viernes, 26 de marzo de 2021

De vuelta a casa

Por Marisa Díez


Imagen: La mente es maravillosa

Tengo que acordarme de engrasar esta cerradura, me digo cada vez que salgo y doy la vuelta a la llave. Es una operación de la que mi madre se ocupa cada cierto tiempo, impregnando la cerradura de no sé bien qué tipo de aceite y con la que consigue resultados bastantes aceptables. Le preguntaré cómo lo hace. Aunque quizá, mejor me callo. Desde que esta maldita pandemia la obligó a marcharse echa mucho de menos su casa y mejor no mencionársela…


Cuando atravieso el umbral de la casa de mis padres, el silencio me perturba y a la vez me tranquiliza. Enciendo la televisión o la radio para sentirme acompañada en esa extraña soledad. Escucho conversaciones que únicamente yo soy capaz de descifrar. Es posible que se trate tan sólo de recuerdos, impregnados en las paredes o en esa colección de fotografías que inundan el salón, pero mi capacidad para evadirme consigue trasladar al presente lo que sucedió casi en la prehistoria.

Siendo niña recorría feliz ese pasillo que me parecía inmenso, donde lo mismo jugábamos “al escondite inglés sin mover los pies” que tirábamos al suelo un colchón en busca de una corriente de aire que sofocara el bochorno de las noches de verano. Demasiados inquilinos en poco más de cincuenta metros cuadrados: había que hacer malabarismos. En esa casa he llegado a dormir incluso en la cocina, no digo más.

Nunca he dejado de ir, ni entra en mis planes abandonar esta tarea. A veces me sobrepasa encontrarme allí tan sola, pero enseguida pienso en lo afortunada que soy al poder disfrutar del entorno que me vio crecer y puso los moldes para convertirme en la persona que aproximadamente soy, a pesar de los años y también los daños. Me aterroriza pensar que llegará el momento de desprenderme de mi refugio, porque si de mí dependiera, lo mantendría de por vida.

Una amiga describió hace poco la casa de sus padres como aquella a la que considera propia sin haberse hipotecado nunca por ella y aunque haya pasado media vida desde que se marchó. En mi caso particular, está ubicada en un bloque de viviendas en el que sus vecinos nos sentimos siempre parte de una gran familia, y cuyos lazos se mantienen en la actualidad entre los que sobreviven. Sé que soy una privilegiada porque jamás he olvidado de dónde vengo. Cuando traspaso el portal de la casa de mis padres me siento protegida, auténtica y un poquito mejor persona. Añoro a los que no están e intento disfrutar de los que todavía resisten, a pesar de la pila de años que cargan a sus espaldas. A veces rebobino y me imagino escaleras arriba, cargando con mis muñecas en busca de mi amiga Elena, que vivía en el tercero, o me veo correteando por el pasillo de mi vecina Carmen, jugueteando con su hijo pequeño.

Hay personas que se empeñan en advertirme del peligro que conlleva recrearse en el pasado. Quizás decidieron enterrar el suyo bajo llave por razones que desconozco y no soy quién para juzgar. Lo siento por ellos, porque a mí, lo que me produce auténtica grima, es el futuro tan incierto que se nos avecina.

Espero no olvidarme de engrasar la cerradura, me repito de nuevo. Verás tú como al final, el día menos pensado me quedo de patitas en la calle.



jueves, 18 de marzo de 2021

Un sueño

Sobre la ciudad, 1924. Marc Chagall

Por J. Teresa Padilla

Hoy me ha despertado un sueño. Lo recuerdo porque ya era demasiado tarde para volver a intentar dormir, pero demasiado pronto para levantarme, así que me ha dado tiempo a reconstruirlo e intentar fijarlo en la memoria.

Me aproximaba desde un lugar elevado a la casa de mis padres. Iba acompañada por alguien, un interlocutor, un amigo cuya presencia sentía a mi lado (aunque su rostro no aparecía, por lo que recuerdo, ni en el sueño ni ahora, por supuesto, en mi memoria) y al que pretendía enseñarle dónde estaba mi casa, mi verdadera casa. Esa que te acoge sin más cuando llegas completamente indefensa a este mundo, a diferencia de las que luego adquieres u ocupas a cambio de dinero: éstas como mucho te pertenecen, pero no son tu casa. Tu casa es sólo una y las otras las encontraste en la calle. 

