jueves, 25 de octubre de 2018

Sorda de pies a cabeza

The Blue Circus (1950). Marc Chagall


Por J. Teresa Padilla

No sé si siempre he estado tan sorda o he perdido oído. Nunca lo he tenido bueno, así que, me podría decir alguien, puestos a perder agudeza sensorial, mejor este sentido que otros. Me callaré y sonreiré discretamente (tampoco puedo presumir de dientes), porque no tengo un solo sentido bueno, ni el del equilibrio, pero ponerse a enumerar los males de uno es invitar al otro a que te cuente los suyos y entrar así en una competición aparentemente absurda sobre quién está peor. Por mí lo dejaría ganar, de hecho así lo hago con los desconocidos, que parecen despedirse de ti tan satisfechos, supongo que por seguir vivos cuando no tienen un solo órgano sano que lo justifique. No se trata, me parece a mí, de que se vanaglorien por haber reforzado la extravagante convicción íntima de estar peor que casi todo el mundo: el ser humano es insensato e ilógico, pero el verdaderamente necio es el que no ve más allá de estas incoherencias y absurdos suyos. Vale, es un payaso, pero serio, un ser tragicómico, un Quijote (o Sancho); en resumen, un héroe moderno. No es, pues, que se alegren de haber resultado ganadores sobre mí y tener más razón para quejarse que, en este caso, yo. Más bien se enorgullecen de vencer a la muerte cada día que han pasado y pasan todavía en este mundo, incluso puede que alberguen una secreta y loca esperanza sobre su indestructibilidad final. Siempre es gratificante sembrar algo de alegría a tu paso, cuando además te cuesta tan poco. Con los desconocidos, decía. Ya con los conocidos, menos: tengo alguno al que veo muy capaz de contarme la evolución de sus diversas enfermedades en mi lecho de muerte. Queridos míos todos: cuando alguien pregunta por el estado de salud de otra persona, las leyes consuetudinarias dicen que no es preciso, más bien lo contrario, ajustarse a la realidad. Sea cual sea ésta, hay que decir “bien” (como mucho se admiten lánguidos “vaya” o un “tirando” en cualquier caso a secas, sin entrar en detalles) y, a continuación, preguntar por la salud ajena. Por otra parte, qué se gana diciendo que estás para el desguace: o bien notarás la indiferencia de la otra persona y te dolerá, o bien serás tú el que haga daño a la otra persona al hacerla sentir impotente y hasta culpable de tus desgracias. Todos somos seres complejos, más imprevisibles de lo que nos creemos, y maravillosamente absurdos. De ahí el valor moral de la mentira (y aunque lo digo con voz engolada, exagerando y mofándome de la seriedad con la que me tomo estas cosas normalmente, no descarto haber topado sin querer, si no con una verdad, al menos sí con una pista). El valor de la mentira del “bien, gracias” y también de la quimera aquella del que, sin atreverse siquiera a pensarlo, cree posible, tras enumerar a otro sus males, ganar la batalla de la vida contra la muerte. Pero, al margen de la seriedad que se oculta en el fondo de nuestras tonterías, la mayor de ellas sería tomárnoslo todo en serio (o todo en broma). Léase, pues, lo que sigue, no como un triste lamento, sino como una puntilla cómica a una historia clínica que un día u otro acabará, como todas, en tragedia.

Aparte de mi innata falta de sutileza auditiva, que me alejó de los coros del colegio o la iglesia, me impidió acompañar (y enamorar) con mi voz al guaperas de la guitarra (personaje imprescindible en cualquier adolescencia femenina de mi generación que se precie) y tener cualquier criterio fiable en mis gustos musicales, por esto mismo de lo más eclécticos, hace tiempo que empecé a sospechar que oía cada vez peor. Como al parecer la publicidad, los mensajes de autoayuda, la psicología y hasta los parientes y amigos están de acuerdo en que hay que pensar en positivo, pues concluí que no había nada malo en mí, sino que eran los demás los que cada vez vocalizan menos y peor. Ya sé, ya, que esta asignatura del pensamiento positivo no la voy a aprobar así, echando lo negativo a los demás, pero me dormí en la clase sobre cómo reciclar y transmutar el hierro en oro. Ya iré a recuperación.

