lunes, 29 de junio de 2015

¡Cómo mola!

Por J. Teresa Padilla

Leía el otro día un artículo de Elvira Lindo sobre adolescentes inmaduros y políticos recientemente estrellados por su inmadurez (ella es así de buena persona) cuando aludía a que ha llegado a esa edad en que las mujeres “nos volvemos valientes y con la autoridad que da la experiencia somos capaces de ponerle la mano en el hombro a un cretino y soltarle, ¿tú eres tonto, chaval?”. Se supone, pues, que antes de llegar a esta edad nos callábamos. Por cobardía o por falta de experiencia.

Como diría un amigo mío (aunque él lo dice con voz más grave e impresiona más): Disiento. Y mira que me jode disentir de la opinión de Elvira Lindo, porque alguien capaz de crear personajes como el Orejones, el abuelo de Manolito Gafotas y el propio Manolito tiene (y lo digo sin sombra de ironía) mi más profunda y sincera admiración y respeto. Pero no me queda más remedio. No estoy de acuerdo. Mejor dicho, estoy de acuerdo en el hecho en sí, pero no en las causas del mismo. O sea, que sí, hay una edad en que las mujeres decimos cosas que antes nos callábamos, pero mi experiencia me dice (pues, si no estoy justo en esa edad, me queda medio telediario) que no es por valentía ni porque seamos más sabias y experimentadas. Para mí, la que tiene la clave de este asunto es la madre de una amiga, ya en la edad que sigue a ésta en la que más o menos nos encontramos Elvira Lindo, mi amiga y yo, en suma, esa edad en la que, o se chochea o se posee una lucidez casi centenaria: la razón de esta repentina locuacidad algo impertinente es “que nos cuelga todo” (o nos empieza a colgar todo).

Sí, las mujeres parecemos vivir en un determinado momento (entre los 40 y los 60 años, más o menos) una especie de segunda “adolescencia”. Lo entrecomillo porque, en realidad, lo único que tiene en común esta segunda adolescencia con la primera es su carácter respondón. Porque ya os advierto que no creo en explicaciones hormonales de la conducta femenina, así que no busquéis coincidencias adicionales por ese camino. No creo, primero y sobre todo, por esa cosa tan española según Unamuno que es la gana (la gana que no me da) y, segundo, porque esta explicación forma, a mi modo de ver, parte de una conjura varonil para reducirnos a pura fisiología. Y, sin pretender entrar en debates teológicos ni filosóficos, si alguno de los dos sexos tiene un alma, o como quiera llamarse, independiente de su cuerpo, un observador imparcial de sus respectivos comportamientos no tendría más remedio que concluir que somos nosotras.
Debe ser por ello que, cuando damos por perdida la batalla contra la ley de la gravedad y la pérdida de firmeza, nos liberamos de muchas servidumbres, entre las que destaca una: la de agradar a los otros o, dicho de otra forma, estar a la altura de nuestra apariencia. Más o menos conscientemente, hasta ese momento habíamos aceptado que nuestra conducta no debía interferir o debilitar la fuerza de atracción (por sorprendente que nos resultara) que nuestro cuerpo parecía ejercer y nos dispensaba un trato afable sin apenas esfuerzo. Por comodidad, y vanidad (para qué vamos a mentir), optábamos por parapetarnos y ocultarnos tras ese cuerpo que tan fácil nos ponía a veces las cosas. Puede que nos calláramos lo que pensáramos y sustituyéramos las palabras con sonrisas poco sinceras o algo sarcásticas, pero no tanto por cobardía, menos aún porque fuéramos más tontas, sino por un simple cálculo utilitarista. Obviamente, cuando tu cuerpo se vuelve invisible y ya no te sirve para eludir los codazos sociales, toca volverse visible una misma. Y, como diría Manolito, mola, mola mucho.

A mis casi cuarenta y diez me enfrento a un delicado momento, aunque no es el mismo que se le planteó a Sabina en la canción homónima (más quisiera yo): no me ha llegado el momento de sentar la cabeza, que ésa ha estado sentada quizás demasiado tiempo. Me ha llegado el momento de la liberación. No del propio cuerpo (sólo me faltaba convertirme en un espíritu puro), sino del reflejo de mí misma que él tendía a producir y devolverme en el espejo que son los otros. Nunca me terminé de reconocer en esa “princesa” y, por tanto, tampoco lo hago ahora en esta “bruja”, aunque he de admitir que, como retrato, resulta más aproximado. En este momento, más decisivo que delicado, siento mío más que nunca ese cuerpo que tan buenos servicios me prestó en el pasado, aunque fuera a costa de convertirlo un poco en un disfraz, a lo mejor porque ahora se ajusta más a lo que realmente he sido siempre; y sobre todo siento que puedo decir lo que pienso sin miedo a deshacer la imagen ilusoria que él pudiera haber creado en otras épocas y que probablemente hubiera querido poder creerme yo misma.

Si a esto se suma algo que tenemos en común tanto varones como mujeres a esta edad, a saber, que ya no podemos hacernos pasar por “jóvenes promesas” en nada y, por tanto, no creamos en nadie, y menos aún en nosotros mismos, expectativas que podamos defraudar, hemos de concluir que se dan todos ingredientes para la rebelión y la impertinencia perfecta.

Como adolescentes airados no podemos sino enarbolar un “No Future” que, lejos de apenarnos, hundirnos en el pozo de la autocompasión o invitarnos a una orgía de autodestrucción, nos libra, como decía Kertész en su Diario de la galera (donde últimamente encuentro citas para todo), de su esclavitud y nos bendice con “la libertad infinita de la mortalidad” y del inevitable fracaso. Esta libertad es la que, en todo caso, nos hace más valientes y no al revés. Ya dudo más de que nos otorgue un ápice de autoridad, aunque, ¿quién la necesita? A mí me basta con atreverme a poner la mano en el hombro al cretino de turno y preguntarle si es tonto. Que me conteste, o lo que me conteste, me da en el fondo igual. No puede ser peor que lo que me espera. Lo que me espera y me hace libre.

viernes, 26 de junio de 2015

"Siempre habrá un poeta para salvarme"

Foto: IMSERSO
"Si en algún momento tropiezan con una historia, o con alguna de las criaturas que transmiten mis libros, por favor créanselas. Créanselas porque me las he inventado” (Ana María Matute. Discurso de aceptación del Premio Cervantes, 2011).

Por J. Teresa Padilla

Hace un año que murió Ana María Matute y poco días después la escritora mexicana Elena Poniatowska publicó un artículo recordando su primer encuentro con ella en El Escorial y varias frases suyas, entre otras, la que da título a mi entrada de hoy y a su propio artículo de hace casi un año.

Sabido es que esta mujer bella, de rostro dulce y sonrisa discreta, pero franca y aparentemente indeleble, sufrió mucho y por muy diferentes motivos. Por esos por los que todo el mundo comprende que sufras, sancionando como normal y lógico tu sufrimiento y acompañándote en él (qué apropiados son los modismos a veces), y por aquellos que difícilmente puedes compartir (que apenas tú conoces bien) y que, por ello, provocan un dolor que va siempre asociado e intensificado por la soledad y la extrañeza.

De este último tipo debió ser el que la llevó a no escribir durante años y años. Desde mediados de los setenta hasta Olvidado rey Gudú (1996). No escribir que en su caso era literalmente un no vivir, un morir en vida, pues, “escribir para mí no es una profesión, ni siquiera una vocación. Es una manera de estar en el mundo, de ser, no se puede hacer otra cosa. Se es escritor. Bueno o malo, ya es otra cuestión” (El País).

Ana María Matute murió hace un año, y murió escribiendo (Demonios familiares), luego realmente murió, porque sólo los vivos pueden morir realmente y hacer, quizá, de la muerte parte de su vida, de su obra, que es a lo más que se puede aspirar.

La vida es nuestra obra, un producto de nuestra creación e invención. De nuestra locura. “Érase una vez un hombre bueno, solitario, triste y soñador: creía en el honor y la valentía, e inventaba la vida”. Así comenzaba El Quijote de Ana María Matute, el que no llegó a escribir porque ya estaba escrito y ella sí tenía una vida que crear, una obra propia que escribir. Fue el homenaje que rindió al hombre que nos enseñó lo que era la vida cuando, en 2011, recibió el premio que, por esta razón por encima de cualquier otra, lleva el nombre de su creador, el premio literario más importante en lengua castellana. Porque la literatura es vida.

La vida es invención, imaginación, magia. No sólo literaria, pero sobre todo debe ser literaria cuando se nos dice que al principio fue la palabra y el poeta es etimológicamente el creador por excelencia, el que lleva el no-ser al ser. Nos creó un poeta, vivir en primera persona nos obliga a convertirnos en uno para continuar esta creación y, cuando no tengamos fuerza para hacerlo, bueno será recordar que siempre habrá un poeta (o un loco, o un Quijote) que nos salve, un “faro salvador” en la tormenta.

Yo hoy le dedico éste a Ana María Matute, aunque ya no necesite faros, aunque el faro sea ahora ella.


Vida

Después de todo, todo ha sido nada,
a pesar de que un día lo fue todo.
Después de nada, o después de todo
supe que todo no era más que nada.

Grito “¡Todo!", y el eco dice "¡Nada!".
Grito "¡Nada!", y el eco dice "¡Todo!".
Ahora sé que la nada lo era todo,
y todo era ceniza de la nada.

No queda nada de lo que fue nada.
(Era ilusión lo que creía todo
y que, en definitiva, era la nada.)

Qué más da que la nada fuera nada
si más nada será, después de todo,
después de tanto todo para nada.

