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jueves, 21 de febrero de 2019

Mi habitación con vistas

Foto: J. Teresa Padilla
"Lo único que pervive en mi conciencia son sus voces, tal vez porque la mía es la combinación de las suyas, al igual que los rasgos de mi fisonomía deben ser la combinación de los suyos. Lo demás —su carne, sus ropas, el teléfono, la llave, nuestras pertenencias, los muebles— ha desaparecido y ya nunca más volverá, como si nuestra habitación y media hubiera sido alcanzada por una bomba, aunque no por una bomba de neutrones, que por lo menos deja intacto el mobiliario, sino por una bomba de tiempo, que incluso hace astillas la propia memoria. El edificio sigue en pie, pero nuestra vivienda ha quedado arrasada y nuevos inquilinos, mejor dicho nuevos soldados, la han invadido. Porque así es una bomba de tiempo y ahora estamos librando una guerra de tiempo" (Joseph Brodsky, Menos que uno, "En una habitación y media" -1985-, trad. de Roser Berdagué).

Por J. Teresa Padilla

He empezado tres textos que no sé si terminaré. Al final, y tras cambiar la posición de la mesa y con ella el panorama que se me presenta cuando levanto los ojos del teclado, lo intento con éste. No estoy del todo cómoda; soy de esas personas que necesitan tiempo para adaptarse a los cambios, probablemente porque los temen tanto como los anhelan. En mi caso, no es una probabilidad, sino una certeza que me lleva a esperar que estas transformaciones salvadoras ocurran por intervención de otros o del puro azar: cuando siento que me ahogo y necesito otro horizonte, mi valor se limita a poco más que trasladar y reordenar mis cosas. Al cabo de cierto tiempo, superada la incomodidad inicial, disfrutaré de una fase más o menos larga de bienestar que terminará un buen día con la falta de aire. Y vuelta a empezar.

Hace mucho que renuncié a una habitación propia. Aunque diminuta, tenía una en la que fue mi casa, la de mis padres. Fue, es…., no está claro. Lo único bueno que me ha pasado esta semana es haberme hartado a llorar leyendo los recuerdos de Joseph Brodsky sobre la habitación y media del hogar que compartió con sus progenitores y ha quedado indisolublemente asociada a su recuerdo. Ese fragmento espacial del que se fue un día en busca del aire preciso para respirar más profundamente (libertad se llama también a esta expansión del tórax). Se fue y no volvió nunca, ni a la media habitación que le asignaron como propia ni a ver a sus padres. En su caso, al carácter huidizo de la juventud y al destino supuestamente natural de morir que no perdona a nadie, se le añadió el imperio político de la historia y, por ello (y su especial sensibilidad, claro), la conciencia de la orfandad, si se mira hacia atrás, y de la ilusión de la libertad, si los ojos se dirigen al futuro, fue más clara y cruel de lo habitual. Cuando esto le pasa a un poeta, suele terminar escribiendo sobre ello, de lo cual, como buitres, sacamos los demás provecho (si puede llamarse así a la iluminación de nuestra correspondiente situación de desamparo).

Foto: J. Teresa Padilla
Sean cuales sean las circunstancias concretas, una ansía salir de esa casa y ese pequeño e íntimo reino desde el que todos los días podía dejarse mimar la vista por los colores del cielo al atardecer. Se está más que dispuesta a renunciar a ello porque se cree, como una idiota, que habrá vistas mejores y mayores espacios, y que, si no, su habitación seguirá ahí siempre, puesto que no se trata más que de un lugar al que es posible retornar. Pero este nido, como también lo llama el poeta, está hecho, más que de ladrillo, de tiempo, de parte de tu vida y de la de los que lo construyeron o habitaron. Y el tiempo no admite vuelta atrás. Cuando se queda vacío, el hogar (el lugar de la lumbre que acoge y vivifica, nos recuerda el diccionario) se parece más a una tumba que a un refugio y ya no merece su nombre, pasando a ser una simple casa, un piso, un inmueble. Aun así, te rebelas y luchas por él, por conservarlo como ese ilusorio lugar al que volver: el plan B que impide la rendición incondicional tras el penúltimo fracaso. Pero sólo porque eres una idiota.

No se puede recuperar el pasado, volver a él. En realidad, ni siquiera se desea esto realmente. Al menos, yo. Pero el invierno, más o menos largo y duro dependiendo de la latitud y la altura, nos obliga a recogernos al calor de algún fuego. Y el del presente, el de las habitaciones, a menudo más amplias, que hemos conseguido para nosotros mismos, nos resulta extraño e incluso abrasador en ocasiones. Más cómodo que la intemperie, desde luego, pero poco más que eso. Ni volver al pasado ni a las habitaciones propias: por mayor que sea el espacio que consigas para ti, nunca más tendrás un cuarto realmente tuyo como aquel en el que creciste y del que escapaste. Puede, precisamente, que porque huiste y ya no puedes volver, porque sólo puedes llamar tuyo a lo perdido, a lo que sólo existe en tu memoria, que es una forma de no existir, y nadie puede ya usurparte.

Foto: J. Teresa Padilla
Exagero, claro, siempre hay naturalezas callejeras, vagabundas por voluntad propia, nómadas. Amantes de la actividad al aire libre que agradecen un sitio cualquiera, aunque si es cómodo mejor, para reponer fuerzas, pero sólo eso. Lugares de paso. Me cuesta ponerme en su piel: no me libro de la sospecha de que, realmente o sólo en su imaginación, creen sus espaldas cubiertas o gozan de una inquebrantable y felina seguridad en que, si caen, lo harán siempre en pie. De que, resumiendo, no se han percatado de su pérdida, de que están realmente solos. Su errancia tiene un aspecto, a mis ojos, puramente vacacional o turístico por mucho que se presente como forma de vida.

No, no querría volver al pasado aunque fuera posible. Desearía más bien que no hubiera un pasado cumplido, que éste siguiera ahí, pasando sin cesar. Cualquier tiempo verbal, salvo el estático, pasivo y acabado del participio pasado, del tiempo que ha dejado de correr (de ser tiempo) para detenerse a mirarse y quedar convertido en una estatua de sal, me valdría. Pero esto es igual de absurdo, si no más.

No hay salida ni plan alternativo razonable y, sin embargo, no cabe resignarse, renunciar y dar por desaparecidos para siempre aquellos de los que procedes, los que construyeron aquel nido que se te quedó pequeño y del que tuviste que salir volando. Ni se puede regresar ni construir otro, al menos para uno mismo (como si pudiéramos erigirnos en nuestras propias causas u orígenes). Pero todo, o al menos lo mejor de lo que una es, se resiste a la violencia de ese tiempo que va a trompicones, hecho de rupturas y soluciones de continuidad, sostenido en y sobre la solidez y fiabilidad del espacio. Entonces escribe, intenta fotografiar un fantasma o sueña.

Hace unos días soñé que volvía a tener una habitación propia. No era mi cuarto de la infancia, ni ningún otro espacio real que hubiera habitado. De hecho, en el sueño sólo aparecía una mesa con un ordenador a la que me sentaba como ahora mismo mientras escribo esto. La mesa y una enorme cristalera con vistas a un jardín donde crecían las plantas que cuidaba y correteaban mis perras, donde cualquiera podía llegar de improviso y sentarse en un banco, pero nadie escapar. Sin más paredes ni detalles. Creo que la sentía mía por esto, por lo que podía ver desde ella (lo posible y lo imposible). No era ni iba a ser nunca real, así que no estaba sujeta a ninguna ley natural o histórica. Ni siquiera espacial. Una habitación con vistas a lo que amas y amaste y amarás. Eso soñé hace unos días contra la "muerte, el Pasado, el Hecho eterno".


Foto: J. Teresa Padilla
"La deuda está saldada,
El veredicto pronunciado,
Las Furias aplacadas,
La peste está contenida.
Los destinos cumplidos;
Gira la llave y condena la puerta,
Dulce es la muerte para siempre.
Ni la arrogante esperanza, ni el dolido disgusto,
Ni el odio asesino, pueden entrar.
Todo está ahora seguro y sujeto;
Ni los dioses pueden perturbar el Pasado;
Moscas –contra la puerta adamantina
sellada para siempre.
Nadie puede volver a entrar allí,-
Ni un ladrón muy cauteloso,
Ni Satán con un magnífico truco
pueden introducirse por una ventana, resquicio o agujero,
Para unir o desunir, añadir lo que faltaba,
Insertar una página, falsificar un nombre,
Renovar o terminar lo que está cerrado,
Modificar o enmendar un Hecho eterno"
(Ralph Waldo Emerson, "El pasado", en Man-day and other pieces -1867-).

jueves, 27 de diciembre de 2018

Puntos de fuga

Foto: J. Teresa Padilla
"Después de Kafka, la ficción plantea la exigencia de la plena presencia: qué diferente es esto del llamado «compromiso» de Sartre y otros. El escritor que «mira desde arriba», o sea, el escritor mentiroso, el escritor moralizante, el escritor tendencioso. La voz creíble, en cambio, sólo puede provenir de las profundidades del destino, del hombre golpeado por el destino" (I. Kertész, Diario de la galera).

Por J. Teresa Padilla

Los puntos de fuga son el resultado de la proyección de líneas a partir de elementos paralelos de un objeto, al que permiten entonces aparecer en perspectiva. Estas líneas "objetivamente consideradas" deberían guardar la misma distancia entre sí que los puntos dados desde los cuales se trazan, es decir, ser paralelas, pero si lo fueran, si se ajustaran a la realidad mensurable, no veríamos el objeto tal como se nos muestra en el espacio real que compartimos con él. En lugar de seguir una marcha equidistante, convergen hasta coincidir en un determinado punto físicamente inexistente, el punto de fuga, y, al hacerlo, crean la “ilusión” de la tridimensionalidad. Entrecomillo ilusión, porque en perspectiva no sólo se nos dan las representaciones en dos dimensiones de cualquier cosa tridimensional, sino también la propia percepción directa e inmediata de lo que nos rodea. No pretendo ir más allá (no podría aunque quisiera), sólo poner en contexto una metáfora que ha inspirado, junto a los apuntes venecianos de un poeta, la reflexión subsiguiente.

