El hombre rebelde. Albert Camus.
Alianza: Madrid, 2013. 424 pp. 12,95 euros.
Por J. Teresa Padilla
Varias personas, jóvenes que apenas han comenzado a vivir, salen un viernes por la tarde a las calles de la que, en algunos casos, ha sido su ciudad dispuestas a matar a otras indiscriminadamente y a morir haciéndolo. No son una anomalía, unos enfermos mentales o unos descerebrados que a título individual decidan inmolarse ellos mismos en una orgía de destrucción que los libre del anonimato, que haga público su desprecio por la vida (propia y ajena) o arroje a la cara de los demás un sufrimiento individual. Ellos formaban (y forman) parte de algo; algo que los sobrevive y, al menos desde su perspectiva, da sentido a su acción. Leila Guerriero, una escritora argentina que regularmente escribe en El País con un gusto exquisito y una desgraciadamente rara lucidez y sensibilidad, se preguntaba hace unos días si los gestos y declaraciones que la masacre del pasado viernes desencadenó pueden tener auténtica utilidad cuando “no entendemos —y no veo que estemos haciendo ningún esfuerzo por entender— qué clase de cosa es la que está del otro lado”. Otro lado que tampoco es tan otro, tan ajeno, cuando es capaz de anidar entre nosotros. Por eso, quizá, los atentados de París nos duelan mucho más que los que sabemos (y podemos más fácilmente ignorar) que se producen en Tunez, en Irak, en Siria…
Entender no es justificar. Por mostrarse dispuesto a comprender, por no eludir esta necesidad y ampararse en la existencia de una perversidad monstruosa e ininteligible, no se acepta la posible existencia de ninguna legitimidad. No se traiciona a las víctimas, que, en cuanto tales, son siempre y por definición (sufren una acción, no la realizan) inocentes.
Pero tampoco nos ayudan a entender nada las explicaciones que se nos ofrecen desde los medios sobre la génesis histórica, religiosa o geopolítica de un conflicto que se desarrolla lejos de nosotros aunque, puntualmente, nos salpique. Porque no es esta historia la que nos resulta incomprensible, por carente de sentido que nos parezca, sino las personas concretas que deciden entregarse a ella, a ese devenir aniquilador y asesino.
Entregarse y no, como ellos quizá piensen, tomar parte activa en ella, pues, como nos intenta mostrar Camus, no hay, en realidad, lugar para el hombre, sino sólo para las diferentes modalidades de esclavo y tirano, en esta historia que niega lo que la sustenta (el “tiempo de la cosecha”, de la vida, el presente) y, por ello, se reduce a una nada de pesadilla.
Un “esfuerzo por comprender mi tiempo”, esto es lo que dice Camus que se propone en El hombre rebelde (1951). Un tiempo (el del crimen lógico versus el crimen pasional) que sigue siendo obviamente el nuestro. Comprenderlo para saber cómo conducirnos en él, luego comprender, sobre todo, cómo nos hemos conducido para llegar hasta aquí y si ésta es la única y la más coherente de las posibilidades. Una comprensión de nosotros mismos y de nuestro tiempo que resulta imprescindible antes de dar por sentado que el enemigo de hoy sea absolutamente otro y extraño, pues “el enemigo sigue siendo el hermano enemigo. Aunque se denuncien sus errores, no se le puede despreciar ni odiar: la desdicha es hoy la patria común, el único reino terrenal que ha respondido a la promesa”.
El hombre rebelde es una hipótesis que no pretende constituir ni la única ni la mejor forma de entender los últimos dos siglos de lo que Camus llama “la historia del orgullo europeo”. Orgullo porque es la historia de una rebelión, de un “no” a una situación que se juzga inaceptable o injusta. Un “no” que encierra también un “sí”: aquello en virtud de lo cual se juzga y rechaza lo negado. Es el olvido o la confusión sobre el contenido de esa afirmación y, en el fondo, el alejamiento de la tensión viva entre el sí y el no, el que hacen de este orgullo una “hibris” o desmesura y de su historia la del nihilismo europeo.
