miércoles, 27 de noviembre de 2019

De mano en mano

Por Marisa Díez


Se puso a escribir por simple necesidad física, o quizá mental, no sabría explicarlo. Una especie de angustia la empujó a aporrear las teclas del ordenador de manera casi compulsiva. Desde hacía unos meses le rondaban varias ideas por la cabeza, pero se sentía incapaz de darles forma. Algunas la conducían al pasado más remoto en su viejo barrio, a los años de infancia en el domicilio familiar, el mismo que últimamente había sido la causa de sus desvelos. Desarrolló una extraña capacidad de abstracción para viajar en el tiempo y aparecer, por arte de magia, en aquel mismo escenario, cuarenta años atrás. Intentaba fortalecerse envuelta en la paz que emanaba de aquellas cuatro paredes, pero le acababa invadiendo una sensación de cierto desasosiego, totalmente contrapuesta a la sonrisa que se dibujaba en su rostro cuando comenzaba a evocar tantas historias mil veces repetidas. Una casa llena de bullicio y alegría, sin demasiados huecos libres donde poder evadirse, pero repleta de vida. Ahora tan sólo la encuentra plagada de recuerdos y siente esta soledad como impregnada en su piel y su cuerpo. Se ve obligada de repente a hacer grandes esfuerzos para no llorar. Hay que seguir, se repite. Por qué seré siempre tan cobarde, tan pusilánime; por qué me sentiré así de pequeñita. En qué momento el tiempo aceleró y se quedaron tantas cosas por hacer… Se hizo miles de preguntas mientras terminaba, por fin, de ordenar los armarios después de la última limpieza general. El cansancio la venció y un sopor la fue invadiendo hasta que se quedó dormida, sin darse cuenta, recostada en la cama del que durante tanto tiempo fue su dormitorio.

Imagen: Pixabay. Gerd Altmann
La observó atentamente, reclinada en su butaca, mientras repasaba por enésima vez el dobladillo al último pantalón que había caído en sus manos. De fondo se escuchaba la misma emisora que cada tarde radiaba viejas canciones, tan lejanas en el tiempo como cercanas en la memoria. Una voz femenina retumbaba en el salón con sus estrofas desgarradoras: “Gitana que tú serás como la falsa moneda…”, y un suspiro nostálgico se le escapó sin querer. Su cutis terso y sin apenas arrugas difícilmente se correspondía con los noventa años que sus huesos a duras penas soportaban. Cómo se ha pasado la vida, se dice para sí misma en un murmullo apenas perceptible. Fue ayer mismo cuando, tras una buena temporada en casa de sus suegros, habían recalado con cuatro bártulos en aquella humilde vivienda que para ella era casi un palacio. Desde entonces hasta ahora, tanto tiempo transcurrido en un suspiro. “Toda una vida, no me importa en qué forma, ni cómo ni dónde, pero junto a ti”, cantaba ahora Machín, el preferido de su marido, que se marchó hace ya...ni se sabe, no podría precisarlo con exactitud; las fechas se me lían cada vez más en el calendario, se dice de nuevo sumida en sus pensamientos. Desde que se fue ya nada volvió a ser lo mismo, aunque al final, ya se sabe, el dolor deja paso a la añoranza, a los recuerdos felices, porque fue toda una vida junto a él.

Y las niñas, que crecieron tan deprisa. Y mis nietos, que no me han hecho bisabuela porque no han querido, pues si sólo fuera cosa de la edad, con la pila de años que tengo.... Si es que no se debería vivir tanto tiempo, total, para no dar pie con bola, que es lo que piensan a mi alrededor, que se creen que no me entero, pero sí, los veo mirarme con cierta condescendencia, sin saber muy bien dónde aparcar este trasto viejo. En ésas estaba cuando decidió dar un golpe en la mesa y poner orden en todo aquel desaguisado. Agarró, con el último resto de dignidad que le quedaba, su pequeña maleta y comenzó a guardar con inusitado frenesí sus escasas pertenencias. Con la cabeza alta y sin mirar atrás, apoyada en su bastón, cerró con fuerza tras de sí y el portazo retumbó en todo el edificio.

Despertó sobresaltada; un ligero sudor invadía su cuerpo. Se levantó de un brinco, intentando asimilar que sólo se trataba de un mal sueño. Abrió la ventana para tomar aire mientras volvía poco a poco a la realidad. El viento le trajo, a lo lejos, el eco de una voz familiar que, cansada, tarareaba el final de una vieja canción: “… Que de mano en mano va y ninguno se la queda”.

jueves, 19 de septiembre de 2019

Pesadumbre de papel


Foto: J. Teresa Padilla







Por J. Teresa Padilla

El trastero suele ser un espacio angosto y sin luz natural al que va a parar todo aquello que se libra por los pelos de ir a un contenedor de residuos, ya sea en virtud de una hipotética utilidad futura o porque, aunque se esté convencida de que es y será siempre innecesario y superfluo (eso que con toda propiedad se llama basura), no se tiene el valor de abandonarlo a su desaparición, destrucción y quizá reciclaje. Incluso antes de tener un trastero arrastraba estas posesiones, convertidas con el paso del tiempo en pesadas cargas, a las que encontraba acomodos inauditos en los rincones casi inexpugnables de viviendas más pequeñas. Si se hizo el esfuerzo de conservarlas entonces, cuando no parecía físicamente posible, cómo no ahora que se dispone de un trastero. Allí guardadas, lejos de una, pero a mano (quién sabe para qué). O eso creía.

En realidad me eran completamente inaccesibles aquellas cajas de mudanza, en lo alto de una estantería, repletas de fotocopias en diferentes lenguas, notas manuscritas y mecanografiadas, separatas, primeras versiones de algún artículo o traducción y los diversos intentos fracasados de completar aquel índice de partes y capítulos escrito cuando ya había perdido la fe, no sólo en su posibilidad, sino en el interés de ese trabajo de años. El tiempo perdido no se puede conservar en un trastero para echar mano de él si se recupera la fe y la esperanza que lo llenaban y vivificaban. Los papeles sí, pero intempestivos, que no simplemente viejos. Están todo lo muertos que pueden estar las cosas, es decir, sin la vida (el tiempo) que un ser humano les concedió. Debe de ser triste para un papel gozar de unos instantes de vida inesperados y ser luego abandonado a su naturaleza inerte. Inerte y pesada. Hasta lo que un día fue liviano, resulta una carga cuando se queda inmóvil, como si las profundidades de la tierra quisieran para sus adentros todos los cuerpos y los consiguieran, por fin, cuando éstos dejan de ofrecer la resistencia del movimiento y se convierten en pesos muertos.

Hubo un día en que aquellos papeles se esparcían sobre las mesas, eran manipulados, archivados temporalmente, cambiados de lugar, hasta se reproducían antes de desaparecer en versiones mejoradas de ellos mismos. El polvo no era lo bastante rápido para acumularse en las carpetas que los alojaban. Si pesaban, apenas se notaba, y sólo conforme la velocidad de estos movimientos empezaba a decrecer se iba evidenciando la carga cada vez mayor en la que terminarían convirtiéndose. Cuando su pesadumbre empieza a hacer demasiado daño, los papeles se encierran y ocultan cada vez más profundamente: en una carpeta, las carpetas en cajas y las cajas en el trastero. Se les ha permitido adquirir demasiado peso para poder ser arrojados a la basura. Se ha cargado demasiado tiempo con ellos. Hasta que un día una recuerda estos cadáveres de papel que escondió en el trastero y decide acabar con ese foco de putrefacción. Pide que se los traigan, convencida de liquidarlos todos de una vez, pero sólo consigue desprenderse de los que nunca en realidad le importaron. Los otros, aquellos de los que necesitó alejarse exiliándolos en un trastero recóndito, son reordenados y acomodados de nuevo cerca, a la vista, verdaderamente a mano. Puede que nunca más sean hojeados, pero abrir esta posibilidad les otorga un débil hálito de vida que disminuye ligeramente su peso y ofrece la oportunidad, quizá, para que la resignación alivie el dolor del fracaso que documentan.

Foto: J. Teresa Padilla
La madurez debe ser algo parecido a aceptar el peso de éstos y otros muchos papeles de autor anónimo o despersonalizado en aras de su cargo profesional, debidamente firmados o sellados, que se dejan crecer alrededor y en los que sólo puntualmente se repara. Su peso no es tan evidente salvo que un día, escribiendo sobre los otros, te dé por recapitularlos: certificados de nacimiento, de bautismo, de matrimonio, de defunción; informes médicos, calificaciones escolares, títulos académicos, fes de vida, libros de familia, contratos, nóminas, garantías, escrituras, testamentos, seguros, facturas, declaraciones de impuestos, hipotecas, recursos y sus correspondientes resoluciones… Por no hablar de esos otros “papeles”, los que se asumen a lo largo de la vida como máscaras tras las cuales se espera sobrevivir mejor o peor a la intemperie mundanal y ganarse la vida (porque ésta, al parecer, no es un regalo, sino un préstamo que hay que amortizar).

