lunes, 19 de octubre de 2020

La Barbie jamonera

Foto: Esperanza Goiri

¿Dónde vamos, Madrid? A octubre miro 

y con sabor de soledad me sales.

(El otoño de Madrid. Luis López Anglada).

 

 Por Esperanza Goiri

El otoño apenas se nota en Madrid, una ciudad expuesta al oleaje sin un malecón ni siquiera un humilde “espigoncillo” que la proteja. Pese a ser solo la segunda ola, eso afirman los expertos, sus salpicaduras llegan a todos los rincones de la urbe; en vez de dos embestidas parecen mil. Los madrileños, impotentes y frustrados, chapoteamos para mantenernos a flote y evitar que el agua nos entre en la nariz.

De la noche a la mañana Madrid ha mutado de villa y corte a lazareto. Un lazareto gigante y urbano en pleno siglo XXI. Por sus calles nos movemos tratando de esquivar a ese enemigo invisible de efectos demoledores. Los cambios se aprecian a simple vista. Muchos negocios certifican su defunción bajando persianas y rejas que mañana nadie va a levantar. A los turistas, parafraseando la canción de Kiko Veneno, lo mismo los echamos de menos como antes los echábamos de más.” Las colas se han vuelto imprescindibles y obligatorias para casi todo. Ver a tus mayores implica pedir cita como si fueras a la delegación de hacienda. Se multiplican los que tienen que hacer de la calle su hogar y de la caridad su trabajo a jornada completa. En los días de viento revolotean las mascarillas, blancas y azules, entremezcladas con los tonos marrones y dorados de las hojas. Madrid se ha convertido en el rodaje de una distopía y a sus habitantes nadie les ha pedido permiso para figurar como extras. Eso es lo que se ve, pero también se intuye, tras las cortinas y balcones: drama, soledad y olvido. 

 

Parque Cerro del Tío Pío (Foto: Esperanza Goiri)

Madrid está tocada y, aunque parezca un contrasentido, necesita más que nunca que le hagamos el boca a boca, le cojamos la mano y observemos sus constantes vitales. Nada es lo mismo y probablemente no volverá a serlo. Pero no renuncio a recuperar la ciudad que amo. Quiero pasear por la calle Espíritu Santo y ver cómo a la Barbie jamonera inmóvil tras el escaparate de una chacinería, ahora triste e ignorada, la vuelve a jalear su corte oriental de palmeros entre selfis y sonrisas. Sentarme en las terrazas sin más distancia de seguridad que la necesaria para interceptar el saqueo de los gorriones a las suculentas tapas. Mancharme las manos con la grasilla de los bocadillos de calamares y no con la del gel hidroalcohólico. Ver otra vez competir a Cibeles y Neptuno por su poder de convocatoria. Que un chocolate con churros, y no el toque de queda, ponga fin a una noche de juerga. Poder invitar a mi casa a dos, diez, cincuenta o cien amigos. Abrir la boca de admiración, no porque me cueste respirar detrás de la mascarilla, sino ante la puesta de sol desde el Cerro del Tío Pío, el Templo de Debod o la Plaza de Ramales. Volver a fluir con el río humano desde Cascorro a Ribera de Curtidores, un domingo de rastro. Formar fila para entrar al Prado, al Reina Sofía o al Thyssen, no al centro de salud. Poder conjugar sin restricciones los verbos besar, tocar y abrazar.

Los madrileños, de nacimiento o adopción, a todos los efectos es lo mismo, no se merecen que les mientan ni les ninguneen. Tampoco que les cuelguen el cartel de irresponsables o insolidarios (haberlos los habrá, como en todas partes), pero creo que la mayoría de ellos quedan perfectamente reflejados en estos versos que cantaban el grupo Jarcha allá por 1978: “Yo solo he visto gente muy obediente, hasta en la cama, gente que tan solo pide vivir su vida sin mas mentiras y en paz”.