No es que vivamos en un mundo de ilusiones y fantasmagorías. Es que somos parte de ese mundo y no podemos sustraernos o negar que lo vemos o, en general, lo vivimos desde un lugar preciso en él. Desde una perspectiva que introduce elementos extraños a ese mundo, imaginarios (que no arbitrarios), como los puntos de fuga. La realidad (al menos la que podemos llamar en algún sentido nuestra) necesita de estas creaciones, ficciones, ilusiones, metáforas o esperanzas para mostrarse y vivirse, y no hay mayor aberración que la de considerarse capaz de contemplarla desde fuera, como esa mirada omnipotente que se atribuye a una divinidad ajena a cualquier limitación espacial o temporal y, por tanto, exenta de cualquier perspectiva. Si se toma en consideración que cada uno de nosotros somos el centro desde el que se proyectan las líneas que constituyen la perspectiva y nos abren todo un mundo, el que cree posible esa visión que prescinde de ella parece haberse olvidado de sí mismo.

En su “fresco” narrativo y personalísimo sobre Venecia (Marca de agua), que es a la vez un exquisito tratado sobre óptica, una autoparodia y una declaración de amor (no está mal para poco más de cien páginas), escribe Brodsky:
“El ojo precede a la pluma, y yo decido no permitir que mi pluma mienta respecto de su posición”.

Puede que la clave de la posibilidad de una “vida buena” (y de todo lo bueno que ella pueda englobar: belleza, amor, esperanza, alegría…) esté en esa decisión de no mentir sobre nuestro “ojo”, nuestra posición, nosotros mismos y, por añadidura, sobre la fragilidad que inoculamos en la sólida existencia del mundo. Quien no toma esta decisión, no es que mienta a otros ni, en realidad, esté optando por lo contrario. Más bien simplemente se engaña a sí mismo porque se ignora, porque se olvida de sí, aunque en ese olvido (y gracias a él) pueda terminar adoptando la pose y el lenguaje de una pseudodivinidad. Resulta verdaderamente ridícula su situación, pues mientras que desde esa altura, en la que cree estar situado, observa condescendiente o sarcástico la ignorancia o debilidad de los demás y pretende ver mejor que nadie lo que hacen, o no hacen y deberían hacer, se pasa completamente por alto a sí mismo y la forma en que levita por la misma fuerza de la necedad. Sin ningún mérito que arrogarse: lo más fácil, cómodo y natural es lo que él hace, renunciar a decidir, dejarse llevar, en este caso por la ilusión (ahora sí en sentido estricto) de no ocupar ninguna posición o lugar concreto, de no tener, por ello, una visión parcial y necesariamente en perspectiva (aunque no deformada, pues la verdaderamente tal es la visión que se tiene, de suyo, por “absoluta”) y, por tanto, de dar por hecho que su mundo es, tal cual, el Mundo, uno sólo accidentalmente visible. Tan precaria y contingentemente visible como los ojos que lo miran y desaparecerán un día sin afectarle en nada digno de mención.

En literatura (en la vida también, pero la literatura es más hábil y plástica cuando se trata de dejar al descubierto nuestras vergüenzas), existe el llamado narrador omnisciente. Quien opta por él escribe en tercera persona, e incluso cuando ocasionalmente usa la primera (como en determinadas formas de escritura periodística) es para hablar de otros en esa tercera persona que deja bien clara la distancia entre él y ellos. Como su denominación indica, lo sabe todo, lo que pasa dentro y fuera de sus personajes, lo visible y lo invisible, sobre éstos y su mundo.

Es muy complicado hacerlo bien con este tipo de narrador, porque aunque no puede dejarse ver, ni a sí mismo ni todo lo que alcanza su visión, ha de estar situado y, a su peculiar y oculta  manera, formar parte de la narración, como una sombra o una mirada a veces fija, otras perdida y errante. La buena literatura se impone no mentir y, paradójicamente, eso supone intentar conseguir que se confundan el plano de la realidad con el de la historia que nos cuenta, con la ficción. La realidad está hecha de ficción (puntos de fuga) y la ficción lo ha de estar de realidad para testimoniarlo y no reducirse a una mera forma de evasión, a una mentira entretenida.

A pesar de su complejidad, en la mayoría de la mala literatura (o literatura de consumo), el autor hace uso de este tipo de narrador. Justo porque esa distancia, cuya superación supone un reto para el escritor vocacional, se convierte en una coartada para el profesional o aspirante a serlo: aunque se dedique a algo tan infantil como inventar mundos e historias fantásticas sigue siendo una persona cabal. Esa tercera persona invisible e ilocalizable dejaría clara la brecha entre el mundo real (el suyo, el del que narra) y el que se imagina y transmite por puro entretenimiento y sin relación con el primero (género ficción histórica inclusive). No suele ser una decisión consciente, porque precisamente, como ya he dicho antes, sospecho que ésta es una actitud por la que no se opta, sino el resultado de un irreflexivo “dejarse llevar”. Y si buscamos razones menos especulativas, la más probable sea que los malos literatos se nutren exclusivamente de mala literatura (escrita a su vez así) y no pueden salir de ese bucle diabólico. Diabólico porque esta forma de narrar es la que más difícil hace (por la inercia de venir dada de suyo y la dificultad que impone al narrador-autor de estar y no estar presente a la vez en la narración) cumplir el imperativo brodskiano de no permitir que la pluma mienta y traicione al ojo; o sea, hacer buena literatura. O por lo menos, si no buena, veraz. Y la pregunta del millón (o casi) es por qué se va a escribir (o vivir) sin intentar siquiera eso: la veracidad. Ella es un punto de fuga, una idea reguladora que diría un kantiano: una referencia irreal, imaginaria pero no ilusoria, nunca cumplida, que, sin embargo, nos mantiene en marcha hacia ella, en camino, o sea, vivos y, en cierta forma (puede que la única con sentido), libres, esto es, capaces de darnos un proyecto, una vida, un destino, una meta; en este caso la veracidad. Libres, pues, en cuanto autónomos en el sentido clásico de lo que, en determinados ámbitos, se da a sí mismo la ley que lo determina o el objeto de su acción, el sentido en que Brodsky considera "absolutamente autónomo" al ojo: "La belleza está donde el ojo descansa" y "cuando el ojo no logra encontrar belleza -consuelo-, ordena al cuerpo crearla".

Foto: J. Teresa Padilla
Los puntos de fuga ofrecen la perspectiva que nos abre todo un mundo, un horizonte que, aun infinito, se nos ofrece a la medida de nuestro ojo: visible pero nunca del todo, siempre a mano e inabarcable, mío y de todos, frágil y sólido, imaginario y real. Parte de él desaparecerá conmigo; quizá deje por un tiempo algún rastro o cicatriz en él, pero me sobrevivirá. ¿Nos sobrevivirá a todos? El nuestro, no. Quizá el mundo del físico o el astrónomo, que lo ve desde todas partes y ninguna, porque no vive en él, sino en otro, en el mismo que nosotros. Aunque siempre ha habido astrónomos raros que no se limitaban a contemplar las estrellas, sino que las seguían en su camino hacia quién sabe si algo más tangible que un punto de fuga.

Esta es la cuestión. Mirar sin saber que miramos ni desde dónde, ignorándonos, viendo como mucho en el espejo nuestro ojo reflejado. Un ojo que no ve y tomamos por nuestro auténtico ojo, ése al que no deberíamos traicionar ni con la pluma ni con la vida. O, por el contrario, vivir en esa extraña posición, entre lo que es y lo que no, que el hombre ocupa y desde la que contagia al mundo en que vive todas sus contradicciones, como un funambulista que camina en una cuerda floja sobre un abismo de solidez e inercia desde el que proyecta líneas imaginarias que convergen en un punto irreal de referencia para su mirada que le permite mantener el equilibrio y, a la vez, dotar de vida (y belleza) a lo que hasta llegar él sólo era real: el abismo se hace así un mundo menos hostil, que se deja incluso adjetivar de forma extravagante como bello, bueno, mágico... Pero no somos dioses y, por eso, aún hay en nosotros algo que ve más lejos y claro que los ojos: la lágrima “que anticipa el futuro del ojo”.

La ciudad, Venecia y el mundo convertidos en metáforas por las palabras que se imponen no mentir: puntos de fuga y de anclaje a la vez, pero destinados a ser perdidos.
“Porque la ciudad es estática, mientras que nosotros nos movemos. La lágrima es prueba de ello. Porque nosotros partimos y la belleza queda. Porque nosotros vamos hacia el futuro, en tanto que la belleza es eterno presente. La lágrima es un intento de permanecer, de rezagarse, de fundirse con la ciudad. Pero eso va contra las reglas. La lágrima es una reversión, un tributo del futuro al pasado. O es el resultado de sustraer lo mayor a lo menor: la belleza al hombre. Lo mismo vale para el amor, porque nuestro amor, también, es más grande que nosotros“.

jueves, 29 de noviembre de 2018

Árboles torcidos

Foto: Manfred Antranias Zimmer (Pixabay)

Por J. Teresa Padilla

Mientras el mundo se desmoronaba ante sus ojos y sólo encontraba refugio en la literatura, Umbral escribía en ese diario que pretendía fuera una “rueda de instantes” y terminó titulándose Mortal y rosa, que el significado último o íntimo (supongamos que no es lo mismo) de los bosques en los cuentos infantiles era que la niñez estaba destinada a perderse, y así lo hacía, en esa oscura y terrorífica espesura arbolada que simbolizaba, en realidad, el mundo de los adultos.

Me vino a la cabeza esta idea de Umbral porque andaba yo coleccionando imágenes de árboles torcidos sin saber muy bien por qué. Algo llamó mi atención en una que compartió un amigo virtual con el que sólo interactúo así, a través de fotografías o reproducciones de pinturas, pero de una manera, creo, que ambos consideramos satisfactoria (o sea, fructífera, fluida y regular). No entiendo su lengua materna. Desconozco si él conoce la mía o tenemos algún otro idioma común en el que poder chapurrearnos mensajes. De momento, no nos ha hecho falta.