No me lo terminaba de creer (lo de que estaba como siempre del oído), pero atribuí mi escepticismo a esa negatividad mía de carácter que oigo por todos lados que tengo que corregir. Sin embargo, a la vez y junto a este pensamiento cuasimágico de la positividad curalotodo, está la ciencia empírica y su avanzadilla o unidad de vanguardia: la divulgación científica, la cual puede devenir y deviene muchas veces en un puro espectáculo. Ambas tendencias hacen como que se pelean, pero al final sólo se las oye a ellas. Para mí que están conchabadas: una te da falsas esperanzas reprochándote tu falta de fe, para que la otra te las pueda arrebatar mofándose de tu ingenuidad. En lo único en que se ponen de acuerdo es en que, sin ellas, eres de lo peor que hay.

Convivía yo, pues, razonablemente bien con mi no confirmada decadencia auditiva, cuando la ciencia televisiva vino a salvarme de mi ignorancia. Para que no te hagas ilusiones al respecto y reconozcas la realidad, los científicos se dedican, entre otras cosas, espero, más importantes, a idear experimentos para obligarte a reconocer tu decadencia física o mental mientras ves la tele. Como de unos años para acá parece que me ha mirado un tuerto, no sólo di con el programa en cuestión, sino, además, con la entrega en la que les dio por ilustrar y ejemplificar justamente el hallazgo científico de que hay frecuencias de sonido que vamos dejando de oír conforme nos hacemos mayores. Envejecer es una cuesta abajo, eso no lo duda nadie, así que no veo quién iba a discutir el descubrimiento en cuestión (aparte quizá de otro científico rival, claro). Sin embargo, no sólo se nos pide que lo creamos así porque sí, porque nos parece una afirmación razonable y confiamos en el experto. No, tenemos que verlo con nuestros propios ojos, y oírlo con nuestros oídos (los que puedan). Como si tras ese asentimiento nuestro, se ocultara un peligroso escéptico. Como si tuvieran que convencernos a los torpes legos de que cuando se dice que algo está científicamente demostrado, no se habla por hablar. No basta con aceptar la verdad científica, hay que someterse a ella, dejar, incluso, como fue en mi caso, que te humille. Y para eso, dado el carácter supersticioso por definición de las masas iletradas, hay que hacer de la verdad científica algo espectacular, asombroso o por lo menos divertido (para aquellos que confirman que se encuentran en los parámetros que van de la excelencia a la normalidad, claro está, a mí maldita la gracia que me hizo la cosa).

Ya he mencionado la Verdad Científica, ahora viene el show: un salón de actos abarrotado de personas de diferentes edades que tenían que levantar la mano cuando escucharan las supuestas frecuencias que les correspondían por edad. ¡Oh, sorpresa y sonrisas! Todo el mundo confirmaba la teoría y oía lo que debía. Menos yo, que sólo oí una, la última. Resulta, pues, que mi edad auditiva es un par de décadas mayor que la cronológica. Ante la imposibilidad de impugnar nada más y nada menos que una demostración científica, decidí dos cosas de inmediato: no volver a ver ese programa nunca más e ir a mi médica de familia, no fuera que todo se debiera a unos vulgares tapones (pensamiento positivo a tope). Pero no, ni rastro de obstáculos físicos entre el aire en movimiento y el oído interno. Iba a añadir “y mi cerebro”, pero no me atrevo a afirmar o negar nada sobre lo que hay en mi cabeza.

Yo creía que estaba, como cantaba Fito y los suyos, “sorda de un pie” (en realidad de los dos y otras extremidades que no voy a enumerar porque estoy “bien, gracias”). Ahora resulta que encima estoy medio sorda de verdad (que no sorda de un oído). Entre unas cosas y otras, pues eso, como una tapia de los pies a la cabeza.




jueves, 18 de octubre de 2018

Un jardín, un instante

Foto: Pixel2013 (Pixabay)

"Somos nuestra memoria,
somos ese quimérico museo de formas inconstantes,
ese montón de espejos rotos" (J. L. Borges, versos finales de "Cambridge", en Elogio de la sombra).