Los amamos u odiamos por las palabras en ellos escritas, pero el papel, como tal, no es nunca de fiar: esa misma hoja liviana que se lleva el viento y vuela imitando las hojas del árbol del que procede, puede llegar a combar estanterías, colapsar juzgados o cortar inesperadamente como una cuchilla tus dedos. Nada raro resulta, si se piensa un poco, sentirse un día contagiada y aplastada por su pesadumbre.

jueves, 15 de agosto de 2019

"Ferragosto"


Por Esperanza Goiri


Foto: Pezibear (Pixabay)

Ferragosto es el término con el que se denominan en Italia los días festivos que se celebran a partir del 15 de agosto. En esas fechas las ciudades italianas son abandonadas. Sus habitantes se dirigen en masa a la costa, a la busca de relajación y descanso. Si lo encuentran, ya es otra cuestión.

Una emotiva y preciosa película, Vacaciones de Ferragosto (Gianni di Gregori, 2008), aprovecha esas circunstancias de soledad y vacío que anegan la ciudad de Roma para contarnos la historia de un maduro hombre en paro que vive con su madre viuda en un piso del Trastevere. Su pequeño e íntimo mundo se ve alterado cuando el administrador de la finca le propone un trato. Le perdona los numerosos recibos impagados de la comunidad a cambio de que cuide de su madre para irse él de vacaciones. Accede, pero además de la mamma le encaja también a una vieja tía. Por si fuera poco, el médico de confianza de la familia le pide que atienda a su madre ese Ferragosto. Se siente obligado a aceptar por los desvelos del galeno con su propia progenitora. El piso pasa a ser ocupado, literal y metafóricamente, por cuatro ancianas. Sus necesidades, preocupaciones y la interrelación entre ellas plagada de complicidades y controversias, generan un peculiar microcosmos en el que el único varón deberá esforzarse por no morir en el intento.

Foto: Tama66 (Pixabay)
Los veraneos de los “españolitos” ya no son lo que eran y muy poca gente puede permitirse ahora unas vacaciones estivales de casi tres meses, como las que yo disfruté de niña. En esa época las grandes urbes quedaban adormecidas a la espera, en septiembre, de un beso que las sacase de su letargo para volver a la vida. Sin embargo, estos días me ha venido a la cabeza el filme del que hablaba porque, sin llegar a los extremos de antaño, en que era complicado comprar el pan o el periódico en pleno centro de Madrid, lo cierto es que agosto sigue siendo el mes de ocio por excelencia, y se nota. Especialmente, en el puente del 15 de agosto que es nuestro particular Ferragosto. La ciudad cambia de apariencia, desaparece la gente y surgen, como champiñones, obreros en miles de obras, públicas y privadas. La vida funciona como a cámara lenta. Pasan a ser protagonistas los que no pueden o a los que no les dejan salir de descanso. Ancianos, enfermos, malos estudiantes, trabajadores temporales, parados que no pueden evadirse de su desempleo, mascotas que se convierten en una molestia, todos son dejados atrás. Los que tienen suerte quedan al cuidado de alguien. Los que no, a su albur. Atrás quedaron esos tiempos en que la familia al completo, incluidos abuelos, bichos y plantas se metían, como podían, en el utilitario de rigor y viajaban incómodos, pero juntos, a la búsqueda de un respiro. Los informativos escupen continuamente imágenes de humanos acalorados y amontonados en playas atestadas en las que se ve cualquier cosa menos la arena. En las redes, anónimos y “famosetes” nos ofrecen un variado muestrario de muslos, pechugas, torsos y glúteos con la excusa del verano. A mí esas instantáneas solo me provocan una pereza tremenda. Es cierto, quedarse en agosto en Madrid tiene sus inconvenientes, pero también muchas ventajas. Hoy me espera un paseo con mi perro, Vito, por el Retiro que, en estos días, pasa de ser un parque público a nuestro jardín particular. Luego, cena en buena compañía sin necesidad de reservar mesa y aparcando, gratis, en la puerta. Si se tercia, remataremos con un gin tonic al amor de alguna terraza refrescada por la brisa nocturna de las noches agosteñas. ¿Se puede pedir más? Feliz Ferragosto a todos.


jueves, 20 de junio de 2019

Vamos a contar mentiras

The Intrigue. James Ensor (1890)
"Y desde una confusa masa de datos, emerge la desnudez de una vida humana" (Una tumba para Boris Davidovich. Danilo Kiš).

Por J. Teresa Padilla

Se acaba de celebrar en Madrid la Feria del Libro y abundan en los medios las entrevistas a los escritores que aprovechan la ocasión para presentar sus novedades en este gran mercado y escaparate. En una de ellas he leído declarar a una autora de relativo éxito que su propósito al escribir es lograr “engañar a los lectores”. Aunque a mí su afirmación me ha resultado insultante (como lectora en general, que no suya), nadie más parece haberse escandalizado con semejante afirmación: ni quien ha realizado la entrevista ni los que la han leído. Resulta que se trata de lo más natural del mundo, de un engaño consensuado: al parecer, hay un género libresco consistente en conseguir sorprender con finales inesperados a unos lectores que exigen que les hagan creer durante tropecientas páginas que será lo que no va a ser. En la vida a esto se le suele llamar decepción, pues decididos a tener esperanzas, se espera lo mejor, que lo peor ya se da por descontado. Pero, en realidad, la vida real no tiene nada que ver con estos cuentos. Ciertamente, la palabra justa no sería engañar (aunque qué importancia tiene la precisión semántica en este contexto más comercial que literario), ya que no hay verdad ni mentira en estos relatos de prestidigitación, por más que se declaren basados en supuestos “hechos reales” (creo que me repito, pero me resulta fascinante la expresión “ficción histórica”): tan engañoso (ficticio en el peor de los sentidos) es su desarrollo como su desenlace. Nadie cree aquí nada y un resultado inesperado no modifica una creencia previa. Simplemente hay espectadores (más que lectores) contemplando cómo se sacan conejos de las chisteras.

Bien está que la franqueza de esta productora de historias destinadas a ser vendidas en hipermercados y otras grandes superficies nos dé la clave para distinguir la verdadera literatura de su simulacro de consumo, o de otro tipo como el adoctrinador, el divulgativo, el moralizante o el propagandístico. Esa clave es el ilusionismo del engaño, de la mentira. Sólo si el autor miente, puede engañar a un lector. Pero, en el caso de la producción editorial de consumo, sólo es un juego en el que hasta la mentira y el engaño son pura apariencia: uno hace que miente, el otro que se lo cree y, al final, se sorprende. Representación y nada más que representación.

Bueno, no sería grave (o sea, en su primera acepción del diccionario, pesado), sino leve, ligero y volátil, de tratarse sólo de este juego de artificio en el que se paga al tahúr por sus trampas. Hay un extraño placer, lo reconozco, en este abandonarse a la seducción de una narración más interesante que la de la vida real y, sobre todo, a diferencia de esta última, concluyente. El problema es que, además, vivimos en un mundo en que los deseos han de cumplirse, previo pago, porque si se pueden costear, se tiene ipso facto el derecho a su satisfacción. Otra cosa es que uno no se pueda permitir lo que desea. Entonces no cabe exigir nada y el supuesto derecho se convierte en un lujo superfluo. Como alguien dijo de la felicidad, la verdad sólo se reconoce en su ausencia. Lo sabemos desde Sócrates y, como escribía Kierkegaard, no es posible superarle históricamente (a ver si soy capaz algún día de reseñar aquí sus Migajas). La verdad es, pues, y en el mejor de los casos, objeto de un anhelo imposible de satisfacer, algo que no podemos permitirnos. Y lo que no se puede tener, poseer o comprar no vale nada.

Por eso, digo yo, no escandaliza a nadie que una escritora reconozca con esa sinceridad desarmante que sus obras son mentirijillas disfrazadas de verdades gracias a un profuso trabajo de documentación previa, ni que haya lectores que paguen para ser engañados, eso sí, en su propio beneficio y disfrute. Ojalá que la devaluación de la verdad se quedara en esto, pero también normaliza otras mentiras, para nada tan inofensivas y amenas, disfrazadas de noticias.

Llevo tiempo sin escribir. Por diferentes motivos sin la menor importancia objetiva (como corresponde a una misma y todo lo suyo), pero entre los que, curiosamente, remoloneaba la sospecha de estar haciéndome trampas (a mí y a quien me leyera), de buscar la aprobación de los demás sin preguntarme si tenía en realidad algo que decir. De andar dando vueltas, haciendo comedia, o sea, mintiendo. Casi toda mi vida he sospechado que soy una farsante, pero esto es largo y, sobre todo, muy aburrido de contar, así que lo menciono sólo para no excluirme, cual orador en su púlpito, de lo que critico hoy. Ya veremos si algún día me da por entrar en detalles.

