The Intrigue. James Ensor (1890) |
"Y desde una confusa masa de datos, emerge la desnudez de una vida humana" (Una tumba para Boris Davidovich. Danilo Kiš).
Por J. Teresa Padilla
Se acaba de celebrar en Madrid la Feria del Libro y abundan en los medios las entrevistas a los escritores que aprovechan la ocasión para presentar sus novedades en este gran mercado y escaparate. En una de ellas he leído declarar a una autora de relativo éxito que su propósito al escribir es lograr “engañar a los lectores”. Aunque a mí su afirmación me ha resultado insultante (como lectora en general, que no suya), nadie más parece haberse escandalizado con semejante afirmación: ni quien ha realizado la entrevista ni los que la han leído. Resulta que se trata de lo más natural del mundo, de un engaño consensuado: al parecer, hay un género libresco consistente en conseguir sorprender con finales inesperados a unos lectores que exigen que les hagan creer durante tropecientas páginas que será lo que no va a ser. En la vida a esto se le suele llamar decepción, pues decididos a tener esperanzas, se espera lo mejor, que lo peor ya se da por descontado. Pero, en realidad, la vida real no tiene nada que ver con estos cuentos. Ciertamente, la palabra justa no sería engañar (aunque qué importancia tiene la precisión semántica en este contexto más comercial que literario), ya que no hay verdad ni mentira en estos relatos de prestidigitación, por más que se declaren basados en supuestos “hechos reales” (creo que me repito, pero me resulta fascinante la expresión “ficción histórica”): tan engañoso (ficticio en el peor de los sentidos) es su desarrollo como su desenlace. Nadie cree aquí nada y un resultado inesperado no modifica una creencia previa. Simplemente hay espectadores (más que lectores) contemplando cómo se sacan conejos de las chisteras.
Bien está que la franqueza de esta productora de historias destinadas a ser vendidas en hipermercados y otras grandes superficies nos dé la clave para distinguir la verdadera literatura de su simulacro de consumo, o de otro tipo como el adoctrinador, el divulgativo, el moralizante o el propagandístico. Esa clave es el ilusionismo del engaño, de la mentira. Sólo si el autor miente, puede engañar a un lector. Pero, en el caso de la producción editorial de consumo, sólo es un juego en el que hasta la mentira y el engaño son pura apariencia: uno hace que miente, el otro que se lo cree y, al final, se sorprende. Representación y nada más que representación.
Bueno, no sería grave (o sea, en su primera acepción del diccionario, pesado), sino leve, ligero y volátil, de tratarse sólo de este juego de artificio en el que se paga al tahúr por sus trampas. Hay un extraño placer, lo reconozco, en este abandonarse a la seducción de una narración más interesante que la de la vida real y, sobre todo, a diferencia de esta última, concluyente. El problema es que, además, vivimos en un mundo en que los deseos han de cumplirse, previo pago, porque si se pueden costear, se tiene ipso facto el derecho a su satisfacción. Otra cosa es que uno no se pueda permitir lo que desea. Entonces no cabe exigir nada y el supuesto derecho se convierte en un lujo superfluo. Como alguien dijo de la felicidad, la verdad sólo se reconoce en su ausencia. Lo sabemos desde Sócrates y, como escribía Kierkegaard, no es posible superarle históricamente (a ver si soy capaz algún día de reseñar aquí sus Migajas). La verdad es, pues, y en el mejor de los casos, objeto de un anhelo imposible de satisfacer, algo que no podemos permitirnos. Y lo que no se puede tener, poseer o comprar no vale nada.
Por eso, digo yo, no escandaliza a nadie que una escritora reconozca con esa sinceridad desarmante que sus obras son mentirijillas disfrazadas de verdades gracias a un profuso trabajo de documentación previa, ni que haya lectores que paguen para ser engañados, eso sí, en su propio beneficio y disfrute. Ojalá que la devaluación de la verdad se quedara en esto, pero también normaliza otras mentiras, para nada tan inofensivas y amenas, disfrazadas de noticias.
Llevo tiempo sin escribir. Por diferentes motivos sin la menor importancia objetiva (como corresponde a una misma y todo lo suyo), pero entre los que, curiosamente, remoloneaba la sospecha de estar haciéndome trampas (a mí y a quien me leyera), de buscar la aprobación de los demás sin preguntarme si tenía en realidad algo que decir. De andar dando vueltas, haciendo comedia, o sea, mintiendo. Casi toda mi vida he sospechado que soy una farsante, pero esto es largo y, sobre todo, muy aburrido de contar, así que lo menciono sólo para no excluirme, cual orador en su púlpito, de lo que critico hoy. Ya veremos si algún día me da por entrar en detalles.
De esta hibernación que esperaba purificadora me sacó, quien sabe si momentánea o definitivamente, ese nimio titular que, no obstante, ha despertado la indignación latente que albergaba con respecto a otra cosa: una de esas mentiras, tan habituales, que se difunden como las chispas en un reguero de pólvora para explosionar un instante y no dejar tras de sí, en el mejor de los casos, más que un rastro momentáneo de humo. En el peor, un dolor adicional a los involucrados en ellas.
Más que una mentira han sido dos: la original y su “corrección”. Primera mentira: Se aplica la eutanasia a una chica de 17 años en Holanda (ABC, por poner sólo un ejemplo y de un medio que, a diferencia de otros consultados, no ha borrado, a día de hoy, la noticia original). En plena polémica social sobre la conveniencia o no de legalizar la asistencia médica para una muerte voluntaria, el caso de una menor de edad que, además, “no tenía una enfermedad incurable” (no sé si las heridas psíquicas de esta joven lo eran o no, pero Dios me guarde de cuestionar "hechos"), la noticia es un bombón. Todos los contrarios a la legalización la comparten y hasta los que están a favor reculan ante el caso de una enferma psíquica menor de edad. ¿Enferma? Para los que corrigieron esta primera mentira con otra está claro que no. Pero vayamos por pasos.
