miércoles, 28 de abril de 2021

Feliz cumpleaños

Por Marisa Díez

Resulta recomendable extraer de los malos momentos cualquier enseñanza que nos pueda resultar útil en el futuro. Durante esta pandemia he sido consciente de que soltar lastre en lo que se refiere a las relaciones personales es una buena terapia según vas cumpliendo años. Y por eso, últimamente me he lanzado a la tarea de separar el grano de la paja para decidir con quién me quedo y a quién aparto, asumiendo de antemano que los demás no son nunca los únicos culpables de mis decepciones. Pero a partir de ahora, lo tengo claro: “El que no me aporte, lejos”, palabra de Rozalén, que he convertido en una especie de mantra particular que sigo a rajatabla. 

Fui consciente de lo que acabo de explicar mientras le daba vueltas a la idea de cómo podría enviar una felicitación más o menos decente a una de esas personas que han estado a mi lado desde que llegué a este mundo. Nunca le han gustado las felicitaciones, o al menos, es lo que siempre nos hizo creer. Por eso no le suelo llamar tal día como hoy. A lo sumo, un mensaje y poco más. Cualquier otro momento resulta más apropiado para mantener una buena charla. 

Así que aquí estoy, intentando darle forma a esta especie de misiva mientras rememoro tantos recuerdos vividos a su lado. Últimamente no hago más que bucear en la infancia, en aquellos años en los que tuvo una presencia tan destacada. Era tal mi admiración por él que dormía junto a una fotografía suya tamaño póster que había colgado al lado de mi cama. Cuando llegaba a la casa de Pinos Baja, a menudo sin avisar, aquello era una fiesta. Si mi madre pronunciaba de repente las palabras mágicas, “aquí viene el tío Vicente”, salíamos raudas al pasillo a abrirle la puerta, o nos peleábamos por asomarnos a la ventana y así ser testigos de cómo había aparcado su Seiscientos de cualquier manera, encima de la acera o en algún lugar inapropiado. Nos hacía mucha gracia esa especie de placer por lo prohibido del que se jactaba entre risas. Era lo más y nosotras le adorábamos, porque nos sacaba de nuestra rutina sin apenas darnos tiempo a reaccionar. Lo mismo nos llevaba al Pardo, que nos montaba en el coche y aparecíamos en la mansión donde trabajaba de mayordomo, un piso que recuerdo con unos ventanales enormes en el salón y teléfonos en todas las habitaciones. También se le podía ocurrir improvisar un viaje a Salamanca con siete personas introducidas casi a presión en su pequeño utilitario o agasajarnos con una especie de fiesta flamenca en su peculiar apartamento del barrio del Pilar. 

Nunca olvidaré las navidades en las que apareció con la caja más grande de los Juegos Reunidos que había visto jamás, regalo de Papa Noel por haber vivido en Londres, explicación que inventó sobre la marcha ante mi extrañeza por haberse adelantado unos días a los Reyes Magos. O las cintas de casete de Jesucristo Superstar, que aún conservo en plan reliquia y en sitio preferente. Tal fue el uso que dimos al musical que mi padre nos suplicaba, agotado, si no podríamos dejar de martirizarle algún día “con ese tostón”. 

El tiempo pasó sin apenas darme cuenta, y de repente, nos encontramos trabajando en el hotel, día tras día, mes a mes, un año detrás de otro. Pero aquello terminó, dejando entre los muros del Galiano un montón de anécdotas que quizá algún día me atreva a relatar. Decidió entonces retirarse a Bretún y ahí continúa a día de hoy, empeñado en convertir su pequeño pueblo soriano en un referente cultural de la comarca o más allá. 

Así que, a lo que íbamos. Hoy mi tío cumple 84 años y aunque se empeñe en afirmar lo contrario, yo sé que en el fondo le encanta ser el protagonista absoluto de su día especial. Últimamente ha estado un poco pachucho, pero ahí anda, con multitud de proyectos en mente. A veces resulta agotador escucharle, y entonces le digo, pero relájate un poco, cuándo vas a parar, y él se ríe porque sabe que en el fondo si un día decidiera echar el freno se habrá convertido de repente en esa persona que nunca ha querido ser.

En ocasiones todavía me parece verlo atravesando el pasillo de casa, cargando con su magnetofón para grabar nuestros progresos musicales, reprochando el olor a ajo de la comida de mi madre o demostrando a mi familia que mi ojo bizco era realmente vago. Entonces juraría estar soñando y me doy cuenta de que la felicidad debe de ser algo muy parecido a lo que viví en aquellos años que ahora siento tan lejanos. 

Gracias por tantos buenos momentos y por los que aún están por llegar. Y que cumplas muchos, muchos más.


viernes, 26 de marzo de 2021

De vuelta a casa

Por Marisa Díez


Imagen: La mente es maravillosa

Tengo que acordarme de engrasar esta cerradura, me digo cada vez que salgo y doy la vuelta a la llave. Es una operación de la que mi madre se ocupa cada cierto tiempo, impregnando la cerradura de no sé bien qué tipo de aceite y con la que consigue resultados bastantes aceptables. Le preguntaré cómo lo hace. Aunque quizá, mejor me callo. Desde que esta maldita pandemia la obligó a marcharse echa mucho de menos su casa y mejor no mencionársela…


Cuando atravieso el umbral de la casa de mis padres, el silencio me perturba y a la vez me tranquiliza. Enciendo la televisión o la radio para sentirme acompañada en esa extraña soledad. Escucho conversaciones que únicamente yo soy capaz de descifrar. Es posible que se trate tan sólo de recuerdos, impregnados en las paredes o en esa colección de fotografías que inundan el salón, pero mi capacidad para evadirme consigue trasladar al presente lo que sucedió casi en la prehistoria.

Siendo niña recorría feliz ese pasillo que me parecía inmenso, donde lo mismo jugábamos “al escondite inglés sin mover los pies” que tirábamos al suelo un colchón en busca de una corriente de aire que sofocara el bochorno de las noches de verano. Demasiados inquilinos en poco más de cincuenta metros cuadrados: había que hacer malabarismos. En esa casa he llegado a dormir incluso en la cocina, no digo más.