De esta hibernación que esperaba purificadora me sacó, quien sabe si momentánea o definitivamente, ese nimio titular que, no obstante, ha despertado la indignación latente que albergaba con respecto a otra cosa: una de esas mentiras, tan habituales, que se difunden como las chispas en un reguero de pólvora para explosionar un instante y no dejar tras de sí, en el mejor de los casos, más que un rastro momentáneo de humo. En el peor, un dolor adicional a los involucrados en ellas.

Más que una mentira han sido dos: la original y su “corrección”. Primera mentira: Se aplica la eutanasia a una chica de 17 años en Holanda (ABC, por poner sólo un ejemplo y de un medio que, a diferencia de otros consultados, no ha borrado, a día de hoy, la noticia original). En plena polémica social sobre la conveniencia o no de legalizar la asistencia médica para una muerte voluntaria, el caso de una menor de edad que, además, “no tenía una enfermedad incurable” (no sé si las heridas psíquicas de esta joven lo eran o no, pero Dios me guarde de cuestionar "hechos"), la noticia es un bombón. Todos los contrarios a la legalización la comparten y hasta los que están a favor reculan ante el caso de una enferma psíquica menor de edad. ¿Enferma? Para los que corrigieron esta primera mentira con otra está claro que no. Pero vayamos por pasos.

Una agencia, por negligencia o interés (qué es hoy en día una noticia sino algo que se puede arrojar a la cara de unos u otros), oyó campanas de eutanasia (la joven la había solicitado y se le había denegado) y difundió la primera mentira. Los periódicos supuestamente serios reciben la noticia y la publican. La carnaza está lista: contra la eutanasia en sí, contra las jóvenes adolescentes y la absurda sociedad que las escucha (hablen de salvar el planeta o de no desear vivir), contra esos padres consentidores o negligentes…

¡Ah!, que no fue así. Entonces una escueta corrección (menos compartida, con muchas menos reacciones y comentarios que la primera) y otra mentira: “Se suicida” (Infovaticana), “organiza su suicidio” (El Mundo), “muere por voluntad propia” (La Vanguardia), “no fue eutanasia sino suicidio” (El Periódico).

El hecho es que murió de inanición una joven que padecía anorexia nerviosa, entre otras dolencias psíquicas. Pidió la eutanasia, no se le concedió y murió más lenta y naturalmente de la enfermedad que padecía. Decidió no luchar, rendirse. Como tantos pacientes oncológicos, por ejemplo. ¿Se suicida quien renuncia a un tratamiento cuya ineficacia lleva tiempo experimentando o que no le garantiza otra cosa que dolor y una remota posibilidad de cura? No, pero de éstos no se habla mucho, porque vivimos en un mundo que adora el éxito y la lucha, y desprecia todavía más la resignación que el propio fracaso; pero, aun así, ¿tendría algún periodista sediento de atención y polémica la poca vergüenza de decir que “ha organizado su suicidio” por no renunciar, pese a todo, a cuidados médicos paliativos, como parece ser en este caso?

Que yo sepa nadie ha tenido la desfachatez de escribir negro sobre blanco que se suicidó el que muere de “una larga enfermedad”, decidiera tratársela, aceptar sólo cuidados paliativos o irse a un país exótico a pasar sus últimos días. Pero la anoréxica que muere por inanición se suicida, porque, ya se sabe, ni ésta, ni la depresión, ni el síndrome de estrés postraumático (especialmente cuando es consecuencia de agresiones sexuales no denunciadas, o sea, sólo "supuestas") son auténticas enfermedades, sino cosas de crías o mujeres histéricas. Se pasan. Es verdad, todo pasa. Con la muerte, si no antes.

Schopenhauer hizo de la Voluntad la potencia y realidad en sí de la vida y la describió como un querer insaciable que crea, consume y aniquila todo en un círculo perfecto de sufrimiento eterno y goce efímero. Era el monstruo que se ocultaba en el revés del calcetín de la Razón hegeliana, pero no iba más allá, así que cuando llegó al Libro IV de su gran obra (un “y ahora que lo sabemos qué hacemos”) sólo tenía dos opciones que ofrecer: asentir y entregarse a esa dinámica autodestructiva o resistirse a ella. Pero ella es todo, luego el único camino para salvarse es negar esa voluntad (que es querer y está en el fondo de todo deseo) y a uno mismo también. Ningún querer la niega, ni siquiera el deseo de morir del suicida, pues la muerte es tan natural como el nacimiento y pertenece por igual a ese círculo diabólico de creación para la depredación que es en su esencia el mundo. La única forma de negarse a la vida y su perversa lógica era el ascético dejar de querer, desear y luchar. Y, al final, de ser. Éste era para él el camino de la santidad, de la verdadera negación de uno mismo para evitar la complicidad con la sinrazón, camino que “podría alcanzar un grado tal donde llegase a quedar eliminada incluso esa voluntad imprescindible para la vida vegetativa del cuerpo, cual es la ingestión de alimento” (parágrafo 69).

No es preciso aceptar las conclusiones de una reflexión para aprovechar su verdadera riqueza, la de las distinciones y matices. Pero, aparte de que la mentira prefiere los trazos gruesos, qué interés pueden tener estas minucias que no van a generar una agria discusión, indignar a unos o servir para humillar a otros. No es eutanasia, pues suicidio, que es casi lo mismo y sigue permitiendo la polémica (etimológicamente, la guerra). Sólo un medio de comunicación, que yo sepa, utilizó en su corrección del error inicial una expresión ajustada a la realidad, verdadera por tanto: “se dejó morir” (El País). La verdad, ese concepto irrisorio que excluye opiniones y no genera feedback, es impotente contra la adictiva mentira que nunca defrauda las expectativas de novedad, sorpresa y morbo del espectador-consumidor-depredador.

Lo más inteligente sería rendirse a su poder y no alimentarlo entrando en un juego que es imposible ganar. Callar para por lo menos no extender la mentira. Porque resulta que “el mundo está loco” si una adolescente pide la eutanasia o ha perdido la fe en recuperarse, pero urdir una red de mentiras o verdades a medias sobre su muerte, faltando al respeto de una joven que, igual que luchó durante años contra sus males como se supone que debía, decidió que era momento para rendirse, es, esto sí, socialmente aceptable. Pues duele. Se llamaba Noa y no fingía. Merece que se respete su memoria. Primum non nocere (“primero, no dañar”): lo que vale para la medicina, mucho más para las mentiras.

"En toda nuestra existencia de lectores no hemos leído aún jamás una verdad, aun cuando una y otra vez hayamos leído hechos. Una y otra vez, nada más que la mentira como verdad, la verdad como mentira, etcétera. Lo que importa es si queremos mentir o decir y escribir la verdad, aunque jamás pueda ser la verdad, jamás sea la verdad" (El sótano. Thomas Bernhard).

jueves, 16 de mayo de 2019

Expectativas y realidad

Por Esperanza Goiri

Foto: Quimono (Pixabay)

Siempre me ha encantado el personaje de Mafalda. Me gustaba tanto que en primero de BUP forré mis libros de estudio con las características tiras en blanco y negro de Quino. Me supuso mucho esfuerzo y tiempo recortar las viñetas para que encajaran en los diferentes tamaños de los volúmenes. Después, las protegí con papel Aironfix transparente. Pero mi trabajo tuvo doble recompensa: la admiración en el cole por el original forro y el “chute” de ánimo para enfrentarme a las materias “envueltas” en las historias del precoz e ingenioso personaje.

Todo el que lee a Mafalda es consciente de que las aparentemente inocuas e inocentes historietas tienen mucha, pero que mucha “miga”. Estos días me ha venido a la cabeza una de las tiras en particular. La madre de Mafalda, ama de casa, está de limpieza general y encuentra dentro de una caja una foto suya de jovencita tocando el piano junto a una profesora que le pasa la partitura. Sonríe nostálgica y piensa: “Pobre maestra, creía que yo podría llegar a ser una gran pianista”. En la siguiente viñeta se ve cómo reflexiona y su sonrisa se transforma en una triste mueca. Mientras observa los útiles de limpieza que la rodean, se cuestiona internamente si es digna de lástima la maestra por las expectativas que depositó en su posible carrera, o ella misma ante su mediocre realidad. Sí, la mujer se ve sorprendida, a traición, una mañana cualquiera, por el duro y demoledor “lo que pudo haber sido y ya nunca será”.

Estos días observo a mi adolescente inmerso en la preparación de sus exámenes finales, haciendo múltiples cálculos de medias, sopesando qué asignaturas ponderan o no para determinadas carreras, elaborando cronogramas, leyendo folletos y artículos sobre posibles universidades, analizando las mejores salidas profesionales…, con todo el peso sobre sus hombros sobre qué camino tomar para afrontar los próximos años y su futuro. Me produce una ternura y una preocupación infinitas.

