miércoles, 28 de abril de 2021

Feliz cumpleaños

Por Marisa Díez

Resulta recomendable extraer de los malos momentos cualquier enseñanza que nos pueda resultar útil en el futuro. Durante esta pandemia he sido consciente de que soltar lastre en lo que se refiere a las relaciones personales es una buena terapia según vas cumpliendo años. Y por eso, últimamente me he lanzado a la tarea de separar el grano de la paja para decidir con quién me quedo y a quién aparto, asumiendo de antemano que los demás no son nunca los únicos culpables de mis decepciones. Pero a partir de ahora, lo tengo claro: “El que no me aporte, lejos”, palabra de Rozalén, que he convertido en una especie de mantra particular que sigo a rajatabla. 

Fui consciente de lo que acabo de explicar mientras le daba vueltas a la idea de cómo podría enviar una felicitación más o menos decente a una de esas personas que han estado a mi lado desde que llegué a este mundo. Nunca le han gustado las felicitaciones, o al menos, es lo que siempre nos hizo creer. Por eso no le suelo llamar tal día como hoy. A lo sumo, un mensaje y poco más. Cualquier otro momento resulta más apropiado para mantener una buena charla. 

Así que aquí estoy, intentando darle forma a esta especie de misiva mientras rememoro tantos recuerdos vividos a su lado. Últimamente no hago más que bucear en la infancia, en aquellos años en los que tuvo una presencia tan destacada. Era tal mi admiración por él que dormía junto a una fotografía suya tamaño póster que había colgado al lado de mi cama. Cuando llegaba a la casa de Pinos Baja, a menudo sin avisar, aquello era una fiesta. Si mi madre pronunciaba de repente las palabras mágicas, “aquí viene el tío Vicente”, salíamos raudas al pasillo a abrirle la puerta, o nos peleábamos por asomarnos a la ventana y así ser testigos de cómo había aparcado su Seiscientos de cualquier manera, encima de la acera o en algún lugar inapropiado. Nos hacía mucha gracia esa especie de placer por lo prohibido del que se jactaba entre risas. Era lo más y nosotras le adorábamos, porque nos sacaba de nuestra rutina sin apenas darnos tiempo a reaccionar. Lo mismo nos llevaba al Pardo, que nos montaba en el coche y aparecíamos en la mansión donde trabajaba de mayordomo, un piso que recuerdo con unos ventanales enormes en el salón y teléfonos en todas las habitaciones. También se le podía ocurrir improvisar un viaje a Salamanca con siete personas introducidas casi a presión en su pequeño utilitario o agasajarnos con una especie de fiesta flamenca en su peculiar apartamento del barrio del Pilar. 

Nunca olvidaré las navidades en las que apareció con la caja más grande de los Juegos Reunidos que había visto jamás, regalo de Papa Noel por haber vivido en Londres, explicación que inventó sobre la marcha ante mi extrañeza por haberse adelantado unos días a los Reyes Magos. O las cintas de casete de Jesucristo Superstar, que aún conservo en plan reliquia y en sitio preferente. Tal fue el uso que dimos al musical que mi padre nos suplicaba, agotado, si no podríamos dejar de martirizarle algún día “con ese tostón”. 

El tiempo pasó sin apenas darme cuenta, y de repente, nos encontramos trabajando en el hotel, día tras día, mes a mes, un año detrás de otro. Pero aquello terminó, dejando entre los muros del Galiano un montón de anécdotas que quizá algún día me atreva a relatar. Decidió entonces retirarse a Bretún y ahí continúa a día de hoy, empeñado en convertir su pequeño pueblo soriano en un referente cultural de la comarca o más allá. 

Así que, a lo que íbamos. Hoy mi tío cumple 84 años y aunque se empeñe en afirmar lo contrario, yo sé que en el fondo le encanta ser el protagonista absoluto de su día especial. Últimamente ha estado un poco pachucho, pero ahí anda, con multitud de proyectos en mente. A veces resulta agotador escucharle, y entonces le digo, pero relájate un poco, cuándo vas a parar, y él se ríe porque sabe que en el fondo si un día decidiera echar el freno se habrá convertido de repente en esa persona que nunca ha querido ser.

En ocasiones todavía me parece verlo atravesando el pasillo de casa, cargando con su magnetofón para grabar nuestros progresos musicales, reprochando el olor a ajo de la comida de mi madre o demostrando a mi familia que mi ojo bizco era realmente vago. Entonces juraría estar soñando y me doy cuenta de que la felicidad debe de ser algo muy parecido a lo que viví en aquellos años que ahora siento tan lejanos. 