Nunca he dejado de ir, ni entra en mis planes abandonar esta tarea. A veces me sobrepasa encontrarme allí tan sola, pero enseguida pienso en lo afortunada que soy al poder disfrutar del entorno que me vio crecer y puso los moldes para convertirme en la persona que aproximadamente soy, a pesar de los años y también los daños. Me aterroriza pensar que llegará el momento de desprenderme de mi refugio, porque si de mí dependiera, lo mantendría de por vida.

Una amiga describió hace poco la casa de sus padres como aquella a la que considera propia sin haberse hipotecado nunca por ella y aunque haya pasado media vida desde que se marchó. En mi caso particular, está ubicada en un bloque de viviendas en el que sus vecinos nos sentimos siempre parte de una gran familia, y cuyos lazos se mantienen en la actualidad entre los que sobreviven. Sé que soy una privilegiada porque jamás he olvidado de dónde vengo. Cuando traspaso el portal de la casa de mis padres me siento protegida, auténtica y un poquito mejor persona. Añoro a los que no están e intento disfrutar de los que todavía resisten, a pesar de la pila de años que cargan a sus espaldas. A veces rebobino y me imagino escaleras arriba, cargando con mis muñecas en busca de mi amiga Elena, que vivía en el tercero, o me veo correteando por el pasillo de mi vecina Carmen, jugueteando con su hijo pequeño.

Hay personas que se empeñan en advertirme del peligro que conlleva recrearse en el pasado. Quizás decidieron enterrar el suyo bajo llave por razones que desconozco y no soy quién para juzgar. Lo siento por ellos, porque a mí, lo que me produce auténtica grima, es el futuro tan incierto que se nos avecina.

Espero no olvidarme de engrasar la cerradura, me repito de nuevo. Verás tú como al final, el día menos pensado me quedo de patitas en la calle.



jueves, 18 de marzo de 2021

Un sueño

Sobre la ciudad, 1924. Marc Chagall

Por J. Teresa Padilla

Hoy me ha despertado un sueño. Lo recuerdo porque ya era demasiado tarde para volver a intentar dormir, pero demasiado pronto para levantarme, así que me ha dado tiempo a reconstruirlo e intentar fijarlo en la memoria.

Me aproximaba desde un lugar elevado a la casa de mis padres. Iba acompañada por alguien, un interlocutor, un amigo cuya presencia sentía a mi lado (aunque su rostro no aparecía, por lo que recuerdo, ni en el sueño ni ahora, por supuesto, en mi memoria) y al que pretendía enseñarle dónde estaba mi casa, mi verdadera casa. Esa que te acoge sin más cuando llegas completamente indefensa a este mundo, a diferencia de las que luego adquieres u ocupas a cambio de dinero: éstas como mucho te pertenecen, pero no son tu casa. Tu casa es sólo una y las otras las encontraste en la calle. 

Aunque invisible, hasta para soñar se necesita, me parece, un interlocutor, real o imaginario: no se puede ir por ahí hablando o viviendo historias sola, ni en la realidad real ni en la de ficción, consciente o inconsciente. No porque esté mal visto, porque sea cosa de locos. Por el contrario, la locura es justo la soledad extrema que obliga al que la sufre, para no sucumbir a ella, a crearse un oyente que le podría responder o decir otra cosa. Y por eso no está tan loco como quien no habla o sólo habla a todos o nadie, sin esperar de ellos salvo muestras de asentimiento. No hablo de oídas: yo hablo mucho sola, pero con otros, y de ellos, y su rebeldía, pende mi cordura.

Cuando señalé a este compañero mío sin rostro pero bien conocido mi casa, ahí abajo (debíamos estar flotando cual personajes de Chagall, pues no es posible en el mundo físico real esa perspectiva que teníamos sobre el edificio en que se encuentra mi hogar de verdad), el lugar en que había crecido, enfermado y sanado, reído y llorado, el mismo del que necesitaba huir y del que no sabría ni querría tener que desprenderme nunca... Cuando se lo señalé (retomo el hilo tras estas frases larguísimas condenadas a quedarse inconclusas que no sé cómo evitar, imagino, por falta de talento e incapacidad para las conclusiones), cuando se la señalé (me repito, de nuevo, con una merecida colleja), descubrí horrorizada que la parte superior del edificio estaba en ruinas, como si le hubiera explotado la cabeza (debería decir, en honor a la exactitud, "las plantas superiores", pero en mi sueño, y también en la realidad, este edificio me resulta más cercano a un cuerpo orgánico que a una estructura arquitectónica).

No voy a decir que corrí hacia él porque eso ni sale en mi sueño ni falta que hace inventarse detalles superfluos. Mi compañero desaparece, imagino que por la aparición de otros, los vecinos, a los que sí veo aunque no reconozco (justo lo contrario que me pasaba con mi interlocutor inicial). Un hombre me detiene en mi ascensión al segundo piso para señalarme que había acogido en su casa al resto de los vecinos tras la debacle inesperada y para mí, además, indeterminada. Entro a buscar a mi madre, y una mujer, llorosa, me tiende un montoncito de ropa doblada que es lo único que le han devuelto los sanitarios que, me dice, se la han llevado. Lo tomo de sus manos y reconozco un pantalón de pijama rosa (el mismo que llevaba mientras soñaba esto). Debería correr al hospital, pienso, pero subo, no obstante, a mi casa, porque tenía animales en ella (¿cuándo?, ¿quiénes?) cuyo destino, por pésimo que fuera, necesitaba también conocer.

La puerta del segundo B, mi casa, no estaba del todo cerrada. La empujo y al entrar encuentro no sólo todo intacto, sino a mi padre, tan tranquilo, subido en una silla, en bata y con un pantalón de pijama gris que no hace más que destacar la delgadez de sus canillas, como él las llamaba, arreglando la lámpara del techo del salón con ese gesto tan suyo de cuando se dedicaba a arreglar lo estropeado o hacer habitáculos para todo tipo de cosas fácilmente extraviables. Se giró y me miró como si fuera lo más normal del mundo que apareciera por allí casi veinte años después de habernos ido ambos, yo a otro sitio y él, literalmente, sólo Dios sabe dónde, es decir: me miró un instante y su rostro volvió al gesto previo. Tras él, con los pies en el suelo y las manos ocupadas con las herramientas que le iría pidiendo y dando continuamente (mi padre era muy capaz de arreglar el mundo, al menos el de las cosas, pero era un cerebro que necesitaba muchas manos), estaba mi madre, cuya mirada, dirigida hacia arriba, hacia su marido, y a punto de perder la paciencia, descendió hacia mí con desaprobación y ceño fruncido pues, como siempre, algo había hecho mal. Concretamente no estar en el momento del suceso catastrófico y enigmático, ni en su puesto, alcanzándole lo necesario al demiurgo paternal, como si ella no tuviera otras mil cosas que hacer. Estaba claro que había vuelto a casa porque ya me estaban entrando ganas de volver a salir.