Ilustración: Cdd20 (Pixabay)
Cómo explicarle que nadie puede tener todo atado. Que lo que hoy ve blanco igual mañana lo percibe negro. Que no siempre dos y dos son cuatro. Que no es cierto que el esfuerzo sea la panacea universal. Que a veces el “tú puedes” se cumple y otras no. Que en ocasiones si las cosas previstas van mal, a la larga, es lo mejor que te puede pasar, aunque parezca una paradoja. Que muchos hemos tenido que ir de “rebajas” a la búsqueda de unas expectativas y objetivos de ocasión que luego nos han dado unos resultados más que aceptables. Que el “porque tú te lo mereces” con que nos bombardean es una entelequia. Que tendrá que asumir como un éxito lo que, para otros, en cambio, es un rotundo fracaso. Que no es tan raro e infrecuente enfrentarse como la madre de Mafalda a un presente que nunca se había planeado, pero al que no hay más cáscaras que adaptarse. En fin, que la vida está repleta de imprevistos y sorpresas.

Habrá tiempo. Ya lo irá descubriendo por sí mismo. De momento, para superar la campaña de fin de curso, me voy a limitar a surtirle, a discreción, de sus platos favoritos, de algún oportuno avituallamiento de chocolate y a escuchar, de nuevo, los pros y contras de todas las opciones. También he rescatado el cojín terapéutico de semillas para las molestias del hombro. Últimamente, esta parte de mi anatomía la tengo muy solicitada.

 
 
 
 

jueves, 4 de abril de 2019

Sombras nada más

Por Marisa Díez

No sabe en qué momento desapareció. No recuerda haberse despedido la última vez que coincidieron, ni que él le hubiese avisado de que no regresaría. Todo había transcurrido con relativa normalidad, salvando los pequeños desencuentros habituales, a menudo a causa de simples malentendidos que solventaban sin grandes aspavientos ni excesivas dificultades. No se dio la vuelta para decir adiós ni se preocupó siquiera de darle un par de besos porque pensó que en breve volverían a coincidir y a disfrutar de su encuentro, como habían hecho hasta entonces. Como siempre.

Y sin embargo no volvió. Ella creyó alguna vez divisarlo de lejos; incluso podría asegurar que había llegado a cruzarse con él mientras lo miraba de frente, pero quizá fue sólo un sueño. En una ocasión casi se colgó de su brazo para llevárselo de cañas, pero se dio cuenta a tiempo de que no era él, tan sólo alguien que se le parecía mucho físicamente.

Imagen: Pixabay.com
Nunca fue capaz de comprender por qué se había marchado de esa forma tan abrupta, sin despedirse ni darle ninguna explicación. Quizá se fue yendo poco a poco, sin darse apenas cuenta, y se perdió en el camino de regreso. Le ocurre a más gente de la que podría imaginarse. Lo sabe porque le han contado más casos. Se marchan, desaparecen, se esfuman sin dejar rastro; sólo queda el recuerdo y la esperanza absurda de volverlos a encontrar en algún recodo del camino. Puede que aparezcan durante años convertidos en algo parecido a una sombra que recuerda vagamente a lo que fueron. Pero no son ellos, se diría que han adquirido la naturaleza intangible de un fantasma. O al menos es lo que parecen. Y provocan tanta pena, tanta desazón, tanta impotencia…

La gente cambia, poco a poco o de repente, y tú ni te enteras, porque andas ocupada en conservar la autenticidad de las relaciones que consideras únicas, personales e intransferibles. Dejas de lado esos pequeños detalles que te van avisando. No estás alerta ante las señales que te muestran que algo va mal. Y un día descubres, asombrada, que se han convertido en extraños los mismos que antes fueron tus cómplices. Sus caras, sus gestos, te resultan familiares. Podrían ser ellos, pero no lo son. Sus acciones les delatan. Se fueron y nunca volviste a verlos. Y entonces tienes la esperanza de que algún día regresen, aunque sea un poco más viejos, más cansados, incluso derrotados, por aquello de poder reprocharles algo así como un “te lo advertí”. Lo único que pretendes es que vuelvan al redil, aunque terminas por aceptar que no siempre sucederá.

Hace unos días me crucé con la sombra de alguien que un día fue. No rechisté, me quedé quieta, pensando en cómo reaccionar. En su momento estoy segura de que en mi cara se hubiera reflejado la alegría que siempre me produjo encontrarlo por sorpresa. Pero ese día en mi rostro sólo se dibujó un extraño rictus que no pude controlar. Guiñé los ojos en busca de mayor claridad; la miopía me juega a veces malas pasadas. Hubiera jurado que era él, pero no podría asegurarlo. Cuando se acercó comprobé sin duda que me había equivocado. Y respiré aliviada. Aquella caricatura no podía ser más que un auténtico desconocido. Quizá se tratase de una especie de espectro, muy parecido en sus facciones, pero sin nada más en común con la persona que yo recordaba. Así que suspiré y me alejé sin un saludo, guardando mi mejor abrazo para el día que decida regresar. Siempre y cuando para entonces no sea yo la que se haya marchado lejos, porque, cuando decido montarme en mi escoba, vuelo tan alto que me cuesta encontrar el momento adecuado para descender al punto de partida.




jueves, 28 de marzo de 2019

Roma



Por J. Teresa Padilla

No sé nada de cine. En estos Diarios tuvimos un cinéfilo. Uno con su propio blog sobre el tema y un peculiar estilo literario no siempre comprendido por las harpías que aún quedamos por aquí. Nos dejó, claro está, y le dejamos ir a pesar del empobrecimiento evidente que suponía su marcha. Y es que, aunque no termine de entenderlo (porque soy una bruja impermeable a su poesía), tenía un éxito indiscutible, lo que sólo podía obedecer a dos causas: la seducción de su retórica o, hipótesis por la que obviamente me inclino, el hecho de que el cine, sea bueno, malo o regular, despierta más interés que… En fin, lo que sea que seguimos haciendo las que quedamos.

Lo menciono, aparte de por la obviedad de que voy a hablar de una película, porque recuerdo sus lamentos nostálgicos por la proyección actual, incluso en los cines, de copias en no sé qué soporte digital y no en el formato de toda la vida. Lo de una producción como esta de Netflix destinada al consumo doméstico, le debe parecer una pesadilla. A alguien así, que considera las salas de cine templos en los que se impone un silencio riguroso, la forma en la que he visto Roma sólo puede resultarle un sacrilegio. Señor Ruiz, está avisado: lo que sigue puede herir su sensibilidad.

El domingo quedé con unas amigas en la casa de la que tiene la plataforma mencionada. Las circunstancias no facilitaban la debida concentración porque tres mujeres solas, comiendo la tortilla de Ana (¡ay, sí aquélla de la que ya os hablé!), bebiendo cerveza y viendo lo que estábamos viendo, no podíamos quedarnos calladas. Por poder, habríamos podido, pero no la hubiéramos disfrutado igual ni, a lo mejor, nos hubiera gustado tanto. Que la tengo que volver a ver porque entre tragos, comentarios y bocados se me han escapado muchas cosas, esto es innegable. ¿Me importa? No, la vería muchas veces más.

Una siempre quiere lo que no tiene, y esa envidia da lugar, con el tiempo y la renuncia, a la simple admiración. Mi madre tenía el pelo rizado y yo, aunque más feo el rizo, también. Ella no se preocupaba ya mucho de su aspecto, pero para mí quería lo mejor, a saber: un pelo más liso y domesticado. A tal fin me lo recogía en una coleta tan tirante para evitar su encrespamiento que resultaba dolorosa. Todo era inútil. Por mi parte, yo siempre he querido dominar la fotografía en blanco y negro, pero incapaz de optar entre las luces y las sombras, me quedaba en una apagada gama de grises. El autodidactismo no me alcanzaba, y tampoco la economía para un maestro, así que la mediocridad que el color disimulaba me la dejaba en cueros el blanco y negro. Otra crueldad inútil también. Otra envidia que ha acabado en admiración.

Llegué tarde a la cita con mis amigas, casi sin aire tras ascender a un tercero sin ascensor después de haber cargado con la cantidad de cervezas que consideré razonable (y las demás, qué sola se siente una a veces, excesiva) un buen trecho de cuestas arriba. Tras un breve desahogo sobre lo hartas que estamos de casi todo y, en especial, de nuestros respectivos adolescentes, me quedé traspuesta con la fotografía de la película, los encuadres…

No recuerdo exactamente cuándo retomé el hilo de la narración (lo de quedarme en Babia me pasa mucho últimamente). Pero no importa. ¿Hay que hacer una sinopsis? Pues ahí va una cuya objetividad no es que no garantice, es que aseguro que no existe, porque, al fin y al cabo, es el resultado de una mirada, la mía, de por sí errabunda, que suele prestar más atención a los detalles que a los argumentos. Detalles que a menudo sólo a mí me parecen importantes y que, por supuesto, nada tienen que ver con la técnica. O sea: minucias.

