora mismo se preguntaría, si estuviera realmente operativo, cuál será este yo de yoes que intenta estimularlo. Pero no lo está, ahora mismo soy otra.

Esta otra que soy debe de ser familia del ballenero perezoso de Melville. Dudo que no pensar llegue a ostentar para ella (o sea, este yo mío, al que no sé en qué persona gramatical referirme) la dignidad de un principio o mandamiento, limitándose a ser una débil inclinación. Pero sin duda alguna lo del dormir cuanto se pueda es incluso más que un mandamiento: un principio, no de acción (o inacción), sino de supervivencia.

Este es el yo que llevo siendo unos días, no los he contado (este yo mío no hace cuentas). Ahora mismo lucho sin demasiada convicción con él, que tira de mí al final de cada párrafo para que me levante de la silla, abandone el teclado y me tumbe en el sofá y, si el sopor no logra invadirme, me dedique a tareas somníferas como zapear, navegar por las redes o empezar ese libro que me han regalado con la mejor intención y el mayor de los desconocimientos, y que promete desde la contraportada ser un folletón sentimentaloide y aletargador.

El marinero de Melville, como el Augusto Pérez de Unamuno, parecen haber descubierto, cada uno por su lado y a su manera, que la vigilia es la verdadera vida, pero también que tiene más de tragedia que de comedia, aunque sólo sea porque se muestra como el transcurso de un tiempo que conduce hacia su propia aniquilación. “Yo no vivía, y ahora vivo; pero ahora que vivo es cuando siento lo que es morir”, decía el protagonista de Niebla cuando despertó de su ensueño. Él se rebela mientras el personaje de Melville da un paso atrás y decide que prefiere la muerte en vida del durmiente al ir muriéndose del vivir despierto. En lo que a mí respecta, aparte de aquel yo al que gusta jugar con las ideas, albergo también estos dos, el del ballenero y el de Augusto Pérez, el que se rinde y el que se rebela en vano (afanándose en fracasar a lo Bernhard). Este último (con el aliento lejano de mi otro yo más público) es el que ha conseguido escribir estas líneas resistiéndose a la paradójica fuerza de la debilidad del primero. Porque hay una fuerza enorme en la debilidad, una que no emana de la voluntad propia, sino de fuera, como la gravedad de la tierra atrae a los cuerpos, como el sueño que vence a los párpados. Y es que, de igual manera que hay momentos en los que sólo se quiere dormir y sumergirse en esa indolora inconsciencia que tanto se parece a la muerte, salvo por dejar abierta la posibilidad de soñar y despertar, hay otros en los que se intenta a toda costa vencer al sueño, bien sea para descubrir in fraganti a un Rey Mago, bien para velar la enfermedad, el dolor y hasta la muerte de los que quieres. Y fracasas. Siempre. Ni siquiera eres capaz de atrapar el momento exacto en que te derrota, ni el sueño ni, me imagino, la muerte, esa extraña hermana suya, pues quién no ha despertado nunca sobresaltado y sin aliento, como si hubiera escapado de ella justo por despertar. Lo mismo va a ser verdad aquella dulce mentira del sueño de días eternos. Lo mismo no es la vida, sino la muerte, la que es sueño; y la vida, la batalla, destinada a ser perdida, contra él. Contra el sueño, el olvido, y esa muerte incesante de lo que pasa, de lo que ya no es aunque siga siendo.

Captura de vídeo doméstico
En suma, que al final logro despertar con mucho esfuerzo, liberarme por un instante de mi yo durmiente, para no ser en realidad capaz de distinguir ni el recuerdo del sueño, ni la vigilia de una pesadilla, ni la vida de la muerte. Sin reconocerme en esa multitud de yoes que me habitan. Menos mal que en medio de la confusión descubro con claridad lo que ahora quiero: soñar aquel recuerdo, vivirlo de nuevo, aunque para ello haya de volverme a dormir.



Puede leerse el fragmento completo del Romancero Gitano de F. García Lorca en que se inspira esta nana aquí, pp. 15-20.