Aunque invisible, hasta para soñar se necesita, me parece, un interlocutor, real o imaginario: no se puede ir por ahí hablando o viviendo historias sola, ni en la realidad real ni en la de ficción, consciente o inconsciente. No porque esté mal visto, porque sea cosa de locos. Por el contrario, la locura es justo la soledad extrema que obliga al que la sufre, para no sucumbir a ella, a crearse un oyente que le podría responder o decir otra cosa. Y por eso no está tan loco como quien no habla o sólo habla a todos o nadie, sin esperar de ellos salvo muestras de asentimiento. No hablo de oídas: yo hablo mucho sola, pero con otros, y de ellos, y su rebeldía, pende mi cordura.

Cuando señalé a este compañero mío sin rostro pero bien conocido mi casa, ahí abajo (debíamos estar flotando cual personajes de Chagall, pues no es posible en el mundo físico real esa perspectiva que teníamos sobre el edificio en que se encuentra mi hogar de verdad), el lugar en que había crecido, enfermado y sanado, reído y llorado, el mismo del que necesitaba huir y del que no sabría ni querría tener que desprenderme nunca... Cuando se lo señalé (retomo el hilo tras estas frases larguísimas condenadas a quedarse inconclusas que no sé cómo evitar, imagino, por falta de talento e incapacidad para las conclusiones), cuando se la señalé (me repito, de nuevo, con una merecida colleja), descubrí horrorizada que la parte superior del edificio estaba en ruinas, como si le hubiera explotado la cabeza (debería decir, en honor a la exactitud, "las plantas superiores", pero en mi sueño, y también en la realidad, este edificio me resulta más cercano a un cuerpo orgánico que a una estructura arquitectónica).

No voy a decir que corrí hacia él porque eso ni sale en mi sueño ni falta que hace inventarse detalles superfluos. Mi compañero desaparece, imagino que por la aparición de otros, los vecinos, a los que sí veo aunque no reconozco (justo lo contrario que me pasaba con mi interlocutor inicial). Un hombre me detiene en mi ascensión al segundo piso para señalarme que había acogido en su casa al resto de los vecinos tras la debacle inesperada y para mí, además, indeterminada. Entro a buscar a mi madre, y una mujer, llorosa, me tiende un montoncito de ropa doblada que es lo único que le han devuelto los sanitarios que, me dice, se la han llevado. Lo tomo de sus manos y reconozco un pantalón de pijama rosa (el mismo que llevaba mientras soñaba esto). Debería correr al hospital, pienso, pero subo, no obstante, a mi casa, porque tenía animales en ella (¿cuándo?, ¿quiénes?) cuyo destino, por pésimo que fuera, necesitaba también conocer.

La puerta del segundo B, mi casa, no estaba del todo cerrada. La empujo y al entrar encuentro no sólo todo intacto, sino a mi padre, tan tranquilo, subido en una silla, en bata y con un pantalón de pijama gris que no hace más que destacar la delgadez de sus canillas, como él las llamaba, arreglando la lámpara del techo del salón con ese gesto tan suyo de cuando se dedicaba a arreglar lo estropeado o hacer habitáculos para todo tipo de cosas fácilmente extraviables. Se giró y me miró como si fuera lo más normal del mundo que apareciera por allí casi veinte años después de habernos ido ambos, yo a otro sitio y él, literalmente, sólo Dios sabe dónde, es decir: me miró un instante y su rostro volvió al gesto previo. Tras él, con los pies en el suelo y las manos ocupadas con las herramientas que le iría pidiendo y dando continuamente (mi padre era muy capaz de arreglar el mundo, al menos el de las cosas, pero era un cerebro que necesitaba muchas manos), estaba mi madre, cuya mirada, dirigida hacia arriba, hacia su marido, y a punto de perder la paciencia, descendió hacia mí con desaprobación y ceño fruncido pues, como siempre, algo había hecho mal. Concretamente no estar en el momento del suceso catastrófico y enigmático, ni en su puesto, alcanzándole lo necesario al demiurgo paternal, como si ella no tuviera otras mil cosas que hacer. Estaba claro que había vuelto a casa porque ya me estaban entrando ganas de volver a salir.

Miré entonces el montoncito de ropa que me había dado la vecina y aún tenía en mis manos. No reconocí ninguna prenda. Sentí a la vez lástima por la verdadera propietaria y un alivio culpable. Tenía que bajar urgentemente a devolverlo para que lo recibieran sus auténticos dueños, pero no me muevo. Creo que sé que no hay ningún error, que las ropas eran las que me parecieron antes y que, simplemente, han pasado a ser otras. Que ha habido un milagro y lo que fuera que pasara allí, en mi casa y con sus habitantes, ya no ha pasado.

Hoy me ha despertado un sueño. Un sueño que no me ha llevado a ningún pasado ni futuro. Creo que he estado un instante en el cielo.