jueves, 27 de septiembre de 2018

La mala educación

Foto: Johnyksslt (Pixabay)
“Los, así llamados, institutos sirven en realidad siempre, únicamente, para corromper la naturaleza humana, y ha llegado el momento de pensar en cómo pueden abolirse estos centros de corrupción. (…) Toda escuela como comunidad y como sociedad y, por lo tanto, toda escuela tiene sus víctimas. (…) La comunidad, como sociedad, no descansa hasta que no ha elegido a uno como víctima entre muchos o pocos, (…) encuentra siempre al más débil y lo expone sin escrúpulos a sus risas y a sus siempre nuevas y siempre horribles torturas de burla y escarnio. (…) Ocurre como siempre en la naturaleza, que sus partes debilitadas, como sustancias debilitadas, son las que primero son atacadas y explotadas y matadas y aniquiladas. Y la sociedad humana es, en ese aspecto, la más abyecta, porque es la más refinada” (Thomas Bernhard, El origen).

Por J. Teresa Padilla

Esto que voy a contar carece de interés, de uno mínimamente general. A mí me interesa porque es un recuerdo mío, es decir, por un motivo completamente narcisista e injustificable desde la perspectiva de esa masa informe que se denomina grupo, comunidad, sociedad o público; entidad fantasmagórica e inasible dotada, sin embargo, de una realidad superior a la mía y a la de cualquier otro. No sé cómo ha pasado, pero que el ser humano tiende a conceder una realidad mayor que la propia a las ficciones, ensueños o ideas que ha heredado y le engloban, es un hecho rastreable hasta donde llega nuestra memoria colectiva (o sea, el pasado de nuestra especie tal y como ha sido reconstruido por historiadores y arqueólogos o pervive aún en el presente). Obviamente, nuestra realidad social actual no otorga la misma validez o autoridad, ni cree merecedores del mismo respeto, a todos estos productos: en un grado mayor o menor, todos son primitivos, imperfectos, supersticiosos. Es de suponer que en un futuro más o menos lejano, cuya llegada no debemos dar ingenuamente por descontada, nuestros actuales dioses devengan ídolos, pero a los que quedan en los márgenes de este gigante con pies de plomo que es la comunidad dominante en cada momento (ésa en la que el primer deber es, como lo fue en cualquier otra pasada, integrarse), les da, con razón, exactamente igual: de llegar ese futuro ya será el presente de otros.

Había escrito una primera versión de este texto en el que daba explicaciones y excusas para justificar la elección de escribir sobre una nimiedad insignificante que viví en un tiempo y un escenario remotos, en lugar de, qué sé yo, algo más plácido y compartible, como mis mariposeadoras lecturas veraniegas, o, por el contrario, sobre asuntos realmente importantes, los que preocupan y ocupan noticiarios y redes. He borrado todas esas excusas, avergonzada por mi cobardía. ¿A quién debo explicaciones sobre lo que escribo? A nadie en realidad, aunque la única persona, casualidades de la vida, que me las pidió una vez, fue una antigua compañera de colegio, a la que respondí como me hubiera gustado hacer, si no fuera de locos hablar con las paredes, a la propia institución en que nos conocimos. No debí hacerlo: te arriesgas a hacer daño a otro y de seguro a ti mismo, porque hay personas que son como los edificios y comunicarse con ellas supone estrellarse una y otra vez contra un mismo muro. ¿Acaso busco comprensión y aprobación? Supongo que es difícil evitar la necesidad de que los demás tasen tu valor para asegurarte de tener alguno. ¿No consistía en esto ser educado, en ser evaluado regularmente por otros sobre el grado en que asimilabas acríticamente conocimientos y creencias sancionadas por las autoridades competentes; en no tener, en el fondo, creencias propias (ni siquiera sobre una misma), sino las del grupo, la comunidad, la sociedad? Hay que integrarse, ser uno más y, sólo después y sobre esta base, quizá destacar. Se puede admitir y hasta fomentar la superioridad o excelencia de una minoría, pero siempre que sea la de “uno de los nuestros”.