Por lo poco que había leído y oído, me esperaba un relato familiar desde el punto de vista infantil, de alguno de los niños de la casa (una casa, por cierto, que me recordó a aquellas maravillosas para muñecas que sólo podía contemplar tras el cristal del escaparate de jugueterías pensadas para otra clase de niñas que no eran yo). Me sorprendió, y gratamente, que no fuera así, sino que la cámara siguiera sin descanso a la protagonista, la criada indígena, Cleo. Es enternecedor el intento de una mirada que se sabe externa (la de la cámara, la de un director) por ponerse en su piel. Una piel virgen, pura e ingenua, y quizá por eso sigue resultando, a pesar de todo, una película realizada desde las entrañas de la infancia, con toda la incomprensión y el dolor que caracterizan esta fase supuestamente idílica de la existencia.

Una virgen niña y dos mujeres más. Valientes todas: la cenicienta acogida, la abuela gigantesca de cuento y la madre torpe dispuesta a convertir el abandono en una aventura. Y, enfrente, los varones adultos, personajes ocasionales y terribles, cobardes y narcisistas, adolescentes eternos. El mejor de ellos salva técnicamente vidas, es su trabajo, y ha convertido su flamante automóvil en una segunda piel que maneja (el americanismo aquí es más preciso que nuestro simple conducir) con la precisión y delicadeza de un amante. Sin embargo, abandona a Cleo camino del paritorio al que nadie más podría haberla acompañado, y a una mujer, la suya, que intenta, boba, retenerlo con su amor cuando no sabe siquiera conducir y aparcar en condiciones a su alter ego, el gigantesco coche americano, lo único que deja tras de sí.


Y luego está el otro, el muchacho que sólo sabe amar autocompadeciéndose y explota su triste historia sin saber en el fondo para qué, si busca consuelo o sólo seducir con éxito a la tonta de turno. Esa clase de tipos que cifran su virilidad en ser capaces de matar a otros, por la espalda y desarmados preferiblemente, y su astucia en eludir la responsabilidad de la vida que han contribuido a engendrar. Porque todas las mujeres son mentirosas e infieles; esos hijos que esperan son trampas para cazar esposos y, además, muy probablemente de otros. Unas zorras despreciables cuando los rechazan (cómo se atreven) y también cuando los aman y se entregan a ellos. Puede que en este último caso, incluso más.

Mudas nos quedamos en el salón las tres madres al recordar el caos de las maternidades y ver a la niña muerta que terminó por parir Cleo; cómo se despidió de su cadáver y éste fue amortajado ante sus ojos. Una niña asesinada en su propio vientre por el mundo violento y sanguinario en el que su padre tenía su sitio, aunque como simple peón. Y, sin embargo, es ella quien se culpa. “No la quería…, no quería que naciera”, llora Cleo cuando, venciendo su terror, logra extraer del voraz útero marino el cuerpo con vida del hijo de otra, de su “señora” (aunque, al parecer, no tanto como para retener a un marido y botar a la criada golfa como hacen "las de verdad"). Cleo logra así lo que nadie supo hacer por ella ni por la niña que no llegó a nacer (si por nacer entendemos vivir, aunque sea un instante), pero no en cumplimiento del deseo oculto y torturador de su madre, sino por la locura del mundo. Puede que no la quisiera, que no quisiera que naciera, pero aún menos su muerte, que sólo ella lloró.


Una película sobre mujeres maravillosas y estúpidas que se dejan engañar, dan su amor a quien las desprecia, no saben conducir, gritan o callan de dolor, ponen en peligro sus vidas por otros. A veces lo consiguen. La mayoría no. Pero al final sólo quedan ellas. Ellas y los niños a los que dieron vida o se la salvaron y a los que no, pero sólo serán recordados por ellas. Y entonces mi cabeza vuelve al principio casi, cuando Cleo se tumba al sol en la azotea, cabeza con cabeza junto al más pequeño y débil de los niños, Pepe, al que han dejado solo y "muerto" sus hermanos, para jugar también ella a estar muerta, pues peor que estar muerto es estarlo solo: “Yo sin mi Pepe no puedo vivir. Yo también me morí. Me gusta estar muerta”. Y los dos yacen así, juntos y sonrientes, sobre la azotea mientras alrededor la vida, dice el guión, sigue.


jueves, 14 de marzo de 2019

La intrusa

Ilustración de Alberto Breccia

No es frecuente, pero tampoco la primera vez que, en lugar de un texto original, se comparte aquí uno ajeno. En este relato brutal de Borges se cuenta cómo una mujer es arrojada en medio de una estrecha fraternidad masculina, cómo su mera existencia pone en peligro esta unión entre los hermanos y el modo en que ellos logran salvar finalmente esta amenaza. Como toda verdadera literatura dice más de lo que cuenta (para el que quiera entender, claro).

El relato está incluido en Nueva antología persona (Emecé, 1968; Bruguera, 1980), en la segunda edición de El Aleph (1966) y en El informe Brodie desde 1970.


Por Jorge Luis Borges

"La intrusa"
Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.

En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas dormían en catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hojas corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe y ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.

Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse con uno era contar con dos enemigos.

Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristián llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la lucía en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la mirara, para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida.

Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.

Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado al palenque. En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venía con el mate en la mano. Cristián le dijo a Eduardo:

-Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, usala.

El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.

Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.

Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injurió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristián.

La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la había dispuesto.

Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y serían las once de la noche cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristián cobró la suma y la dividió después con el otro.

En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la mañana (que también era una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue a Morón; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le dijo:

-De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano.

Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no verlos.

Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande -¡quién sabe qué rigores y qué peligros habían compartido!- y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que habían traído la discordia.

El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristián uncía los bueyes. Cristián le dijo:

-Vení, tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargué; aprovechemos la fresca.

El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.

Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:

-A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con su pilchas, ya no hará más perjuicios. Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro círculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.

jueves, 7 de marzo de 2019

Espejo, espejito mágico...

Foto: J. Teresa Padilla



"Max: La deformación deja de serlo cuando está sujeta a una matemática perfecta. Mi estética actual es transformar con matemática de espejo cóncavo las normas clásicas.
Don Latino: ¿Y dónde está el espejo?
Max: En el fondo del vaso". (Luces de bohemia, R. del Valle -Inclán).


Por J. Teresa Padilla

Érase una vez un rey de un país lejano cuyo nombre ya no se recuerda en las crónicas. Ni el de uno ni el del otro. Lo que sí ha llegado hasta nuestros días es el profundo amor que sentía este rey por su propia persona. Un amor, como todos, incierto y turbador. En su caso, no temía no ser correspondido o terminar engañado. Aunque no se pueden descartar tajantemente ambas posibilidades, el rey de esta historia era un hombre poco dado a los enredos reflexivos, que, de haber considerado, habría tenido por antinaturales: los ojos están donde están para mirar al frente, lo único que pueden hacer. Esto explica por qué ver algo ubicado en cualquier otro lugar exige mover la cabeza o el cuerpo entero (es decir, poner lo que sea delante, en la dirección natural del ojo). Cuando aquello hacia lo que se pretende “volver la vista” está dentro de uno mismo o no está en ninguna parte, la situación deviene necesariamente inútil, cómica y mareante. El rey adoraba este sentido común suyo y las brillantes frases que le permitía pronunciar si la ocasión se presentaba.

Pese a todo, el rey tenía miedo, y por eso sabía que se amaba. Aunque tentada, la narradora no va a indagar sobre la necesidad o la contingencia de este vínculo entre el miedo y el amor que para el protagonista de esta historia era evidente. Como ser mimado por el destino y caprichoso, identificaba el amor con el deseo, y la satisfacción de éste con la posesión de lo amado. Una vez poseído (consumido, sería más preciso) el objeto de su amor, no había nada que perder ni temer. Un amor consumado es un amor cumplido, agotado, luego extinto. Puro sentido común para quienes se lo puedan permitir: el deseo nunca plenamente satisfecho y, por tanto, el amor eterno por otro, es cosa de pobres.

Así pues, por atractivo y tentador que hasta para un rey pudiera resultar en principio el enigmático y exótico otro, el previsible sometimiento del mismo a su poder y capricho terminaba, tarde o temprano, por provocarle este tedio insoportable de la consumación que consume. Es lo que distingue a la realeza de la plebe: el privilegio de aburrirse (de consumir sin límite ni remedio). Sin embargo, el rey descubrió un día que, a diferencia de otros amores, el deseo de sí mismo no encontraba tan fácil y predecible satisfacción. A diferencia de lo extraño, condenado por el propio deseo a ser anulado como tal, poseído y hecho propio, él siempre se había pertenecido a sí mismo y, a la vez, no del todo. Hasta donde alcanzaba su vista y el galope de su caballo, lo único de lo que no era dueño absoluto era él mismo. ¿Cómo un hombre que sólo mira con los ojos y, por tanto, siempre algo que está delante, puede descubrirse parcialmente ajeno a sí mismo? La respuesta es sencilla: mirándose a un espejo.