José Hierro. En Cuaderno de Nueva York (1998).

miércoles, 24 de junio de 2015

Punto de encuentro

Por J. Teresa Padilla

No sé si os acordáis de los tests de inteligencia que nos hacían en el colegio. Ahora que lo pienso no sé si se hacían en todos los colegios (no recuerdo los de mis hermanos). En el mío, sí. Se trataba (y trata, porque desgraciadamente aún existen) de unos ingenios destinados a demostrarte que, en el mejor de los casos, estabas instalada en la más gris mediocridad o, en el peor, por debajo en algunas capacidades de la media. Supuestamente también debería haber personas que destacaran de forma incuestionable (los superdotados), pero yo no conocí a ninguna. Bien porque no las hubiera en mi clase, bien porque se avergonzaran de tal hecho, es decir, porque coincidieran en que la posibilidad más deseable era que el test confirmara que eras más o menos como todo el mundo. Habría, quizás, una tercera posibilidad: que a los superdotados les aburrieran estos tests de forma que fueran incapaces de hacerlos bien. Esta hipótesis, aunque a lo mejor menos plausible que las anteriores, ofrece la nada desdeñable ventaja de permitirte considerar posible que precisamente tú fueras uno de esos superdotados. La verdad es que estos endemoniados tests darían para varios artículos (serios y humorísticos), pero de momento lo dejo aquí, que quería hablaros de otra cosa.

M.C. Escher. Relatividad (1953)
Recuerdo que mi inteligencia estaba, según estos tests, más o menos en la media (lo que, si quieres, te puede servir de motivo y justificación para no intentar nada en la vida fuera de lo común, como efectivamente ha sido), con una excepción llamativa: la inteligencia espacial. Al parecer ésta estaba clara y vegonzosamente por debajo de la de mis congéneres. No era especialmente buena en nada, pero estaba claro que tenía el privilegio de destacar, aunque fuera negativamente, en algo. Los expertos encargados de analizar dichos tests aconsejaban, a la vista de mis resultados, que orientara mi preparación futura hacia ocupaciones que no exigieran esas habilidades de comprensión y orientación espacial que poseía en tan exigua medida. Quién sabe si con tal consejo no perdió el mundo una gran arquitecta o una solicitada diseñadora de interiores. Lo que a cambio ha ganado no está pero nada claro.

Aunque con ello no pretendo dar el más mínimo crédito a los resultados de estos tests, lo cierto es que debo reconocer que la relación entre el espacio y yo ha sido siempre algo conflictiva. De hecho, tenía hasta un sueño recurrente protagonizado por él. En este sueño, pesadilla más bien, que recuerdo con detalle por la frecuencia con la que lo tenía, el espacio hacía el papel del monstruo. Era tan sencillo como aterrador: me encontraba en la plaza de Colón de Madrid y tenía que cruzarla hacia la calle Génova. Para los que no conozcáis la zona el obstáculo a superar consiste básicamente en una enorme calzada en la que confluyen el paseo de Recoletos y la Castellana, con no sé cuántos, pero muchos, carriles en cada dirección en los que los automóviles, además de seguir en línea recta, tienen la oportunidad de girar en todas direcciones. Y apurando, si no rebasando, los límites de velocidad, pues en Madrid hay una regla no escrita que estipula que hay lugares en los que el civismo obliga a ignorarlos, porque quien los puso no fue consciente del atasco que se formaría en caso de cumplimiento estricto. Pues bien, yo en mi sueño intentaba cruzar tan vertiginoso abismo y no llegaba a tiempo nunca a la salvadora acera de enfrente: en parte por la dificultad objetiva, pero sobre todo porque el espacio se inclinaba poniéndome la hazaña literalmente cuesta arriba. Muy cuesta arriba. Tan cuesta arriba como fuera necesario para impedirme llegar, aunque fuera a rastras.
Habrá aficionados a interpretar los sueños que lo tengan claro: agorafobia. Si mi opinión cuenta algo en este asunto les contestaría que para nada. No es miedo lo que me dan los espacios, por lo menos los abiertos (los cerrados, tendría que pensarlo). Se trata, más bien, de la conciencia clarísima que tengo de que cualquier batalla contra ellos es una batalla que estoy destinada a perder. Claro, que también es verdad que esto da un poco de miedo.

No me oriento bien por las calles, ni por las desconocidas ni, lo que es peor, tampoco por las conocidas, que recorro sin perderme mientras que no piense por dónde voy, mientras las recorra inconscientemente. De hecho no es raro que, como una autómata, termine dirigiéndome a un sitio cuando pretendía ir a otro, simplemente porque éste sea menos habitual; y no hace falta decir que ensayar caminos alternativos puede convertirse en una aventura desternillante que sólo intento cuando llevo a mi perra, en cuya inteligencia espacial confío infinitamente más que en la mía. Basta con que alguien me pregunte cómo llegar a algún sitio, por familiar que me sea, y me obligue a tomar conciencia del espacio a recorrer, para quedar como una perfecta imbécil, pues tiendo a indicarle el trayecto que yo hago para llegar, que por lo general suele ser un trayecto que parte desde un sitio distinto a aquel en que me hallo, y que termina obligando a estos inocentes interrogadores a realizar unos rodeos innecesarios. Eso si somos capaces de entendernos sobre la dirección en que se suben o bajan las calles. Cuando se plantea la necesidad de ir a un sitio nuevo, tengo, entonces, que prepararme concienzudamente: consultar el callejero (ahora el Google Maps) y elaborar un mapa. Aún así, casi siempre, llegado el momento, necesito pedir ayuda a otra prsona: la confirmación por su parte de a qué corresponde la derecha o la izquierda, el este o el oeste del mapa en la realidad espacial que estamos compartiendo. Sólo ella termina haciendo el laberinto inteligible.

Todo esto parece una tontería, un mera anécdota personal, y, sin embargo, no puedo evitar darle un significado más “trascendente”, por llamarlo de algún modo, aunque no sé si es el término justo. Este significado lo he descubierto o entendido por primera vez leyendo Dora Bruder, la novela de Modiano que reseñé el lunes y se resiste a dejar paso a otras lecturas, que la tengo rondándome y murmurándome cosas de continuo. La novela comienza con una descripción detallada y precisa hasta la obsesión, calle por calle, número por número, del recorrido que el autor hace por la zona de París que Dora Bruder y él compartieron en diferentes épocas. Dados mis antecedentes, adivinaréis que estuviera a punto siempre de perderme. No sé si a pesar o precisamente a causa de los detalles que deberían garantizar una orientación segura. Empecé a pensar en mi deficiente inteligencia espacial y a considerar que no iba a entenderme con Modiano, que no podía estar más lejos de un autor, capaz de referir así sus itinerarios, con semejante exactitud y rigor. Pensaba en las etiquetas que nos ponen tests estúpidos que nos hacen sentir aún más estúpidos de lo que podamos ser cuando tuvo lugar el milagro. Y es que Modiano narra con su habitual meticulosidad su visita al hospital donde estaba ingresado su padre, un padre al que no veía hacía muchísimo tiempo y al que nunca más volvería a ver por la sencilla razón de que, a pesar de todas las indicaciones y señales, fue incapaz de encontrar su habitación. Era mi pesadilla convertida en realidad.

Otro que, como yo, no da la talla en comprensión espacial, que no se orienta en los laberintos cotidianos por más preparado que vaya. No da la talla en esta modalidad de comprensión, pero sí en otra, que a saber cómo hay que llamar y qué test mide. Porque es cierto que tendemos a aferranos y buscar orientación y seguridad en cosas que no se nos parecen en nada, como el espacio: inmutable, firme, sin secretos ni ambigüedades. Eterno, o atemporal más bien. Tendemos a ello cuando, en realidad, sólo podemos encontrar algo similar a una orientación y una seguridad en otros seres tan frágiles, mudables, inestables, impredecibles, complejos y mortales como nosotros. En el espacio todos terminamos por perdernos (con mayor o menor facilidad), pero nunca nos encontramos de verdad en él. Nos encontramos en otro "sitio", imposible de señalar en un mapa: en los otros (en su recuerdo, en su mirada o en sus palabras). En el fondo, lo que da miedo nunca es el espacio, sino su silencio, su soledad, su olvido.

lunes, 22 de junio de 2015

Dora Bruder

Dora Bruder. Patrick Modiano.

Seix Barral: Barcelona, 1999, 124 pp. (Reeditado en 2009 con prólogo de Adolfo García Ortega, 128 pp., 16 euros). 


“Nunca sabré cómo pasaba los días, dónde se escondía, en compañía de quién estuvo durante los primeros meses de su primera fuga y durante las semanas de primavera en que se escapó de nuevo. Es su secreto. Un modesto y precioso secreto que los verdugos, las ordenanzas, las autoridades llamadas de ocupación, la prisión preventiva, la Historia, el tiempo –todo lo que nos ensucia y destruye- no pudieron robarle”.

Por J. Teresa Padilla

Llevaba tiempo diciéndome que tenía que leer algo de Patrick Modiano, el último premio Nobel. No tanto por el premio, de cuyo criterio no termino de fiarme, sino porque lo que supe de él a partir de esta concesión (no lo conocí hasta entonces) me atrajo. Sin embargo, algo que no termino de identificar contenía esta atracción. Iba a la biblioteca, me paraba en la estantería que le correspondía, hojeaba las novelas disponibles e, indecisa, me decía que tenía que buscar información adicional para saber por cuál empezar. Como, en realidad, no busco nunca consejos ni recomendaciones, siempre olvidaba hacerlo, sin acordarme de ello hasta que no volvía a la biblioteca y me encontraba ante la estantería correspondiente. No sé, quizás temiera elegir la equivocada y terminar alejada de un autor que tanto parecía prometerme. Así pasó también la última vez. Después de volver a mirar en su sitio (como si esperara que el propio libro decidiera por mí), y de repetirme que, esta vez sí, tenía que buscar opiniones ajenas, me alejé en busca de otro autor. Y allí, fuera de lugar, olvidada quizás por otro usuario, estaba Dora Bruder. No sé si creo en las coincidencias (cada vez creo en menos cosas), pero lo interpreté como una señal y me la llevé.