Miré entonces el montoncito de ropa que me había dado la vecina y aún tenía en mis manos. No reconocí ninguna prenda. Sentí a la vez lástima por la verdadera propietaria y un alivio culpable. Tenía que bajar urgentemente a devolverlo para que lo recibieran sus auténticos dueños, pero no me muevo. Creo que sé que no hay ningún error, que las ropas eran las que me parecieron antes y que, simplemente, han pasado a ser otras. Que ha habido un milagro y lo que fuera que pasara allí, en mi casa y con sus habitantes, ya no ha pasado.

Hoy me ha despertado un sueño. Un sueño que no me ha llevado a ningún pasado ni futuro. Creo que he estado un instante en el cielo.

 

viernes, 15 de enero de 2021

Este Madrid

Por Marisa Díez 


Plaza de la Villa. Imagen: Guía del ocio.


De un tiempo a esta parte me inquieta Madrid. Percibo una atmósfera irrespirable, y no me refiero a su contaminación endémica, circunstancia que la distingue poco de cualquier otra gran urbe. Se trata más bien de un cierto olor nauseabundo que se cuela por todos los rincones, dejando el ambiente cada vez más enfangado. Madrid me parece ahora un poco menos Madrid; lo están transformando en un lugar insolidario, sucio e intolerante, donde resulta difícil abstraerse de las batallas políticas con las que nos azuzan desde uno u otro bando. Escuchar a nuestros representantes públicos produce una desazón cercana al hastío, y mi nivel de hartazgo es directamente proporcional a la nula capacidad intelectual que les supongo. Veo a mucha gente caminando por la vida con el gesto un poco torcido; hay quien aprovecha cualquier motivo para saltar como un resorte y lanzar cuatro proclamas incendiarias contra el político de turno, al que suponen culpable de todos los males que le acechan.

Echo la vista atrás y juraría que estoy en otro mundo. Me parece mentira que alguna vez haya existido una ciudad tan diferente a la actual, en la que sobrevivo como puedo en esta época tan convulsa. Porque en mis recuerdos evoco una capital mucho más viva y alegre, llena de ilusiones y empeñada en defender sin tregua las libertades que durante tantos años le habían robado.

Mi adolescencia y juventud transcurrieron en los ochenta y me siento una privilegiada por haber disfrutado de sus calles y su bullicio en los años de la tan añorada Movida madrileña. No soy quién para decidir si fue una década prodigiosa o si con el tiempo resultó un poco sobrevalorada, pero puedo asegurar que la gente se veía más feliz. Y sonreía. Conseguimos poco a poco llegar a querer a una ciudad por la que hasta entonces habíamos sentido cierto desapego y nos lanzamos a exprimir los días y las noches que nos ofrecía como si no hubiera un mañana. Ahora añoro al alcalde más emblemático que gobernó esta villa, el embajador más digno que ha tenido Madrid, querido y respetado por una inmensa mayoría, en contraposición al nivel ínfimo de los representantes que actualmente pululan por aquí.

Hay días en los que me cuesta reconocer esta ciudad; me resulta extraña y difícilmente defendible. La veo convertida en el blanco perfecto de agravios comparativos y rencores acumulados. Vuelve a la escena la lucha del centro contra la periferia; la guerra de las banderas y las nacionalidades. Algo me huele a chamusquina. Me temo que, en breve, deberé justificarme por haber nacido en el foro, y casi pedir perdón. De nuevo a luchar contra absurdos prejuicios, viejos tópicos y medias verdades que a los madrileños nos costó décadas quitarnos siquiera un poco de encima. Si el viejo profesor levantara la cabeza y viera el lodazal en el que han convertido lo que él dejó casi impoluto, se marcharía corriendo a su tierra soriana, seguro de que allí estaría resguardado de tanto insulto y tanta desvergüenza.

Desde hace un tiempo temo que Madrid se olvide de ser esa ciudad donde no se pregunta de dónde vienes o a dónde te diriges, porque sabe, como ninguna otra, que nadie es “de donde nace, sino de donde pace". En la que puedes estar de paso o quedarte para siempre sin que te acribillen a preguntas sobre tu origen o destino. Me asusta que nos olvidemos de su esencia como urbe solidaria y cosmopolita, de ese batiburrillo de razas y culturas que llena de vida y empuje sus barrios. A veces me entran ganas de escapar durante una temporada, buscar refugio en un lugar donde el aire esté menos viciado y reaparecer con fuerzas renovadas, donde regresa siempre el fugitivo, con la certeza de que, una vez más, volveré a verla resurgir de sus cenizas.
 
 

martes, 1 de diciembre de 2020

Mi vida querida

Mi vida querida. Alice Munro

Trad.: Eugenia Vázquez Nacarino

Lumen: Barcelona, 2012



Por J. Teresa Padilla

Notas de lectura. Estaría bien haberlas tomado durante la misma, pero he descubierto que ya no soy capaz. Tengo que sumergirme en lo que leo, dejarme seducir sin oponer resistencia, olvidarme de mí misma y hasta idiotizarme un poco, y sólo al final sacar la cabeza para respirar, tomar algo de distancia, e intentar recordar qué era eso que ha conseguido enredarme en otras vidas ajenas. Nunca llego a descubrirlo y quizá sea ésta la cuestión no resuelta que me lleva a seguir leyendo, un poco a ciegas, tanteando y probando esto y aquello. La lectura es un fracaso, en cierta forma necesario, un naufragio (cuánto aprendí en Moby Dick, a ver si algún día me veo con fuerzas para escribirlo). Como las buenas historias, que siempre son vidas.