Foto: Pie Aerts, Namibia (por cortesía de Stanislav Ploc).
No creo en eso de que una imagen valga más que mil palabras, pero sí en el potencial expresivo de esas miradas congeladas que son las fotografías y, quizá (no estoy segura), también los cuadros. Además me gustan así, sin mezclarse con otras formas de “narrar” (llamaré de esta manera a lo que hace todo eso que consideramos cada cual, con razón o sin ella, “expresión artística”). Recuerdo que Schopenhauer, gran amante de la música (y muy dado a interrumpir su sesuda obra magna con comentarios personales), decía aborrecer la ópera porque las palabras (y la historia que contaban) desviaban la atención y adulteraban la esencia del arte musical. Yo no escribo nada magno, pero también me interrumpo constantemente, esta vez para dejar constancia de que la sucesión de imágenes propia del cine (ese “arte” mestizo que, salvo muy raras excepciones, parece pedir simplemente ser contemplado, dejarse ver, ofrecernos un sueño hecho, ya soñado) oculta a mi modo de ver la esencia de la expresividad propia de la imagen fija, la cual reside precisamente en la capacidad de sintetizar una “narración” en el instante; una que no se limita a dar expresión a lo que fue visible en su fugacidad, sino también a la mirada invisible que captó la imagen (o que pintó el lienzo). Puede que hasta incluya la nuestra, a la que traslada a otro tiempo y lugar haciéndole un guiño que suena, en el que caso de la fotografía, como el doble clic del obturador que simula nuestra pupila y se abre una fracción de segundo para dejar pasar, con la fugaz ráfaga de luz, todo un instante irrepetible. Teju Cole, el escritor que me deslumbró (y a medio mundo conmigo) en Ciudad abierta, también es fotógrafo y acaba de publicar en España una colección de ensayos en los que reflexiona, aunque no en exclusiva, sobre esta otra pasión suya. Ni que decir tiene que estoy deseando leerla, aunque ello me obligue a corregir la que, de momento, es la diletante opinión que acabo de expresar.

Los bosques, la infancia que se pierde en ellos, la instantaneidad de la fotografía y el hechizo de las imágenes de árboles torcidos. Parece que hay un salto, pero no. El presente, el instante, es el tiempo de la infancia, la expresión de su “fe total en la vida, sin pasado ni futuro”, de su sí incondicional que ignora y no puede comprender la muerte (porque puede que no sea en absoluto comprensible, por mucho que el mundo adulto se imagine haberla domesticado). Por otro lado, toda expresión artística es una excepción, un paréntesis, una ruptura de la cotidianidad y su burocracia, del mundo real, o sea, el de los adultos. Se puede considerar, y así se ha hecho muchas veces, el arte como un retorno a la infancia, un intento de recuperación de aquella genialidad connatural al niño; un juego, sí, pero muy serio, como lo son en realidad los juegos infantiles, no esos pasatiempos, en el sentido más literal de la expresión, propios de los adultos.

Si los niños se extravían en el bosque de la madurez, los árboles torcidos pueden representar a los que se resisten a la pérdida o se rebelan contra ella: al idiota, al loco, al raro o al artista, puede que hasta a cierta clase de filósofos.
“Ahora, con mi media vida consumada en la literatura, ésta vuelve a ser para mí lo que fue en la infancia y lo que realmente ha sido siempre: mi manera de no estar en el mundo, mi repugnancia hacia la sociedad de los adultos, hacia sus trámites, sus compraventas y sus transferencias”.
Cuando los adultos hablan, los niños deben callar. Dejar de molestar y hacer ruido. Comportarse. Los adultos inconvenientes, deficientes o raros, también. Y, por supuesto, el artista, el auténtico, no ese narcisista profesional, que, a la escucha siempre del runrún del mundo, ofrece lo que se le pide, y recibe, en justa recompensa, un sitio de honor en él. A diferencia de este funcionario, el primero realiza ese sueño infantil en el que nos imaginamos huérfanos y extraños a ese mundo real, siempre amenazante, y nos creamos otro imaginario, quizá con figuras protectoras en una misteriosa genealogía, pero que se mantienen en la sombra, nebulosas y nada opresivas. Un mundo sin ligaduras ni guías en el que todo es posible, también, a diferencia de los seres firmemente enraizados en el terreno de lo real, torcerse.

Ese mito del expósito se encuentra en la novela picaresca, en los relatos sobre la infancia de Dickens, Henry Roth (hasta en la radical autocreación del protagonista de La mancha humana del otro Roth, Philip) o Agota Kristof, en los cuentos tradicionales clásicos (con un interés disuasorio y culpabilizador apenas velado), así como en las más exitosas historias para niños de mi generación (como Pippi Calzaslargas de Astrid Lindgren o Los cinco de Enyd Blyton), en las cuales los adultos han desaparecido o juegan un papel puramente anecdótico.

La literatura moderna es más tolerante con estas fantasías infantiles de mundos aparte mientras se queden en eso, en una fase. El cuento tradicional, más realista y franco, advertía del pecado de renegar de los padres y del mundo y castigaba a los infractores con uno alternativo y fantástico aún más pavoroso que el real, todo él noche, sombras y brujas, hambre y frío. Una realidad paralela de la que debían resguardarse en el mundo real, el de sus padres y los adultos, el de la obediencia y la resignación. Peter Pan no existe. No queda más remedio que crecer, y debe crecerse bien recto, en un bosque ordenado y que filtra la luz estrictamente necesaria protegiéndonos de las quemaduras e insolaciones del sol directo. El creador, el soñador que no renuncia a su infancia, a diferencia del loco, y por su propio bien y libertad, debe aprender a camuflarse en ese mundo sin olvidarse, eso sí, de que no pertenece a él. “Intentad vestir de gris. El mimetismo constituye una defensa de la individualidad, no su derrota”, aconsejaba Brodsky a sus alumnos. Pero sean o no capaces de disimular su deformidad, todos sin excepción (lo sepan o no) están fuera de lugar, como los árboles torcidos.

Foto: Ámsterdam, autor desconocido (por cortesía de José Ramón Farré).
Árboles que se desvían de la verticalidad debida porque buscan desesperadamente la luz en un bosque de construcciones humanas, como la imagen que me regaló, para mi colección, otro amigo, José Ramón. O porque la falta de alimento los ha deformado, como a un niño raquítico, hasta que la muerte ha dejado expuesta su figura inerte en ese último esfuerzo inútil por sobrevivir, como las acacias fantasmales del desierto de Namib. Quizá por falta de una guía firme, como esos adolescentes plantones, larguiruchos y frágiles. O porque el azar les condenó a desafiar la gravedad creciendo sobre una pared prácticamente vertical.

Foto: Sabine Weiss. Petite Fille, Petit Árbre (España, 1981).
Los árboles torcidos pueden ser peligrosos si sobreviven y siguen creciendo enfrentándose cada vez más abiertamente a las leyes de la física y al sentido común. Entonces, si conviven con nosotros, los talamos. Como a los enfermos, por rectos que fueran. Un operario los marca con tinta de un color chillón condenándolos y al cabo de unos días resuenan las sierras y son ejecutados. Quizá dejen el tocón un tiempo y crezcan en sus hendiduras setas de apariencia monstruosa, quizá se molesten en extraerlo de la tierra para plantar un arbolito joven atado debidamente a su guía con el fin de que crezca como debe.

Peligrosos o no, son diferentes, feos y frágiles. El típico incordio que estropea la foto de familia, que interrumpe la uniformidad marcial del resto de los árboles, ésos que, así se dice, “no dejan ver el bosque” cuando en realidad parece, como nos demuestra el árbol lisiado, el único que vemos por sí mismo, ser al revés. O, por qué no, a lo mejor pasan las dos cosas, y los árboles y el bosque se ocultan mutuamente para erigir así esa penumbra falaz y cruel que se llama mundo real.
"Existe un modo de pensamiento serio y otro poco serio. El serio está representado por los intereses, los poderes del Estado, los negocios, la policía secreta y el principio de poder que rige en un momento dado. El poco serio, por los artistas, los filósofos, los poetas, los santos: los que no cuentan" (I. Kertész. Diario de la galera).

jueves, 6 de septiembre de 2018

La carne

Foto: Mario Giacomelli
“No es el ojo sino la carne quien ve” (Michel Henry, Encarnación).

"¡Mis entrañas, mis entrañas!, ¡me duelen las telas del corazón, se me salta el corazón del pecho!" (Jeremías, cap. 4, vers. 19).

Por J. Teresa Padilla

Las lenguas son un poco como los cuerpos. Cuanto más jóvenes, más flexibles. Para un artista de las palabras, esto importa poco (ya se encargan ellos de renovar hasta la lengua más antigua y reacia a la danza). Muy posiblemente hasta preferirían, si tal cosa, "preferir", fuera posible, las viejas, con sus rincones y su polvo de secretos acumulados. No se puede elegir la lengua materna, como no se puede elegir a los progenitores, ni siquiera muchas veces a los que terminamos amando, pero sí es posible renegar de ella o, menos radicalmente, serle “infiel” o “dejarla por otra”, consiguiendo incluso una voz propia en la que era una lengua extraña. Sobrepasa mi limitada comprensión y capacidad, pero el caso se da (Agota Kristof, Milan Kundera, Nabokov, Brodsky…). Algunos, por educación, puede que deban considerarse bilingües y quizá ser excluidos de la lista, pero otros, como la “analfabeta” Agota y Brodsky, demuestran esta sorprendente posibilidad.

En filosofía, sin embargo, los autores en lenguas romances (los anglosajones viven en su mundo, o más bien isla o continente, y no envidian nada a nadie, más bien lo contrario) siempre han parecido menos serios, más literarios o heterodoxos, que los alemanes con su lengua relativamente más moderna. Con sus prefijos y sufijos, su facilidad para los compuestos y la disponibilidad de la palabra de origen latino junto a la más propia para designar diferentes aspectos o acepciones de un mismo término, las traducciones de filosofía alemana resultan tan confusas que se hace imprescindible para comprender algo tener siquiera rudimentos de la lengua original y, al final, tirar de ingenio y talento literario para seguirles en el idioma propio el ritmo. En mis tiempos de estudiante universitaria me harté de oír aquello de que el castellano no era una lengua filosófica, por lo que se la tenía que forzar y retorcer para hacerla entrar en razón (en la Razón). Dudo que en La Sorbona se dijeran este tipo de cosas. De ahí, supongo, la diferente productividad de unos y otros. No sé, pero me imagino yo que existirá un término medio, entre el complejo permanente de inferioridad y el chovinismo, que nos libre de la condena de una lengua supuestamente bárbara.