En la escuela se puede fracasar de muchas formas. Está la de quien no alcanza el mínimo exigido en la adquisición de conocimientos o no es capaz de demostrarlo: muy deficientes, insuficientes, no aptos, no progresan adecuadamente. Por mucho que se suavice el término, la conclusión es la misma: tu sitio está en otra parte; tu destino, en el trabajo manual. Es más duro que el de otros, pero un lugar en el mundo al fin y al cabo. El otro fracaso, independiente de éste aunque a menudo unido a él, es el de no integrarse, el de ser un extranjero en ese mundo compartido. Junto a la calificación del rendimiento estrictamente académico, los profesores deben evaluar la actitud de sus alumnos. Salvo que sea muy llamativamente negativa, lo que sólo sucede en el caso de un alumno que raya la psicopatía o, lo más habitual según mi experiencia, de un profesor psicópata él mismo, nadie presta demasiada atención a esta evaluación, pero existe y es sonrojante. Entre los que no la “superan” hay muchos perfectamente integrados, aunque en un grupo inadecuado, y otros tantos que no lo están en ninguno. Entre estos últimos, los hay que han sido señalados y detectados por esa manada refinada y cruel, que tan bien y tan hiperbólicamente describió Bernhard en el primer volumen de su autobiografía, como los débiles, las víctimas de esas “cosas de niños” que preparan al adulto depredador (al modo en que los gatitos juegan con los pájaros o roedores heridos para desarrollar la destreza en la caza de la que dependerá su supervivencia). Están ellos y otras personas, igual de solas, pero que han tenido la suerte de no haber sido señaladas, de haber quedado fuera de este juego cruel y, gracias a ello, contemplarlo bien, con esa perspectiva peculiar que se gana desde el banquillo. Claro que en esa posición no estás nunca a salvo: alguien te señala y, entonces, dejas de ver y entender nada, aunque sea momentáneamente.

Supongo que ha llegado el momento de la anécdota biográfica. Las soledades se reconocen y, como decía Brodsky, las verdaderas conversaciones sólo se pueden mantener desde la soledad y el aislamiento de los interlocutores. Son, decía él, “mutuamente misantrópicas”. El éxito de la comunicación (excepcional y, por ello, deslumbrante) presupone un fracaso: el de no haberse integrado y estar solo. Yo establecí una de estas conversaciones y, sin que nadie me diera explicación alguna en su momento, se me obligó a interrumpirla. Se me prohibió. Mis padres me la prohibieron. Y entre el estupor que enmudece, el que entonces la autoridad de los padres raramente se discutiera y mi propia mansedumbre, no llegué a descubrir la razón hasta mucho tiempo después, ya adulta: la mentira de una niña caprichosa y privilegiada sirvió a una profesora desequilibrada para solazarse en su poder destructor como la cerda que era en el fango. No consiguió lo que pretendía y vaticinó a mis padres como pájaro de mal agüero (mi fracaso académico, mi expulsión…). De eso pude defenderme porque mis padres me lo confiaron y a mí me sobraba orgullo para hacerle tragar sus palabras a aquella bruja, unas palabras tan desproporcionadas e histriónicas como era ella: vale, no era una chica de sobresaliente, pero esquivaba los suspensos y seguía el ritmo impuesto. Nada que encendiera alarmas. Más difícil es defenderse de los secretos y de su poder aniquilador cuando se desvelan: mis padres se guardaron para sí lo esencial, lo más hiriente, la mentira, transmitida por la autoridad docente y convertida así, incluso para ellos al callarla, en un hecho incuestionable. Aquella amiga de la que se me separó como del mismo demonio y que, pocos después de este incidente, dejó el colegio, tenía una cara regordeta y redonda con una nariz muy chata. Era un rostro peculiar que, por supuesto, fue convenientemente etiquetado y señalado: “carita de cerdo”. Un día se hartó de oírselo a una de esas mosquitas muertas que se dan aires de grandeza y se creen con derecho a todo por tener las espaldas bien cubiertas. Con derecho a todo sobre las que no las tienen, por supuesto. A veces los marginales se toman alguna dulce y pequeña venganza. Nosotras decidimos fastidiarla escondiéndole el bocadillo del recreo: en el alféizar de una ventana, en la cajonera de otras… Dos o tres veces, nada más. Se chivó, lo que entraba dentro de lo previsto. No lo estaba tanto que fuera capaz de inventar una película sobre delincuentes juveniles que la robaban a punta de navaja. Ni testigos, ni toma de declaraciones, ni presunción de inocencia, ni juicio: la profesora, juez y parte, por fin consiguió argumentos (falsos, pero qué importa la verdad en estas instituciones) contra unas alumnas a las que despreciaba íntimamente por el solo hecho de haber conseguido hasta ese momento escapar al poder de la mayoría, soportar la propia diferencia, la soledad. Y atreverse, encima, a reírse de una de las suyas.

