Dime qué te hace gracia y te diré cómo eres. La risa es difícil de disimular, se resiste a obedecer las reglas de cortesía o educación y nos desenmascara. La sonrisa quizás se puede fingir mejor o peor (aunque los ojos suelan traicionarnos), pero para simular la risa hay que ser un estupendo actor. Y no hay tantos actores buenos como tendemos a pensar. En las risas fingidas, salvo estos casos excepcionales, algo en su sonido delata inmediatamente su falsedad. Lo sabemos y pocas veces las intentamos siquiera.
Pero no creáis que me considero por ello una santa. Otra cosa hubiera sido encontrar un manuscrito de un académico de la lengua, de un escritor famoso (de los del tipo autocomplaciente), o de cualquier otro personaje que se enorgullezca de su poder o su saber, con una falta de ortografía, cualquiera. Entonces sí. Entonces me habría reído y lanzado de cabeza a las indómitas (al menos para mí y de momento) aguas de las redes sociales para difundir semejante patinazo. Esta risa no habría conseguido que me sintiera superior a ellos. Soy consciente de que, por cada error suyo, yo cometeré, tirando por lo bajo, unos cuatro o cinco. La mía sería una risa tan malsana como la de los “talibanes” (por la ignorancia de su proselitismo) ortográficos de los que hablaba, pero distinta. Es la que se goza en el placer que da la venganza de ver humillado al humillador. Y puede que la humillación del humillador sea un anhelo de justicia, pero reírse de ella es simple, llana y vil venganza. En resumen: yo también me río de lo que moralmente no debería.
Llegados a este punto, tengo que reconocer que, a sabiendas de su carácter malsano y perverso, he vuelto a pecar riéndome de la desgracia ajena. De la desgracia ajena que acabo de reconocer que me hace gracia, y que no es la desgracia del pobre analfabeto obligado a escribir un cartel ilegible, ni la de los judíos transportados como ganado, gaseados e incinerados, ni la de las niñas violadas, asesinadas o mutiladas, ni la de los “sin hogar” insultados o apaleados por adolescentes de juerga, ni la de los subsaharianos enredados en las alambradas de Ceuta o Melilla o que terminan sirviendo de alimento a los peces, etcétera, etcétera, etcétera, porque las desgracias de los pobres, de los indefensos o, en general, de las personas normales y corrientes, no parecen tener fin. Sólo por ello, pierden cualquier gracia que pudieran tener.
No, desde ayer llevo riéndome y gozándome de la desgracia de alguien, que, sin dejar de ser una persona corriente (no parece excepcional en ningún sentido), lo de normal ya habría que pensarlo mejor, se ha erigido ante mis ojos en representante de toda una clase de personas de las que toda mi vida he estado esperando poder mofarme. Porque sí, yo tengo tan poco que perder que me puedo permitir el lujo de llamar a las cosas por su nombre sin enredarme en discursos farragosos: lo mío no es humor negro; es puro y simple sarcasmo. Soy consciente de que lo he convertido en un chivo expiatorio y, por eso, y porque una es tan débil de carácter que a poco que se descuide puede terminar sintiendo compasión por él, es necesario no cebarse excesivamente en su desgracia. El linchamiento moral debe tener unos límites razonables y estrictos. Ante todo es fundamental no convertirlo en una víctima. Porque entonces perdería toda su gracia (aunque puede que entonces al que le hiciera gracia fuera a él; bueno, a él no, a otro como él).
He recordado a ese par de niños de mi barrio que dedicaban buena parte de su tiempo libre a derribar a pedradas a algún pájaro o gato (correctamente contextualizado: a verificar la ley física de la acción y reacción) o a orinar sobre los hormigueros (correctamente contextualizado: estudiar las situaciones de pánico en sociedades gregarias). A mi memoria han vuelto también aquellas entrañables compañeras de clase (convertidas hoy, por lo menos alguna que a duras penas he reconocido por la calle, en ajadas y teñidas marujas) expertas en la detección de los rasgos más llamativos y diferenciales de las más débiles y en su pública y amena difusión (correctamente contextualizado: comprobaban el alcance del darwinisimo social y lo sometían a debate). Tampoco he olvidado a aquellas “amigas de una amiga” que, ante el relato indignado de una compañera (que por entonces hacía el MIR) de las terribles deformaciones en recién nacidos que se había encontrado por enfermades no tratadas en sus madres, hicieron unos chistes cuya gracia todavía estoy procesando. La correcta contextualización de esto sería, supongo, que ni mi amiga médico ni yo tenemos imaginación ni sentido del humor.
En fin, todos ellos vinieron a unirse en la figura que, con todo el aspecto de un orondo páter familias de Oriente Medio, balbuceaba un discurso difícil de seguir en el que se mezclaban confusamente afirmaciones de lo que él no era (porque lo parecería), contextos que a nadie importaban, disculpas por errores no claramente definidos o reconocidos, y, sobre todo, temor y sorpresa. Lo suyo en la concejalía de cultura del Ayuntamiento de Madrid ha sido un gatillazo en toda regla a la vista de su discurso, cómicamente similar al que los varones en tales casos se sienten obligados a pronunciar.
Sr. Zapata, ha conseguido poner los dientes largos a sus oponentes políticos (la mayoría de los cuales estarán más o menos a su altura moral, así que difícilmente soltarán la presa), ha dado el fin de semana a la recién estrenada alcadesa (a la que ha obligado a adoptar el papel de una tutora de instituto), pero a mí me ha hecho pasar un buen rato y me ha ayudado a arrancar una espinita que tenía clavada. Gracias.
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