Conocidos son desde antiguo los misteriosos poderes de los reflejos, en general, y los espejos muy en particular. Lo que el ojo no puede ver lo muestra el espejo o, en su defecto, un juego de espejos. Como casi todo en la vida, es preciso aprender a verse en los espejos, es decir, a reconocerse en la imagen que aparece en ellos: hay perros que ladran a su reflejo y bebés que se ríen del suyo. Todo lo que se aprende es susceptible de desaprenderse, y puede llegar un día en que alguien ya no se reconozca en esa imagen esmerilada y la salude con una educación que ya quisieran para sí otros más cuerdos. Nadie lo decía en voz alta por miedo a la ira real, pero en palacio se rumoreaba que ésta había sido una de las rarezas seniles de la encantadora y añorada reina madre.

Obviamente, el espejo del rey no podía ser un simple espejo. El suyo había llegado de Oriente, que es de donde llegan los seres, animados o inanimados, increíbles y mágicos. De Occidente proceden cosas útiles, como las lavadoras-secadoras, y personas ilustradas, como los físicos matemáticos o algún trasnochado discípulo de Sócrates. Nada interesante para un rey que lo tiene todo, incluido aquel sentido común que ya se mencionó cuánto le enorgullecía y cómo le libraba de absurdas reflexiones. Entre ellas, por ejemplo, la del efecto subversivo que la esfericidad del planeta en que vivimos tiene sobre las coordenadas por las que nos hemos orientado y las civilizaciones en cuyo seno hasta nuestro rey creía estar acogido (él y su sentido común). Cual expedicionario intrépido parte el occidental insatisfecho de sí mismo y su cultura nativa en la dirección por la que sale el sol buscando otra clase de respuestas y, si no se rinde en alguna de las etapas intermedias o se conforma con algún enigmático proverbio, termina de nuevo en su casa. Eso sin contar con que, por mucho que en su camino tope con un lugar autodenominado País del sol naciente, sólo lo es para su vecino chino, pues sus habitantes no ven salir el sol bajo sus pies, sino tras la línea de un horizonte marítimo que los conduce directamente a América, respecto de la cual el Oriente resulta ser nada menos que la llamada cuna de Occidente… Y la narradora se detiene aquí, aturdida, porque teme haberse hecho un lío y escrito alguna barbaridad.

El caso es que el rey tenía un espejo que le trajeron de Oriente, lo que estrictamente indica sólo la dirección desde la que llegó y no un origen concreto o fijo. En él se podía mirar como en cualquier otro espejo, y admirar la inteligencia y brillo de sus ojos, la ligera curvatura de su nariz que, con esa leve desviación del modelo griego, dotaba de fuerte carácter al conjunto de su rostro, cuyo perfil exhibía unas orejas del tamaño justo (igual al que separa la punta de la nariz y la ceja), todo rematado en la parte superior por su abundante y brillante pelo y, en la inferior, por su cuidada y viril barba. Jugaba nuestro rey con él a intentar adivinar como lo verían los demás o como sería él mismo cuando no se estuviera mirando. Ensayaba gestos, se miraba de reojo… Nada que no se pueda hacer con un espejo corriente. Como resultado de estas pruebas, el rey empezó a dudar y recelar si no amaba al espejo tanto como a sí mismo. Nada pudo su hasta entonces inquebrantable sentido común para quitarle esta idea de la cabeza o, mejor dicho, esta ardiente sospecha del corazón. Y llegó el día en que, enloquecido por los celos, el rey destruyó a su rival y arrojó al suelo lleno de ira el espejo y la bella imagen que éste atesoraba de él mismo.

Roto en pedazos y mirado de soslayo por su verdugo, el espejo desplegó su magia oriental (ésa que se sabe de dónde viene, pero nunca dónde está). Un trozo empezó a mostrar lo que al rey le pareció, por su novedad y estado de enajenación, el futuro: fragmentos nunca vistos de su persona y lo que ocurría a sus espaldas. Se veía encorvado, arrugada su vestimenta y deslucida su figura. Descubrió las miradas insolentes que sus súbditos le dirigían cuando creían no ser advertidos. No era el futuro, claro. Los espejos, por mágicos que sean, están prisioneros del presente y no pueden reflejar lo que no es ya (el pasado) o no es todavía (el futuro). Pero sí otros presentes. Esto hacían los fragmentos del espejo: reflejar lo que otros tienen delante o lo que uno mismo podría contemplar cambiando de postura. El rey, sin embargo, no veía más que amenazas, la venganza de un amante despechado, de un cadáver que se resistía a morirse. Así que pisoteó y pisoteó los pedazos hasta hacerlos añicos. Y entonces sucedió: el espejo, moribundo, volvió a devolver al rey su propia imagen. Fragmentaria y deformada, pero más fiel que ninguna otra de las que le había proporcionado en el tiempo que duró su amor. Una imagen tan reconocible que el rey tuvo que exclamar para que le oyeran todos y sobre todo él mismo: Ése no soy yo. No soy yo. No soy yo. Ese monstruo, ese rostro con esa boca deforme que habla como yo y esos ojos que miran de frente, como los míos, pero ahora evitando mirar otros ojos; ése, sí, que siente y piensa lo que yo, no. A pesar de todo, no soy yo. No.


jueves, 21 de febrero de 2019

Mi habitación con vistas

Foto: J. Teresa Padilla
"Lo único que pervive en mi conciencia son sus voces, tal vez porque la mía es la combinación de las suyas, al igual que los rasgos de mi fisonomía deben ser la combinación de los suyos. Lo demás —su carne, sus ropas, el teléfono, la llave, nuestras pertenencias, los muebles— ha desaparecido y ya nunca más volverá, como si nuestra habitación y media hubiera sido alcanzada por una bomba, aunque no por una bomba de neutrones, que por lo menos deja intacto el mobiliario, sino por una bomba de tiempo, que incluso hace astillas la propia memoria. El edificio sigue en pie, pero nuestra vivienda ha quedado arrasada y nuevos inquilinos, mejor dicho nuevos soldados, la han invadido. Porque así es una bomba de tiempo y ahora estamos librando una guerra de tiempo" (Joseph Brodsky, Menos que uno, "En una habitación y media" -1985-, trad. de Roser Berdagué).

Por J. Teresa Padilla

He empezado tres textos que no sé si terminaré. Al final, y tras cambiar la posición de la mesa y con ella el panorama que se me presenta cuando levanto los ojos del teclado, lo intento con éste. No estoy del todo cómoda; soy de esas personas que necesitan tiempo para adaptarse a los cambios, probablemente porque los temen tanto como los anhelan. En mi caso, no es una probabilidad, sino una certeza que me lleva a esperar que estas transformaciones salvadoras ocurran por intervención de otros o del puro azar: cuando siento que me ahogo y necesito otro horizonte, mi valor se limita a poco más que trasladar y reordenar mis cosas. Al cabo de cierto tiempo, superada la incomodidad inicial, disfrutaré de una fase más o menos larga de bienestar que terminará un buen día con la falta de aire. Y vuelta a empezar.

Hace mucho que renuncié a una habitación propia. Aunque diminuta, tenía una en la que fue mi casa, la de mis padres. Fue, es…., no está claro. Lo único bueno que me ha pasado esta semana es haberme hartado a llorar leyendo los recuerdos de Joseph Brodsky sobre la habitación y media del hogar que compartió con sus progenitores y ha quedado indisolublemente asociada a su recuerdo. Ese fragmento espacial del que se fue un día en busca del aire preciso para respirar más profundamente (libertad se llama también a esta expansión del tórax). Se fue y no volvió nunca, ni a la media habitación que le asignaron como propia ni a ver a sus padres. En su caso, al carácter huidizo de la juventud y al destino supuestamente natural de morir que no perdona a nadie, se le añadió el imperio político de la historia y, por ello (y su especial sensibilidad, claro), la conciencia de la orfandad, si se mira hacia atrás, y de la ilusión de la libertad, si los ojos se dirigen al futuro, fue más clara y cruel de lo habitual. Cuando esto le pasa a un poeta, suele terminar escribiendo sobre ello, de lo cual, como buitres, sacamos los demás provecho (si puede llamarse así a la iluminación de nuestra correspondiente situación de desamparo).