Todo esto viene a cuento del cuerpo, o de los cuerpos (no en vano la lengua viene a ser el cuerpo del pensamiento). Como casi siempre que se habla de cuerpo, quizá se piense en cuestiones relacionadas de una u otra forma con las mujeres. No sólo porque dé la casualidad de que haya debates abiertos sobre el tema (prostitución, subrogación de la maternidad, etc.), sino porque las mujeres han sido y todavía son fundamentalmente cuerpos. Podría justificar esta afirmación y hacer su genealogía, pero ya hay excelente bibliografía desde antiguo sobre el tema y, aunque resulte raro, no me gusta hablar en el blog de lo que hablo (o callo) en las calles o en las redes. El masculino asume el neutro en la gramática (de algunas lenguas) y en la vida (de todos los mundos conocidos por el momento). Y la mujer (y su cuerpo) es la diferencia, la excepción. Simone de Beauvoir habló de segundo sexo, pero me parece a mí que se trataba más bien del sexo por antonomasia. El otro, el masculino, es mucho más que un sexo, es su sexo (y cuerpo) y el de todos, es él mismo y todo lo que no es él mismo, y por eso, cuando Dios decidió habitar entre nosotros, tuvo que encarnarse, para no excluir a nadie, en el cuerpo de un varón para hacerse hombre, el universal hombre.

Pero no es esto lo que llevo tiempo rumiando en torno al cuerpo sin demasiado resultado. Se trata, más bien, de la cambiante forma en que lo vivimos en general los seres humanos, haciendo abstracción de las peculiaridades de la experiencia “femenina” del cuerpo (ese totum revolutum de biología y perspectivas culturales). La filosofía alemana, cuando reparó en el cuerpo y su peculiar condición intermedia entre el mundo y nosotros (o, un poco más técnicamente, entre lo objetivo y lo subjetivo, o entre lo que aparece y su aparecer), empezó a distinguir con Husserl el Leib (que se suele traducir aquí como “cuerpo vivo”) y el Körper (el cuerpo-cosa o cuerpo objetivo). Eso hasta que Merleau-Ponty, francés por supuesto, empezó a hablar para referirse al primero (debidamente repensado por él, como corresponde, aunque aquí esto no importe) como chair, o sea, carne.

A diferencia de la carne, el cuerpo es esa materia de la que se supone estamos hechos, que obedece las leyes de la física y constituye el objeto de la biología o la medicina, que nos hace visibles para los demás, aunque, si todo se redujera a eso en la relación entre humanos, a ver un cuerpo similar al que nos ofrece el espejo y suponerle (o no, dependiendo casi de nuestro capricho o grado de empatía) un ser, una conciencia o una vida como la propia, nunca seríamos capaces de reconocernos. La carne, por el contrario, es algo íntimo, sentiente y sentida también, pero por dentro, en ningún otro lugar o espacio. Dios no se dio un cuerpo, sino que se encarnó y, al hacerlo, se hizo otro, el Hijo, porque sólo así podía ser de verdad como nosotros, un ser sometido al poder del dolor, el demonio y la muerte. Y, claro está, renunció a la omnipotencia.

Se puede cortar la “mano que escandaliza”, pero no la carne que tortura. Es tan nosotros mismos que sólo cuando lo hace, cuando se vuelve contra nosotros y contra ella misma, la distinguimos de ese cuerpo que vestimos o desnudamos, que cambia y no siempre a nuestro ritmo, que nos decepciona o nos enorgullece, que aceptamos o contra el que nos rebelamos, que nos deja a merced de los otros y nos expone a ser reducidos a meras cosas, a objetos desechables. A merced de los otros y también de nosotros mismos, que nos sentimos capaces de enajenarlo y distanciarnos de él reduciéndolo a un simple instrumento o medio para diferentes fines. De repente nos damos cuenta, siguiendo el hilo de una palabra, que estamos ante algo distinto no sólo del Körper (el cuerpo-cosa), sino hasta del Leib (el cuerpo que toca y se toca, sujeto y objeto en la experiencia del mundo) que se pretendía traducir con ella.

Es fácil ignorar la carne que somos y de la que no disponemos en absoluto (como relativamente sí ocurre con el cuerpo en cualquiera de sus otras dos acepciones) cuando se oculta y olvida de sí misma en el placer o el simple bienestar. Imposible cuando sufre, cuando duele. Porque será el cuerpo el que contraiga una enfermedad, pero quien la padece es la carne. Es su dolor el que sentimos y por el que nos sentimos a nosotros mismos, en carne y hueso, es decir, en persona. Impotentes y expuestos, pero no ya a una cosificación, propia o ajena, que nos permita al menos albergar la esperanza de algún íntimo reducto de inaccesibilidad y salvación, sino a nuestra finitud misma, en carne viva. Dejamos de hacernos ilusiones, de creernos dueños de nada, ni siquiera de ese cuerpo que nos permitíamos mimar o maltratar y del que ahora la carne se ha apropiado por completo hasta el punto de transformarlo, de una posible máscara, en una cárcel.

Carne, entresijos, entrañas. Será por falta de palabras que no podemos pensar.

jueves, 14 de junio de 2018

El canto y la ceniza

El canto y la ceniza. Antología poética. Anna Ajmátova y Marina Tsvetáieva (trad. y selec. de Monika Zgustova y Olvido García Valdés).

Galaxia Gutenberg: Barcelona, 2005. 299 pp., 17,90 euros.


“Hermanos errantes,
morimos –no lloramos.
Ardemos –no lloramos.
En ceniza y en canto
ocultamos al muerto,
errantes hermanos” (Marina Tsvetáieva, Poema del fin).

“No soy ésa, es otra quien sufre.
No lo resistiría yo. Que velos negros
cubran lo sucedido, que retiren
los faroles…
Noche” (Anna Ajmátova, Réquiem).

Por J. Teresa Padilla

Poesía. Poetas. Qué se puede decir, añadir o comentar a lo escrito por ellos. Habrá sesudos eruditos que nos ofrezcan como un cuerpo diseccionado la autopsia de un poema, nos desvelen el mecanismo interno que posibilitó su expresión, su sonido, el extraño fenómeno de comunicación que supone. No descarto que algunos de estos estudios puedan ser fascinantes, no cuestiono la pasión del forense por su labor, aunque a mí me sobrecoge ver un poema convertido en un cadáver sobre una mesa de operaciones. Un cuerpo donado a la ciencia de la filología y expuesto, no sólo al devoto escalpelo de los amantes de la palabra, crueles a su pesar, sino también al de los simples curiosos para los que la magia se reduce al truco y eso es lo único que buscan en la poesía y en la vida. El truco: qué listos se sienten quienes creen conocerlo; qué decepción debería suponerles descubrirse, pese a todo, incapaces de reproducir ellos mismos el supuesto simple juego de prestidigitación; qué lástima que ni tan siquiera sospechen su fracaso, quizá bajo coronas de laurel o grandes cifras de ventas.

Asimismo hay poetas que hablan de otros poetas y sus poesías. E incluso se paran un momento para pensar en prosa sobre su propia obra. Ambas cosas hacía Joseph Brodsky en un conjunto de ensayos sobre los que escribí tiempo atrás. Me da la impresión de que, cuando los poetas reflexionan sobre la poesía, se muestran demasiado inseguros (con respecto a lo creado por ellos mismos) o deslumbrados (por el fruto de la actividad ajena) para ser tomados realmente en serio por el mundo de los expertos. Pero qué sé yo de ese mundo. A mí me fascinan sus titubeos, y, como un ciego cogido del brazo de un tuerto, les sigo en su lectura detenida de cada verso y les dejo que me describan la belleza oculta que he sido incapaz de descubrir por mí misma.

Relativamente oculta. Un poema es como una mina o un yacimiento paleontológico. Hay capas y más capas. Si puede llegar a ser agotado, exprimido por completo, es una afirmación arriesgada que no me atrevo a suscribir. Pero lo que sí sé es que desde la primera capa, la más superficial y accesible, expresa y comunica lo que la prosa no puede. Lo dice una lectora habitual de prosa que sólo cuando se siente desfallecer acude a la poesía. Nada aborrezco más que a un mal poeta (que, en realidad, es para mí un impostor). Nunca, jamás, me atrevería a escribir versos. Ni a juzgar los de los demás, aunque me parezcan falsos. Profanación, sacrilegio… Palabras que me vienen a la cabeza. El poeta, las poetas en este caso, son unos seres extraños. Mediadores entre nosotros y todo lo que las palabras, con una determinada cadencia, pueden llegar a significar o, más bien, evocar. “El poeta es el genio de la evocación”, decía Kierkeggard, “tan débil y a la vez tan persistente como sólo puede serlo un recuerdo”. Un recuerdo de algo que está más allá de nuestro pasado particular: el de lo que (o quienes) fuimos aún antes de ser, lo que somos o no terminamos de dejarnos ser. Puede que tenga que ver con los susurros y los labios: lo decía Nadiezhda Mandelstam cuando describía el proceso creador de Ósip (“el murmullo de los labios «que recuerdan»”) o Boris Pasternak, en una carta a la propia Marina Tsvetáieva sobre su poesía (“Es precisamente eso que el hombre siempre hace y nunca ve. Así deben moverse los labios del genio humano, de esa criatura que excede los límites de sí misma”). Frases, en resumen, sin sentido (analítico) como éstas, que nos confunden y empujan a seguir pensando y siendo, a vivir. Y eso es la poesía para mí: una caricia o una garra, según. Pero que te despierta y te devuelve a la vida, aunque sea para sentir el dolor de la ausencia, la soledad y la muerte. Sólo sufre el que está vivo, y aunque el dolor no puede ser justificado por nada, ni siquiera por la belleza de las obras de quienes lo sufrieron y, a pesar de él (nunca gracias a él), extrajeron cantos de las cenizas, lo cierto es que, a poco que echemos un vistazo a nuestro alrededor, no parece caber más felicidad que la del malvado o el idiota. El consuelo parece la única aspiración sensata, y el amor, claro, hacia los que nos lo procuran en la vida y en la literatura.