Hasta que no lea otras novelas de Modiano no podré confirmar el alcance real de esta señal. Ahora mismo tendería a dar rienda suelta a la mujer irracional y supersticiosa que llevo dentro y calificarla de mágica. No sé si todo Modiano es así o el azar puso en mi camino justo la novela que tenía que leer para confirmarme todo eso que presentía, sin creerlo del todo. Todas esas expectativas que temía ver decepcionadas.
He perdido el miedo a leer a Modiano. A cambio tengo otro: el de no saber explicar por qué, el de no ser capaz de esbozar en esta reseña el mecanismo de su hechizo.

Dora Bruder con sus padres
El planteamiento de la novela es muy sencillo: el autor encuentra, hojeando un periódico de la nochevieja de 1941, un anuncio en el que unos padres buscan a su hija adolescente. Se facilita una somera descripción y la dirección de los mismos. Modiano conoce este barrio, esta dirección, que frecuentó en su infancia con su madre. Un pasado anterior a su nacimiento y su propio pasado infantil entran en contacto gracias a este espacio compartido y salta la chispa que empuja al autor a saber más de esa joven que pisó las mismas calles que él, que, como él, se fugó en una noche invernal, que, como a él y a todos nos pasará un día, desapareció para siempre engullida por la Historia y el tiempo. Y Modiano empieza a recorrer esas calles compartidas, con obsesiva meticulosidad, como si el espacio y su topografia, más estables y permanentes que nuestras fugaces vidas, pudieran facilitarnos un puente que salvara el abismo del tiempo, un punto desde el que orientarse, un poco de estabilidad.

Si damos por buena la definición del diccionario, que asocia el término con el de ficción, esta obra no es una novela. Estaría más cerca de ser un ensayo o una reflexión documental. Y la verdad es que, mientras la leía, me venía a la cabeza Shoah, el impresionante documental de Claude Lanzmann. Obviamente no por su amplitud (ésta es una obra breve), sino por su aparente frialdad, su sobriedad afectiva y, sobre todo, su amor al detalle. Al detalle espacial y documental. Modiano, como Lanzmann, parece buscar que sean los escenarios de la tragedia, los documentos, las cosas, impertérritas en esa perdurabilidad de la que los hombres carecen, los que nos hablen y cuenten lo que pasó. La diferencia, lo que impide que, pese a todo, no podamos evitar llamar novela a la obra de Modiano es que él no es un periodista o detective que se limita a buscar y entrevistar a los posibles testigos, inspeccionar documentos, filmar los escenarios o consultar con historiadores. El esfuerzo de dar fe, de preservar la realidad de lo que fue, esa realidad que el olvido amenaza con hacer desaparecer, es común a ambos, pero Modiano no pretende tanto dar testimonio de un hecho, sino de los que lo sufrieron. Porque, a pesar del interrogatorio al que somete a las calles, los edificios, los mapas y los documentos, sabe muy bien que ellos son mudos y cómplices del olvido. Él no es un espectador que se obliga a ser neutral en este “documental”. Es un médium (un médium por obra y gracia de los azares y las coincidencias). Y cuando en una narración se introducen estos elementos tan poco objetivos o contrastables, tenemos que hablar de novela, de ficción, para protegernos del escándalo, aunque en el fondo sepamos que esta ficción lírica es la más fiel a la realidad (la nuestra), la más verdadera. La que no miente, la que de verdad recuerda.

P. Modiano 2014. Foto: Frankie Fouganthin
Modiano busca respuestas sobre personas con nombre propio, sobre todo de Dora Bruder, pero no sólo de Dora. Habla de ella, de otros y de sí mismo. De todos los que estamos destinados a desaparecer sin dejar rastro y del vínculo que, a pesar del abismo aparentemente infranqueable del tiempo, es posible establecer. En realidad, son estos nombres propios (Dora Bruder, Annette Zelman, Josette Decimal, Hena, el niño sin identificar nº 122…) los únicos que pueden dar testimonio de los “hechos”.

Muchas palabras he escrito para decir algo tan sencillo como que no paséis de largo si os la encontráis. Que la leáis. Como Modiano, va a resultar que también yo “creo en las coincidencias”.

viernes, 19 de junio de 2015

Obras incompletas

Obras incompletas. Gloria Fuertes.

Cátedra: Madrid, 1994. 364 pp. 11,50 euros.


“Fabuloso desastre me adjetivo;
me conozco me topo me desvelo.
Yo ya no tengo pelos en la lengua
Ni gatos en la tripa ni remedio”. De Sola en la sala (1973).


Por J. Teresa Padilla

"Nací para puta o payaso". Y yo, Gloria, y yo. Ésta es una de las verdades más grandes que he leído últimamente.

No es por contextualizar, ese verbo tan de moda (y tan feo), porque, además, cuando uno habla en primera persona es, entonces sí, libre de decir cualquier cosa que le venga a la cabeza (ya se pedirá a sí mismo, si procede, cuentas); no es por contextualizar, decía, sino simplemente por darme el gusto de reproducir el poema entero:
"Nací para poeta o para muerto,
escogí lo difícil
-supervivo de todos los naufragios-,
y sigo con mis versos,
vivita y coleando.

Nací para puta o payaso,
escogí lo difícil
-hacer reír a los clientes desahuciados-,
y sigo con mis trucos,
sacando una paloma del refajo.

Nací para nada o soldado,
y escogí lo difícil
-no ser apenas nada en el tablado-,
y sigo entre fusiles y pistolas
Sin mancharme las manos". De Ni tiro, ni veneno, ni navaja (1965).
Gloria Fuertes es la autora de mi infancia. En alguna ocasión ya he mencionado que no fui una niña lectora, y es cierto. No leía nada, salvo los libros de poemas para niños de Gloria Fuertes. Se te quedaban grabados. A mi padre le hacía gracia, y algún casete debe andar todavía por la que fue mi casa con mi voz de siete u ocho años “recitando” El burro en la escuela. ¿No lo conocéis? Va, pues os lo copio, que es viernes, un buen día para darse gustos, uno detrás de otro:
"Una y una, dos.
Dos y una, seis.
El pobre burrito
contaba al revés.

¡No se lo sabe!
-Sí me lo sé.
-¡Usted nunca estudia!
Dígame, ¿por qué?

-Cuando voy a casa
no puedo estudiar;
mi amo es muy pobre,
hay que trabajar.

Trabajo en la noria
todo el santo día.
¡No me llame burro,
profesora mía!". De El hada acaramelada (1973).
Quizás no resulte superfluo añadir que, en la ilustración de mi edición, la profesora era una hipopótama. No sé, lo mismo explica mi predilección por el poema en cuestión.

Gloria Fuertes (y Féliz Rodríguez de la Fuente, debería añadir) me hicieron mejor persona. No me imagino a ningún niño que haya leído a una y visto al otro y que termine mofándose de los menos afortunados que él o maltratando por placer a ningún ser viviente (humano o no).

Crecí con sus poemas y sólo mucho, muchísimo más tarde, descubrí éstos, los que escribió para adultos. Ella era a mis ojos de niña lectora otra niña. Una niña grande, gordita y algo fea que hablaba casi como escribía (o al revés): en verso. Una payasa, sí; lo de puta no le pegaba nada. Y hay una época vital en que resulta difícil, muy difícil, tomarse en serio a quien ni siquiera parece tomarse en serio a sí mismo. Tuve casi que llegar a la que espero sea, más o menos, la mitad de mi vida para empezar a aprender a reírme de mí misma y comprender que si alguien merece que se le tome en serio es, precisamente, quien se toma a sí mismo a broma. Los que no se ríen de sí mismos tienden a reírse de los demás. Por el contrario, ellos, los payasos, son los que te toman lo suficientemente en serio como para abrirte la puerta de su corazón y regalarte su sonrisa.

En fin, resumiendo: fui una niña que disfrutaba de los poemas de Gloria Fuertes, luego me convertí en un coñazo más o menos resultón que fingía para sí misma disfrutar de otras cosas muy distintas que a saber si lo merecían, y al final emprendí el camino de regreso hacia la niña que fui sin renunciar a los tesoros que encontré mientras andaba algo perdida. Y en ese camino me reencontré con Gloria y vuelvo a disfrutar sus poemas. Y diría más: me enorgullezco de hacerlo.

Es poesía para adultos, sí, porque habla de desamor, de decepción, de soledad, de muerte, de la bebida como refugio… De cosas de las que no se habla a los niños. O de las que se les habla (en el fondo puede que ya nos hubiera hablado de muchas de ellas), pero sin nombrarlas directamente. Va dirigida a los adultos, pero sigue siendo la misma poesía fresca, de escalera o patio de vecindad, de taberna, de mercado, de calle. La coplilla o el descarado pareado que le puede salir en cualquier momento a un ingenioso borrachín de barrio. Es espontánea, sencilla, triste y alegre a la vez. Absurda, como esa confesión que hace a Molina Foix de que fue al metro decidida a suicidarse, pero ligó y, en lugar de tirarse al tren, se tiró a la taquillera. Es una poesía verdadera. No sé si es buena o mala. Ni me importa. Ni le importó a ella (mucho pareado hay aquí, a saber por qué). En el prólogo a esta edición de su obra incompleta (como debe ser) resume certeramente su estilo: “En fin, con perdón, escribo como me da la gana”.

Es poesía para “adultos”, es cierto, pero sólo (y de ahí las comillas) para adultos que no se avergüencen de sí mismos: del niño que fueron, que en el fondo siguen siendo y que, si tienen suerte y llegan a muy viejos, volverán quizás a ser.

