Foto: Mario Giacomelli |
“No es el ojo sino la carne quien ve” (Michel Henry, Encarnación).
"¡Mis entrañas, mis entrañas!, ¡me duelen las telas del corazón, se me salta el corazón del pecho!" (Jeremías, cap. 4, vers. 19).
Por J. Teresa Padilla
Las lenguas son un poco como los cuerpos. Cuanto más jóvenes, más flexibles. Para un artista de las palabras, esto importa poco (ya se encargan ellos de renovar hasta la lengua más antigua y reacia a la danza). Muy posiblemente hasta preferirían, si tal cosa, "preferir", fuera posible, las viejas, con sus rincones y su polvo de secretos acumulados. No se puede elegir la lengua materna, como no se puede elegir a los progenitores, ni siquiera muchas veces a los que terminamos amando, pero sí es posible renegar de ella o, menos radicalmente, serle “infiel” o “dejarla por otra”, consiguiendo incluso una voz propia en la que era una lengua extraña. Sobrepasa mi limitada comprensión y capacidad, pero el caso se da (Agota Kristof, Milan Kundera, Nabokov, Brodsky…). Algunos, por educación, puede que deban considerarse bilingües y quizá ser excluidos de la lista, pero otros, como la “analfabeta” Agota y Brodsky, demuestran esta sorprendente posibilidad.
En filosofía, sin embargo, los autores en lenguas romances (los anglosajones viven en su mundo, o más bien isla o continente, y no envidian nada a nadie, más bien lo contrario) siempre han parecido menos serios, más literarios o heterodoxos, que los alemanes con su lengua relativamente más moderna. Con sus prefijos y sufijos, su facilidad para los compuestos y la disponibilidad de la palabra de origen latino junto a la más propia para designar diferentes aspectos o acepciones de un mismo término, las traducciones de filosofía alemana resultan tan confusas que se hace imprescindible para comprender algo tener siquiera rudimentos de la lengua original y, al final, tirar de ingenio y talento literario para seguirles en el idioma propio el ritmo. En mis tiempos de estudiante universitaria me harté de oír aquello de que el castellano no era una lengua filosófica, por lo que se la tenía que forzar y retorcer para hacerla entrar en razón (en la Razón). Dudo que en La Sorbona se dijeran este tipo de cosas. De ahí, supongo, la diferente productividad de unos y otros. No sé, pero me imagino yo que existirá un término medio, entre el complejo permanente de inferioridad y el chovinismo, que nos libre de la condena de una lengua supuestamente bárbara.
Todo esto viene a cuento del cuerpo, o de los cuerpos (no en vano la lengua viene a ser el cuerpo del pensamiento). Como casi siempre que se habla de cuerpo, quizá se piense en cuestiones relacionadas de una u otra forma con las mujeres. No sólo porque dé la casualidad de que haya debates abiertos sobre el tema (prostitución, subrogación de la maternidad, etc.), sino porque las mujeres han sido y todavía son fundamentalmente cuerpos. Podría justificar esta afirmación y hacer su genealogía, pero ya hay excelente bibliografía desde antiguo sobre el tema y, aunque resulte raro, no me gusta hablar en el blog de lo que hablo (o callo) en las calles o en las redes. El masculino asume el neutro en la gramática (de algunas lenguas) y en la vida (de todos los mundos conocidos por el momento). Y la mujer (y su cuerpo) es la diferencia, la excepción. Simone de Beauvoir habló de segundo sexo, pero me parece a mí que se trataba más bien del sexo por antonomasia. El otro, el masculino, es mucho más que un sexo, es su sexo (y cuerpo) y el de todos, es él mismo y todo lo que no es él mismo, y por eso, cuando Dios decidió habitar entre nosotros, tuvo que encarnarse, para no excluir a nadie, en el cuerpo de un varón para hacerse hombre, el universal hombre.
Pero no es esto lo que llevo tiempo rumiando en torno al cuerpo sin demasiado resultado. Se trata, más bien, de la cambiante forma en que lo vivimos en general los seres humanos, haciendo abstracción de las peculiaridades de la experiencia “femenina” del cuerpo (ese totum revolutum de biología y perspectivas culturales). La filosofía alemana, cuando reparó en el cuerpo y su peculiar condición intermedia entre el mundo y nosotros (o, un poco más técnicamente, entre lo objetivo y lo subjetivo, o entre lo que aparece y su aparecer), empezó a distinguir con Husserl el Leib (que se suele traducir aquí como “cuerpo vivo”) y el Körper (el cuerpo-cosa o cuerpo objetivo). Eso hasta que Merleau-Ponty, francés por supuesto, empezó a hablar para referirse al primero (debidamente repensado por él, como corresponde, aunque aquí esto no importe) como chair, o sea, carne.
A diferencia de la carne, el cuerpo es esa materia de la que se supone estamos hechos, que obedece las leyes de la física y constituye el objeto de la biología o la medicina, que nos hace visibles para los demás, aunque, si todo se redujera a eso en la relación entre humanos, a ver un cuerpo similar al que nos ofrece el espejo y suponerle (o no, dependiendo casi de nuestro capricho o grado de empatía) un ser, una conciencia o una vida como la propia, nunca seríamos capaces de reconocernos. La carne, por el contrario, es algo íntimo, sentiente y sentida también, pero por dentro, en ningún otro lugar o espacio. Dios no se dio un cuerpo, sino que se encarnó y, al hacerlo, se hizo otro, el Hijo, porque sólo así podía ser de verdad como nosotros, un ser sometido al poder del dolor, el demonio y la muerte. Y, claro está, renunció a la omnipotencia.
Se puede cortar la “mano que escandaliza”, pero no la carne que tortura. Es tan nosotros mismos que sólo cuando lo hace, cuando se vuelve contra nosotros y contra ella misma, la distinguimos de ese cuerpo que vestimos o desnudamos, que cambia y no siempre a nuestro ritmo, que nos decepciona o nos enorgullece, que aceptamos o contra el que nos rebelamos, que nos deja a merced de los otros y nos expone a ser reducidos a meras cosas, a objetos desechables. A merced de los otros y también de nosotros mismos, que nos sentimos capaces de enajenarlo y distanciarnos de él reduciéndolo a un simple instrumento o medio para diferentes fines. De repente nos damos cuenta, siguiendo el hilo de una palabra, que estamos ante algo distinto no sólo del Körper (el cuerpo-cosa), sino hasta del Leib (el cuerpo que toca y se toca, sujeto y objeto en la experiencia del mundo) que se pretendía traducir con ella.
Es fácil ignorar la carne que somos y de la que no disponemos en absoluto (como relativamente sí ocurre con el cuerpo en cualquiera de sus otras dos acepciones) cuando se oculta y olvida de sí misma en el placer o el simple bienestar. Imposible cuando sufre, cuando duele. Porque será el cuerpo el que contraiga una enfermedad, pero quien la padece es la carne. Es su dolor el que sentimos y por el que nos sentimos a nosotros mismos, en carne y hueso, es decir, en persona. Impotentes y expuestos, pero no ya a una cosificación, propia o ajena, que nos permita al menos albergar la esperanza de algún íntimo reducto de inaccesibilidad y salvación, sino a nuestra finitud misma, en carne viva. Dejamos de hacernos ilusiones, de creernos dueños de nada, ni siquiera de ese cuerpo que nos permitíamos mimar o maltratar y del que ahora la carne se ha apropiado por completo hasta el punto de transformarlo, de una posible máscara, en una cárcel.
Carne, entresijos, entrañas. Será por falta de palabras que no podemos pensar.
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