Gracias por tantos buenos momentos y por los que aún están por llegar. Y que cumplas muchos, muchos más.


viernes, 26 de marzo de 2021

De vuelta a casa

Por Marisa Díez


Imagen: La mente es maravillosa

Tengo que acordarme de engrasar esta cerradura, me digo cada vez que salgo y doy la vuelta a la llave. Es una operación de la que mi madre se ocupa cada cierto tiempo, impregnando la cerradura de no sé bien qué tipo de aceite y con la que consigue resultados bastantes aceptables. Le preguntaré cómo lo hace. Aunque quizá, mejor me callo. Desde que esta maldita pandemia la obligó a marcharse echa mucho de menos su casa y mejor no mencionársela…


Cuando atravieso el umbral de la casa de mis padres, el silencio me perturba y a la vez me tranquiliza. Enciendo la televisión o la radio para sentirme acompañada en esa extraña soledad. Escucho conversaciones que únicamente yo soy capaz de descifrar. Es posible que se trate tan sólo de recuerdos, impregnados en las paredes o en esa colección de fotografías que inundan el salón, pero mi capacidad para evadirme consigue trasladar al presente lo que sucedió casi en la prehistoria.

Siendo niña recorría feliz ese pasillo que me parecía inmenso, donde lo mismo jugábamos “al escondite inglés sin mover los pies” que tirábamos al suelo un colchón en busca de una corriente de aire que sofocara el bochorno de las noches de verano. Demasiados inquilinos en poco más de cincuenta metros cuadrados: había que hacer malabarismos. En esa casa he llegado a dormir incluso en la cocina, no digo más.

Nunca he dejado de ir, ni entra en mis planes abandonar esta tarea. A veces me sobrepasa encontrarme allí tan sola, pero enseguida pienso en lo afortunada que soy al poder disfrutar del entorno que me vio crecer y puso los moldes para convertirme en la persona que aproximadamente soy, a pesar de los años y también los daños. Me aterroriza pensar que llegará el momento de desprenderme de mi refugio, porque si de mí dependiera, lo mantendría de por vida.

Una amiga describió hace poco la casa de sus padres como aquella a la que considera propia sin haberse hipotecado nunca por ella y aunque haya pasado media vida desde que se marchó. En mi caso particular, está ubicada en un bloque de viviendas en el que sus vecinos nos sentimos siempre parte de una gran familia, y cuyos lazos se mantienen en la actualidad entre los que sobreviven. Sé que soy una privilegiada porque jamás he olvidado de dónde vengo. Cuando traspaso el portal de la casa de mis padres me siento protegida, auténtica y un poquito mejor persona. Añoro a los que no están e intento disfrutar de los que todavía resisten, a pesar de la pila de años que cargan a sus espaldas. A veces rebobino y me imagino escaleras arriba, cargando con mis muñecas en busca de mi amiga Elena, que vivía en el tercero, o me veo correteando por el pasillo de mi vecina Carmen, jugueteando con su hijo pequeño.

Hay personas que se empeñan en advertirme del peligro que conlleva recrearse en el pasado. Quizás decidieron enterrar el suyo bajo llave por razones que desconozco y no soy quién para juzgar. Lo siento por ellos, porque a mí, lo que me produce auténtica grima, es el futuro tan incierto que se nos avecina.

Espero no olvidarme de engrasar la cerradura, me repito de nuevo. Verás tú como al final, el día menos pensado me quedo de patitas en la calle.



jueves, 18 de marzo de 2021

Un sueño

Sobre la ciudad, 1924. Marc Chagall

Por J. Teresa Padilla

Hoy me ha despertado un sueño. Lo recuerdo porque ya era demasiado tarde para volver a intentar dormir, pero demasiado pronto para levantarme, así que me ha dado tiempo a reconstruirlo e intentar fijarlo en la memoria.

Me aproximaba desde un lugar elevado a la casa de mis padres. Iba acompañada por alguien, un interlocutor, un amigo cuya presencia sentía a mi lado (aunque su rostro no aparecía, por lo que recuerdo, ni en el sueño ni ahora, por supuesto, en mi memoria) y al que pretendía enseñarle dónde estaba mi casa, mi verdadera casa. Esa que te acoge sin más cuando llegas completamente indefensa a este mundo, a diferencia de las que luego adquieres u ocupas a cambio de dinero: éstas como mucho te pertenecen, pero no son tu casa. Tu casa es sólo una y las otras las encontraste en la calle. 