Esta es la conclusión que se va forjando mientras se recorren las formas de esta rebelión en la literatura, la filosofía y la historia, su relación con la revolución y con el terrorismo, de Estado o contra él. Un recorrido discutible quizá, pero en el que se encuentran algunas verdades luminosas que pueden orientarnos. Sobre todo la que nos recuerda que el contenido de ese “sí” que hace posible el “no” rebelde (el no al mal, a la injusticia, al dolor y la muerte) y lo mantiene alejado de las formas desviadas y contradictorias de la rebelión (las que no hacen sino reproducir sin cesar la situación de injusticia que negaban) es tan real y tan presente como lo negado. Y aquí aparece ese Camus niño que Manuel Vicent, otro escritor enraizado en su tierra mediterránea natal, imagina dejándose abrazar por el mar en las playas de Argel; o la fidelidad heroica del extranjero Mersault a su comunión con la naturaleza. Ese sí no es un sí a ningún valor trascendente, a ningún paraíso ultraterreno, a una promesa siempre aplazada. Es, simplemente, el sí a la vida y a la dignidad de los vivos, a la tierra “grave y doliente” de la cita de Hölderlin con la se inicia la obra*. Un sí que tampoco puede prescindir del no (como sucede en Nietzsche), pues es ese "no" el que nos hace hombres (“la única criatura que se niega a ser lo que es”). La rebelión, al final, aparece como el movimiento mismo de la vida (humana, creadora) que dice que “en vez de matar y de morir para producir el ser que no somos, tenemos que vivir y hacer vivir para crear lo que somos”, al modo del arte, que se esfuerza por “dar su forma a un valor que huye en el devenir perpetuo, pero que el artista presiente y quiere arrebatar a la historia”.
“Atrapado entre el mal humano y el destino, el terror y la arbitrariedad” al hombre “sólo le queda su fuerza de rebelión para salvar de la muerte lo que todavía puede serlo, sin ceder al orgullo del blasfemo”, a la tentación de creerse un dios, a la libertad absoluta, que es precisamente la de matar. Sólo puede aspirar a la “disminución aritmética del dolor del mundo”, consciente de que, pese a todo, “la injusticia y el sufrimiento subsistirán siempre” y la rebelión nunca tendrá fin (ni éxito completo): desesperar y negar (matar y morir) o recordar que esa posible desesperación que puede cegar la rebelión nace de un íntimo, breve, pero intenso y real, amor a la tierra, a la vida, que hay que “conquistar, en y contra la historia”.
Varias personas, jóvenes que apenas han comenzado a vivir, salen un viernes por la tarde a las calles de la que, en algunos casos, ha sido su ciudad dispuestas a matar a otras indiscriminadamente y a morir haciéndolo. No son una anomalía, unos enfermos mentales o unos descerebrados que a título individual decidan inmolarse ellos mismos en una orgía de destrucción que los libre del anonimato, que haga público su desprecio por la vida (propia y ajena) o arroje a la cara de los demás un sufrimiento individual. Ellos formaban (y forman) parte de algo; algo que los sobrevive y, al menos desde su perspectiva, da sentido a su acción. Leila Guerriero, una escritora argentina que regularmente escribe en El País con un gusto exquisito y una desgraciadamente rara lucidez y sensibilidad, se preguntaba hace unos días si los gestos y declaraciones que la masacre del pasado viernes desencadenó pueden tener auténtica utilidad cuando “no entendemos —y no veo que estemos haciendo ningún esfuerzo por entender— qué clase de cosa es la que está del otro lado”. Otro lado que tampoco es tan otro, tan ajeno, cuando es capaz de anidar entre nosotros. Por eso, quizá, los atentados de París nos duelan mucho más que los que sabemos (y podemos más fácilmente ignorar) que se producen en Tunez, en Irak, en Siria…
Entender no es justificar. Por mostrarse dispuesto a comprender, por no eludir esta necesidad y ampararse en la existencia de una perversidad monstruosa e ininteligible, no se acepta la posible existencia de ninguna legitimidad. No se traiciona a las víctimas, que, en cuanto tales, son siempre y por definición (sufren una acción, no la realizan) inocentes.