Al parecer, Anna Ajmátova y Marina Tsvetáieva se cruzaron brevemente, pero no llegaron a conocerse, a hablar, a establecer un vínculo afectivo. Apenas lo que les permitieron algunos de sus poemas: los pocos que estaban publicados y aquellos otros que pasaban de mano en mano. Los vientos de la época, esa que iba a traer el paraíso pero se conformó con el infierno, las llevaron de aquí para allá en direcciones no coincidentes. Compartieron hambre, dolor y miedo. Una logró sobrevivir contra toda esperanza. Marina, no. De Anna transcribí en su día aquí un poema de su Réquiem. Hoy le toca a Tsvetáieva (1892-1941). En parte para compensar, pero también porque, al leerlas juntas en esta antología, la poesía de Marina me ha parecido… ¿Superior? No, no sé lo que es eso. Me ha dolido y consolado más. Me ha dicho cosas que me hubiera dicho a mí misma si hubiera sabido cómo se decían.

No voy a reseñar cómo vivió y murió esta poeta. Ni las pérdidas que sufrió. Ni el amor que fue capaz de sentir y hacer sentir a otros poetas enormes, pero quizá no tan grandes como ella, en palabras de J. Brodsky, “la mayor poeta del siglo XX”. Nada de esto es necesario, es información disponible con un clic o poco más. Prefiero transcribiros algunos de sus poemas mientras intento recordar para siempre y murmurar con ella estos cuatro versos extraordinarios de su Poema del fin:

“Ulula, brama,
aúlla como un perro con rabia.
(La vida se te agolpa
cuando mueres)”.


A ALIA

1
No sé dónde estás, dónde estoy yo.
Las mismas canciones, las mismas labores.
Tan amigas, tú y yo.
Tan huérfanas, tú y yo.

Estamos tan bien juntas,
sin hogar, sin reposo, sin nadie…
Dos pajarillas: al despertar, cantamos,
dos peregrinas: nos alimentamos del mundo.

2
Vamos de una iglesia a otra,
las grandes y las pequeñas, parroquiales.
Y de una casa a otra,
las humildes y las ricas, señoriales.

Un día me dijiste: ¡cómpralas!
Brillaban en tus ojos torres del Kremlin.
El Kremlin es tuyo desde la cuna.
Duerme, mi primogénita, radiante y terrible.

3
Y como hierba que bajo tierra
se enlaza a minerales férrreos,
nada se escapa a los dos claros
abismos que tiene el cielo.

Sibila, ¿por qué sobre mi niña
pesa ese destino?
Una suerte rusa la llama…
Y sin fin: Rusia, amargo serbal.

(24 de agosto de 1918).



¡Dos manos tiernamente puestas
en la cabeza de una niña!
Me habían sido regaladas
-para cada mano, una- dos cabecitas.

Pero apretándolas con ambas,
con furia –cómo pude-
a la mayor arrebaté de las tinieblas,
y a la menor no logré salvar.

Dos manos –acarician y alisan
tiernas cabezas, sedosos cabellos.
Dos manos –y una, en una noche,
resultó superflua.

Rubia –cuellecito fino-,
diente de león en su tallo.
Aún no he llegado a comprender
Que mi niña yace en la tierra”.

(Primera mitad de abril de 1920).



JARDÍN

Por ese infierno,
por ese absurdo,
dame un jardín
para mi vejez.

Para mi vejez,
para mi miseria:
días de trabajo,
días de sudor...

Para mi vejez,
mis días de perro,
mis años ardientes,
un fresco jardín.

Para quien huye,
dame un jardín,
sin cara,
sin alma.

Jardín sin pasos.
Jardín sin unos ojos.
Jardín sin risas.
Jardín sin ruido.

Dame un jardín
sin un silbido
sin un grito
sin un alma.

Dime: -No sufras ya, toma
ese jardín, solo como tú.
(Pero tú no entres en él.)
Toma ese jardín, solo como yo.

Para mi vejez ese jardín.
¿Ese jardín o quizá el más allá?
Dámelo para la vejez,
para que mi alma quede absuelta.

(1 de octubre de 1934).



Si pudiera, te llevaría
a las entrañas de una cueva:
a la cueva de un dragón,
a las entrañas de una pantera.
A las garras de una pantera
te llevaría, si pudiera.

Al seno de la naturaleza, al lecho de la naturaleza.
Si pudiera, mi propia piel de pantera
me quitaría…
Entregaría mis entrañas a la ciencia.
En la maleza, en los arbustos, en los arroyos, en la hiedra,

allí, donde en penumbra, en ensueño y oscuridad,
se entretejen las ramas para bodas eternas…

Allí, donde en el granito, en la leche y en el líber del tilo
se entrelazan por siglos de siglos
como ramas, y ríos.

Ni en la blanca luz, ni en el pan negro.
En la rosada, en las hojas –como amistades íntimas…

Para que no se golpeen las puertas,
para que no se grite,
para que no siga todo igual
hasta el fin de los tiempos.

Pero es poco, cueva,
es poco, entraña.
Si pudiera, te llevaría
a las entrañas de una cueva.

Si pudiera,
te llevaría.

(Poemas al huérfano, 3. 27 de agosto de 1936)



Ya es hora. Para este fuego
ya soy vieja.
El amor es más viejo que yo.
Tiene cincuenta eneros
la montaña.
Más viejo es el amor:
viejo como un fósil, viejo como una sierpe,
más viejo que el ámbar de Livonia,
más que los barcos fantasmas,
más viejo que las piedras, más viejo que los mares…
Pero el dolor que hay en mi pecho,
más viejo, más viejo es que el amor.

(23 de enero de 1940).

jueves, 12 de abril de 2018

Contra toda esperanza

Contra toda esperanza. Memorias. Nadiezhda Mandelstam.

Acantilado: Barcelona, 2017. 656 pp. 29 euros.


“Todavía no estás muerto. Todavía no estás solo.
Con tu amiga la mendiga
gozas de la grandeza de las llanuras,
de la niebla, del frío y de la nevada.

Vive tranquilo y consolado
en la pobreza opulenta, en la miseria poderosa.
Son benditos los días y las noches
y es inocente la fatiga dulce y sonora.

Infeliz aquel que, como su sombra,
teme el ladrido y maldice al viento.
Y miserable aquel que, medio muerto,
pide limosna a su propia sombra".

(Ósip Mandelstam, Cuadernos de Voroneth, 15-16 de enero de 1937).


Por J. Teresa Padilla

“De sus ochenta y un años de vida, Nadiezhda Mandelstam pasó diecinueve como la esposa del poeta ruso más grande de su siglo, Ósip Mandelstam, y cuarenta y dos como su viuda. El resto fue niñez y juventud. En los círculos cultos, y en especial entre la clase ilustrada, ser la viuda de un gran hombre bastaba para conferir una identidad. Esto sucedía especialmente en Rusia, donde en los años treinta y cuarenta el régimen creaba viudas de escritores con una eficiencia tal que a mediados de los años sesenta había un número suficiente como para haber organizado un sindicato”.
Así comienza el obituario que Joseph Brodsky, originalmente Josif Brodski u Ossia el joven (como se le llama en este libro), escribió para ella en 1980 y se incluye como prólogo en esta edición de Contra toda esperanza, que también recoge la traducción de otra grandísima mujer, Lydia Kúper, autora, a una edad provecta (como la de Nadiezhda cuando escribió estas memorias), de la probablemente mejor traducción de la monumental Guerra y paz.

Nadiezdha Mandelstam no fue simplemente la viuda de Ósip Mandelstam. Fue su memoria, la del poeta y la de sus versos, inseparables dada la carga ética, la responsabilidad que ambos atribuyeron a la literatura: “Los poetas no pueden ser indiferentes ante el bien y el mal, y jamás dicen que todo lo existente es racional” (frente a Hegel, ¿cuántas veces van ya en mis textos?, y toda su nefasta progenie). Sin Nadiezdha, lo que Mandelstam fue, lo que escribió, habría terminado, como su propia vida, succionado por la oscura lejanía del gulag.

Foto: tygodnikprzeglad.pl

Resulta complicado decir quién debe a quién ser el que ha terminado siendo. Lo más seguro es que se lo deban mutuamente. Lo que a mí me importa dejar claro es que éstas no son las memorias de una viuda ilustre (apenas habla de sí misma o de su vida previa a la que compartió con el poeta), ni siquiera una recopilación de recuerdos sobre el "gran hombre" y su vida en común. Es una reflexión sobre los orígenes del terror y el totalitarismo, sobre la génesis del poema y la extraña y mágica condición del poeta, sobre la belleza de algunos seres humanos y la mezquindad de otros. Sobre lo fácil que es claudicar y traicionar, entre otros, a uno mismo. Es también un lúcido ejercicio de introspección y empatía. De un amor alejado de cualquier cliché, que nunca se menciona directamente pero sobrevuela todo el texto imponiéndose sobre cualquier otra cosa, como la denuncia de la miseria material y moral de la tiranía soviética o el ajuste de cuentas con personajes concretos. El "gran hombre" está muy lejos de ser un dios o un enviado por los dioses, en este caso de la Palabra, para mediar entre ellos y los hombres. O puede que no, si consideramos posible, como en la historia de Cristo, que esos seres tocados por la divinidad de una u otra forma estén condenados al escarnio, la tortura y la muerte. Lo que es indudable es que Mandelstam aparece como “el hombre al que se le caían los pantalones y que carecía de toda entonación teatral, aquel mismo hombre que era llevado bajo custodia a cualquier hora del día y de la noche” y que “no dudaba, pese a todo, de su derecho a escribir libremente”. Un hombre que enloquecía de terror, pero al que nunca se le olvidó, sobre todo con la poeta Anna Ajmátova (la otra coprotagonista de estas memorias), reír. “Los dos eran difícilmente educables”, dice con orgullo Nadiezdha. Ella, también.