Leer es como vivir y amar, o lo que sea eso tan esperanzador como decepcionante, tan real como ilusorio. Escribir sobre lo vivido, leído y, aun por un solo un instante, amado es una forma de entender y conservar esa experiencia rara y frustrante que es la lectura (y el amor, la vida…): queda un recuerdo confuso, como en la resaca, y la impresión de moverse siempre en la superficie de lo que no importa, de lo inesencial, aun con la inquietud de que cualquiera de esas nimiedades pueda dar un giro en cualquier momento y convertirse en una valiosa pista (y algo parecido pasa mucho en estos relatos de Munro). Es la pista de algo de lo que se ignora todo salvo esa sensación de que se escapa siempre por muy poco. Lo mismo no es nada. Igual lo que realmente cuenta es sólo que la pista active un resorte de alerta que abra un camino hacia algo, hacia una respuesta de la que la mayoría de las veces no sabes ni la pregunta que le corresponde.

Empiezo estas notas con este libro de relatos de Alice Munro tras el intento fallido de hacer una reseña más informativa o seria de una novela, según su autora, Natalia Ginzburg, imperfecta, que no por ello prescindible. No me rindo. Y espero poder escribir algo otro día sobre ella, aunque sea de esta forma nada exhaustiva, personal y caótica en que voy a comentar los relatos de Munro, que me han gustado mucho, aunque no me han llegado tan hondo (o me han arrastrado tan profundo) como la novela de Ginzburg, y justo por eso me resulta más fácil comenzar por ellos. Al fin y al cabo, escribo como vivo, como vivimos todos: en una lucha contra el tiempo y todo lo que se empeña en arrebatarnos. Si con estas líneas consigo, a la vez que retener algo para mí, seducir a otro para que se decida a probar la dulzura y el amargor de leer según qué cosas, bien está. Muy bien, en realidad, pues la vida, la querida y detestada vida de una, habrá hecho entonces algún bien y éste es el único sentido, y no pequeño, que tiene, si lo tiene.

Mi vida querida es un libro de relatos cortos, lo primero que leo de esta laureada escritora canadiense. Cuando los textos breves no son meros cuentos, sino que tienen vida (“esto no es un cuento, tan sólo es la vida”, se dice en uno de los de este volumen), crean en su conjunto, leídos uno tras otro, una especie de gran relato entrecortado donde los narradores, personajes, paisajes y momentos cambian y, a pesar de todo, hay una continuidad, no una mera recopilación de historias. Una continuidad más difícil de conseguir que en los relatos unitarios, por llamarlos de alguna manera. Esto hay que saberlo hacer y no es nada sencillo. Como difícil es ya de por sí el buen relato corto, en el que es más complicado disimular los trucos y trampas de algunos de los más largos: aquí hay que deslumbrar con un destello de luces largas, no distraer con “cuentos” que trancurren siempre con las cortas puestas (eso que se llama trama) hasta su desenlace más o menos sorprendente. Como si algo acabara de alguna otra forma que con su fin. 

En estos relatos de Munro hay hombres y mujeres que hablan en primera persona o cuyas historias relata una narradora extrañamente presente en lo contado a pesar de su ausencia, una de esas narradoras que no vive en otros mundos, plenos de realidad y omnisciencia, sino que deambula alrededor de sus personajes hasta que se confunde con cualquiera de ellos.

Son personas que huyen o lo intentan, desengañadas casi siempre, se desorientan y también encuentran caminos entre la vegetación familiar, recuerdan, sueñan, sueñan que recuerdan o recuerdan sueños. Y olvidan, o hacen lo posible por conseguirlo.

Son gente corriente y única, a veces invisible tras sus convencionalismos y mezquindades, pero de las que no hay que fiarse: a veces se sobreponen a sí mismas y sorprenden. Es raro, pero nunca puede descartarse.

Y entre todas ellas están las niñas, con la libertad, el atrevimiento y la expresividad que han de perder (y a sí mismas) justamente para no descarriarse como mujeres fuera de los márgenes de lo tolerado en esos años de mediados del siglo pasado (dejémoslo ahí, en el pasado).

No son las únicas pérdidas. Hombres, mujeres y niñas (no recuerdo, ahora mismo, si hay niños, en singular, más allá del grupo de los aprendices de machos intimidatorios) se dan de bruces con la ausencia de quienes más les importan, tan secretamente deseada en unos casos (“a la gente se le ocurren ideas que preferirían no tener”), tan inconscientemente asumida, en otros, mucho antes de que su auténtico significado se revelara: que ya no estaban ni volverían a estar jamás.

Se pierden llaves, palabras, direcciones y hasta la cabeza, pero sobre todo la sabiduría de la infancia y de la vejez, con toda esa confusión que la acompaña y nubla.

Padres, madres, amantes, maridos. Imperfectos, amados, decepcionantes. Y mujeres diversas, lo que constituye la más feminista de las afirmaciones: únicas en sus convencionalismos y en su sumisión. Y en el fracaso o la impotencia de su rebeldía y desobediencia. Vivas y muertas, lúcidas y dementes, hermosas o más discretas. Mujeres que no dejan de esperar a que la vida, eso que les han dicho debe pasar, comience de una vez (y aquí enlaza, como un milagro literario realizado especialmente para mí, esa novela corta de Ginzburg de la que tengo pendiente decir algo); mujeres temerosas de su “señor” a las que, un buen día (o quizá siempre en el fondo), éste y sus sentimientos “les traen sin cuidado”. Mujeres que consideran que ya es demasiado tarde para todo y se resignan, pues “siempre podría haber sido peor, mucho peor”. Mujeres que creen en la magia y los milagros, “hasta que un día, ya en la adolescencia” descubren “con una vaga sensación de vacío” que ya no lo creen, que han dejado atrás la infancia. Y se equivocan, añadiría yo, que acabo de confesar un guiño imposible sólo dirigido a mí y que me devuelve de Munro a Ginzburg.

“Solemos decir que hay cosas que no se pueden perdonar, o que nunca podríamos perdonarnos. Y sin embargo las hacemos, las hacemos a todas horas”. Así acaba este libro y el último de los cuatro relatos finales, imperfectamente autobiográficos, que lo cierran separándose de los anteriores, no tanto por sí mismos (a mi modo de ver), sino por voluntad de su autora. Es, dice, “lo primero y lo último –y lo más íntimo- de cuanto tengo que decir sobre mi propia vida”. ¡Qué suerte tener una vida propia y tantas otras ajenas y queridas! 

Fuente foto: Zenda


lunes, 19 de octubre de 2020

La Barbie jamonera

Foto: Esperanza Goiri

¿Dónde vamos, Madrid? A octubre miro 

y con sabor de soledad me sales.

