viernes, 15 de enero de 2021

Este Madrid

Por Marisa Díez 


Plaza de la Villa. Imagen: Guía del ocio.


De un tiempo a esta parte me inquieta Madrid. Percibo una atmósfera irrespirable, y no me refiero a su contaminación endémica, circunstancia que la distingue poco de cualquier otra gran urbe. Se trata más bien de un cierto olor nauseabundo que se cuela por todos los rincones, dejando el ambiente cada vez más enfangado. Madrid me parece ahora un poco menos Madrid; lo están transformando en un lugar insolidario, sucio e intolerante, donde resulta difícil abstraerse de las batallas políticas con las que nos azuzan desde uno u otro bando. Escuchar a nuestros representantes públicos produce una desazón cercana al hastío, y mi nivel de hartazgo es directamente proporcional a la nula capacidad intelectual que les supongo. Veo a mucha gente caminando por la vida con el gesto un poco torcido; hay quien aprovecha cualquier motivo para saltar como un resorte y lanzar cuatro proclamas incendiarias contra el político de turno, al que suponen culpable de todos los males que le acechan.

Echo la vista atrás y juraría que estoy en otro mundo. Me parece mentira que alguna vez haya existido una ciudad tan diferente a la actual, en la que sobrevivo como puedo en esta época tan convulsa. Porque en mis recuerdos evoco una capital mucho más viva y alegre, llena de ilusiones y empeñada en defender sin tregua las libertades que durante tantos años le habían robado.

Mi adolescencia y juventud transcurrieron en los ochenta y me siento una privilegiada por haber disfrutado de sus calles y su bullicio en los años de la tan añorada Movida madrileña. No soy quién para decidir si fue una década prodigiosa o si con el tiempo resultó un poco sobrevalorada, pero puedo asegurar que la gente se veía más feliz. Y sonreía. Conseguimos poco a poco llegar a querer a una ciudad por la que hasta entonces habíamos sentido cierto desapego y nos lanzamos a exprimir los días y las noches que nos ofrecía como si no hubiera un mañana. Ahora añoro al alcalde más emblemático que gobernó esta villa, el embajador más digno que ha tenido Madrid, querido y respetado por una inmensa mayoría, en contraposición al nivel ínfimo de los representantes que actualmente pululan por aquí.

Hay días en los que me cuesta reconocer esta ciudad; me resulta extraña y difícilmente defendible. La veo convertida en el blanco perfecto de agravios comparativos y rencores acumulados. Vuelve a la escena la lucha del centro contra la periferia; la guerra de las banderas y las nacionalidades. Algo me huele a chamusquina. Me temo que, en breve, deberé justificarme por haber nacido en el foro, y casi pedir perdón. De nuevo a luchar contra absurdos prejuicios, viejos tópicos y medias verdades que a los madrileños nos costó décadas quitarnos siquiera un poco de encima. Si el viejo profesor levantara la cabeza y viera el lodazal en el que han convertido lo que él dejó casi impoluto, se marcharía corriendo a su tierra soriana, seguro de que allí estaría resguardado de tanto insulto y tanta desvergüenza.

Desde hace un tiempo temo que Madrid se olvide de ser esa ciudad donde no se pregunta de dónde vienes o a dónde te diriges, porque sabe, como ninguna otra, que nadie es “de donde nace, sino de donde pace". En la que puedes estar de paso o quedarte para siempre sin que te acribillen a preguntas sobre tu origen o destino. Me asusta que nos olvidemos de su esencia como urbe solidaria y cosmopolita, de ese batiburrillo de razas y culturas que llena de vida y empuje sus barrios. A veces me entran ganas de escapar durante una temporada, buscar refugio en un lugar donde el aire esté menos viciado y reaparecer con fuerzas renovadas, donde regresa siempre el fugitivo, con la certeza de que, una vez más, volveré a verla resurgir de sus cenizas.
 
 

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