Las mentiras son tan pestilentes que ni cuando se revelan dejan ver la verdad. Simplemente infectan todo con su mal olor. Aunque cuando conocí esa mentira me negara a creer que mis padres me hubieran creído capaz de protagonizarla, sólo eso explicaba su exagerada reacción y profundo disgusto por lo que yo pensaba que se reducía a una travesura y un mediocre expediente escolar. Sin comprender nada, sintiéndome indefensa y más sola de lo que ya estaba, seguí con mi vida y mis estudios, compartiendo, ignorante de todo, espacio con la mentirosa y la profesora. Creo que a esto se le llama madurar. Yo no soy Bernhard. No me llega el aliento (ni el talento) para subordinar interminablemente frases en párrafos eternos que describan el derrumbamiento íntimo que sentí y exijan la destrucción del sistema y la servidora del mismo que lo hicieron posible. Ya pasó. Y es que, si se logra sobrevivir, es lo que le sucede a las desgracias, los sufrimientos y los fracasos: que pasan, aunque otros los sustituyan, y hasta se transforman cuando lo hacen.

El fracaso puede empezar siendo un azar desafortunado para terminar convertido en un deber y hasta en un motivo de orgullo. Mi fracaso al integrarme y cumplir el destino que la comunidad (familia, escuela, sociedad) en que nací había dispuesto para mí, no sólo supuso el castigo, tan duro en determinados momentos, de la humillación por la reprobación social y la culpa por la decepción que leía en los rostros de mi entorno más cercano. También ha tenido con el tiempo una recompensa: la libertad de la que no tiene qué ganar ni perder y el orgullo de no haber triunfado, de no pertenecer al grupo de los que medraron en un sistema cruel y mezquino. En suma, de estar sola y, pese a todo, haber sobrevivido a un exilio que un día descubres compartido con muchas otras y mejores personas que tú.

Quizá podría decirse así: estuve a punto de tener una vida brillante, pero me gané a pulso la mediocridad. A nadie, salvo a mí misma, debo ambas cosas. Lloré mucho por mi responsabilidad en este proceso de abandono, en esta rendición; todavía me entristece. Pero se me pasa cuando pienso que de ese triunfo se habrían apropiado a la menor ocasión mi escuela y sus enseñanzas, aunque el éxito fuera (como en mi caso) el resultado de una rebelión personal contra ellas, y que muy probablemente me habría corrompido, como corrompen las venganzas o la complicidad con los poderosos, los vencedores.

Un día leí a un poeta (Brodsky, otra vez) aconsejar en la graduación de los alumnos a los que había impartido su inútil y superflua asignatura (literatura): “Intentad vestir de gris. El mimetismo constituye una defensa de la individualidad, no su derrota”. Yo no lo hice a propósito, pero me funcionó: no terminé de encajar en ningún sitio, pero casi siempre resulté invisible y a esa invisibilidad debo más y mejores cosas de las que imaginé. Sobrevivir relativamente ilesa, por ejemplo, al colegio: no era lo suficientemente torpe, fea, contestona o rara y me libré de ser la víctima que todo grupo humano parece necesitar para cohesionarse; escuché, pero me negué a aprender esa primera lección de la escuela que decía que sola no eras, literalmente, nadie, que sólo se podía ser uno entre muchos. A tu elección (esfuerzo y actitud) quedaba si esa multitud era la adecuada o no, la triunfante o la perdedora. Esos eran los valores (los laicos, al menos): valores de una escuela de negocios, valores para una vida de éxito.

El resto de los conocimientos que me impartieron creo que los he olvidado. Me sirvieron para superar etapas, ser declarada apta para seguir en mi “camino al conocimiento” y poco más. Aboné el precio que hay que pagar para tener la oportunidad y el derecho a escalar en la pirámide social y no estar condenada, en primera instancia y sin posibilidad de recurso, a engrosar la base inferior.