Ahí os dejo unos cuantos. Porque hoy esta entrada va de darse gustos. El gusto era mío, pero, quizás, por qué no, también pueda ser vuestro (ay, ¿otro pareado?):

"TODO ASUSTA
Asusta que la flor se pase pronto.
Asusta querer mucho y que te quieran.
Asusta ver a un niño cara de hombre,
asusta que la noche…
Que se tiemble por nada,
que se ría por nada asusta mucho.
Asusta que la paz por los jardines
asome sus orejas de colores,
asusta porque es mayo y es buen tiempo,
asusta por si pasa sobre todo,
asusta lo completo, lo posible,
la demasiada luz, la cobardía,
la gente que se casa, la tormenta,
los aires que se forman y la lluvia.
Los ruidos que en la noche nadie hace
-la silla vacía siempre cruje-,
asusta la maldad y la alegría,
el dolor, la serpiente, el mar, el libro,
asusta ser feliz, asusta el fuego,
sobrecoge la paz, se teme algo,
asusta todo trigo, todo pobre,
lo mejor, no sentarse en una silla". De Todo asusta (1958)

"AÑO NUEVO
A primeros de enero de un año cualquiera,
con amores y nombres ya seleccionados,
con los huesos maduros a mitad de mi vida
me PROMETO solemne no sufrir demasiado.

Si me pegan, que peguen,
se me aciertan, me han dado,
y si pierdo en la rifa,
será porque he jugado.

Me fastidian las penas,
me da alergia el enfado,
con el ceño fruncido
parezco un feto raro.
Año nuevo vida nueva
(¡qué tópico más sano!)
Nueva luz ilumina
mi ascensor apagado
de subir a deshora
de estar comunicando,
de hacer la angustia en verso,
de hacer el tonto en vano,
de sembrar mis insomnios
de tachuelas y clavos.

A mitad de mi vida
de par en par sonrisa y puerta abro,
-que no quiero acabar por los pasillos
con el corazón apolillado-.

PROMETO no volver
a ahogaros en mi llanto,
no volver a sufrir,
sin un motivo
muy justificado". De Ni tiro, ni veneno, ni navaja (1965).

"DESAJUSTE EN EL DESGASTE
La vista es lo primero que se pierde,
por eso hay tanta gafa,
después te quedas sordo del pie izquierdo
y te nace la calva de la cana,
se te mueven las carnes si eres gordo,
si eres flaco te suenan las bisagras,
se te vuelan los capicúas,
se te pierden las ganas…
Se te mueven los dientes en la boca.

Cuando sabes amar esto te pasa". De Cómo atar los bigotes del tigre (1969)

"CARTA EXPLICATORIA DE GLORIA

Queridos lectores:

Os pido excusas y excusados
y os insinúo que me perdonéis
por esta entregas diurnas
que vengo entregandoos últimamente.

Más siento yo que vosotros
que mis versos hayan salido a su puta madre.

Más siento yo que vosotros
lo que me han dolido al salir,
quiero decir, la causa por la que
me nacieron tan alicaídos y lechosos.

No soy pesimista,
soy un manojo de venas desplegadas
que apenas puede aguantar el temporal.

Me pagan y escribo,
me pegan y escribo,
me dejan de mirar y escribo,
veo a la persona que más quiero con otra y escribo,
sola en la sala, llevo siglos, y escribo,
hago reír y escribo.
De pronto me quiere alguien y escribo.
Me viene la indiferencia y escribo.
Lo mismo me da todo y escribo.
No me escriben y escribo.
Parece que me voy a morir y escribo". De Sola en la sala (1973).

miércoles, 17 de junio de 2015

Y tú, ¿de qué te ríes?

Por J. Teresa Padilla

Dime qué te hace gracia y te diré cómo eres. La risa es difícil de disimular, se resiste a obedecer las reglas de cortesía o educación y nos desenmascara. La sonrisa quizás se puede fingir mejor o peor (aunque los ojos suelan traicionarnos), pero para simular la risa hay que ser un estupendo actor. Y no hay tantos actores buenos como tendemos a pensar. En las risas fingidas, salvo estos casos excepcionales, algo en su sonido delata inmediatamente su falsedad. Lo sabemos y pocas veces las intentamos siquiera.

El tema de esta entrada surgió cuando escribía sobre ortografía. Buscando imágenes para ilustrar lo que había redactado, me topé con varias fotografías de carteles apenas inteligibles por la incorrección con la que estaban escritos. Aquellos que las habían “colgado” presentaban estos carteles como ejemplos de mala ortografía. Y en la inmensa mayoría de los casos no lo hacían para denunciar el sistema social y educativo que los hacía posibles en pleno siglo XXI. Los compartían en la red porque les parecían graciosos. Que semejantes aberraciones les resultaran dignas de risa me sugería muchas cosas sobre ellos: que en el fondo eran unos ignorantes incapaces de distinguir una mala ortografía del analfabetismo funcional; que, como dicta esa mezquindad que suele acompañar a la ignorancia culpable, necesitaban de estos ejemplos de analfabetismo funcional (que no de mala ortografía) para poder identificar su mera alfabetización con una correcta ilustración y ortografía (para considerarse mejores y, de paso, quizás exentos de perseguir una mayor cultura). En resumen: que eran unos prepotentes. A mí los carteles no me hacían ninguna gracia. Me provocaban pena y vergüenza a partes iguales. Para nada me hacían sentirme mejor, ni en términos absolutos ni en comparación con nadie.

Pero no creáis que me considero por ello una santa. Otra cosa hubiera sido encontrar un manuscrito de un académico de la lengua, de un escritor famoso (de los del tipo autocomplaciente), o de cualquier otro personaje que se enorgullezca de su poder o su saber, con una falta de ortografía, cualquiera. Entonces sí. Entonces me habría reído y lanzado de cabeza a las indómitas (al menos para mí y de momento) aguas de las redes sociales para difundir semejante patinazo. Esta risa no habría conseguido que me sintiera superior a ellos. Soy consciente de que, por cada error suyo, yo cometeré, tirando por lo bajo, unos cuatro o cinco. La mía sería una risa tan malsana como la de los “talibanes” (por la ignorancia de su proselitismo) ortográficos de los que hablaba, pero distinta. Es la que se goza en el placer que da la venganza de ver humillado al humillador. Y puede que la humillación del humillador sea un anhelo de justicia, pero reírse de ella es simple, llana y vil venganza. En resumen: yo también me río de lo que moralmente no debería.
Llegados a este punto, tengo que reconocer que, a sabiendas de su carácter malsano y perverso, he vuelto a pecar riéndome de la desgracia ajena. De la desgracia ajena que acabo de reconocer que me hace gracia, y que no es la desgracia del pobre analfabeto obligado a escribir un cartel ilegible, ni la de los judíos transportados como ganado, gaseados e incinerados, ni la de las niñas violadas, asesinadas o mutiladas, ni la de los “sin hogar” insultados o apaleados por adolescentes de juerga, ni la de los subsaharianos enredados en las alambradas de Ceuta o Melilla o que terminan sirviendo de alimento a los peces, etcétera, etcétera, etcétera, porque las desgracias de los pobres, de los indefensos o, en general, de las personas normales y corrientes, no parecen tener fin. Sólo por ello, pierden cualquier gracia que pudieran tener.

No, desde ayer llevo riéndome y gozándome de la desgracia de alguien, que, sin dejar de ser una persona corriente (no parece excepcional en ningún sentido), lo de normal ya habría que pensarlo mejor, se ha erigido ante mis ojos en representante de toda una clase de personas de las que toda mi vida he estado esperando poder mofarme. Porque sí, yo tengo tan poco que perder que me puedo permitir el lujo de llamar a las cosas por su nombre sin enredarme en discursos farragosos: lo mío no es humor negro; es puro y simple sarcasmo. Soy consciente de que lo he convertido en un chivo expiatorio y, por eso, y porque una es tan débil de carácter que a poco que se descuide puede terminar sintiendo compasión por él, es necesario no cebarse excesivamente en su desgracia. El linchamiento moral debe tener unos límites razonables y estrictos. Ante todo es fundamental no convertirlo en una víctima. Porque entonces perdería toda su gracia (aunque puede que entonces al que le hiciera gracia fuera a él; bueno, a él no, a otro como él).

He recordado a ese par de niños de mi barrio que dedicaban buena parte de su tiempo libre a derribar a pedradas a algún pájaro o gato (correctamente contextualizado: a verificar la ley física de la acción y reacción) o a orinar sobre los hormigueros (correctamente contextualizado: estudiar las situaciones de pánico en sociedades gregarias). A mi memoria han vuelto también aquellas entrañables compañeras de clase (convertidas hoy, por lo menos alguna que a duras penas he reconocido por la calle, en ajadas y teñidas marujas) expertas en la detección de los rasgos más llamativos y diferenciales de las más débiles y en su pública y amena difusión (correctamente contextualizado: comprobaban el alcance del darwinisimo social y lo sometían a debate). Tampoco he olvidado a aquellas “amigas de una amiga” que, ante el relato indignado de una compañera (que por entonces hacía el MIR) de las terribles deformaciones en recién nacidos que se había encontrado por enfermades no tratadas en sus madres, hicieron unos chistes cuya gracia todavía estoy procesando. La correcta contextualización de esto sería, supongo, que ni mi amiga médico ni yo tenemos imaginación ni sentido del humor.

En fin, todos ellos vinieron a unirse en la figura que, con todo el aspecto de un orondo páter familias de Oriente Medio, balbuceaba un discurso difícil de seguir en el que se mezclaban confusamente afirmaciones de lo que él no era (porque lo parecería), contextos que a nadie importaban, disculpas por errores no claramente definidos o reconocidos, y, sobre todo, temor y sorpresa. Lo suyo en la concejalía de cultura del Ayuntamiento de Madrid ha sido un gatillazo en toda regla a la vista de su discurso, cómicamente similar al que los varones en tales casos se sienten obligados a pronunciar.