Por J. Teresa Padilla

Desde fuera se oye un tenue sonido, la música susurrante de una emisora de radio. Hay un muro de ladrillo naranja sobre el que se apoya una verja entre cuya urdimbre se las han apañado para sacar hacia la calle algunas de sus ramas plantas de romero y lavanda. Podría dar la impresión de que se extienden como manos mendicantes hacia los peatones, pero no sería una descripción ajustada: piden, es cierto, pero erguidas y, a su rústica manera, engalanadas, deslumbrantes. Más que pedir invitan, casi retan, a los transeúntes a detenerse un momento y frotar sus manos en ellas. Ofrecen, con tanto orgullo como generosidad, ese capricho que segregan, su fragancia. Seguro que no es, en realidad, un capricho; seguro que hay una razón que lo explica. Nada es en balde, eso dicen; nada importante. Al margen, sin ninguna causa que explique su existencia, están los seres vanos e inútiles, como esas plantas aromáticas concretas que regalan a otros seres tan insignificantes como ellas, los que habitan a uno y otro lado de la verja, paseantes y residentes que se detienen y restriegan las manos en sus hojas, ese olor que les hace respirar hondo, cerrar los ojos y esbozar, quizá, una sonrisa. No es que los deshacedores de enigmas no hayan encontrado aún la razón que explique la existencia de estos seres, es que, como nos recuerdan con arrogancia, lo insignificante, inútil y vano carece por definición de nada que lo justifique. Es decir: no es que ignoren lo que no saben, es que esto último no existe. “La necedad es una roca inexpugnable", parece que dijo Flaubert; habrá que dejarla estar.

Si se tuerce a la izquierda al final del muro, se encuentra la puerta, desde la cual apenas se ven del interior, a lo lejos, los maceteros de piedra que contienen la tierra que sostiene y nutre a los ya conocidos arbustos y una amplia escalera. Hay que entrar y subir ésta para llegar al jardín y a la entrada acristalada del edificio. A poco que se detenga uno allí, las verá tras los cristales. Se llaman Carmen y Juana. Hoy parecen dirigirse juntas en línea recta, dándole la espalda al visitante, hacia el comedor (es la hora de merendar), pero en un despiste de la cuidadora se salen de la fila, cada una en una dirección, sin rumbo fijo. No llegan lejos, tampoco pretendían llegar a ninguna parte. Siempre hay alguien que las guía, de nuevo, en la dirección correcta. Correcta, dícese en este contexto de la dirección que tiene algún propósito. Como ellas, muchos yerran fuera de ese muro con su verja blanca, pero recuerdan cómo fingir que van a algún sitio, que saben dónde van y para qué.

El visitante se esconde de una de ellas, su madre. No cree que le pueda reconocer a tanta distancia y con cristales de por medio, pero no se quiere arriesgar y que, al verle, se niegue a entrar a merendar o, peor aún, lo haga con inquietud o enfado. En cuanto acabe, alguno de sus ángeles guardianes la traerá a su encuentro. Hoy, con suerte, conseguirá que acceda a quedarse en el jardín. No es fácil. El invierno es largo y el verano despiadado a esas horas, y ella está acostumbrada a la sala de estar. En su mundo hay pocos puntos fijos que sirvan de orientación y las rutinas ofrecen alguno.

A veces no tiene ni idea de lo que su madre ve cuando le mira; hoy sí. A pesar de que no puede ya decir su nombre, no sólo le ha reconocido, sino que ha reaccionado con la alegría con la que únicamente se puede recibir a alguien al que se cree irremediablemente perdido desde hace tiempo. Qué importa que sólo lo fuera en su memoria, que apenas hayan transcurrido unos días desde la última vez en que físicamente coincidieron. El tiempo de la vida no se mide así, está hecho de instantes y eternidades que se cruzan, enredan, juegan y, al final, se burlan de todos.