Aunque invisible, hasta para soñar se necesita, me parece, un interlocutor, real o imaginario: no se puede ir por ahí hablando o viviendo historias sola, ni en la realidad real ni en la de ficción, consciente o inconsciente. No porque esté mal visto, porque sea cosa de locos. Por el contrario, la locura es justo la soledad extrema que obliga al que la sufre, para no sucumbir a ella, a crearse un oyente que le podría responder o decir otra cosa. Y por eso no está tan loco como quien no habla o sólo habla a todos o nadie, sin esperar de ellos salvo muestras de asentimiento. No hablo de oídas: yo hablo mucho sola, pero con otros, y de ellos, y su rebeldía, pende mi cordura.

Cuando señalé a este compañero mío sin rostro pero bien conocido mi casa, ahí abajo (debíamos estar flotando cual personajes de Chagall, pues no es posible en el mundo físico real esa perspectiva que teníamos sobre el edificio en que se encuentra mi hogar de verdad), el lugar en que había crecido, enfermado y sanado, reído y llorado, el mismo del que necesitaba huir y del que no sabría ni querría tener que desprenderme nunca... Cuando se lo señalé (retomo el hilo tras estas frases larguísimas condenadas a quedarse inconclusas que no sé cómo evitar, imagino, por falta de talento e incapacidad para las conclusiones), cuando se la señalé (me repito, de nuevo, con una merecida colleja), descubrí horrorizada que la parte superior del edificio estaba en ruinas, como si le hubiera explotado la cabeza (debería decir, en honor a la exactitud, "las plantas superiores", pero en mi sueño, y también en la realidad, este edificio me resulta más cercano a un cuerpo orgánico que a una estructura arquitectónica).

No voy a decir que corrí hacia él porque eso ni sale en mi sueño ni falta que hace inventarse detalles superfluos. Mi compañero desaparece, imagino que por la aparición de otros, los vecinos, a los que sí veo aunque no reconozco (justo lo contrario que me pasaba con mi interlocutor inicial). Un hombre me detiene en mi ascensión al segundo piso para señalarme que había acogido en su casa al resto de los vecinos tras la debacle inesperada y para mí, además, indeterminada. Entro a buscar a mi madre, y una mujer, llorosa, me tiende un montoncito de ropa doblada que es lo único que le han devuelto los sanitarios que, me dice, se la han llevado. Lo tomo de sus manos y reconozco un pantalón de pijama rosa (el mismo que llevaba mientras soñaba esto). Debería correr al hospital, pienso, pero subo, no obstante, a mi casa, porque tenía animales en ella (¿cuándo?, ¿quiénes?) cuyo destino, por pésimo que fuera, necesitaba también conocer.

La puerta del segundo B, mi casa, no estaba del todo cerrada. La empujo y al entrar encuentro no sólo todo intacto, sino a mi padre, tan tranquilo, subido en una silla, en bata y con un pantalón de pijama gris que no hace más que destacar la delgadez de sus canillas, como él las llamaba, arreglando la lámpara del techo del salón con ese gesto tan suyo de cuando se dedicaba a arreglar lo estropeado o hacer habitáculos para todo tipo de cosas fácilmente extraviables. Se giró y me miró como si fuera lo más normal del mundo que apareciera por allí casi veinte años después de habernos ido ambos, yo a otro sitio y él, literalmente, sólo Dios sabe dónde, es decir: me miró un instante y su rostro volvió al gesto previo. Tras él, con los pies en el suelo y las manos ocupadas con las herramientas que le iría pidiendo y dando continuamente (mi padre era muy capaz de arreglar el mundo, al menos el de las cosas, pero era un cerebro que necesitaba muchas manos), estaba mi madre, cuya mirada, dirigida hacia arriba, hacia su marido, y a punto de perder la paciencia, descendió hacia mí con desaprobación y ceño fruncido pues, como siempre, algo había hecho mal. Concretamente no estar en el momento del suceso catastrófico y enigmático, ni en su puesto, alcanzándole lo necesario al demiurgo paternal, como si ella no tuviera otras mil cosas que hacer. Estaba claro que había vuelto a casa porque ya me estaban entrando ganas de volver a salir.