Sr. Zapata, ha conseguido poner los dientes largos a sus oponentes políticos (la mayoría de los cuales estarán más o menos a su altura moral, así que difícilmente soltarán la presa), ha dado el fin de semana a la recién estrenada alcadesa (a la que ha obligado a adoptar el papel de una tutora de instituto), pero a mí me ha hecho pasar un buen rato y me ha ayudado a arrancar una espinita que tenía clavada. Gracias.

lunes, 15 de junio de 2015

Metrópolis (1927), de Fritz Lang

Por J. Teresa Padilla

A ver si vais a pensar que mientras mis colaboradores se desgañitan coreando en mística comunión con Serrat las letras de las canciones de su vida o asisten a maratones cinematográficos de lo más exóticos, servidora permanece enclaustrada dedicada en exclusiva a sus arduas investigaciones ortográficas o a dar una expresión adecuada a su perplejidad y escándalo ante algún reciente acto de vandalismo cultural. No, yo también salgo a la calle por motivos estrictamente lúdicos, que lo sepáis. Muy de cuando en cuando, pero lo hago. Me despido a la francesa de mis retoños (“au revoir, ahí tenéis la cena. No me esperéis” –ni mi francés ni el suyo dan para más-) y salgo por la puerta a recordar cuando era joven y no tenía obligaciones tan ruidosas como ellos. No sé si será esto muy legal, pero justo es decir que mis niños aplauden con entusiasmo estas salidas mías que, por lo que contemplo a mi vuelta, interpretan como una tácita autorización para incumplir todas esas normas básicas de convivencia que llevo desde su nacimiento intentando inculcarles; sin demasiado éxito, todo hay que decirlo. O sea, que mi pecado, lo sea verdaderamente o no, tiene desde luego una penitencia segura, razón por la que me doy por absuelta y perdonada antes de cometerlo.

En la última de estas escapadas acudí a la Sala Berlanga para asistir a la proyección de Metrópolis, de Fritz Lang, que se emitía dentro de un ciclo que dedicaban a la ciudad y el cine. No la había visto nunca, aunque todos creo que tenemos grabados en la memoria fotogramas de estas películas que podríamos llamar fundacionales. Estas imágenes, llenas de misterio y magnetismo, son indelebles y terminan arrastrándote a las salas (la pantalla del televisor no les hace justicia) en cuanto se presenta la ocasión, aunque personalmente lo haga con miedo: temo perder algo, salir decepcionada, porque las imágenes sueltas que almaceno en la memoria (de Metrópolis, de Nosferatu y de tantas otras películas mudas) despiertan muchas y muy altas expectativas en mí.


Con todo, allí estaba, junto a un puñado de personas todavía mayores que yo, dispuesta a pasar más de dos horas sentada en esa estrecha fila de butacas (ya podían pensar los diseñadores de las mismas alguna vez en las buenas mozas de interminables piernas como una servidora) y sin sustituto nicotínico alguno.

No eché de menos la nicotina y apenas sentí necesidad de estirar las piernas (y eso que mis extremidades inferiores son aún más inquietas que largas), dos señales inequívocas en una cinéfila de pacotilla como yo de que la película es, efectivamente, muy buena. Claro que, aunque mi cuerpo me decía esto, mi cabeza me preguntaba cómo era posible. Nunca mejor dicho esto de hablar de cabezas y cuerpos, porque la película (su guión, debería decir) es todo un panegírico pedagógico a favor de las sociedades orgánicas.

Los de mi quinta, que, aunque niños, tuvimos oportunidad de vivir en una democracia autodenominada orgánica, sabrán de qué hablo. Los demás, si es que me leen (nunca se sabe), necesitarán alguna otra aclaración; o no, porque la cosa es bien sencilla: la igualdad como tal no es ni necesaria ni deseable, porque cada uno en su sitio y haciendo lo que le corresponde (qué corresponde a quién y por qué ya es algo más complejo de determinar y sin duda puede dar lugar a un intenso y conflictivo debate) contribuye a mantener en sano funcionamiento una sociedad piramidal, cuyo éxito (léase: armonía) depende en gran medida de una adecuada comunicación entre el vértice (la cabeza pensante) y la base (las masas trabajadoras destinadas a ejecutar las acciones de la manera más eficiente posible, es decir: sin pensar, que esto requiere su tiempo). El papel de los estratos intermedios (religiosos, funcionarios medios, profesores…) es fundamental para garantizar esta armonía entre la cabeza y las “manos”. Ellos son el “corazón”, los encargados de engatusar a la base operativa (pues convencer propiamente no pueden sin entrar en contradicción y animarles a pensar) para que siga operando según las directrices celestes con la mejor de las disposiciones. En fin, un panegírico en toda regla de los totalitarismos y, desgraciadamente, también de nuestra sociedad liberal de consumo, que es en lo que se ha convertido el ideal democrático.

Supongo que, como la película es alemana, se consideró preciso que la moraleja en cuestión (“el mediador entre el cerebro y las manos ha de ser el corazón”) tuviera que especificarse y repetirse claramente tanto al inicio como al final de la película, no fuera que no hubiera quedado suficientemente clara. ¿Qué quiero decir con esto? ¿Qué tengo yo contra los alemanes? Así, personalmente, nada, aunque debo reconocer que tendemos a sobrestimarlos tanto como ellos nos subestiman en cuanto especímenes característicamente mediterráneos, y hay que aprovechar las pocas oportunidades que se nos brindan para restablecer cierto equilibrio. Mi afición a la literatura centroeuropea de entreguerras me ha demostrado que la famosa educación prusiana en la devoción por el orden, la claridad normativa y la idolatría por la autoridad es responsable en la misma medida de la fiabilidad asociada indefectiblemente a cualquier artefacto de marca alemana como de la conversión del asesinato en masa de un determinado grupo de población en un mero problema de eficacia estrictamente técnica e industrial. O sea, que puede que a ellos les haya convertido en trabajadores más productivos que no están pendientes, como nosotros, de que el encargado salga por la puerta para poder tomarse un descanso y fumarse un “piti” o charlar con el vecino, pero también más tontos, por la costumbre de no pensar ni siquiera en la forma de escaquearse. Otra explicación a la insistencia en el lema de la película no se me ocurre, la verdad. Y si ésta es la razón de que ellos salgan mejor parados que nosotros en los exámenes PISA, casi prefiero que sigamos aquí, en la zona mediterránea, con la cabeza a pájaros.

Pero me estoy yendo por los cerros de Úbeda. La cuestión es que el argumento de la película es para llorar y salir corriendo, pero aún así es imposible hacerlo. Por fin he entendido algo que creía saber desde siempre. Una cree saber muchas cosas hasta el día en que las descubre y se da cuenta de que, ahora sí, las entiende (ahora, no cuando creía saberlas y sólo hablaba, en realidad, de oídas). La verdad que Metrópolis ha logrado revelarme en toda su claridad es la existencia de eso que se llama un “lenguaje” pura y estrictamente cinematográfico. Porque el guión de Thea von Harbou cuenta una cosa y la película… La película puede que cuente otra o muchas otras, pero sobre todo te hipnotiza y hace que olvides incluso la necesidad de tener una historia que contarte. Sales fascinada, borracha de imágenes en movimiento.
¿El argumento? Yo vi revelarse la realidad que la historia alemana poco tiempo después iba a confirmar y que el guión de Thea von Harbou oculta: a hombres realizando un trabajo sin sentido (para ellos y para cualquier “cerebro”) incapaces de contemplar otra alternativa a la deseperación o la violencia aniquiladora que el milagro del advenimiento de un mesías; y a la minoría supuestamente poseedora de ese sentido embriagada de su propio poder, pero igual de ciega y esclava de sus pasiones.

“¡Contemplemos cómo el mundo se va al infierno!”, exclama el robot María, enviado por su creador (puede que el único con cerebro, manos y corazón en esta historia, aunque lo ha perdido todo y está enfermo de soledad), precisamente con esta misión. Y todos se unen a su fiesta. El guión de la entonces esposa de Fritz Lang la hace fracasar y consigue que sea castigada y destruida. La realidad, sin embargo, impuso el Apocalipsis, el único final lógico a tanto sinsentido. Y es que no hay corazón que pueda insuflar algo de vida a un cuerpo descerebrado.

viernes, 12 de junio de 2015

El ejemplo de la derrota

"Lo he errado todo definitivamente; todo ha acabado ya sin que yo hubiera podido empezar realmente; puedo afirmar, pues, que he vivido una vida humana" (Imre Kertész, Diario de la galera, p. 106). 
Honoré Daumier
Por J. Teresa Padilla

Toca poner fin a esta semana. Una semana en la que no me he logrado quitar a don Quijote de la cabeza. En que me he indignado con el desprecio de algunos por la obra original y por la inteligencia de sus posibles lectores. En que he intentado olvidar estas afrentas buscando consuelo en la propia novela y reclamando la legítima propiedad que todos los que hablamos castellano tenemos sobre ella, especialmente los Sanchos. Sólo así la arrancaremos de las manos de los pedantes bachilleres que pretenden escondérnosla.

Ya Ortega y Gasset, insigne miembro, entre otras cosas más dignas de alabanza, de la casta de los bachilleres, desaconsejaba la lectura escolar de El Quijote. La consideraba desmoralizadora. Otro que, desde la condescendencia paternalista, pretendía, supuestamente para protegernos, ocultarnos la verdad quijotesca. Otro que no entendía realmente nada.

No quiero seguir insistiendo sobre esto. No porque no valga la pena ni sirva para nada: yo sí creo haber entendido el ejemplo de don Quijote y éstas no son razones para no hacerlo; más bien al contrario. No voy a seguir desarrollando este tema porque los bachilleres me aburren y me aburre seguir escribiendo sobre ellos. No quiero ni pensar lo que sentirían los que me leyeran.
Así que he decidido poner fin a esta semana con un poema. No mío, más quisiera. Ni de Cervantes. Un poema que nos presenta a don Quijote en toda su belleza y su verdad. Una verdad que nos acoge y da aliento y fuerza, también moral.


Antonio Saura
VENCIDOS

Por la manchega llanura
se vuelve a ver la figura
de Don Quijote pasar.

Y ahora ociosa y abollada va en el rucio la armadura,
y va ocioso el caballero, sin peto y sin espaldar,
va cargado de amargura,
que allá encontró sepultura
su amoroso batallar.

Va cargado de amargura,
Salvador Dalí
que allá «quedó su ventura»
en la playa de Barcino, frente al mar.

Por la manchega llanura
se vuelve a ver la figura
de Don Quijote pasar.

Va cargado de amargura,
va, vencido, el caballero de retorno a su lugar.