(El otoño de Madrid. Luis López Anglada).

 

 Por Esperanza Goiri

El otoño apenas se nota en Madrid, una ciudad expuesta al oleaje sin un malecón ni siquiera un humilde “espigoncillo” que la proteja. Pese a ser solo la segunda ola, eso afirman los expertos, sus salpicaduras llegan a todos los rincones de la urbe; en vez de dos embestidas parecen mil. Los madrileños, impotentes y frustrados, chapoteamos para mantenernos a flote y evitar que el agua nos entre en la nariz.

De la noche a la mañana Madrid ha mutado de villa y corte a lazareto. Un lazareto gigante y urbano en pleno siglo XXI. Por sus calles nos movemos tratando de esquivar a ese enemigo invisible de efectos demoledores. Los cambios se aprecian a simple vista. Muchos negocios certifican su defunción bajando persianas y rejas que mañana nadie va a levantar. A los turistas, parafraseando la canción de Kiko Veneno, lo mismo los echamos de menos como antes los echábamos de más.” Las colas se han vuelto imprescindibles y obligatorias para casi todo. Ver a tus mayores implica pedir cita como si fueras a la delegación de hacienda. Se multiplican los que tienen que hacer de la calle su hogar y de la caridad su trabajo a jornada completa. En los días de viento revolotean las mascarillas, blancas y azules, entremezcladas con los tonos marrones y dorados de las hojas. Madrid se ha convertido en el rodaje de una distopía y a sus habitantes nadie les ha pedido permiso para figurar como extras. Eso es lo que se ve, pero también se intuye, tras las cortinas y balcones: drama, soledad y olvido. 

 

Parque Cerro del Tío Pío (Foto: Esperanza Goiri)

Madrid está tocada y, aunque parezca un contrasentido, necesita más que nunca que le hagamos el boca a boca, le cojamos la mano y observemos sus constantes vitales. Nada es lo mismo y probablemente no volverá a serlo. Pero no renuncio a recuperar la ciudad que amo. Quiero pasear por la calle Espíritu Santo y ver cómo a la Barbie jamonera inmóvil tras el escaparate de una chacinería, ahora triste e ignorada, la vuelve a jalear su corte oriental de palmeros entre selfis y sonrisas. Sentarme en las terrazas sin más distancia de seguridad que la necesaria para interceptar el saqueo de los gorriones a las suculentas tapas. Mancharme las manos con la grasilla de los bocadillos de calamares y no con la del gel hidroalcohólico. Ver otra vez competir a Cibeles y Neptuno por su poder de convocatoria. Que un chocolate con churros, y no el toque de queda, ponga fin a una noche de juerga. Poder invitar a mi casa a dos, diez, cincuenta o cien amigos. Abrir la boca de admiración, no porque me cueste respirar detrás de la mascarilla, sino ante la puesta de sol desde el Cerro del Tío Pío, el Templo de Debod o la Plaza de Ramales. Volver a fluir con el río humano desde Cascorro a Ribera de Curtidores, un domingo de rastro. Formar fila para entrar al Prado, al Reina Sofía o al Thyssen, no al centro de salud. Poder conjugar sin restricciones los verbos besar, tocar y abrazar.

Los madrileños, de nacimiento o adopción, a todos los efectos es lo mismo, no se merecen que les mientan ni les ninguneen. Tampoco que les cuelguen el cartel de irresponsables o insolidarios (haberlos los habrá, como en todas partes), pero creo que la mayoría de ellos quedan perfectamente reflejados en estos versos que cantaban el grupo Jarcha allá por 1978: “Yo solo he visto gente muy obediente, hasta en la cama, gente que tan solo pide vivir su vida sin mas mentiras y en paz”.

 

lunes, 17 de agosto de 2020

La casa de la señora Antonia

Por Marisa Díez 


La puerta estaba entreabierta y no pudo reprimir el impulso de echar un vistazo rápido al interior. La casa permanecía más o menos como la recordaba desde aquel verano de su infancia. Un portalón que, a sus ojos de niña, le pareció inmenso la primera vez que lo atravesó. Al fondo, el patio en el que los gatos campaban a sus anchas. A la derecha, la pequeña cocina y el comedor, por donde paseaba tranquilo un ratoncillo al que su padre bautizó con el nombre de Pirulo y que acabó sus días, en un suceso nunca aclarado, aprisionado tras la puerta de la cocina. Y la escalera, a la izquierda, que conducía a las habitaciones de arriba. En esa misma planta, la puerta de entrada al desván, una estancia a la que se accedía a oscuras, casi a trompicones, tras escalar unos peldaños de madera que parecían desmoronarse a cada paso. Jamás había estado en un lugar así, un rincón lleno de trastos completamente inservibles, amontonados cual tesoros unos encima de otros, cubiertos por unas inmensas telarañas que nunca había visto en Madrid y que le provocaban una repulsión que todavía no ha logrado sacudirse del todo. 

C/ Don Domingo Labajo. Candeleda. Foto: Luis Martin

Fue tan sólo una más de las casas que disfrutó con su familia en aquellos veranos inolvidables en su pueblo de adopción. Podría describir cada una con bastante exactitud, así como los recuerdos asociados a ellas, porque los conserva perfectamente anclados en su memoria. Las vacaciones felices de su infancia y adolescencia; los reencuentros llenos de abrazos y las despedidas dramáticas llevadas al extremo, fruto de las emociones desmedidas propias de la edad. Y sus amigos, algunos de los cuales todavía conserva a pesar del paso implacable de los años, a los que, en esta ocasión, no ha podido apenas tocar. Por eso estos días ha recorrido, un tanto desubicada, las calles y los lugares de toda una vida. Estaban ahí pero no parecían los mismos. Una especie de velo intangible los cubría y no le permitió disfrutarlos con la intensidad de siempre. Y quizá también por eso se ha sentido extraña y un poco perdida, preguntándose si alguna vez será posible que todo vuelva a ser lo mismo.