No quiere hacerse ilusiones. Se sienta con ella en el jardín esperando que, en cualquier momento, se rompa el hechizo, vuelva la inquietud a nublar su vista, le olvide y de nuevo sienta la necesidad de huir a alguna parte. Entonces, su rostro, ahora terso y relajado, se crispará y todo su cuerpo se levantará acuciado por aquella urgencia del pasado, de cuando se ocupaba de su casa, sus hijos, su marido, siempre atareada y con prisas. A menudo siente ese mismo impulso de antaño, pero no encuentra ya, ni dentro ni fuera de sí misma, su propósito ni su origen. No es tan difícil imaginar su angustia, quizá hasta terror. Algo le duele a él dentro también cuando sucede. Sin embargo, hoy, por el contrario, vuelve a repetirle, como si acabara él de regresar de entre los muertos, lo bien que está que haya venido, que esté allí. Sólo le queda coger fuerte su mano y besarla, llorando emocionado como el aparecido, el resucitado, que querría ser siempre para ella. Y nada más. Allí están, sentados juntos, oyendo el jardín, callados, porque las palabras que hacían falta ya habían sido dichas, las había dicho ella.

A principios de octubre todavía son posibles días primaverales, ésos en los que el verano, apasionado y violento, con esa luz suya que ciega en lugar de iluminar y ese calor que lejos de acoger abrasa, se rinde para dejar paso a un otoño indeciso que avanza y retrocede de inmediato, como espantado de sí mismo, dejando así momentos para que la naturaleza se tome un respiro, se haga la loca, es decir, la primavera. Una loca que nos sonríe y acaricia, aunque de repente le puede cambiar el humor y descargar, arbitraria y caprichosamente, sobre todo lo que encuentra a su paso, una ira que parece haber ido acumulando, rencorosa, desde tiempo inmemorial. Pero no aquel día.

Era, pues, uno de esos días de octubre, de brisa ligera y tan amable que, en cuanto sin darse cuenta se apresuraba y provocaba un pequeño escalofrío, se detenía y aflojaba su paso. En el centro del jardín hay una pequeña fuente ornamental escondida entre los arbustos. Sólo se oye el susurro del agua, de la emisora musical de radio y de la brisa meciendo con delicadeza las hojas del castaño y el cerezo japonés, algunas palabras que no se entienden, o incluso sobresaltan puntualmente por su volumen, pero que, en lugar de importunar, hacen sonreír a ambos.

El visitante ve que Carmen, rebelde, se ha levantado de la silla en la que la habían sentado y en su deambular baja la rampa que conduce a la verja y la puerta. Aunque no puede salir, el visitante corre tras ella, con un ojo puesto en su madre, la llama por su nombre y le tiende la mano. “Ven con nosotros, Carmen”. Mansamente ella obedece. “Me voy a mi casa”, dice, mientras le sigue con sus pasitos cortos y arrastrados de niña. El visitante sabe que la frase no significa nada, que es sólo la respuesta a la pregunta de a dónde va, una de las pocas frases completas que todavía recuerda, junto al “qué preciosa eres” que le viene a la cabeza en cuanto una mujer le sonríe.

La sienta junto a su madre, como le gustaría que hicieran otros visitantes con ella cuando la vieran deambular perdida por el jardín. Reparte golosinas que se toman sin rechistar y, callados de nuevo, vuelven al placer de escuchar el rumor de las hojas y el agua.

Un día descubrió que ellas habían estado casi toda su vida cerca, que fueron vecinas pero no se llegaron a conocer. Ninguna tendría mucho tiempo. Si lo hubieran hecho, lo habrían olvidado, así que puede decirse, pese a todo, que sí, que se conocen de toda la vida, pues no tienen más que el hoy. El visitante miró las manos de las dos, deformadas por la edad y el trabajo, con esa piel ahora casi transparente. Esas manos que una vez estuvieron llenas de fuerza, restregando por igual rodillas infantiles, ropa o suelos, cargando bolsas. A punto estuvo de ceder a la nostalgia, pero le invadió una paz tan grande que deseó también para sí olvidarlo todo y poder vivir eternamente, como ellas, el instante, ese preciso instante.




jueves, 11 de octubre de 2018

Por puro vicio

Foto: Sven Dichte (Pixabay)

"La paradoja de buscar a pesar de todo la felicidad: en ello reside la desdicha del ser humano. Es un error, puesto que sólo en el sufrimiento existe algo así como vida. Y –aunque a primera vista parezca una contradicción- sólo en el sufrimiento hay también consuelo" (Imre Kertész, Diario de la galera).