¡Cuántas veces, Don Quijote, por esa misma llanura,
en horas de desaliento así te miro pasar!

¡Y cuántas veces te grito: Hazme un sitio en tu montura
y llévame a tu lugar;
hazme un sitio en tu montura,
caballero derrotado, hazme un sitio en tu montura
que yo también voy cargado
de amargura
Pablo Picasso
y no puedo batallar!

Ponme a la grupa contigo,
caballero del honor,
ponme a la grupa contigo,
y llévame a ser contigo pastor.

Por la manchega llanura
se vuelve a ver la figura
de Don Quijote pasar...

León Felipe (1884-1968). Poema incluido en Versos y oraciones de caminante, I (1920).

No, no me olvido, Marisa. ¡Ay, Serrat, Serrat!

miércoles, 10 de junio de 2015

La primera impresión / El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha

Algunas ediciones:

-Ed. Florencio Sevilla. Alianza (dos volúmenes), 2014. 880 + 848 pp. (14,90 c/u).
-Ed. John Jay Allen. Cátedra (dos volúmenes), 2005. 688 + 656 pp. (10,30 c/u).
-Ed. Francisco Rico. Alfaguara, 2013. E-book (8,99)/Edición especial centenario: Real Academia Española-Espasa-Círculo de Lectores, 2015. 2795 pp. (59,90).
-Ed. Alberto Blecua. Espasa-Calpe, 2007. 1560 pp. (15,95).
-Ed. Martín de Riquer. Juventud, 1100 pp. (14 euros).
-Ed. Luis Andrés Murillo. Castalia (dos volúmenes). 624 + 616 pp. (9,5 c/u).
-Y mi antigualla: la trigésimo primera edición de 1983 de la de 1940 de la colección Austral. 680 pp. (3 euros en librería de viejo).


Por J. Teresa Padilla

No pensaba hacer una reseña de El Quijote. El objetivo de una reseña es, sobre todo, dar a conocer a los demás algo que has leído y en lo que quizás ellos no han reparado. Lo normal es hacerla para animarles a leerlo. Alguna vez, aunque muy raramente, para disuadirles.

Por esta razón ni se me había ocurrido hacer una reseña de El Quijote, aun habiendo sido una de mis lecturas más recientes: todo el mundo lo conoce ya. Todo el mundo sabe que es una lectura imprescindible. Todo el mundo tiene claro (aunque quizás no todos terminen de creerlo íntimamente y por eso no lo hayan leído aún) que es, ella sí, una obra maestra.

No pensaba hacer una reseña de El Quijote y no creo que esto que voy a escribir hoy en el fondo lo sea. Sólo voy a compartir mi “primera impresión”, esa que nos hacemos de alguien (con los libros nos relacionamos como con las personas) cuando establecemos un primer contacto con él: no podemos decir nunca que lo conozcamos de verdad, pero sí nos hacemos una idea, no muy definida aunque tampoco por ello necesariamente confusa, de cómo es. De quién es. Nos hacemos una “imagen” creada al modo de una pintura impresionista, a base de trazos en sí mismos imprecisos, pero que, muchas veces, pueden dar lugar a un retrato más fiel al original que la representación más hiperrealista.

No tengo, sin embargo, la más mínima pretensión de llegar aquí a tanto: El Quijote es un cuadro demasiado rico y amplio. Por eso, cuando lo terminas de leer, nada más cerrarlo, ya sientes la tentación inmediata de volverlo a empezar. Porque durante su lectura se te ha hecho evidente la sensación de no dar abasto. La lengua, tu lengua, fluye con una fuerza, una riqueza y una facilidad que resultan difícilmente concebibles. Cuando pruebas a leer en voz alta y despacio algún pasaje que te ha resultado ininteligible, de pronto lo ves cobrando sentido. Es, a la vez, el castellano más sencillo y el más difícil. Es, a la vez, un castellano remoto, antiguo, y muy cercano, porque sigue resultándote hoy popular, íntimo, "casero". Te da la impresión de que, si lo estudiaras a fondo, aprenderías más gramática en él que en ninguna facultad; de que, si lograras hacerlo tuyo, aprenderías de una vez a escribir. Entiendes, por fin, que sólo por esta obra se pudo considerar al suyo el Siglo de Oro de la literatura en lengua castellana.
Lo cierto es que, aunque fuera únicamente por vivir esta experiencia, nadie debería renunciar a él. Por desgracia, con Teresa de Jesús sólo comparto el nombre y no me siento capaz de describirla mejor. Sólo puedo decir, aunque sé que probablemente suene ridículo o exagerado, que se parece mucho a ese tipo de vivencias místicas que tan bien sabía ella relatarnos. Simplemente, te enamoras de tu lengua. Una experiencia que necesariamente se perderá o debilitará enormemente en la mejor de las adaptaciones o traducciones. Afortunadamente, ningún lector hispanohablante adulto las necesita (digan lo que digan por ahí algunos con el único fin de crear una nueva necesidad de consumo que les proporcione un beneficio económico).

Mi falta de talento y destreza literaria me obliga, sin embargo, a centrarme en otro tipo de primera impresión, menos fuerte quizá que ésta que he mencionado, aunque no menos importante, en realidad, porque, al menos para mí, puede explicar en parte por qué don Quijote es un icono universal, una figura tan fascinante para un español o un mexicano como para un francés, un alemán o un ruso. Tan fascinante que forma parte de su subconsciente cultural tanto como del nuestro.

No sé muy bien como darle una expresión adecuada, pero probaré ésta. Una cierra el libro y se pregunta: ¿qué he leído? Inmediatamente piensa en lo que el autor le ha dicho que ha escrito. Así que se imagina al bueno de don Miguel sentado con su pluma de ave en la mano buena y dispuesto a escribir un sátira que ridiculice lo que, en su época, me imagino que sería el equivalente a nuestros bestsellers: los libros de caballerías. Para este fin crea su personaje protagonista: un hidalgo castellano al que la lectura de estas obras enloquece hasta el punto de considerarlas crónicas fieles a la realidad. No sólo se las toma a pie juntillas, sino que decide dar un giro a su vida y armarse él mismo caballero, hacerlas aún más reales en sí mismo, convertirse en protagonista de una de estas historias: la suya. Constituido don Quijote así en la personificación de la literatura de caballerías, Cervantes se lanza a ponerlo en las situaciones más ridículas y cómicas con el fin de hacer en su persona la mofa que se merece en su opinión este género libresco.

Sin embargo, algo no termina de salir bien. O, mejor dicho (porque no sale bien, sino aún mejor), algo no termina de salir según lo previsto. El primero en darse cuenta es el propio autor: los dichos y hechos de don Quijote son ridículos y mueven a la risa, pero entre una sonrisa y otra se va abriendo paso un sentimiento que no se sabe muy bien si es de admiración o de hechizo, de encantamiento. El autor se da cuenta y somete el fenómeno a un cruel experimento de verificación, haciendo a su protagonista víctima de cada vez mayores humillaciones y mofas (tan despiadadas que a veces el lector tiende a decir: ¡basta!). Pero el sujeto del experimento supera la prueba. Queda claro que el payaso o bufón en que debía haberse convertido el “héroe caballeresco” en esta sátira se ha ido erigiendo poco a poco, y aparentemente por sí mismo, en un auténtico héroe, aunque de un género muy diferente. Ya no es el héroe caballeresco, es el héroe de un tiempo nuevo (entonces) que sigue siendo el nuestro. No es el héroe medieval ni el clásico, es un héroe moderno, tragicómico, imperfecto. Un héroe destinado al fracaso que hace de este fracaso, el de hacerse a sí mismo, el de llegar a ser quien es verdaderamente (quien quiere ser), su deber, su destino, su locura.

Locura porque su misión le aparta automáticamente de la sensatez (también, y tan bien, llamada discreción), que en realidad no es otra cosa que el consenso y la adaptación al medio, y le deja expuesto a la burla, a la condena social, a la soledad en suma. Burla y condena defensivas, tras las que se parapetan condes, barberos, bachilleres… Se parapetan para no ver o entender lo que no quieren ni ver ni entender: que don Quijote se ha atrevido a hacer lo que todos ellos deberían y no hacen por miedo. Miedo al ridículo, que no es sino otra forma de miedo a la soledad, y miedo al fracaso.

Don Quijote no teme al fracaso. Bien sabe que “todo es morir, y acabóse la obra”; y, por eso, ser “vencedor de sí mismo”, de los propios miedos y frenos, “es el mayor vencimiento que desear se puede”. Ni teme el ridículo, que bien sabe dice más y peor del que lo señala con el dedo que del que lo hace: “Si me tuvieran por tonto los caballeros, los magníficos, los generosos, los altamente nacidos, tuviéralo por afrenta inreparable; pero de que me tengan por sandio los estudiantes, que nunca entraron ni pisaron las sendas de la caballería, no se me da un ardite: caballero soy, y caballero he de morir, si place al Altísimo. (…) Mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son de hacer bien a todos y mal a ninguno: si el que esto entiende, si el que esto obra, si el que desto trata merece ser llamado bobo, díganlo vuestras grandezas, Duque y Duquesa excelentes”.

Don Quijote no teme la soledad, aunque no está realmente solo. El analfabeto, el presuntamente necio de Sancho Panza, sabe quién es realmente y, a diferencia de nosotros y de barberos, bachilleres y curas, se atreve a reconocerlo. Sancho, que supuestamente cree en él sólo por su falta de “sal” en la mollera y su extravagante ambición (de esto se nos intenta convencer), es muy consciente de que el “mentecato” de su amo, como lo llega a llamar, “tiene más de loco que de caballero” y, aún así (o, más bien, justo por ello), puede hacer profesión de su fe en él y declarar: “He de ser otro como él, Dios queriendo; y viva él y viva yo”. O, lo que viene a ser lo mismo: "Sancho nací, y Sancho pienso morir". Ese bueno y simple de Sancho muy capaz de encararse con el condescendiente barbero, cuya cobardía intuye, cuando le sugiere que don Quijote le ha sorbido el seso: "Yo no estoy preñado de nadie (...), y no debo nada a nadie (...). Cada uno es hijo de sus obras (...), que todos nos conocemos, y a mí no se me ha de echar dado falso. Y en esto del encanto de mi amo Dios sabe la verdad; y quédese aquí porque es peor meneallo". El que no cambia sus "esperanzas por el mejor título de España". Ese del que don Quijote ha de terminar reconociendo “que, a lo que parece, no estás tú más cuerdo que yo”. Y tanto, porque es muy posible que Sancho sea mejor alumno que el profesor.