Ha tenido más ganas que nunca de abrazar a los suyos, ella, que siempre fue un tanto despegada y un poco fría a la hora de demostrar sus afectos. Y un absurdo recelo ha latido en su interior al encontrarse con quienes forman parte de su vida desde tanto tiempo atrás. Una atmósfera desconocida se palpaba por las calles, las mismas que tanto extrañaba durante los largos meses que no podía recorrerlas. Pertrechada tras su mascarilla fue incapaz de reconocer aquel aroma especial que no había respirado en ningún otro lugar y que tanto le costaba describir. No identificaba el olor de los naranjos, ni de las higueras. Tampoco el murmullo del agua entre las piedras la relajaba con su sonido, ni las inmensas palmeras le parecían las mismas. Todo estaba allí, y sin embargo le pareció estar perdida en algún paraje desconocido que no podía reconocer y le costaba disfrutar.

La casa de la señora Antonia tenía la puerta entreabierta y a ella le hubiera gustado atravesarla y perderse de nuevo entre sus muros de piedra. Cerrar los ojos y volver atrás, aunque fuese un instante. Observar cada noche la hilera de golondrinas apostadas en fila sobre los cables de la luz que atravesaban la calle. Admirar las innumerables estrellas o respirar el olor de las tormentas que al final de cada verano llegaban puntuales a su cita.

Le hubiera gustado, pero no se atrevió a hacerlo y, resignada, continuó su paseo. Apenas sin darse cuenta apareció en su terraza preferida, aquella en la que el tiempo parecía haberse detenido. Bajo la sombra de su inmensa parra, mientras apuraba su primera cerveza, hizo una lista mental de sus abrazos pendientes. Y supo que era afortunada, porque a pesar de las decepciones, mantenía un número importante de personas a quienes dedicárselos. Ya queda menos, se dijo entonces; más tarde o más temprano, las máscaras siempre acaban por caer.



jueves, 27 de febrero de 2020

Desconocidos

 Por Marisa Díez


“Este año desconocí a gente que creía conocer”. Una frase de este tipo recuerdo haber visto publicada en el muro de alguno de mis amigos de Facebook, en la forma en que suelen aparecer esta especie de pensamientos escritos, envuelta en un fondo de paisaje idílico y adornada con un estilo de letra más o menos artístico. Normalmente todas estas sentencias lapidarias me suelen resultar de lo más banales e intrascendentes y ésta, en particular, no corrió mejor suerte. Pero sucede que, de un tiempo a esta parte, me ha ocurrido algo parecido a lo que sugiere la frase en cuestión con más de una persona. Así que, aunque ignoro quién está detrás de tan contundente afirmación, he de admitir que, por una vez y sin que sirva de precedente, no estoy del todo en desacuerdo. 

Ser consciente de que alguien a quien tuviste siempre un poco idealizado existe como tal únicamente en tu imaginación, supone un desencanto que cuesta asumir. Pero es peor darte de bruces con la realidad en el caso de que el individuo en cuestión, aquel cuya verdadera cara se te acaba de mostrar, forme parte de tu vida desde… Ni se sabe, para ti ha estado siempre ahí y jamás hubieras dudado. Tal revelación te deja perdida y un poco desequilibrada, aunque es posible que desde hace tiempo intuyeras el engaño. No hiciste caso a las señales que lo iban advirtiendo y así estás ahora, aguantando la vocecita interior que te lo recrimina constantemente: “Peor para ti, ha sido tu culpa por no estar alerta; ya eres mayorcita para dejarte engañar. Si es que siempre fuiste un poco ilusa. Ya te advertí que debías mantener los ojos más abiertos”. Y te lo repites una y otra vez, en una suerte de autoflagelación que no sirve para nada. Porque sí, te sientes estúpida y un montón de calificativos más. “Tantos años y me la siguen pegando, a ver cuándo llega el día en que por fin me hago mayor…”.

El país de Nunca Jamás. Giuseppe Sticchi.

En alguna ocasión me han reprochado que mi comportamiento no se corresponde al que se le supone a una mujer de mi edad, que ya está bien de tanta tontería y es preciso aterrizar, por fin, en el mundo real, en el que me rodea, no en el que me invento a cada paso que voy dando. Pero entonces es cuando lo entiendo todo. Y me siento estupenda, relajada, feliz, contenta conmigo misma y encantada de haberme conocido. Intuyo la razón por la que me he llevado tantos chascos con las personas en las que confié a lo largo de mi vida. Se supone que nunca crecí, que vivo en un mundo paralelo, que soy una niña disfrazada de adulta. Y me parece genial, aunque a mi lado eche en falta a algunos de los que siempre me protegieron. De quienes se fueron voluntariamente, a veces ya ni me acuerdo. Algunos desaparecieron sin dejar rastro y aunque es posible que durante un tiempo los extrañase, al final quedaron situados ahí, en una especie de limbo donde almaceno a los olvidados. Pero hay otros a quienes, simplemente, desconocí.

Hace unos días, un amigo que a su manera me aprecia, me invitó a conocer su país de Nunca Jamás. Me aseguró que es el lugar donde siempre ha vivido y que no piensa mudarse a ningún otro sitio. Cada enero celebra su cumpleaños encantado de no crecer y no encuentra ninguna razón que justifique su marcha a cualquier otra parte, por muy exótica o maravillosa que pueda resultar. Allí está instalado desde que tiene conciencia y allí se quedará, lo tiene claro.

Mi amigo es uno de esos niños perdidos y está seguro de que en ese país la gente es real, no tiene doblez, y es difícil que no los percibas en su verdadera identidad. Por eso está tratando de convencerme de que es un lugar idílico para vivir. Dice que como yo también me he negado a crecer soy la persona indicada para ocupar un lugar destacado en semejante paraíso. El caso es que me lo estoy planteando, aunque no termino de fiarme de que esos supuestos polvos mágicos que esparce Campanilla consigan hacerme volar. Quien me conoce sabe bien que nunca he creído en las hadas y que mi fuente de inspiración, de siempre, fueron las brujas, mucho más creíbles, sinceras y reales. Las mismas que, a fuerza de escobazos, terminan por hacerme desconocer a quien menos me esperaba.