Foto: J. Teresa Padilla
Sean cuales sean las circunstancias concretas, una ansía salir de esa casa y ese pequeño e íntimo reino desde el que todos los días podía dejarse mimar la vista por los colores del cielo al atardecer. Se está más que dispuesta a renunciar a ello porque se cree, como una idiota, que habrá vistas mejores y mayores espacios, y que, si no, su habitación seguirá ahí siempre, puesto que no se trata más que de un lugar al que es posible retornar. Pero este nido, como también lo llama el poeta, está hecho, más que de ladrillo, de tiempo, de parte de tu vida y de la de los que lo construyeron o habitaron. Y el tiempo no admite vuelta atrás. Cuando se queda vacío, el hogar (el lugar de la lumbre que acoge y vivifica, nos recuerda el diccionario) se parece más a una tumba que a un refugio y ya no merece su nombre, pasando a ser una simple casa, un piso, un inmueble. Aun así, te rebelas y luchas por él, por conservarlo como ese ilusorio lugar al que volver: el plan B que impide la rendición incondicional tras el penúltimo fracaso. Pero sólo porque eres una idiota.

No se puede recuperar el pasado, volver a él. En realidad, ni siquiera se desea esto realmente. Al menos, yo. Pero el invierno, más o menos largo y duro dependiendo de la latitud y la altura, nos obliga a recogernos al calor de algún fuego. Y el del presente, el de las habitaciones, a menudo más amplias, que hemos conseguido para nosotros mismos, nos resulta extraño e incluso abrasador en ocasiones. Más cómodo que la intemperie, desde luego, pero poco más que eso. Ni volver al pasado ni a las habitaciones propias: por mayor que sea el espacio que consigas para ti, nunca más tendrás un cuarto realmente tuyo como aquel en el que creciste y del que escapaste. Puede, precisamente, que porque huiste y ya no puedes volver, porque sólo puedes llamar tuyo a lo perdido, a lo que sólo existe en tu memoria, que es una forma de no existir, y nadie puede ya usurparte.

Foto: J. Teresa Padilla
Exagero, claro, siempre hay naturalezas callejeras, vagabundas por voluntad propia, nómadas. Amantes de la actividad al aire libre que agradecen un sitio cualquiera, aunque si es cómodo mejor, para reponer fuerzas, pero sólo eso. Lugares de paso. Me cuesta ponerme en su piel: no me libro de la sospecha de que, realmente o sólo en su imaginación, creen sus espaldas cubiertas o gozan de una inquebrantable y felina seguridad en que, si caen, lo harán siempre en pie. De que, resumiendo, no se han percatado de su pérdida, de que están realmente solos. Su errancia tiene un aspecto, a mis ojos, puramente vacacional o turístico por mucho que se presente como forma de vida.

No, no querría volver al pasado aunque fuera posible. Desearía más bien que no hubiera un pasado cumplido, que éste siguiera ahí, pasando sin cesar. Cualquier tiempo verbal, salvo el estático, pasivo y acabado del participio pasado, del tiempo que ha dejado de correr (de ser tiempo) para detenerse a mirarse y quedar convertido en una estatua de sal, me valdría. Pero esto es igual de absurdo, si no más.

No hay salida ni plan alternativo razonable y, sin embargo, no cabe resignarse, renunciar y dar por desaparecidos para siempre aquellos de los que procedes, los que construyeron aquel nido que se te quedó pequeño y del que tuviste que salir volando. Ni se puede regresar ni construir otro, al menos para uno mismo (como si pudiéramos erigirnos en nuestras propias causas u orígenes). Pero todo, o al menos lo mejor de lo que una es, se resiste a la violencia de ese tiempo que va a trompicones, hecho de rupturas y soluciones de continuidad, sostenido en y sobre la solidez y fiabilidad del espacio. Entonces escribe, intenta fotografiar un fantasma o sueña.

Hace unos días soñé que volvía a tener una habitación propia. No era mi cuarto de la infancia, ni ningún otro espacio real que hubiera habitado. De hecho, en el sueño sólo aparecía una mesa con un ordenador a la que me sentaba como ahora mismo mientras escribo esto. La mesa y una enorme cristalera con vistas a un jardín donde crecían las plantas que cuidaba y correteaban mis perras, donde cualquiera podía llegar de improviso y sentarse en un banco, pero nadie escapar. Sin más paredes ni detalles. Creo que la sentía mía por esto, por lo que podía ver desde ella (lo posible y lo imposible). No era ni iba a ser nunca real, así que no estaba sujeta a ninguna ley natural o histórica. Ni siquiera espacial. Una habitación con vistas a lo que amas y amaste y amarás. Eso soñé hace unos días contra la "muerte, el Pasado, el Hecho eterno".


Foto: J. Teresa Padilla
"La deuda está saldada,
El veredicto pronunciado,
Las Furias aplacadas,
La peste está contenida.
Los destinos cumplidos;
Gira la llave y condena la puerta,
Dulce es la muerte para siempre.
Ni la arrogante esperanza, ni el dolido disgusto,
Ni el odio asesino, pueden entrar.
Todo está ahora seguro y sujeto;
Ni los dioses pueden perturbar el Pasado;
Moscas –contra la puerta adamantina
sellada para siempre.
Nadie puede volver a entrar allí,-
Ni un ladrón muy cauteloso,
Ni Satán con un magnífico truco
pueden introducirse por una ventana, resquicio o agujero,
Para unir o desunir, añadir lo que faltaba,
Insertar una página, falsificar un nombre,
Renovar o terminar lo que está cerrado,
Modificar o enmendar un Hecho eterno"
(Ralph Waldo Emerson, "El pasado", en Man-day and other pieces -1867-).

jueves, 7 de febrero de 2019

Krakatoa


Foto: Richard Van Wijngaarden (Unsplash).

El color es un medio para influir directamente en el alma (Wassily Kandinsky).

Por Esperanza Goiri

Por recomendación médica, para el posoperatorio de una intervención quirúrgica de la nariz, he tenido que adquirir un humificador. La compra de electrodomésticos, grandes o pequeños, nunca me ha motivado especialmente. Mientras cumplan su función me da igual que sean de tal o cual marca, más o menos bonitos. Así que, cuando tuve que elegir entre las tres opciones disponibles en unos grandes almacenes, me incliné por el de gama intermedia que además de buen precio era el de menor tamaño, dato interesante a la hora de ubicarlo.

Tengo la mala costumbre de leer por encima las instrucciones del fabricante o directamente pasar de ellas. Así que, como siempre, las eché un vistazo y limpié con esmero el aparato antes de usarlo. Por la noche, procedí a llenarlo y lo conecté sin más. Se encendió una lucecilla blanca y un agradable burbujeo precedió a la columna de vapor de agua. Como todo parecía funcionar correctamente, me metí en la cama con un libro. De vez en cuando levantaba la vista de la lectura y observaba la “fumata” blanca que se diluía por el ambiente. Me hacía gracia la imagen. Era como tener un pequeño Krakatoa en mi habitación. El vaho y el gorgoteo del cacharro, unidos a varias noches de insomnio por causa de la operación, provocaron su efecto y no tardé en apagar la luz. Sumida en esa atmósfera húmeda y acuosa caí en una agradable modorra. Podía imaginarme perfectamente en el camarote de un crucero fluvial, navegando con suavidad por el cauce del río. A ese reconfortante pensamiento, sin duda, contribuían los aromas del espray balsámico favorecedor del sueño que tuvieron a bien traerme sus Majestades del mismo Oriente. Desde que está en mi poder, todas las noches, rocío la almohada con generosidad. Tenía a mi disposición el pack completo. Nada podía fallar para conseguir el objetivo de dejarme acunar en los brazos de Morfeo. ¿O, sí?

Foto: Cmart29 (Pixabay).

Con los ojos cerrados, algo percibí que me perturbó. Pero dispuesta a dormir a toda costa me resistí a abrirlos e intenté volver a relajarme. La sensación extraña se repitió varias veces. La posibilidad de que se tratara de un bicho o, lo que es peor, un ánima del más allá dispuesta a incordiar, me obligó a enfrentarme al elemento inquietante, fuera lo que fuese. Cuando me atreví a mirar, una atmósfera roja inundaba el cuarto. La impresión de que algún ser del averno me estuviese visitando se acrecentaba por momentos. A punto de entrar en pánico, el tono púrpura mutó en un azul frío y submarino, para a continuación verme inmersa en un íntimo y acogedor tono dorado que fue desapareciendo para dar paso a un suave verde. Sentada en la cama, parpadeando y sumida en un estado mezcla de estupefacción y fascinación, la cordura se fue abriendo paso. Sí, mi Krakatoa particular guardaba una sorpresa cromática que, de haberme tomado la molestia de leer detenidamente las instrucciones, no me hubiera pillado desprevenida. Superado el desconcierto inicial, he de reconocer que he cogido gustillo al asunto de los colores que abre ante mí infinitas posibilidades. Claro que la sorpresa se la va a llevar mi santo cuando regrese, tras su ausencia de una semana por motivos laborales, y se encuentre nuestro dormitorio convertido en un After-hours lleno de niebla y luces psicodélicas.


