jueves, 13 de septiembre de 2018

¡Barco a la vista!

Foto: Free-Photos (Pixabay)
“El mar dará a cada hombre una nueva esperanza, como el dormir le da sueños” (Cristobal Colón).

Por Esperanza Goiri

Este verano tuve la oportunidad de atravesar en transbordador el estuario del río Sado, que comunica las localidades costeras de Setúbal y Troia, en Portugal. Una vez aparcados los coches, sus ocupantes pudimos disfrutar de la travesía en las cubiertas superiores del ferri. Busqué un sitio en la sombra y, parapetada tras las gafas de sol, cerré los ojos y me dediqué a sentir el mar: el olor a salitre y sal, los graznidos de las gaviotas, el viento, el balanceo de la embarcación… Como si estuviera en una marítima e inestable Torre de Babel oía a mi alrededor retazos de conversaciones en diferentes lenguas. Siempre me divierte ese runrún idiomático, propio de los lugares turísticos, e intentar adivinar lo que están diciendo. En esas andaba cuando de repente escuché una voz infantil que, con claridad y notable entusiasmo, gritaba en castellano: ¡Barco a la vista, barco a la vista! Abrí los ojos e identifiqué al animado grumete. Tendría unos seis o siete años y asomado a la barandilla de la cubierta señalaba con su brazo extendido a un pequeño velero que se cruzaba con nuestro barco. Lo miré con simpatía y le hice con la mano un gesto alusivo a que celebraba su avistamiento. Sus palabras me trasladaron instantáneamente a todos los libros de aventuras poblados de piratas, barriles de ron, tesoros, duelos de sables, tierras lejanas y audaces navegantes que me encantaban de pequeña y sigo disfrutando, de vez en cuando, ya adulta.


Foto: Geralt (Pixabay)

El día anterior a la travesía habíamos visitado Sines, ciudad de origen del explorador y marino Vasco de Gama que abrió para Portugal, en 1497, bordeando África, la ruta de las especias con la India. Al atardecer, mientras paseaba por la playa de Troia, cara a cara con el inmenso y bravo Atlántico, sugestionada por la visita, pensaba en todos aquellos hombres que se lanzaban al mar en frágiles naos, sin saber muy bien a qué se enfrentaban, en busca de su particular El Dorado. La mayoría de ellos sin nada que perder, excepto la vida, lo que puede ser mucho o poco según quien lo valore. Resulta paradójico y descorazonador que seis siglos después, en pleno siglo XXI, con disponibilidad de sofisticados y veloces medios de transporte y comunicación, en esta sociedad supuestamente global y avanzada, todos los días cientos de personas sigan embarcándose en botes igual o más endebles que las antiguas goletas, dispuestas a superar mil dificultades y obstáculos, esperando encontrar, como aquellos osados aventureros, una vida mejor más allá de ese mar que parece no tener fin. Es posible que mientras escribo estas líneas algún niño, como mi pequeño compañero de travesía en Troia, pero en circunstancias diametral y dramáticamente opuestas, extienda su brazo y grite con alivio: ¡Barco a la vista!, al divisar en el horizonte una embarcación de la policía costera de cualquier país europeo. De esa Europa que, como los ídolos falsos, va perdiendo la superficial capa dorada y solo deja ver el tosco barro que hay debajo.




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