Pero prefiero que leáis a esta mujer increíble que, contra todo pronóstico, consiguió salvar todo un mundo al borde de la desaparición; un mundo cuyo despeñamiento logra contener con la única fuerza de la fragilidad de una edad avanzada, una portentosa lucidez y memoria, y una vida de dolor y privaciones. “El poeta”, dice Nadiezhda, “al tiempo que escribe sus versos, va comprendiendo la realidad, porque en ellos existe un elemento de anticipación del futuro”: no ve bien de cerca, “el presente, pero sí el futuro”. Es el adivino, sí, el bendecido por la gracia de la palabra. El médium entre la lengua y nosotros. El poseído. El enajenado. La prosa viene, como dice Brodsky, tras ella, la poesía. También la de Nadiezhda. Pero viene a salvarla, a conservarla, a ser su conciencia, a volverla en sí, a honrarla, a devolvérsela a los hombres, a cuidarla. El cuidado, esa labor reservada tradicionalmente a la mujer y que está en el origen mismo de la palabra cultura. La supervivencia del testigo y su testimonio es, a fin de cuentas, la prueba del triunfo de la civilización sobre la barbarie, “la mejor demostración de que la victoria definitiva pertenece siempre al bien y no al mal”. Finalmente, Nadiezdha, pese a lo “engañosa e ilusoria” que la considera tantas veces, hace honor a su propio nombre: Esperanza.


Apéndices nada accesorios.

I) Cosas de Nadiezdha sobre:

La poesía y el poeta.
“En 1930 comprendí por primera vez cómo nacen los versos. Antes sólo sabía que se había producido un milagro: había surgido algo que anteriormente no exisitía”.
“Los labios son el arma de producción de un poeta, ya que trabaja con su voz. El murmullo de los labios que trabajan asemeja al flautista y al poeta. (…) El murmullo de los labios «que recuerdan». (…) En el proceso de la creación poética hay como una evocación de algo que jamás había sido dicho aún. (…) Los versos viven su auténtica vida tan sólo en la voz del poeta y la voz del poeta continúa viviendo en ellos para siempre” (extraído del capítulo “Murmullos y susurros”, una maravilla de principio a fin).
“Me gustaría contar lo que significaba la palabra para él, pero hacerlo es superior a mis fuerzas. Pienso, tan sólo, que él sabía cómo era la «forma interna de la palabra» y la diferencia entre la palabra como signo y como símbolo”.

El totalitarismo y el terror:
“Un buen día tuvimos miedo del caos y todos anhelamos de pronto un poder fuerte, una mano poderosa que encauzara los revueltos torrentes humanos. Tal vez el temor sea el más estable de nuestros sentimientos (…) Queríamos rectificar el curso de la historia, acabar con los baches en el camino para que no hubiera nada imprevisto y todo se desarrollase de forma suave y uniforme. Y ese anhelo preparó psicológicamente la aparición de sabios capaces de señalarnos el camino a seguir. Y como había sabios, no nos atrevimos a obrar por nosotros mismos sin directivas y esperamos indicaciones precisas y recetas exactas. Y puesto que ni tú, ni yo, ni él somos capaces de confeccionar una mejor lista de recetas, tenemos que dar las gracias por la que nos suministran desde arriba. (…) Ciegos como éramos, fuimos nosotros mismos los que defendimos la unanimidad de criterios, ya en cada divergencia, en cada opinión particular, veíamos aparecer de nuevo la anarquía y el indescriptible caos. (…) Y así vivíamos, así cultivábamos nuestra inferioridad. (…) Éramos, en efecto, seres inferiores y no se nos pueden exigir responsabilidades. Y sólo nos salvan los milagros”.
“Escogimos todos el camino más fácil: callábamos en la confianza de que no nos matarían a nosotros, sino al vecino. No sabíamos siquiera quién entre nosotros mataba y quién se salvaba, simplemente, gracias a su silencio”.
“Cada ejecución se justificaba diciendo que estaba construyendo un mundo donde no habría violencia y todos los sacrificios eran pocos para esa «nueva sociedad» sin precedentes. Nadie se percató de que el fin comenzaba a justificar los medios y luego, como siempre ocurre en estos casos, había desaparecido gradualmente”.
“Es imprescindible comprender el significado de todo lo ocurrido. El humanismo del siglo XIX sufrió una dura crisis, se derrumbaron todos sus valores éticos porque se basaban únicamente en las necesidades y deseos del ser humano o, simplemente, por su anhelo de ser feliz. El siglo XX, por el contrario, nos demostró con meridiana claridad que el mal posee una inmensa fuerza de autodestrucción. En su devenir aboca irremisiblemente al absurdo y al suicidio. También comprendimos, por desgracia, que el mal al autodestruirse puede acabar con toda la vida en la tierra y eso no lo deberíamos olvidar. Sin embargo, por mucho que la gente proclame a voz en grito verdades tan simples, las oírán solamente aquellos que no quieran el mal. Además, todo eso ya existió y caducó, y volvió a empezar, pero siempre con mayor fuerza y amplitud. Afortunadamente yo no veré ya lo que nos depara el futuro”.

La muerte:
“La muerte del artista no es una casualidad, sino el último acto creador que como un haz de rayos ilumina toda su vida. (…) El final y la muerte son elementos de la estructura de la vida, potentísimos, a los que se subordina todo lo demás. (…) Mandelstam condujo su vida de modo autoritario hacia el final que le acechaba, a la forma de muerte más extendida en nuestro país, «en tropel y en manada»”.
“Nadie lo vio muerto. Nadie lavó su cuerpo. Nadie lo colocó en un ataúd. En su febril delirio los mártires de los campos no saben distinguir el tiempo, no diferencian la realidad de la ficción. (…) Sólo sé una cosa: Mandelstam dejó de sufrir; su vida de mártir acabó en alguna parte. Así termina toda vida. Antes de morir, yacía sobre una tarima y en torno suyo pululaban otros condenados. Probablemente esperaba un paquete. No se lo entregaron o no llegó a tiempo. El paquete fue devuelto. Para nosotros fue la prueba y notificación de su muerte. Para él, que esperaba el paquete, su ausencia significaba la muerte de todos nosotros. (…) El paquete volvió a mis manos y yo, que rezaba para que terminasen sus padecimientos, me tambaleé ante la ventanilla cuando la empleada de correos me comunicó esta última e inevitable buena nueva.

Y después de su muerte -¿no sería antes de ella?- vivió en las leyendas de los campos como un viejo demente de setenta años con una escudilla para comer gachas, que en tiempos había escrito poemas y que por ello se apodaba «el poeta». Y otro viejo -¿no sería el auténtico Mandelstam?- vivía en el campo «Vtoráya Rechka» y estaba incluido en la expedición a Kolyma y muchos consideraban que era Ósip Mandelstam, y yo no sé quién era él”.

II) Hasta aquí una pequeña muestra de la sabiduría y hasta poesía de la prosa de Nadiezdha Mandelstam. Sólo me queda añadir, para cerrar el círculo y esta entrada, otra de lo que gracias a ella sobrevivió. Tan suya, probablemente, como del hombre que amó.

“I

Hacia la tierra vacía, cojeando sin querer,
con desigual y dulce paso
ella camina, adelantándose apenas
a su rápida amiga y al joven que le lleva un año.
La arrastra la libertad oprimida
del defecto que la anima.
Y parece que una clara sospecha
no quiere detenerse a su paso.
Esta temprana primavera
es para nosotros madre
de un cuerpo muerto.
Y todo va a comenzar eternamente.

II

Hay mujeres que nacieron en una húmeda tierra.
Cada uno de sus pasos es un sollozo sonoro,
y su vocación, acompañar a los muertos
y ser las primeras en saludar a los que resucitan.
Pedirles caricias es un crimen
y separarse de ellas, imposible.
Hoy ángel, mañana gusano en la tumba
y pasado mañana sólo un difuso contorno.
Lo que fue un paso se hace inaccesible.
Las flores son inmortales. El cielo, denso,
y el futuro sólo una promesa”.

(Ósip Mandelstam. Cuadernos de Voroneth. 4 de mayo de 1937).

jueves, 8 de febrero de 2018

Miradas

Foto: Vivian Maier. Self-Portrait, 1954

“Por sí misma, la realidad no vale un centavo. Es la percepción lo que le confiere significado a la realidad. Hay una jerarquía entre las percepciones (y por consiguiente entre los significados) en la que aquéllas adquiridas mediante los prismas más refinados y sensibles ocupan la cima. Es la cultura, única fuente de suministro, la que aporta a dichos prismas el refinamiento y la sensibilidad; es la civilización, cuya principal herramienta es el lenguaje” (J. Brodsky).

Por J. Teresa Padilla

Números, datos, hechos. Siempre ha sido una creencia natural, ingenua por irreflexiva, la de no sólo dar por buena, que lo es en cierta medida, la visión más común de las cosas, sino tenerla por la única aceptable. Se tiende a olvidar que, al fin y al cabo, es eso, una visión, y no una realidad independiente de nuestra mirada, como suponemos. Siempre ha sido así: podría decirse que somos “realistas” por naturaleza, que nos fiamos más de las cosas que de nosotros mismos, sin percatarnos de que ellas, con toda su solidez, no son sino una realidad configurada por siglos y siglos de miradas humanas, heredada, cultural. Y no por ello menos verdadera que esa realidad que imaginamos ajena a nosotros.

¡No, no; eso es idealismo! Un delirio desenmascarado en su momento por el materialismo histórico, ya sabéis, la maravillosa teoría que blandieron en 1917 revolucionarios empeñados en hacer a los hombres felices como fuera, aun a costa de sus vidas (la frase no es mía, pero soy incapaz de recordar a quién se la he leído). Sus consecuencias prácticas terminaron por avergonzar a la inteligencia filosófica, hasta entonces fascinada por esta explicación tan concluyente y totalizadora, que decidió entonces tirar por la calle del medio, a saber: reducir la filosofía a semiótica, renunciar al problema de la verdad y, por tanto, dejar ese marrón a otros. En realidad, salvo alguna escuela minoritaria y poco dada al espectáculo de las entrevistas y los coloquios, a saber, la que trabaja en las catacumbas de las universidades, la verdad dejó de importar en general y la cuestión quedó reducida a la realidad de lo real, para decidir lo cual está la ciencia (o, hablando con exactitud, las ciencias).