Los niños no paran de hacer preguntas, conocen instintivamente el camino hacia el saber verdadero. La escuela, en lugar de alentarlo, sólo les da respuestas cuya provisionalidad oculta, animándoles a buscar siempre exclusivamente eso: respuestas a problemas ya planteados, por el libro de texto o por la realidad. Nadie, ni antes ni ahora, enseña a perfeccionar ese arte de la infancia que es preguntar. A veces intento ponerme socrática con los estudios de mis hijos, y ellos, para mi horror, me frenan porque “nada de eso viene en el libro, se les va a preguntar en un examen ni, por tanto, les sirve para nada”. Como mis padres antes que yo, he sacrificado a mis hijos en el altar de una escuela, pensada, justamente, para acabar con su infancia, su maravillosa y única soledad, por miedo a su marginación. No me queda salvo perdonar a mis padres como espero me perdonen a mí misma.

“Mundo feliz aquel en que los niños no entendiesen ni aun remotamente la pregunta capital del verdadero corruptor de menores: «Y tú, ¿qué quieres ser de mayor?»” (R. Sánchez Ferlosio, Campo de retamas). 

2 comentarios:

  1. Hola Teresa:
    Comprendo que te sientas herida porque tus padres creyeran la acusación de la profesora. No obstante, creo que hay varias cosas que podrías tener en cuenta: 1) Para tus padres debió de ser una conmoción muy grande que una profesora les dijera que su hija le había quitado a otras niñas el bocadillo amenazándolas con una navaja. Ponte en su lugar, imagínate lo que debió de suponer para ellos oír eso. 2)En aquella época los profesores gozaban de una autoridad y de un prestigio ante los padres del que no disfrutan ahora. Por aquellos días lo que el profesor -o profesora, en este caso- decía iba a misa. Hoy la situación es muy diferente. 3) A pesar de que tus padres creyeran a esa profesora es seguro que te siguieron queriendo tanto o más que hasta entonces. Su amor por ti no disminuyó en lo más mínimo. 4) Quizás no te dijeron parte de la acusación de la profesora por miedo, miedo a que tú les confirmaras que fue así. A veces tenemos tendencia a creer cosas negativas que nos cuentan de otros y especialmente de las personas que amamos y que, a fin de cuentas, son las que más nos importan. En fin, si te sirve de consuelo yo te traté, aunque muy poco, hace años y no dabas para nada el perfil de matona navajera. Si a mi me hubieran relatado la historia esa no me la hubiera creído, la hubiera visto inverosímil.

    Se ve en tu escrito que tienes cierto resentimiento hacia aquella profesora a la que llamas "cerda". Debes intentar superarlo, no solo por ella, sino en primer lugar por ti misma. Conservar o alimentar ese resquemor solo va a servir para hacerte daño. Además, estoy convencido de que tienes la grandeza suficiente para perdonar a esa profesora. Acuérdate también de lo que decía Sócrates: "Es mejor sufrir una injusticia que cometerla".

    Ya me he extendido demasiado, aunque tocas muchos puntos interesantes. Decirte solamente que, aunque no hayas logrado todas tus metas -y no conozco los detalles de tu vida personal-, no creo que hayas fracasado. Pienso que eres demasiado severa contigo misma. ¿Por qué lo dices? ¿Porque no escribes como Bernhard o no hayas dado a la imprenta "El ser y el tiempo"? Por lo que visto en tu blog tienes dos hijos y te esfuerzas en educarlos lo mejor posible. Seguro que como madre pones lo mejor de ti en educar a tus hijos. Para mí triunfa en la vida quien se esfuerza por dar lo mejor de sí a la gente que le rodea. Este es el verdadero éxito y no el reconocimiento social que, no pocas veces, es solo un malentendido, cuando no mero engaño y trampantojo. Un saludo.

    Innominado.

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  2. Hola amigo sin nombre:
    Gracias por tu largo y cariñoso comentario.
    Tienes razón en casi todo, salvo en que haya conseguido ser la madre que yo quería. Eso al menos me ha servido para perdonar a mis padres: yo no soy mejor.
    Hay resentimiento en el texto, lo sé. Y expresiones de mal gusto que debí evitar. Pero, en realidad, espero que al escribirlo todo quede ya cerrado y olvidado. Es su único objeto.
    Ójala supiera tu nombre o pudiera haberte podido reconocer por tu forma de escribir. Tengo que respetar tu anonimato y alegrarme de que me leas de vez en cuando. Vuelve cuando quieras. Estás en tu casa. Un abrazo fuerte.

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