Por J. Teresa Padilla

Hace unos días comenté a unos amigos un suceso sin mayor importancia pero con motivo del cual no podía parar de llorar. La debilidad, la tristeza y las lágrimas no están bien vistas, ni siquiera en la diminuta sociedad que se constituye con los más íntimos, de modo que mi confesión disparó en cierta forma las alertas: por qué esto y por qué lo otro. Y yo, que no suelo pensar en términos causales porque las explicaciones no me aclaran nada las realidades que no entiendo (más bien me parecen maniobras de distracción que me hacen mirar hacia otro lado, atrás o en torno, en lugar de a la cosa misma que me intriga), pues eso, no daba más que razones improvisadas, más o menos probables, contradictorias entre sí (la falta de práctica, supongo). La incoherencia está en general un poco mejor vista que la debilidad, la tristeza y las lágrimas sin razón suficiente, pero poco más. Al final, como personas que se quieren, encontramos la fórmula que nos satisfacía a todas: a veces está bien llorar porque sí, por puro vicio.

Como casi todo lo que me dicen, sobre todo quienes sé que miran por mí, la expresión me dio qué pensar. Otra cosa es que se me escapen la mayoría de los pensamientos antes de haberles podido dar ni media vuelta. Éste, sin embargo, conseguí mantenerlo asido.

No creo que mi vida haya sido mucho peor o mejor que la de la mayoría. Ha habido todo tipo de momentos: buenos, malos y regulares. Pero las personas de natural “melancólico”, como creo recordar que las llamó, con toda la empatía del mundo por sus congéneres (y el desprecio más íntimo por la psiquiatría y otras denominadas “ciencias del hombre”), Jean Améry, los vemos desde una perspectiva que los tiñe de un color más oscuro del que en realidad puede que tengan. Digo puede, sin mucho convencimiento, porque la vida de cada cual es la que cada cual vive y, si la ve de un color, tiene ese tono por mucho que cualquier otra persona o incluso la mayoría vivan y vean una vida similar de otra manera y con otro tinte. No sé si me explico: no me parece que los criterios de objetividad pinten, nunca mejor dicho, nada cuando se habla de la intimidad de la persona, y qué puede haber más íntimo que la forma de sentir su vida y a sí mismo en ella.

Pero sigo. No vivo, ni mucho menos, un momento de los mejores, pero tampoco de los peores. Curiosamente, al haber razones objetivas para ser una mala época, se te permiten ciertos privilegios, como estar triste o emocionarte con facilidad, aunque se sigue valorando más que te contengas y muestres risueña y feliz. No creo fingir ni cuando río ni cuando lloro, por más que en ocasiones sienta la risa o la sonrisa como un regalo que ofrecer o incluso el pago de una deuda, y la lágrima o el nudo en la garganta como el síntoma de falta de autocontrol, dominio de sí y hasta educación. Se puede llorar sola y tengo tiempo de sobra para esperar a estarlo, aunque también entiendo a los que gritan su desdicha a pleno pulmón; esa tentación está siempre ahí y a veces caigo en ella. Es egoísta, porque también sufren los que callan y sonríen y a los que en realidad ignoras cuando les lloras a la cara. También lo es hacerlo a solas (incluso cuando tienes motivos que te autorizan, pero sobrepasas la justa medida): los vicios no se vuelven virtudes por practicarse a escondidas, sólo más pudorosos. No sólo se llora por dolor y pena. Se llora, además, por multitud de razones que no tienen necesariamente que ver con la tristeza (ira, impotencia, risa…). Se llora, en suma, de emoción, y también hay emociones, muchas, que debemos a la alegría y belleza de lo que nos rodea. Llorar por estas últimas, públicamente o en privado, es virtud, digan lo que digan las convenciones sociales de cada lugar. Admito, pues, que llorar puede ser un vicio, y me reconozco culpable de haber caído y recaído en él, aunque puedo aseguraros que hay algo aún peor que llorar por el placer de hacerlo y revolcarse en la autocompasión. Lo peor que uno puede hacerse o te puede pasar es no poder llorar.