miércoles, 27 de noviembre de 2019

De mano en mano

Por Marisa Díez


Se puso a escribir por simple necesidad física, o quizá mental, no sabría explicarlo. Una especie de angustia la empujó a aporrear las teclas del ordenador de manera casi compulsiva. Desde hacía unos meses le rondaban varias ideas por la cabeza, pero se sentía incapaz de darles forma. Algunas la conducían al pasado más remoto en su viejo barrio, a los años de infancia en el domicilio familiar, el mismo que últimamente había sido la causa de sus desvelos. Desarrolló una extraña capacidad de abstracción para viajar en el tiempo y aparecer, por arte de magia, en aquel mismo escenario, cuarenta años atrás. Intentaba fortalecerse envuelta en la paz que emanaba de aquellas cuatro paredes, pero le acababa invadiendo una sensación de cierto desasosiego, totalmente contrapuesta a la sonrisa que se dibujaba en su rostro cuando comenzaba a evocar tantas historias mil veces repetidas. Una casa llena de bullicio y alegría, sin demasiados huecos libres donde poder evadirse, pero repleta de vida. Ahora tan sólo la encuentra plagada de recuerdos y siente esta soledad como impregnada en su piel y su cuerpo. Se ve obligada de repente a hacer grandes esfuerzos para no llorar. Hay que seguir, se repite. Por qué seré siempre tan cobarde, tan pusilánime; por qué me sentiré así de pequeñita. En qué momento el tiempo aceleró y se quedaron tantas cosas por hacer… Se hizo miles de preguntas mientras terminaba, por fin, de ordenar los armarios después de la última limpieza general. El cansancio la venció y un sopor la fue invadiendo hasta que se quedó dormida, sin darse cuenta, recostada en la cama del que durante tanto tiempo fue su dormitorio.

Imagen: Pixabay. Gerd Altmann
La observó atentamente, reclinada en su butaca, mientras repasaba por enésima vez el dobladillo al último pantalón que había caído en sus manos. De fondo se escuchaba la misma emisora que cada tarde radiaba viejas canciones, tan lejanas en el tiempo como cercanas en la memoria. Una voz femenina retumbaba en el salón con sus estrofas desgarradoras: “Gitana que tú serás como la falsa moneda…”, y un suspiro nostálgico se le escapó sin querer. Su cutis terso y sin apenas arrugas difícilmente se correspondía con los noventa años que sus huesos a duras penas soportaban. Cómo se ha pasado la vida, se dice para sí misma en un murmullo apenas perceptible. Fue ayer mismo cuando, tras una buena temporada en casa de sus suegros, habían recalado con cuatro bártulos en aquella humilde vivienda que para ella era casi un palacio. Desde entonces hasta ahora, tanto tiempo transcurrido en un suspiro. “Toda una vida, no me importa en qué forma, ni cómo ni dónde, pero junto a ti”, cantaba ahora Machín, el preferido de su marido, que se marchó hace ya...ni se sabe, no podría precisarlo con exactitud; las fechas se me lían cada vez más en el calendario, se dice de nuevo sumida en sus pensamientos. Desde que se fue ya nada volvió a ser lo mismo, aunque al final, ya se sabe, el dolor deja paso a la añoranza, a los recuerdos felices, porque fue toda una vida junto a él.

Y las niñas, que crecieron tan deprisa. Y mis nietos, que no me han hecho bisabuela porque no han querido, pues si sólo fuera cosa de la edad, con la pila de años que tengo.... Si es que no se debería vivir tanto tiempo, total, para no dar pie con bola, que es lo que piensan a mi alrededor, que se creen que no me entero, pero sí, los veo mirarme con cierta condescendencia, sin saber muy bien dónde aparcar este trasto viejo. En ésas estaba cuando decidió dar un golpe en la mesa y poner orden en todo aquel desaguisado. Agarró, con el último resto de dignidad que le quedaba, su pequeña maleta y comenzó a guardar con inusitado frenesí sus escasas pertenencias. Con la cabeza alta y sin mirar atrás, apoyada en su bastón, cerró con fuerza tras de sí y el portazo retumbó en todo el edificio.

Despertó sobresaltada; un ligero sudor invadía su cuerpo. Se levantó de un brinco, intentando asimilar que sólo se trataba de un mal sueño. Abrió la ventana para tomar aire mientras volvía poco a poco a la realidad. El viento le trajo, a lo lejos, el eco de una voz familiar que, cansada, tarareaba el final de una vieja canción: “… Que de mano en mano va y ninguno se la queda”.

jueves, 19 de septiembre de 2019

Pesadumbre de papel


Foto: J. Teresa Padilla







Por J. Teresa Padilla

El trastero suele ser un espacio angosto y sin luz natural al que va a parar todo aquello que se libra por los pelos de ir a un contenedor de residuos, ya sea en virtud de una hipotética utilidad futura o porque, aunque se esté convencida de que es y será siempre innecesario y superfluo (eso que con toda propiedad se llama basura), no se tiene el valor de abandonarlo a su desaparición, destrucción y quizá reciclaje. Incluso antes de tener un trastero arrastraba estas posesiones, convertidas con el paso del tiempo en pesadas cargas, a las que encontraba acomodos inauditos en los rincones casi inexpugnables de viviendas más pequeñas. Si se hizo el esfuerzo de conservarlas entonces, cuando no parecía físicamente posible, cómo no ahora que se dispone de un trastero. Allí guardadas, lejos de una, pero a mano (quién sabe para qué). O eso creía.

En realidad me eran completamente inaccesibles aquellas cajas de mudanza, en lo alto de una estantería, repletas de fotocopias en diferentes lenguas, notas manuscritas y mecanografiadas, separatas, primeras versiones de algún artículo o traducción y los diversos intentos fracasados de completar aquel índice de partes y capítulos escrito cuando ya había perdido la fe, no sólo en su posibilidad, sino en el interés de ese trabajo de años. El tiempo perdido no se puede conservar en un trastero para echar mano de él si se recupera la fe y la esperanza que lo llenaban y vivificaban. Los papeles sí, pero intempestivos, que no simplemente viejos. Están todo lo muertos que pueden estar las cosas, es decir, sin la vida (el tiempo) que un ser humano les concedió. Debe de ser triste para un papel gozar de unos instantes de vida inesperados y ser luego abandonado a su naturaleza inerte. Inerte y pesada. Hasta lo que un día fue liviano, resulta una carga cuando se queda inmóvil, como si las profundidades de la tierra quisieran para sus adentros todos los cuerpos y los consiguieran, por fin, cuando éstos dejan de ofrecer la resistencia del movimiento y se convierten en pesos muertos.