Pero tampoco nos ayudan a entender nada las explicaciones que se nos ofrecen desde los medios sobre la génesis histórica, religiosa o geopolítica de un conflicto que se desarrolla lejos de nosotros aunque, puntualmente, nos salpique. Porque no es esta historia la que nos resulta incomprensible, por carente de sentido que nos parezca, sino las personas concretas que deciden entregarse a ella, a ese devenir aniquilador y asesino.
Entregarse y no, como ellos quizá piensen, tomar parte activa en ella, pues, como nos intenta mostrar Camus, no hay, en realidad, lugar para el hombre, sino sólo para las diferentes modalidades de esclavo y tirano, en esta historia que niega lo que la sustenta (el “tiempo de la cosecha”, de la vida, el presente) y, por ello, se reduce a una nada de pesadilla.
Un “esfuerzo por comprender mi tiempo”, esto es lo que dice Camus que se propone en El hombre rebelde (1951). Un tiempo (el del crimen lógico versus el crimen pasional) que sigue siendo obviamente el nuestro. Comprenderlo para saber cómo conducirnos en él, luego comprender, sobre todo, cómo nos hemos conducido para llegar hasta aquí y si ésta es la única y la más coherente de las posibilidades. Una comprensión de nosotros mismos y de nuestro tiempo que resulta imprescindible antes de dar por sentado que el enemigo de hoy sea absolutamente otro y extraño, pues “el enemigo sigue siendo el hermano enemigo. Aunque se denuncien sus errores, no se le puede despreciar ni odiar: la desdicha es hoy la patria común, el único reino terrenal que ha respondido a la promesa”.
El hombre rebelde es una hipótesis que no pretende constituir ni la única ni la mejor forma de entender los últimos dos siglos de lo que Camus llama “la historia del orgullo europeo”. Orgullo porque es la historia de una rebelión, de un “no” a una situación que se juzga inaceptable o injusta. Un “no” que encierra también un “sí”: aquello en virtud de lo cual se juzga y rechaza lo negado. Es el olvido o la confusión sobre el contenido de esa afirmación y, en el fondo, el alejamiento de la tensión viva entre el sí y el no, el que hacen de este orgullo una “hibris” o desmesura y de su historia la del nihilismo europeo.
Niños en la playa. Joaquín Sorolla (1910) |
“Atrapado entre el mal humano y el destino, el terror y la arbitrariedad” al hombre “sólo le queda su fuerza de rebelión para salvar de la muerte lo que todavía puede serlo, sin ceder al orgullo del blasfemo”, a la tentación de creerse un dios, a la libertad absoluta, que es precisamente la de matar. Sólo puede aspirar a la “disminución aritmética del dolor del mundo”, consciente de que, pese a todo, “la injusticia y el sufrimiento subsistirán siempre” y la rebelión nunca tendrá fin (ni éxito completo): desesperar y negar (matar y morir) o recordar que esa posible desesperación que puede cegar la rebelión nace de un íntimo, breve, pero intenso y real, amor a la tierra, a la vida, que hay que “conquistar, en y contra la historia”.
*"Y abiertamente consagré mi corazón a la tierra grave y doliente, y con frecuencia, en la noche sagrada, le prometí que la amaría fielmente hasta la muerte, sin temor, con su pesada carga de fatalidad, y que no despreciaría ninguno de sus enigmas. Así me ligué a ella con un lazo mortal" (La muerte de Empédocles).
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