La ciencia y su datos, suficientemente exactos, más o menos inmutables. Ella es la nueva iglesia de una nueva fe que ha hecho de la que Husserl (el maestro de la minoría subterránea antes mencionada) llamaba actitud natural, prefilosófica, una nueva religión. Una religión politeísta, pues no hay una ciencia suprema, sino muchas, con diferentes objetos y métodos, pero que por adición se supone que agotan lo real. De esta suma resulta una realidad bastante desestructurada, un puzle cuyas piezas nadie sabe a quién o qué corresponde encajar. De hecho, ninguna ciencia está encargada ni ha sentido necesidad de conectarlas, por lo que queda sancionado que no lo están, que esto es en el fondo lo que hay.

A la menor objeción o intento de amotinamiento ante esta realidad caleidoscópica que se nos ofrece como única probada, "verdadera", los fieles de esta religión, adoctrinados convenientemente en los catecismos de la nueva fe (los textos de divulgación científica convertidos en auténticos best sellers), te plantan un gráfico, una estadística o una ristra de cifras extraídas de alguno de los escritos de los doctores de esta iglesia o de simples aspirantes a serlo. Como si todo tema con interés fuera en el fondo científico, porque lo que queda fuera de la ciencia es asunto ya sólo del capricho de la opinión y el gusto de cada cual, de lo arbitrario, lo que no necesita justificación, lo irracional.

Si esto es más o menos como lo describo, entonces tengo que concluir que vivo tiempos oscuros. Es nuestra mirada la que da sentido a la realidad, la que la dota de significado. Y esa red de significados, esa estructura significativa, es la que crea el mundo que habitamos. Un mundo real o tan real como nuestras vidas, las que vivimos cada uno de nosotros, no la que estudia la biología y nadie en realidad vive. Lo dijeron, y todavía dicen, algunos filósofos, pero son los poetas, como Brodsky, los que no se avergüenzan de proclamar que es la cultura, la civilización, como creación humana, lingüística en un sentido muy amplio, la responsable de la realidad en la que efectivamente vivimos. Ésta es la verdadera realidad, la única, desde luego, en que se puede o vale la pena existir. En ella hunden sus raíces todas las demás creaciones humanas: la literatura, las artes plásticas, la técnica y la propia ciencia. Si la ciencia se erige en la última palabra sobre lo que verdaderamente es, está negándose a sí misma sus orígenes, matando a sus padres y declarándose expósita. Si esto sucede, todo lo demás queda reducido a una cuestión de gusto u opinión meramente individual y subjetiva en su peor acepción (la que aísla y separa del otro), y negamos así la posibilidad de comunicar nuestras respectivas miradas, de enfrentarlas y enriquecerlas, de mantener viva y renovada una cultura que es una creación del hombre, pero nunca una suma arbitraria de ocurrencias.

No sé lo que me pone más furiosa cuando creo estar conversando con mis semejantes: que me planten un diagrama estadístico y me acribillen con una ráfaga de cifras que supuestamente hablan por sí solas, o que alguna voz conciliadora ponga fin a la discusión con un “cada cual tiene su opinión” (y se da por supuesto que todas tienen el mismo valor, porque no hay esa referencia cultural de la que hablaba Brodsky que establece la jerarquía entre ellas). Son la cara y la cruz de esa única moneda, aparentemente, de curso legal hoy.

Foto: Teju Cole
Pero cuando estás a punto de rendirte, de callar y recluirte mientras dejas el ruido del mundo en manos de la más detestable de las ignorancias, la del experto, entonces desde ese otro mundo, desde esa realidad poblada por las voces de los ausentes, alguien, Brodsky o esa extraordinaria anciana de sesenta y cinco años capaz de detener con sus palabras y su memoria, a punto de desfallecer, la cultura de toda una nación, Nadiezhda Mandelstam, o una fotógrafa rescatada casual y póstumamente del anonimato como Vivian Maier, e incluso una compañera descubriendo el amor en una simple planta, me recuerdan que la excentricidad, el exilio, el anonimato y el fracaso son, en ocasiones, las únicas fuentes de lucidez, burbujas en las que poder ser libres y humanos.

Cuántas miradas son posibles. Cuántos mundos. La increíble foto de Maier nos muestra tres, ¿o son cuatro? Cuántas palabras, ideas, poemas, relatos. Cuánto, como casi ocurre con esta foto o los poemas de Mandelstam, se habrá extraviado, quedado oculto o destruido. Cuánto de lo que ha visto la luz perdurará y cuánto quedará en un merecido, o no, olvido. Es el drama de la cultura. No, por favor, no me deis cifras.

jueves, 31 de agosto de 2017

Volver a casa

Foto: J. Teresa Padilla

“Nunca he tocado el cielo
como otras muchachas valientes,
pero he llorado mucho y sinceramente,
y dejadme en la torre entrar”.
(Marija Cudina, “Niñas irreales”, extraído de Homo poeticus, p. 129, de Danilo Kis).

Por J. Teresa Padilla

Aunque todavía no me he recuperado del todo y quería escribir sobre otra cosa (siempre es otra cosa, justo la que exige unas plenas capacidades que nunca alcanzo), como siga dejándome llevar por la pereza de las reediciones de escritos antiguos os voy a perder entre bostezos o, lo que es peor, me voy a perder a mí misma en esta muerte en vida de la agrafía.

Independientemente de las circunstancias concretísimas de este breve viaje de una semana a la costa más occidental de Huelva, he de confesar mi natural sedentarismo. Como esos canarios criados en jaulas a los que aterra permanecer fuera de ellas siquiera el momento que se tarda en limpiarlas un poco más a fondo de lo habitual, yo también me resigno a mi destino de un cambio temporal de ubicación aunque en el fondo de mi corazón, y mientras no puedo dejar de apreciar la belleza de lo que contemplo y la exótica sonoridad de los acentos de las gentes cuya tierra visito, no dejo de desear que llegue la hora de poder volver a casa. Sé con certeza cuál es la razón: ambos, el pájaro y yo, nos criamos en cautividad.

Cualquiera diría al leerme que esa casa que añoro desde el momento mismo en que la abandono es o ha sido siempre un espacio de paz y felicidad. No es así, lo cual hace todavía más absurda mi querencia. Supongo que la verdad es que, como al canario, me puede la inseguridad y prefiero, como se suele decir, lo malo conocido a lo bueno por conocer. No obstante, comprendo mejor al pájaro que a mí misma, pues él parece amar ese pequeño mundo y lo celebra con sus gorjeos y trinos, mientras que yo, a poco de volver a él, ya estoy deseando huir. Huir o esconderme dentro, que no sé si son dos formas de lo mismo. Escapar, pero sin dejar atrás lo que me da seguridad, sin dejar mi casa: mis niños, mis perras, mis cosas… Como es un deseo contradictorio, me deja inmóvil allí donde me asalta, y gracias, porque la salida más lógica que se me ofrece en estos trances no es la puerta, sino la ventana. Inmóvil, primero desesperada por no encontrar otra vía de escape, pues huir de casa equivale a evadirme de mi mundo y mi mundo es el mundo, el único, al menos, que siento así. Luego, una vez recuperada la serenidad, reconozco que la huida supone una elección previa por la libertad y, como toda elección, tiene su coste, inasumible para muchos. En este caso la renuncia a la seguridad y al cobijo de tu rincón en el mundo. Entonces se impone la solución más obvia, que es la de recluirte en él procurando la máxima invisibilidad. Y es que el hogar, esa casa a la que casi todos en algún momento y algunos, como yo, siempre anhelamos volver, no es exactamente un lugar físico en el mundo. Está en el espacio, pero en uno en parte interior, a medias real, a medias imaginario. Un espacio en el que habitan cosas (libros, fotos, relojes, joyeros...), pero también seres animados, vivos o muertos, recuerdos, añoranzas, sueños. Cuando vuelves a casa, a la física, la euforia te invade hasta que te das cuenta de que tu hogar no es, por más que contenga cosas que le pertenecen, éste, sino uno que está dentro de ti (el de la infancia o el del futuro que pudo ser y no fue) y en cierta forma, desde el punto de vista de la realidad, perdido para siempre. Por eso, si fuéramos razonables, quizá elegiríamos la libertad y nos desarraigaríamos.

Foto: J. Teresa Padilla

Hace falta valor para elegir la libertad, aunque se sepa que casi siempre se terminará por disponer de un nuevo rincón propio en el mundo con sus propias ataduras y seguridades. Pero entretanto es duro hacer frente a la intemperie de ese gran espacio extraño, amenazador e inabarcable que te espera durante un tiempo más o menos largo. No sé si realmente existen, pero no puedo dejar de ver a los vagabundos vocacionales como héroes que han vencido el miedo, para mí, más elemental y básico: el de encontrarse solo y en la calle, sin otras pertenencias que las que puedas llevar contigo. No poder volver a casa, aun con el espejismo que encierra, o no poder entrar en ella, perderla… Una pesadilla que viven todos los días más personas de las que queremos imaginar. Personas que lloran, por más que les digan que deberían celebrar, por ejemplo, haber sobrevivido a una pérdida que, supongamos, ha sido sólo material. Tienen razón los valientes, los luchadores. En esto como en casi todo. Yo no se la niego. Los que no se rinden merecen nuestra admiración, pero sólo si su valentía no se asienta sobre la ceguera. Y es que los cobardes que sólo sabemos llorar y lamentarnos, aunque distorsionada quizá por las lágrimas, vemos la otra cara de la verdad, la que nos recuerda que todo, antes o después, se perderá, que nadie sobrevivirá. La aceptación de la derrota exige quizá otro tipo de valor, más modesto o menos épico, el de reconocer con franqueza que el dolor y la desgracia son "la vida, que habla en la única lengua que conoce bien”, y que no existe otra salida que la de lanzarse, pese a todo, a ella, como el valiente, o refugiarse en la torre de una libertad sólo interior y hacerse, siempre y cuanto antes, esa casa, ese rincón en el que agazaparnos para protegernos de sus zarpazos mientras disfrutamos de la belleza que, como para engatusarnos, nos ofrece. Vitoreemos, pues, al valiente, al vencedor (aun temporal), si lo es en buena lid, pero no os olvidéis de los otros y de nuestra apagada y temerosa existencia. También saber perder, renunciar a la lucha o, simplemente, rechazar la victoria puede ser digno de alabanza.  Al fin y al cabo, “la vida es un juego con muchas reglas pero sin árbitro. Se aprende a jugar mirando, más que mediante libros, incluida la Biblia. No es de extrañar, pues, que muchos jueguen sucio, que pocos ganen y que muchos pierdan” (Joseph Brodsky). También el banquillo es parte del juego, de la vida.