Hubo un día en que aquellos papeles se esparcían sobre las mesas, eran manipulados, archivados temporalmente, cambiados de lugar, hasta se reproducían antes de desaparecer en versiones mejoradas de ellos mismos. El polvo no era lo bastante rápido para acumularse en las carpetas que los alojaban. Si pesaban, apenas se notaba, y sólo conforme la velocidad de estos movimientos empezaba a decrecer se iba evidenciando la carga cada vez mayor en la que terminarían convirtiéndose. Cuando su pesadumbre empieza a hacer demasiado daño, los papeles se encierran y ocultan cada vez más profundamente: en una carpeta, las carpetas en cajas y las cajas en el trastero. Se les ha permitido adquirir demasiado peso para poder ser arrojados a la basura. Se ha cargado demasiado tiempo con ellos. Hasta que un día una recuerda estos cadáveres de papel que escondió en el trastero y decide acabar con ese foco de putrefacción. Pide que se los traigan, convencida de liquidarlos todos de una vez, pero sólo consigue desprenderse de los que nunca en realidad le importaron. Los otros, aquellos de los que necesitó alejarse exiliándolos en un trastero recóndito, son reordenados y acomodados de nuevo cerca, a la vista, verdaderamente a mano. Puede que nunca más sean hojeados, pero abrir esta posibilidad les otorga un débil hálito de vida que disminuye ligeramente su peso y ofrece la oportunidad, quizá, para que la resignación alivie el dolor del fracaso que documentan.

Foto: J. Teresa Padilla
La madurez debe ser algo parecido a aceptar el peso de éstos y otros muchos papeles de autor anónimo o despersonalizado en aras de su cargo profesional, debidamente firmados o sellados, que se dejan crecer alrededor y en los que sólo puntualmente se repara. Su peso no es tan evidente salvo que un día, escribiendo sobre los otros, te dé por recapitularlos: certificados de nacimiento, de bautismo, de matrimonio, de defunción; informes médicos, calificaciones escolares, títulos académicos, fes de vida, libros de familia, contratos, nóminas, garantías, escrituras, testamentos, seguros, facturas, declaraciones de impuestos, hipotecas, recursos y sus correspondientes resoluciones… Por no hablar de esos otros “papeles”, los que se asumen a lo largo de la vida como máscaras tras las cuales se espera sobrevivir mejor o peor a la intemperie mundanal y ganarse la vida (porque ésta, al parecer, no es un regalo, sino un préstamo que hay que amortizar).

Los amamos u odiamos por las palabras en ellos escritas, pero el papel, como tal, no es nunca de fiar: esa misma hoja liviana que se lleva el viento y vuela imitando las hojas del árbol del que procede, puede llegar a combar estanterías, colapsar juzgados o cortar inesperadamente como una cuchilla tus dedos. Nada raro resulta, si se piensa un poco, sentirse un día contagiada y aplastada por su pesadumbre.

jueves, 15 de agosto de 2019

"Ferragosto"


Por Esperanza Goiri


Foto: Pezibear (Pixabay)

Ferragosto es el término con el que se denominan en Italia los días festivos que se celebran a partir del 15 de agosto. En esas fechas las ciudades italianas son abandonadas. Sus habitantes se dirigen en masa a la costa, a la busca de relajación y descanso. Si lo encuentran, ya es otra cuestión.

Una emotiva y preciosa película, Vacaciones de Ferragosto (Gianni di Gregori, 2008), aprovecha esas circunstancias de soledad y vacío que anegan la ciudad de Roma para contarnos la historia de un maduro hombre en paro que vive con su madre viuda en un piso del Trastevere. Su pequeño e íntimo mundo se ve alterado cuando el administrador de la finca le propone un trato. Le perdona los numerosos recibos impagados de la comunidad a cambio de que cuide de su madre para irse él de vacaciones. Accede, pero además de la mamma le encaja también a una vieja tía. Por si fuera poco, el médico de confianza de la familia le pide que atienda a su madre ese Ferragosto. Se siente obligado a aceptar por los desvelos del galeno con su propia progenitora. El piso pasa a ser ocupado, literal y metafóricamente, por cuatro ancianas. Sus necesidades, preocupaciones y la interrelación entre ellas plagada de complicidades y controversias, generan un peculiar microcosmos en el que el único varón deberá esforzarse por no morir en el intento.

Foto: Tama66 (Pixabay)
Los veraneos de los “españolitos” ya no son lo que eran y muy poca gente puede permitirse ahora unas vacaciones estivales de casi tres meses, como las que yo disfruté de niña. En esa época las grandes urbes quedaban adormecidas a la espera, en septiembre, de un beso que las sacase de su letargo para volver a la vida. Sin embargo, estos días me ha venido a la cabeza el filme del que hablaba porque, sin llegar a los extremos de antaño, en que era complicado comprar el pan o el periódico en pleno centro de Madrid, lo cierto es que agosto sigue siendo el mes de ocio por excelencia, y se nota. Especialmente, en el puente del 15 de agosto que es nuestro particular Ferragosto. La ciudad cambia de apariencia, desaparece la gente y surgen, como champiñones, obreros en miles de obras, públicas y privadas. La vida funciona como a cámara lenta. Pasan a ser protagonistas los que no pueden o a los que no les dejan salir de descanso. Ancianos, enfermos, malos estudiantes, trabajadores temporales, parados que no pueden evadirse de su desempleo, mascotas que se convierten en una molestia, todos son dejados atrás. Los que tienen suerte quedan al cuidado de alguien. Los que no, a su albur. Atrás quedaron esos tiempos en que la familia al completo, incluidos abuelos, bichos y plantas se metían, como podían, en el utilitario de rigor y viajaban incómodos, pero juntos, a la búsqueda de un respiro. Los informativos escupen continuamente imágenes de humanos acalorados y amontonados en playas atestadas en las que se ve cualquier cosa menos la arena. En las redes, anónimos y “famosetes” nos ofrecen un variado muestrario de muslos, pechugas, torsos y glúteos con la excusa del verano. A mí esas instantáneas solo me provocan una pereza tremenda. Es cierto, quedarse en agosto en Madrid tiene sus inconvenientes, pero también muchas ventajas. Hoy me espera un paseo con mi perro, Vito, por el Retiro que, en estos días, pasa de ser un parque público a nuestro jardín particular. Luego, cena en buena compañía sin necesidad de reservar mesa y aparcando, gratis, en la puerta. Si se tercia, remataremos con un gin tonic al amor de alguna terraza refrescada por la brisa nocturna de las noches agosteñas. ¿Se puede pedir más? Feliz Ferragosto a todos.