Muchos escritores, especialmente poetas, han descrito ese vacío interior, ese pozo seco de sentimientos que muchas personas descubren dentro de sí en algún momento de sus vidas, casi siempre provocado por su huida de un dolor que les resulta insoportable. Se huye del sufrimiento hasta que se encuentra una incapaz de sufrir, de sentir nada. Y entonces descubres que, si hay algo más insoportable que el dolor, es esta ausencia absoluta del mismo, el sentirse vacío, el no sentirse, en realidad, apenas. Es como estar muerto en vida. Supongo que habrá quien lleve hasta el final este proceso de autodestrucción dándole el golpe de gracia, mientras otros busquen formas de desandar el camino erróneo que iniciaron o siguieron sin premeditación un día y que les llevó a este estado, de zarandearse para despertar de este sueño de muerte. A mí me pasó una vez, hace muchos años: me protegí tan eficazmente de las agresiones externas, endureciendo la piel a la vez que me replegaba en busca de un refugio interior, que, cuando quise darme cuenta, no tenía ya lágrimas; secos los ojos y, sobre todo, el corazón. El presunto refugio estaba vacío y era inhabitable. Entonces, busqué con ansia maestros del sufrimiento. No confundir con sádicos torturadores, pues nada se aprende sobre el dolor infligiéndoselo a otros o incluso a uno mismo: esto es violencia, cuestión de poder. Ni siquiera los filósofos sirven a estas alturas de maestros: Schopenhauer ofreciéndonos un mundo reducido a puro sufrimiento sin sentido, resultado del juego cruel de una Voluntad perversa, mientras acaricia a su “inteligente perro de lanas” y da rienda suelta en sus escritos menores a su misantropía en general y su misoginia en particular. Los maestros del sufrimiento están en otra parte. Son aquellos que han sobrevivido al dolor lo suficiente, al menos, para dar testimonio del mismo y compartirlo, permitiéndonos algo tan extraño en el fondo como dolernos de o por él, sentirlo en cierto modo y hacerlo propio aunque nunca pueda llegar a ser nuestro. Cuando has perdido tu dolor, te dejan el suyo. Me acerqué a los autores judíos (mi Kertész, Améry, Levi, Borowski, Odette Elina, Celan, Wiesel, Kiš…), pues quién mejor que ellos para enseñar lo que es el dolor. Y a los poetas, en general, pues, como dijo la divina Tsvetáieva, “si es éste / un mundo cristiano,/ los poetas somos judíos” (Poema del fin, 12). Busqué poetas, memorias, ensayos… Al final fue la “ficción”, porque a veces lo que necesitas oír no tiene un nombre previo, público y unívoco, la que mejor me enseñó cómo volver a sentir, sufrir, vivir y, con el tiempo, hasta a llorar. Por todo y por nada en realidad, puro vicio quizá, pero sólo “llorando vanamente ven los ojos” (L. Cernuda, Elegía).

"Razón de lágrimas

La noche por ser triste carece de fronteras.
Su sombra en rebelión como la espuma,
rompe los muros débiles
avergonzados de blancura;
noche que no puede ser otra cosa sino noche.

Acaso los amantes acuchillan estrellas,
acaso la aventura apague una tristeza.
Mas tú, noche, impulsada por deseos
hasta la palidez del agua,
aguardas siempre en pie quién sabe a cuáles ruiseñores.

Más allá se estremecen los abismos
poblados de serpientes entre pluma,
cabecera de enfermos
no mirando otra cosa que la noche
mientras cierran el aire entre los labios.