 
 

jueves, 24 de enero de 2019

El yogur de fresa

Foto: J. Teresa Padilla
“Sara comprendió que tenía que guardar silencio. Aquellas fiebres le habían otorgado el don del silencio. Se volvió obediente y resignada. Había entendido que los sueños sólo se pueden cultivar a oscuras y en secreto. Y esperaba. Llegaría un día –estaba segura- en que podría gritar triunfalmente: «¡Miranfú!». Mientras tanto, sobreviviría en su isla” (C. Martín Gaite, Caperucita en Manhattan).

“El entrenamiento diario de la soledad se convierte poco a poco en una tortura tal que al final, bañada en sudor, la soledad se pone a hablar”. (I. Kertész, Diario de la galera).


Por J. Teresa Padilla

Hay sucesos, mínimos y fugaces, que no se merecen el olvido. Tampoco, desde luego, tienen su lugar en un periódico y, aún menos, en un libro de historia. A pesar de ello, la testigo intenta retenerlos en su memoria y, cuando desconfía de ella, los cuenta una y otra vez fiando en la de los demás la permanencia de su pequeña y preciosa anécdota o, si puede y no teme hacerlo, la escribe. Ha decidido atreverse.

Sabe de personas cercanas que han temido escribir hasta su nombre de tanto como les han recordado a lo largo de su vida lo mal que lo hacen, la mala caligrafía que tienen y las faltas de ortografía que cometen: su casi inexistente instrucción. ¡Estudios primarios! Ésa era la casilla que había que marcar cuando no se tenía ningún título (era un simple certificado), cuando sólo se había acudido a clase de forma esporádica y apenas se sabían “cuentas”, leer y escribir (con una dificultad que provocaba la risa de otros mejor formados e invitaba a evitarlo cuanto fuera posible). Algunas de esas personas aprovecharon los programas de formación de adultos para conseguir por fin el ansiado título de graduado escolar. Por lo que sabe, no perdieron del todo ese miedo a la palabra escrita, pero ganaron la confianza de que la sociedad, en la persona de los maestros (esos admirados titulados superiores), sancionara al aprobar sus exámenes y conceder el título su pertenencia a un mundo hasta entonces vedado. No era el de la cultura (esa cumbre al alcance tradicionalmente de una minoría menos ocupada), sólo el modesto mundo laboral, el de las personas reconocidas capaces y válidas que podían apuntarse a las “Bolsas de trabajo”.

Reconoce este miedo reverencial a la palabra impresa, más o menos superable una vez se ha adherido a la piel, pero también, en el otro extremo, la familiaridad que raya en la falta de respeto. La de aquéllos para los que la lengua es un mero instrumento, un medio para un fin. O incluso sin él: la del que escribe por escribir, para demostrar que pertenece a esa élite de los que pueden, de los que poseen la misma lengua que los otros no podían evitar temer estar mancillando con sus rústicas manos.

Se debería poder respetar sin temer, pensaba a sabiendas de que hacía falta más de una generación para perder un miedo que sabía le habían legado y del que deseaba librarse, pero segura también de que no quería para sí la certeza de los otros. Y, sin embargo, no podía negar que la educación que había tenido el privilegio de recibir consistía, precisamente, en apoderarse de los conocimientos y las lenguas, en dominar las materias, en adquirir destrezas. Los términos que se utilizaban para describir su objetivo no eran inocentes y la desenmascaraban. Pertenecían a un lenguaje de poder y control, de utilidad. Un lenguaje que no tiene sentido sin la existencia de los antónimos correspondientes (sumisión, impotencia o ineptitud). En este contexto no sólo no se podía, sino que incluso no se debía respetar sin temer, así sin más, porque a eso se le llama amar, y no es posible amar lo que ha de ser poseído, dominado o controlado con el objetivo fundamental de conferir al educando una mayor funcionalidad y eficacia social o económica. De hacer de él “alguien en la vida”, una persona de provecho. Porque, sí, mientras reflexionaba aparentemente sobre conceptos abstractos para no hacerlo sobre asuntos más dolorosos como su propio fracaso en esta carrera de consecución de objetivos, se percató de que en esta dinámica que se oculta bajo el lenguaje usado al hablar de la enseñanza (en general y, en particular, la de la propia lengua), y que se puede resumir en “aprender a usar”, acaba por sucumbir a la condición de puro medio hasta el triunfador, el que cumple satisfactoriamente las expectativas. Nada merece al final respeto. Todo es medio para otra cosa. Algo que se usa hasta que se desecha, y el que se puede desechar es el hablante contingente, pues, por pervertida y pobre que resulte en este uso instrumental, la lengua siempre será necesaria.

F. de Goya. Saturno devorando a su hijo -detalle-. (1819-23)
En parte por rebelarse contra este mundo, con el que se alía la mala educación y hasta cierto lenguaje, y contra aquellos presuntos legítimos dueños del lenguaje a los que daba lugar (para terminar comiéndoselos un día como Cronos a sus hijos), decidió escribir. Sin tener muy claro si podía o debía. Orgullosa de haber heredado algo de esa inseguridad que había visto sufrir tan de cerca y que le recordaba que nunca sería, pero tampoco quería ser, la propietaria de la lengua que usaba. Pero sólo en parte. Al fin y al cabo, resistir ante la realidad dominante, que se disfraza de necesaria cuando en el fondo es un fantasma que se alimenta del miedo (al fracaso, al desprecio, a la sumisión, al hambre y al dolor), es una reacción pasiva, una forma de decir “no”. Algo estéril si no responde a un “sí” más profundo. Como, en su caso, el amor. A las palabras, sí, pero sobre todo a las contingencias. Había hechos menudos e insignificantes que arrancar de las fauces devoradoras del olvido, del tiempo. Así había empezado a escribir. Y tras la duda (y el rodeo de la reflexión), arriesgándose a no hacer sino añadir más cháchara absurda a un mundo absurdo, decidió que aún más respeto que las palabras, lo merecían quienes las pronunciaban y, en ocasiones, hacían milagros con ellas.

Como el que propició aquella mujer que, a primera hora de la tarde de la víspera de Año Nuevo, desde una silla de ruedas y con un rosario de plástico en la mano, antes de que el que parecía ser su hijo la bajara del autobús medio vacío que conducía al extrarradio, nos deseó con voz alta y clara la salud que le faltaba a todos los que seguían viaje. Y a la respuesta rotunda, nítida y emocionada del conductor, siguieron otras palabras que le deseaban lo mismo a ella, le agradecían las suyas y la bendecían. Todos dejaron por un instante sus pensamientos, sus preocupaciones o sus móviles, su cansancio de casi todo, para responder con gratitud y desear de corazón a aquella mujer impedida lo que difícilmente iba a poder recuperar el año a punto de empezar y ella había pedido en voz alta para ellos.

Quizá no pasara nada, piensa mientras relee lo que ha escrito: una felicitación más entre tantas frases hechas que se dicen esos días. Pero no. Pasó. Estaba allí. Lo recuerda todavía. Y siente la impotencia de no ser capaz de transmitirlo.

Rehará sus frases las veces que haga falta, porque no puede suponer que otro viajero lo haga. Porque, aunque lo hiciera, quizá viera otra maravillosa, pero diferente, contingencia. Nadie puede contar estas diminutas nimiedades por nadie. Como nadie más que ella podía describir la resignación en la mirada y el gesto de aquella otra mujer que, en la sala de estar del ala de oncología de un hospital público y ante el inminente fallecimiento del familiar al que había acompañado noche y día, aprovechaba que otros familiares y amigos le visitaban en gran número (asemejando esta última visita a un velatorio en vida) para recoger lo que guardaba en un frigorífico de uso comunitario que allí había y ya no iba a necesitar. Era poca cosa, pero había un delicioso yogur en tarro de cristal en cuyo fondo destacaba, bajo el blanco, el rojo de la mermelada de fresa. Un dulce para compensar, se supone, la amargura de aquellos días. Se marchaba como una autómata triste y ciega cuando reparó en ella, sola con su pijama azul en aquella sala que los voluntarios de AECC habían intentado hacer acogedora, aunque las puertas que conducían a la terraza estaban cerradas con candados contra medidas desesperadas. Y le ofreció el yogur, el de fresa. No se atrevió a aceptarlo por un miedo irracional y, desde entonces, no dejó de reprocharse nunca la cobardía que le impidió aliviar la carga de aquella mujer con el simple gesto de aceptar aquella golosina tan íntimamente cercana a la muerte.

Al final, piensa, puede que no se tratara de salvar minucias del olvido, sino a una misma de esas culpas mezquinas en que el miedo te enfanga. Y sigue, sigue dándole vueltas a cómo conseguir el perdón con palabras y a rehacer, una y otra vez, el mismo texto.