Una agencia, por negligencia o interés (qué es hoy en día una noticia sino algo que se puede arrojar a la cara de unos u otros), oyó campanas de eutanasia (la joven la había solicitado y se le había denegado) y difundió la primera mentira. Los periódicos supuestamente serios reciben la noticia y la publican. La carnaza está lista: contra la eutanasia en sí, contra las jóvenes adolescentes y la absurda sociedad que las escucha (hablen de salvar el planeta o de no desear vivir), contra esos padres consentidores o negligentes…
¡Ah!, que no fue así. Entonces una escueta corrección (menos compartida, con muchas menos reacciones y comentarios que la primera) y otra mentira: “Se suicida” (Infovaticana), “organiza su suicidio” (El Mundo), “muere por voluntad propia” (La Vanguardia), “no fue eutanasia sino suicidio” (El Periódico).
El hecho es que murió de inanición una joven que padecía anorexia nerviosa, entre otras dolencias psíquicas. Pidió la eutanasia, no se le concedió y murió más lenta y naturalmente de la enfermedad que padecía. Decidió no luchar, rendirse. Como tantos pacientes oncológicos, por ejemplo. ¿Se suicida quien renuncia a un tratamiento cuya ineficacia lleva tiempo experimentando o que no le garantiza otra cosa que dolor y una remota posibilidad de cura? No, pero de éstos no se habla mucho, porque vivimos en un mundo que adora el éxito y la lucha, y desprecia todavía más la resignación que el propio fracaso; pero, aun así, ¿tendría algún periodista sediento de atención y polémica la poca vergüenza de decir que “ha organizado su suicidio” por no renunciar, pese a todo, a cuidados médicos paliativos, como parece ser en este caso?
Que yo sepa nadie ha tenido la desfachatez de escribir negro sobre blanco que se suicidó el que muere de “una larga enfermedad”, decidiera tratársela, aceptar sólo cuidados paliativos o irse a un país exótico a pasar sus últimos días. Pero la anoréxica que muere por inanición se suicida, porque, ya se sabe, ni ésta, ni la depresión, ni el síndrome de estrés postraumático (especialmente cuando es consecuencia de agresiones sexuales no denunciadas, o sea, sólo "supuestas") son auténticas enfermedades, sino cosas de crías o mujeres histéricas. Se pasan. Es verdad, todo pasa. Con la muerte, si no antes.
Schopenhauer hizo de la Voluntad la potencia y realidad en sí de la vida y la describió como un querer insaciable que crea, consume y aniquila todo en un círculo perfecto de sufrimiento eterno y goce efímero. Era el monstruo que se ocultaba en el revés del calcetín de la Razón hegeliana, pero no iba más allá, así que cuando llegó al Libro IV de su gran obra (un “y ahora que lo sabemos qué hacemos”) sólo tenía dos opciones que ofrecer: asentir y entregarse a esa dinámica autodestructiva o resistirse a ella. Pero ella es todo, luego el único camino para salvarse es negar esa voluntad (que es querer y está en el fondo de todo deseo) y a uno mismo también. Ningún querer la niega, ni siquiera el deseo de morir del suicida, pues la muerte es tan natural como el nacimiento y pertenece por igual a ese círculo diabólico de creación para la depredación que es en su esencia el mundo. La única forma de negarse a la vida y su perversa lógica era el ascético dejar de querer, desear y luchar. Y, al final, de ser. Éste era para él el camino de la santidad, de la verdadera negación de uno mismo para evitar la complicidad con la sinrazón, camino que “podría alcanzar un grado tal donde llegase a quedar eliminada incluso esa voluntad imprescindible para la vida vegetativa del cuerpo, cual es la ingestión de alimento” (parágrafo 69).
No es preciso aceptar las conclusiones de una reflexión para aprovechar su verdadera riqueza, la de las distinciones y matices. Pero, aparte de que la mentira prefiere los trazos gruesos, qué interés pueden tener estas minucias que no van a generar una agria discusión, indignar a unos o servir para humillar a otros. No es eutanasia, pues suicidio, que es casi lo mismo y sigue permitiendo la polémica (etimológicamente, la guerra). Sólo un medio de comunicación, que yo sepa, utilizó en su corrección del error inicial una expresión ajustada a la realidad, verdadera por tanto: “se dejó morir” (El País). La verdad, ese concepto irrisorio que excluye opiniones y no genera feedback, es impotente contra la adictiva mentira que nunca defrauda las expectativas de novedad, sorpresa y morbo del espectador-consumidor-depredador.
Lo más inteligente sería rendirse a su poder y no alimentarlo entrando en un juego que es imposible ganar. Callar para por lo menos no extender la mentira. Porque resulta que “el mundo está loco” si una adolescente pide la eutanasia o ha perdido la fe en recuperarse, pero urdir una red de mentiras o verdades a medias sobre su muerte, faltando al respeto de una joven que, igual que luchó durante años contra sus males como se supone que debía, decidió que era momento para rendirse, es, esto sí, socialmente aceptable. Pues duele. Se llamaba Noa y no fingía. Merece que se respete su memoria. Primum non nocere (“primero, no dañar”): lo que vale para la medicina, mucho más para las mentiras.
"En toda nuestra existencia de lectores no hemos leído aún jamás una verdad, aun cuando una y otra vez hayamos leído hechos. Una y otra vez, nada más que la mentira como verdad, la verdad como mentira, etcétera. Lo que importa es si queremos mentir o decir y escribir la verdad, aunque jamás pueda ser la verdad, jamás sea la verdad" (El sótano. Thomas Bernhard).
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