La noche, la noche deslumbrante,
que junto a las esquinas retuerce sus caderas,
aguardando, quién sabe,
como yo, como todos"
(Luis Cernuda, Un río, un amor, 1929).

jueves, 4 de octubre de 2018

¡Salud!

Por Marisa Díez 

Un brindis por aquellos que salen de tu vida para siempre. A algunos los ves irse poco a poco; intuyes que se marcharán definitivamente porque ya no tienes el honor de compartir, ni de lejos, el estatus que han ido alcanzando mientras tú te quedabas anclada en tu rutina y tus miserias. Olvidan los años que estuviste a su lado, cuando vivir el momento era lo único importante. Ya no recuerdan, ni haciendo un ejercicio intenso de memoria, que diste con ellos los primeros sorbos de cerveza en la misma litrona, o que compartisteis las primeras caladas de esos cigarrillos comprados por unidades en el kiosco, porque vuestras reservas económicas no alcanzaban para un paquete entero.

Brindo por ellos, por quienes olvidan que de su mano recorriste garitos perdidos del viejo Madrid, a los que todavía sigues escapándote de vez en cuando alguna de esas noches en las que necesitas reafirmar de dónde vienes, ya que nunca conseguiste llegar donde esperabas. No como ellos, que están seguros de su triunfo y han conseguido medrar, dejando a un lado nostalgias absurdas, para alcanzar el nivel que tú, ni soñando, conseguirás ya alcanzar un día.

Foto: Pixabay
Algunos se van sin decir adiós. Otros, por el contrario, van emitiendo señales que en principio no eres capaz de interpretar. Te relatan sus mundos de Yupi en los que se sienten del todo satisfechos, como si hubieran descubierto la verdadera razón de su paso por este mundo. Ellos triunfan y tú te aguantas, no has tenido la misma suerte y por eso no les queda más remedio que abandonarte en su camino hacia la gloria. Ya no les sirves, y permanecer a tu lado les supone una carga innecesaria de malas influencias. Desde la cima de su éxito mirar hacia abajo les produce vértigo y no quieren arriesgarse a caer. 

A estos personajes, por los que brindo, he decidido mirarlos de frente y no agachar la cabeza ante ellos. Si eligen marcharse, que no vuelvan: ya no estoy para esperar a que se caigan del guindo. Cuando éramos más jóvenes, a algunos se les veía venir de lejos, por sus actitudes chulescas y prepotentes. Estaban ahí y te perdonaban la vida por compartir su espacio contigo. A mí no solían engañarme y los calaba a las primeras de cambio. Pero ahora es distinto. Ya no me sobran años para aguantar que se vayan y esperar pacientemente que regresen con el rabo entre las piernas. Si se van, que no vuelvan. Ni siquiera para recuperar un mínimo de autenticidad el día que, inevitablemente, aterricen en el mundo real. Yo ya no los espero. Cerré la puerta con llave cuando la traspasaron. Allá ellos si decidieron olvidar las infinitas risas que compartimos sentados en cualquier parque, los abrazos eternos de cada despedida o las horas robadas al sueño para apurar cada noche como si fuera la última.

De algunas personas por las que brindo jamás hubiera imaginado que iban a desaparecer con tan poca clase y tan mal estilo. Pero, como estoy segura de que tarde o temprano volverán al redil, desde aquí les digo que quizás a su vuelta ya no me encuentren. Una se va haciendo mayor y no está dispuesta a aguantar tantas idas y venidas. Eso sí, el día que necesiten de nuevo dar un trago de mi cerveza, les recordaré que los años transcurridos desde la última litrona que apuramos juntos me hacen imposible compartir ahora ni un simple sorbo con ellos. Que mis garitos preferidos echaron el cierre hace tiempo y he tenido que reciclarme, eso sí, sin perder las esencias, porque yo siempre fui muy de barrio y nunca me sedujeron las luces de neón. Y si quisieran tomarme de la mano para recordar los viejos tiempos, pues lo siento, hace mucho que me agarré con fuerza a los que nunca me soltaron, compartiendo todos esos momentos que ellos se perdieron en su camino hacia el éxito. Lo dicho, salud…, ¡y cerveza!