Os conté que el mar hablaba y, tras mostrarme la belleza de su luz y de su oscuridad, me ha dicho que mi sitio no está en él. Y con él (o ella, como la llaman los que la conocen bien) no se discute.

jueves, 2 de febrero de 2017

Del dolor y la razón

Del dolor y la razón. Joseph Brodsky.

Destino: Barcelona, 2000. 465 pp. 21,25 euros.


“Y mirando estas postales me prometí que, si alguna vez conseguía salir de mi país natal, iría a Venecia en invierno, alquilaría una habitación en una planta baja, junto al agua, me sentaría allí, escribiría dos o tres elegías, apagaría mis cigarrillos en el suelo húmedo para oír su leve siseo, y, cuando estuviera a punto de quedarme sin dinero, no compraría un billete de vuelta sino una pistola barata, y, acto seguido, me volaría los sesos. Una fantasía decadente, por supuesto... pero si a los veinte años uno no es decadente, ¿cuándo va a serlo?".


Por J. Teresa Padilla

Joseph Brodsky murió en 1996. Ni se pegó un tiro (¿demasiado viejo?, ¿demasiado cuerdo?) ni fue en Venecia donde le falló ese corazón enfermo que tanto tiempo le llevaba amenazando con pararse. Sucedió en Nueva York, la capital oficiosa del país en que se había exiliado hacía más de veinte años. Sin embargo, sus cenizas no descansan allí, ni en su ciudad natal (San Petersburgo), sino en la Venecia invernal a la que se prometió viajar cuando todo viaje era imposible. Aunque fuera sólo para morir o, como en realidad sucedió, para yacer después de muerto.

Tumba de J. Brodsky en Venecia
Nos gustan los círculos que se cierran. “Te ha quedado redondo”, se dice de un trabajo bien hecho. Será que nos consuela ese encuentro de los principios y los finales que nos permite engañarnos sobre la sabiduría de la naturaleza o el equilibrio del universo. Dan la impresión de que en el fondo hay una ley que rige todo este caos, aunque en realidad no creemos en la ley. Ni siquiera en el azar. Sabemos que esos círculos nos los imaginamos, los soñamos. Qué más da. “En definitiva, comparado con la muerte, el sueño es realidad”. Yo encontré un círculo así cuando, después de leer los ensayos recogidos en Del dolor y la razón, me enteré navegando por la red de que Brodsky estaba enterrado allí donde fabuló de joven, todavía en la Unión Soviética, quitarse la vida como un poeta maldito. Al igual que todos estos círculos cerrados, también éste es sólo una visión subjetiva, mía en este caso. La que necesitaba para enfocar la reseña de un libro (ya os lo adelanto por si no necesitáis saber más ni seguir leyendo) extraordinario que no tiene ningún desperdicio. ¡Qué queréis que os diga! Sin este tipo de muletas, sin estas ideas típicas de mentes dispersas como la mía, terminaría escribiendo resúmenes escolares. Venecia (convertida para Brodsky en el contenido concreto del abstracto Occidente) y la muerte, la muerte en Venecia, la soñada y la real o cómo la soñada, la literaria, se termina imponiendo a la real. He aquí el principio. A ver si en torno suyo soy capaz de ordenar en poco más de mil palabras las mil y más maravillas de este libro.

“De un hombre que nos va a decir algo sobre nuestra vida no nos importa en qué época vivió”. Pues nada de referencias biográficas, faltaría más. Porque Brodsky es uno de esos hombres. Enseñarnos algo nuevo sobre nosotros y nuestro mundo es la condición mínima que ha de cumplir un libro para ser leído, hoy o dentro de cien años, por miles de lectores o por uno, porque la literatura “es un diccionario de la lengua en que la vida le habla al ser humano. Su función consiste en evitar que otro hombre, un recién llegado, caiga en una vieja trampa, o en ayudarle a darse cuenta, si de todas formas ha caído en ella, de que ha tropezado con una redundancia. De este modo se sentirá menos afectado y, en cualquier caso, más libre. Porque entender el significado de las expresiones que utiliza la vida, de lo que nos sucede, resulta liberador”. Vale, es cierto, hay libros que se leen masivamente y no enseñan nada, libros que no se dirigen a nosotros, a cada uno de nosotros, sino a un más o menos determinado público. Es verdad, pero nosotros hablábamos de literatura.

La literatura, como el arte, “despierta en el ser humano, consciente o inconscientemente, un sentido de unicidad, de individualidad, de separación, que lo convierte, de animal social, en un “yo” independiente”. E insiste: “Una novela o un poema no constituyen un monólogo, sino una conversación entre el escritor y el lector, una conversación, repito, íntima, al margen de los demás: por así decirlo, mutuamente misantrópica. (…) Una novela o un poema son el fruto de una doble soledad: la del escritor, la del lector”. Brodsky fue un escritor exiliado y esto no es un mero accidente biográfico: su exilio y la necesidad del mismo le revelaron la esencia de la literatura y le brindaron la posibilidad de una libertad que va más allá de la liberación evidente de pasar de una tiranía a una democracia (“ese punto medio entre la pesadilla y la utopía”). El escritor y el lector están inevitablemente solos, al menos cuando escriben o leen. Y esa soledad es un valor, un preciado tesoro. Debemos luchar por alcanzar la condición de nómadas. Esto repite Brodsky de diferentes y simpáticas formas en muchos ensayos de este libro, sobre todo en los diversos discursos de graduación que incluye y que son una auténtica gozada.

Ser un nómada (al menos mental) es no pertenecer a ningún club, grupo, célula. Ni, por extensión, país o nación. Es negarse (cuántas veces hemos hablado de esto mismo aquí) a dar credibilidad a la Historia o a “los heraldos de su inevitabilidad”. No significa sin más ser libre (esto es un duro trabajo), pero sí estar liberado de lo que nos lo impediría. Ser un nómada es ser un rostro humano, aunque no siempre sea hermoso ni bueno, y no un átomo de la masa.

Muy en relación con esta posible libertad y más que real liberación está la literatura y su abominación de la repetición, el cliché y las obviedades:

“El discurso poético es continuo, y evita el cliché y la repetición. La ausencia de estos rasgos hace avanzar el arte y lo distingue de la vida, cuyos principales recursos estilísticos, por así decirlo, son precisamente el cliché y la repetición. (…) Es nuestro objetivo antropológico, genético, nuestro faro lingüístico, evolucionista”. “Lo malo de los discursos sobre obviedades es que corrompen la conciencia por la facilidad y la rapidez con que nos proporcionan la tranquilidad moral de hallarnos en lo cierto”.

A la rutina segura e inmovilista de la frase hecha, el cliché y lo obvio se oponen la duda, la incertidumbre y el riesgo de la literatura, sobre todo de la poesía, al dejarse el poeta poseer por la lengua (en un sentido más erótico del que imaginamos) y su necesidad de evolucionar y crecer: “Quien escribe un poema lo escribe porque la lengua le inspira –cuando no le dicta- el siguiente verso. (…) Hay ocasiones en que, mediante una simple palabra, una simple rima, el que escribe un poema se ve llevado allí donde no ha estado nadie antes que él, quizá incluso más lejos de lo que él mismo deseaba. Quien escribe un poema lo escribe sobre todo porque la escritura de versos es un extraordinario acelerador de la conciencia, del pensamiento, de la comprensión del universo. Una vez experimentada tal aceleración, ya no se puede renunciar a repetir la experiencia. (…) A quien establece esta especie de dependencia con la lengua es, supongo, a quien llamamos poeta”.

Eso fue Brodsky por encima de todo, un poeta, y para los que, como yo, no sabemos leer poesía, los ensayos en que él nos lee y desnuda los poemas de Rilke (“Noventa años después”), Thomas Hardy (“Cortejar lo inanimado”) o el espectacular e hipnótico análisis del “Home Burial” de Robert Frost (“Del dolor y la razón”) son, simplemente, milagrosos: hacen ver al ciego, a la ciega en este caso. Y la enamoran, de lo que el maestro les enseña y del propio maestro.

A pesar de su individualismo irrenunciable, Brodsky ponía el poema por encima del poeta, convirtiendo a éste en un simple médium en la historia de amor en que consiste la relación entre la lengua y la realidad. Creo que exagera. Por amor, claro; por amor a su lengua y a todas las lenguas, un amor que se le transparenta en estos ensayos a la menor ocasión. Y el amor ciega y deslumbra, pero, ¿qué seríamos sin él?

“Había leído casi toda mi obra. (…) Cuando conozco a gente como él, me siento como un impostor, porque lo que creen que soy no existe (desde el momento en que acabé de escribir lo que acababan de leer). Lo que existe es un lunático perseguido por sus recuerdos, que se esfuerza por no herir a nadie, pues lo más importante no es la literatura sino la habilidad de no causar daño a nadie. Pero en vez de confesarlo sin rodeos, balbuceo algo sobre Kantemir, Derzhavin, etcétera, mientras él me escucha con la boca abierta, como si en el mundo hubiera algo más que la desesperación, la neurosis y el miedo de convertirse en humo en cualquier momento”.

Foto: Julia Schmalz
Sí, aquí estamos, hablando de literatura, que ni siquiera es lo más importante, como si no fuéramos a morir en cualquier momento, como si la literatura fuera algo más que una ficción caprichosa o la realidad otra cosa que la que nos ofrece la física. Éste fue Joseph Brodsky, no sé si os lo he presentado bien (gran parte del trabajo se lo he dejado a él, a sus palabras). Doy gracias a quien o a lo que corresponda por haberle conocido.