Miré entonces el montoncito de ropa que me había dado la vecina y aún tenía en mis manos. No reconocí ninguna prenda. Sentí a la vez lástima por la verdadera propietaria y un alivio culpable. Tenía que bajar urgentemente a devolverlo para que lo recibieran sus auténticos dueños, pero no me muevo. Creo que sé que no hay ningún error, que las ropas eran las que me parecieron antes y que, simplemente, han pasado a ser otras. Que ha habido un milagro y lo que fuera que pasara allí, en mi casa y con sus habitantes, ya no ha pasado.

Hoy me ha despertado un sueño. Un sueño que no me ha llevado a ningún pasado ni futuro. Creo que he estado un instante en el cielo.

 

viernes, 15 de enero de 2021

Este Madrid

Por Marisa Díez 


Plaza de la Villa. Imagen: Guía del ocio.


De un tiempo a esta parte me inquieta Madrid. Percibo una atmósfera irrespirable, y no me refiero a su contaminación endémica, circunstancia que la distingue poco de cualquier otra gran urbe. Se trata más bien de un cierto olor nauseabundo que se cuela por todos los rincones, dejando el ambiente cada vez más enfangado. Madrid me parece ahora un poco menos Madrid; lo están transformando en un lugar insolidario, sucio e intolerante, donde resulta difícil abstraerse de las batallas políticas con las que nos azuzan desde uno u otro bando. Escuchar a nuestros representantes públicos produce una desazón cercana al hastío, y mi nivel de hartazgo es directamente proporcional a la nula capacidad intelectual que les supongo. Veo a mucha gente caminando por la vida con el gesto un poco torcido; hay quien aprovecha cualquier motivo para saltar como un resorte y lanzar cuatro proclamas incendiarias contra el político de turno, al que suponen culpable de todos los males que le acechan.

Echo la vista atrás y juraría que estoy en otro mundo. Me parece mentira que alguna vez haya existido una ciudad tan diferente a la actual, en la que sobrevivo como puedo en esta época tan convulsa. Porque en mis recuerdos evoco una capital mucho más viva y alegre, llena de ilusiones y empeñada en defender sin tregua las libertades que durante tantos años le habían robado.

Mi adolescencia y juventud transcurrieron en los ochenta y me siento una privilegiada por haber disfrutado de sus calles y su bullicio en los años de la tan añorada Movida madrileña. No soy quién para decidir si fue una década prodigiosa o si con el tiempo resultó un poco sobrevalorada, pero puedo asegurar que la gente se veía más feliz. Y sonreía. Conseguimos poco a poco llegar a querer a una ciudad por la que hasta entonces habíamos sentido cierto desapego y nos lanzamos a exprimir los días y las noches que nos ofrecía como si no hubiera un mañana. Ahora añoro al alcalde más emblemático que gobernó esta villa, el embajador más digno que ha tenido Madrid, querido y respetado por una inmensa mayoría, en contraposición al nivel ínfimo de los representantes que actualmente pululan por aquí.

Hay días en los que me cuesta reconocer esta ciudad; me resulta extraña y difícilmente defendible. La veo convertida en el blanco perfecto de agravios comparativos y rencores acumulados. Vuelve a la escena la lucha del centro contra la periferia; la guerra de las banderas y las nacionalidades. Algo me huele a chamusquina. Me temo que, en breve, deberé justificarme por haber nacido en el foro, y casi pedir perdón. De nuevo a luchar contra absurdos prejuicios, viejos tópicos y medias verdades que a los madrileños nos costó décadas quitarnos siquiera un poco de encima. Si el viejo profesor levantara la cabeza y viera el lodazal en el que han convertido lo que él dejó casi impoluto, se marcharía corriendo a su tierra soriana, seguro de que allí estaría resguardado de tanto insulto y tanta desvergüenza.

Desde hace un tiempo temo que Madrid se olvide de ser esa ciudad donde no se pregunta de dónde vienes o a dónde te diriges, porque sabe, como ninguna otra, que nadie es “de donde nace, sino de donde pace". En la que puedes estar de paso o quedarte para siempre sin que te acribillen a preguntas sobre tu origen o destino. Me asusta que nos olvidemos de su esencia como urbe solidaria y cosmopolita, de ese batiburrillo de razas y culturas que llena de vida y empuje sus barrios. A veces me entran ganas de escapar durante una temporada, buscar refugio en un lugar donde el aire esté menos viciado y reaparecer con fuerzas renovadas, donde regresa siempre el fugitivo, con la certeza de que, una vez más, volveré a verla resurgir de sus cenizas.