Don Quijote aparentemente se rinde: “Todo este mundo es máquinas y trazas, contrarias unas de otras. Yo no puedo más”. Recobra la cordura y muere, porque, como sabía Sancho, que lo quería como a las "telas de su corazón", su locura era él: don Quijote de la Mancha no era otro que Alonso Quijano el Bueno, aquel en quien él creía "sabiendo quién era y habiéndole conocido desde su nacimiento". Don Quijote se arrepiente; pide que se le perdone y se le restituya la estimación de antaño. Pero para entonces todos, bachilleres, curas y barberos, ya saben lo que Sancho ha sabido siempre y ahora le recuerda al Caballero de la Triste Figura: que su locura es su cordura, es él, y que lo que ahora hace renunciando a sí mismo al renunciar a ella es “la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida (...), dejarse morir”.

Sancho es la memoria de don Quijote. Lo mantiene vivo cuando él desfallece. Cervantes deja morir a don Quijote, el "loco", aunque su muerte se lleva también necesariamente a Alonso Quijano, el "Bueno", el "discreto". Quizás para evitar otros Quijotes falsos y apócrifos. Quizás para imponer, cuando menos al final, su voluntad creadora inicial. O puede que para confirmarnos la identidad de ambos y subrayar el fracaso al que estaba destinado ("yo, Sancho, nací para vivir muriendo"). Quién sabe. Pero Sancho vive, siempre ha sabido lo esencial y tampoco teme ni el fracaso ni el ridículo. La caballería quijotesca devenida, como su fundador quería, en religión tiene en él y otros tan "simples" como él sus particulares santos. Porque ellos, los Sanchos, han entendido y entienden desde siempre mejor a don Quijote que los bachilleres. Mal que les pese.

lunes, 8 de junio de 2015

La reencarnación de Cervantes

"El traducir de lenguas fáciles, ni arguye ingenio, ni elocución, como no le arguye el que traslada, ni el que copia un papel de otro papel" (El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, 2ª parte, capítulo LXII).

Por J. Teresa Padilla

No gano para disgustos. Todavía no se me ha pasado el berrinche ortográfico cuando me entero de que Andrés Trapiello acaba de publicar una “traducción” de El Quijote al castellano moderno, el del siglo XXI. Con las novedades ortográficas del 2010 convenientemente aplicadas, supongo, que tiene el señor Trapiello toda la pinta de ser de ésos. Pues fijaos lo que os digo, porque os lo digo de todo corazón, esto es aquí lo de menos. Por lo que parece (no he tenido ocasión de comprobarlo personalmente ni quiero, que me da auténtico repelús tocarlo siquiera) Trapiello ha invertido largos años de trabajo en adaptar a la gramática de más rabiosa actualidad alguna frase, cambiando ligeramente el orden o las formas verbales, a la par que ha actualizado el vocabulario. Así, los “dellas” pasan a “de las” y los "velloris" a "trajes pardos". Ni que decir tiene que habrán desaparecido las “escuridades” y los “mochachos”. De los dichos trabucados de Sancho no sé qué habrá sido, aunque espero que nuestro excelso bilingüe no haya visto necesidad de retocarlos. Esto viene a ser lo que he deducido por los ejemplos encontrados en la prensa. He aquí una pequeña muestra para que juzguéis por vosotros mismos el resultado de este ímprobo esfuerzo (las modificaciones aparecen en negrita):
“«En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor» es ahora «en un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, vivía no hace mucho un hidalgo de los de lanza ya olvidada, escudo antiguo, rocín flaco y galgo corredor».

O el párrafo «el resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellori de lo más fino» es «el resto de ella lo concluían un sayo de velarte negro y, para las fiestas, calzas de terciopelo con sus pantuflos a juego, honrándose entre semana con un traje pardo de lo más fino»".
Se me abren las carnes, la verdad. Mejor dicho, se me abrían. Desde aquí debo expresar mi más sincera gratitud a todos los que comentaron la noticia en El País. Para mi asombro (no me suele pasar) y mi consuelo (ya empezaba a pensar que estaba loca ante la imposibilidad de que fuera el resto del mundo el que lo estuviera), casi todos pensaron al instante lo mismo que yo. Una opinión que podría resumirse en la siguiente pregunta: ¿Quién se cree este señor que es para presuponer que puede leer mejor que cualquiera de nosotros El Quijote o por quién nos toma para considerar que necesitamos esta "versión"?

Ésta sería la pregunta principal de la que, cual afluentes, surgen otras muchas. El caso es que, o nos tiene por idiotas, o se cree el intermediario cervantinamente designado entre nosotros, simples mortales, y el espíritu inmortal de Cervantes, o bien (visto lo visto, todo es posible) considera que si Cervantes hubiera escrito El Quijote hoy lo hubiera escrito así, como él lo hace aquí. Vamos, que Andrés Trapiello es el Cervantes del siglo XXI.

Mirad que, después de lo de Los confines, estaba sinceramente dispuesta a darle una segunda oportunidad, que un lapsus lo puede tener cualquiera. Ahora estoy empezando a pensar que aquella exagerada y ridícula loa de la contraportada no la escribió su abuela, como me pareció entonces, porque está claro que este hombre no la necesita para nada.

Una "traducción" de El Quijote al castellano. Como si El Quijote hubiera sido escrito en otro idioma. No hay en el mundo comillas suficientes para entender este significado de "traducción". ¡Por Dios, que está en castellano del siglo XVII, ni siquiera del XIII! ¿De verdad hay alguien que no reconozca inmediatamente en "della" "de la"? Y la posible metáfora contenida en la expresión "en astillero", ¿no es mucho más rica y plástica que el prosaico "ya olvidada"? Vale, lo del "vellori" puede que no sepamos qué es exactamente, aunque tampoco esta ignorancia perturba lo más mínimo ni la comprensión ni el interés por el texto. Y, si lo hace, existe un recurso muy útil que se llama diccionario y otro que se llama nota a pie de página. De todas formas raro es el libro, del siglo que sea, en el que no aparecen palabras cuyo significado desconocemos (los simples mortales, claro, no Trapiello, por supuesto). Precisamente por eso una de las finalidades tradicionales de la lectura ha sido enriquecer nuestro vocabulario. La razón por la que este señor haya decidido privarme del placer de llegar a conocer todas esas palabras y expresiones que desconozco me resulta incomprensible. Lo mismo no se da cuenta de que cualquiera en su sano juicio preferiría leer el original, aunque no entienda cada detalle o le resulte un poco más dificil, sencillamente porque es MÁS BELLO, y esto compensa de sobra. ¿O es que se cree que su versión es igual o más bella aún? "No ha mucho tiempo que vivía...". Si alguien tiene alguna dificultad semántica, gramatical u ortográfica para entender esto, apaga y vámonos. Le he preguntado a mi hija de diez años cómo lo diría ella y me ha dado más o menos la misma "traducción" que Trapiello. Es decir, que lo ha entendido con rigurosa exactitud. Esto no es traducir, ni versionar. Esto es corregir a Cervantes. Y hay que tener bien poco sentido del ridículo para hacerlo.

No ha mucho tiempo (¿me podéis seguir, verdad?) que concluí mi primera lectura íntegra de El Quijote. En la edición de la colección Austral, de bolsillo, sin notas ni aclaraciones. Y como, además de algo perezosa, leo mayormente en los sitios en los que suele hacerlo la gente como yo (metro, autobuses, salas de espera…), no he tenido oportunidad de consultar en el diccionario mis dudas. Es cierto que no puedo decir que haya entendido todas y cada una de las palabras y frases de las 673 páginas de las que consta mi edición, pero esto no me ha supuesto en absoluto una dificultad para seguir la historia y disfrutar de la forma en que está contada. No entenderlo absolutamente todo me ha pasado con El Quijote, pero en mayor o menor medida también con casi todo lo que leo: muchas veces tengo que volver atrás y releer una misma frase. Soy así de tonta.

Si quiero ampliar mi vocabulario, busco esas palabras desconocidas en el diccionario. Si no, no. Porque, cuando se lee, no hace falta entender todas y cada una de las palabras para comprender el sentido de una frase. Cosas de la lengua materna. En realidad, esto me da la excusa perfecta para volver a leerlo, esta vez en una edición debidamente anotada, y sacarle todo el jugo posible. En cualquier caso me ha costado menos entender el castellano de El Quijote que el de muchos amigos murcianos (y que me perdonen, por favor). Y, me da hasta vergüenza tener que decir algo tan obvio, lo he disfrutado, tanto o más que por lo que dice, por cómo lo dice. Como todo el que lo lee, como todo el que lee literatura (El Quijote u otra obra cualquiera, pero sobre todo El Quijote). Cuando quiera leer cómo dice las cosas Trapiello, leeré a Trapiello (en lo que a mí respecta va listo). Si uno decide leer a Cervantes, es porque quiere leer cómo lo dice Cervantes. O se lee El Quijote o no se lee El Quijote. O se lee el original o se lee la traducción francesa, inglesa o rusa de El Quijote. No puede haber traducción al propio idioma. Aquí no hablamos de dos lenguas: hablamos del castellano de Cervantes y del de Trapiello imitando al de Cervantes, así de claro. Y esto se llama semiplagio, no traducción. Y, encima, esta especie de trascripción de El Quijote a sus propias palabras, que no sé muy bien a quién le puede interesar salvo al propio Trapiello y sus incondicionales, se presenta, y ahí está el maltrato y la completa falta de respeto al clásico, como El Quijote de Miguel de Cervantes, no el parafraseado por Andrés Trapiello.

Que muchos dejan de leer El Quijote por la “dificultad” lingüística. Que es el libro con más “fracaso lector”. Ésta es la excusa. No dudo que la última afirmación sea cierta, pero sólo en términos absolutos. Lo que dudo muy mucho es que su causa sea la que se afirma en la primera. El Quijote es el libro más abandonado porque es el libro que todo el mundo ha empezado alguna vez, porque es el libro que todo el mundo cree que debería leer (aunque no quiera), porque es El Libro en lengua castellana. En términos absolutos podría decirse, con igual exactitud, que es el libro con mayor "éxito lector". Para evitar decir perogrulladas como ésta se idearon precisamente las magnitudes en terminos relativos.

Cualquiera diría que los únicos que han logrado la hazaña de su lectura fueran Trapiello y cuatro eruditos más. No sé si todos los que dicen que lo han leído lo han hecho realmente, pero sí sé que quien lo empiece porque quiera leerlo (no sólo porque crea que deba) no lo dejará así como así (presuponiendo que tenga un mínimo hábito lector). Yo misma lo empecé muchas veces y lo abandoné. No lo dejé porque me resultara difícil. Sencillamente aún no quería leerlo y me lo estaba imponiendo como una obligación. Cuando realmente quise hacerlo, me costó menos leerlo que otros muchos libros, Los confines sin ir más lejos. Estoy segura de que esos que ahora no lo pueden leer porque les cuesta demasiado (lo que significa, no que sean más tontos, sino que no tienen de momento el interés suficiente como para invertir el más mínimo esfuerzo en ello), menos aún van a leer esta “versión-trascripción” o lo que demonios sea. Porque, aunque él no termine de creérselo, Trapiello escribe mucho peor que Miguel de Cervantes (doy fe). Ya quisiera él tener algo de su gracia, una gracia que ha atravesado cinco siglos con todas sus diferencias lingüísticas y sigue ahí, haciéndonos sonreír.

Para acercar El Quijote a los que lo puedan tener objetivamente más difícil (niños y personas poco habituadas aún a la lectura) se han hecho siempre adaptaciones, como la última de Pérez Reverte, por ejemplo. Tendrán sus defensores y detractores, pero tienen su sentido: si son capaces de despertar el interés del que las lee, es más posible que éste se anime en algún momento con el original cuando se considere preparado. Éste es su objetivo evidente, lo consigan efectivamente o no. En ningún caso pretenden, ni en la teoría ni en la práctica, sustituir al original. Hay adaptaciones literarias (versiones simplificadas y más reducidas) como también hay películas, series de televisión, dibujos animados, obras de teatro… A propósito, cuando en Año Nuevo asistí a la representación de En un lugar del Quijote, una obra que mezclaba el lenguaje más actual con fragmentos literales de la novela (o sea, con el castellano del XVII), una platea con gente de todas las edades (desde los tres a los noventa años) aplaudió y se rió* de la misma forma con unos textos y otros. A ningún niño vi girándose para preguntarle a su acompañante adulto qué se estaba diciendo, o extrañándose y bostezando ante el lenguaje anticuado de aquel señor tan gracioso.

Este plagio-atentado de Trapiello pretende suplantar el original (como lo hace toda traducción, y por eso es un "mal menor" que sólo tiene sentido cuando lo traducido no es realmente accesible de otra forma) y disuade al posible lector de acercarse a una obra que se califica de "demasiado difícil" para él. Menos mal que no tiene ningún sentido. Nadie, gracias a Dios, se va a embarcar en la lectura de 1040 páginas para enterarse de una historia que más o menos ya conoce, porque forma parte de nuestro imaginario colectivo, para encima no poder decir a los demás o decirse a sí mismo que ha leído El Quijote (el auténtico, el único, el de Cervantes).

Tenemos a nuestra disposición estupendas ediciones anotadas por verdaderos especialistas. Nadie necesita que le inserten las notas a pie de página en el propio texto y, para ello, modifiquen ligeramente la sintaxis del mismo. La Academia tiene una estupenda edición canónica y, mucho más accesible, está la de Martín de Riquer, quien, por lo que dicen, hace unas anotaciones muy clarificadoras y divertidas. No hace falta una traducción al castellano de El Quijote porque El Quijote ya está en castellano, en un castellano perfectamente inteligible porque está muy bien escrito. Porque lo que de verdad cuesta entender (sea del siglo que sea) es lo que está mal escrito. Lo próximo será trascribir El Quijote a la grafía "guasapera" para acercárselo a los que sólo leen estos mensajes. Lo próximo será que nos traduzcan al castellano peninsular la literatura argentina, por ejemplo, que, además del voseo, ofrece no pocas dificultades semánticas. Lo próximo quizás será pasar a un castellano llano y sencillo el de los autores con estilos más barrocos o enrevesados. O la poesía a prosa. Lo próximo… No sé, editar a los clásicos en papel higiénico.

El muy cretino de Trapiello (y lo siento, pero no hay otra calificación posible) se felicita de que el castellano de El Quijote no esté tan alejado del actual como lo están el griego de Homero y el moderno, haciendo así posible una “versión” o “traducción” que puede conservar más fácilmente la musicalidad del original (sobre todo cuando se lo copia tal cual, claro). No es que estén más o menos alejados, es que en un caso hablamos de una misma lengua y en el otro de dos. Exagerando quizás un poco, pero muy muy poco, la comparación sólo tendría sentido si El Quijote hubiera sido escrito en latín. Como ha dicho alguna vez Pérez Reverte, "cuánto más peligro tiene un imbécil que un malvado".

En fin, por favor, no dejes que te timen, porque esto es un auténtico timo. O un atentado cultural. O un delirio. No termino de decidirme. Se ve que, dado que no ha logrado el éxito masivo que sin duda considera que merece con su propia obra original de inspiración cervantina, ha decidido plagiar El Quijote, que, al fin y al cabo, ya está libre de derechos, para ver si así consigue por fin un superventas. Eso o que quiere hacerse la ilusión de haberlo escrito él. El tema, desde luego, es o de juzgado de guardia o de sanatorio mental.

Esos salvajes del Estado Islámico, cuando no están degollando a la pobre gente, se dedican a destruir su propio patrimonio cultural. Nosotros tenemos aquí, prologado por un premio Nobel (¡lo que se puede llegar a hacer por amistad o dinero!), a uno que lo destruirá sólo en la medida en que no lo copie literalmente. Cómo se nota que unos lo hacen por convicción (o desesperación) y el otro sólo por la pasta (si descartamos, de momento, la hipótesis psiquiátrica). Porque de esto se trata. Ahí está, sincronizando su publicación con la Feria del Libro. Ganas me dan de ir al Retiro el día que firme y hacerle un “escrache”. De, como decía Unamuno en su Vida de Don Quijote y Sancho (cómo podrá declararse sin rubor Trapiello admirador suyo), rescatar el sepulcro de Don Quijote de quienes se lo han apropiado y hacer una barbaridad. Lástima que no sea una mujer de acción.

*Nota (sólo para pedantes ortográficos): aún no he decidido qué hacer con estos falsos monosílabos, así que reprimíos de darme una lección sobre diptongos.

Actualización (15.6.15):

Me he descubierto citada en una entrada sobre este mismo tema de otro blog y me ha parecido una idea excelente ésa de recopilar opiniones similares a las de uno, sobre todo cuando los denominados "líderes de opinión" callan (no sabemos si otorgan) o tienden a la comprensión cuando no el aplauso. Así que os copio las referencias recopiladas en el blog en cuestión (Majao público) y me comprometo a ir añadiendo las que pueda encontrar en el futuro.

-Joaquín Alegre: "Por un Quijote 'en castellano antiguo'" (3.6.2015). Majao público.
-César Noragueda: "El 'Quijote' para ineptos" (23.3.2015). La columnata.
-Lansky: "Enmierdando el Quijote" (7.6.2015). Periquitos muertos.
-Manuel Pascua: "Trapiello: terrorismo literario y los 504" (7.6.2015). Periodistas en español.
-Poil de Carotte: "Un Quijote que, de tan masticado, da náuseas" (23.3.2015). Manual de ultramarinos.
-José Luis García Martín: "El Quijote de Andrés Trapiello" (15.6.2015). Crisis de papel. "Crítica amical", la califica Joaquín Alegre. Y tanto debe serlo, porque el propio Trapiello se digna comentar para defender su postura de esta suavísima censura.
-Santiago Trancón Pérez: "Va de un jambo que está loco" (10.6.2015). La nueva crónica.
-Silvano Andrés de la Morena: "A los alumnos, el 'Quijote' original" (18.6.2015). El País. Breve carta al director en respuesta al artículo de Fernando Aramburu en el que, básicamente, reprocha a Trapiello que no le hubiera traducido El Quijote en sus tiempos de escolar.
-Alejandro Gamero: "El Quijote en las aulas" (2.7.2005). La piedra de Sísifo. Por la fecha (no, no es una errata), no puede ser una crítica a la "traducción" recién publicada, pero sí lo es a las tesis que entonces defendía Trapiello y en las que apoya la necesidad y legitimidad de su empresa. De hecho, cómo le ha llevado tanto tiempo, ya estaría entonces perpetrándola.
-José Antonio Llamas. "El Quijote, se reza" (8.6.2015). La nueva crónica. Se ve que en su tierra tratan a Trapiello peor que en ningún otro sitio...
-Natalia K. Denisova: "Traducciones quijotescas" (6.6.2015). El imparcial. La afrenta mereció una carta de Trapiello al periódico en la que, con su impermeabilidad crítica habitual, distinguió a sus críticos en dos grandes grupos: los que no saben de qué hablan y los que creen que lo saben (pero no, claro).
-Daniel Lebrato: "Coplas por la muerte del Quijote" (6.7.2015). El tendedero. Las coplas también tienen prólogo.