Por Marisa Díez
En estos tiempos de política convulsa que atraviesa el país y sin grandes esperanzas de que la situación se resuelva en un plazo breve de tiempo, me asalta la duda de si el próximo gobierno de turno será capaz de promulgar una ley de educación mínimamente consensuada por una mayoría de partidos que la convierta en válida. Hace tiempo que la población tiene aceptado como norma no escrita que cada cambio de gobierno trae consigo una nueva reforma educativa, siempre discutida y jamás aceptada por todas las partes en juego.
Pensaba en ello mientras daba vueltas al tema de mi entrada de hoy. Intentaba recordar cuál fue el primer libro que leí de principio a fin de forma voluntaria y que me convirtió en adicta a tener siempre entre manos un ejemplar, hasta el punto de que si un día termino uno y no dispongo de relevo, entro en un estado parecido a la ansiedad. Me dedico entonces a mendigar algo de lectura entre amigos y familiares y en el caso de no obtener un resultado satisfactorio, no me queda otra que salir corriendo hacia la librería más cercana para superar esa especie de síndrome de abstinencia en el que me encuentro. Porque ya sabéis que el e-book es algo que todavía no ha entrado en mi vida. Ahí sigo, resistiéndome a ello con todas mis fuerzas.
Bromas aparte, es cierto que recuerdo haber pasado horas dedicada a la lectura casi desde que tengo uso de razón. En ello influyó, sin duda, la suerte de haber crecido en un hogar repleto de libros, debido a la profesión de mi padre, encuadernador y dorador de la antigua Espasa Calpe. Pero no menos importante me parece la influencia que sepan ejercer los buenos maestros en el proceso formativo del niño durante la etapa educativa. Tuve una profesora de literatura en el instituto, de la que no recuerdo con certeza el nombre, a la que debo el haber afianzado en mí esa costumbre que ya había adquirido desde la infancia. Una de las obras que debíamos trabajar durante el curso fue Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos, libro que devoré después de haber seguido a rajatabla su recomendación: nos instó a continuar con su lectura sólo si éramos capaces de superar sus primeras treinta páginas. Me sentí orgullosa cuando pude explicar a mis compañeros que había logrado terminarlo y, lo que resultaba más increíble, me había encantado.
A partir de entonces, La busca, de Pío Baroja o La colmena de Cela, se turnaban como lecturas obligatorias con otro tipo de literatura más difícil de disfrutar en esas edades, pongamos por caso El conde Lucanor, que causaba auténticos estragos y abandonos incluso entre los amantes de la lectura.
Por mi parte, yo continuaba de forma paralela en mi búsqueda de las joyas literarias que contenía la particular biblioteca de la que disfrutábamos en casa. De ella rescaté las Poesías completas, de Antonio Machado, que se convirtió en uno de mis autores de referencia. No faltaron las inevitables Rimas y leyendas de Bécquer, ésas que todo adolescente que se precie ha leído en algún momento puntual de desamor. O el Romancero gitano de Lorca. Incluso la Historia de una escalera, de Buero Vallejo, que me introdujo de lleno en el teatro escrito.
En fin, podría seguir con mi enumeración y llenaría páginas enteras. Y sin embargo creo que todos tenemos un recuerdo claro de ese primer libro del que no fuimos capaces de desengancharnos hasta que alcanzamos su página final. El mío lo tengo grabado claramente en mi memoria. Fue un regalo que mi padre nos trajo de la editorial y que devoramos por etapas mis hermanas y yo. Se llamaba El diario de Mónica, no recuerdo su autor, y nunca más he vuelto a encontrarlo por más que he buscado y rebuscado en múltiples páginas de internet dedicadas a libros descatalogados. Era un ejemplar encuadernado en tapas duras de color verde y con el título dorado en el lomo. Todavía sería capaz de relatar con todo detalle su trama, supongo que por aquello de que los recuerdos, cuanto más antiguos, más sencillo nos resulta evocarlos. Probablemente hoy en día no resistiría el paso de los años. Su escritura estaba profundamente marcada por el momento social y político de la época, pero si alguien desea alguna vez convertirme en una persona realmente feliz, sólo tiene que conseguir ponerlo de nuevo en mis manos, si es que aún existe algún ejemplar escondido por alguna parte. Ahí os lo dejo…
Y sin embargo, a pesar de mi buena disposición desde niña, hay algo de lo que estoy más o menos segura, y es que de no haberse cruzado en mi camino aquella profesora que me empujó a leer Tiempo de silencio, quizá nunca me hubiese convertido en la lectora empedernida que soy. De ahí mi convencimiento absoluto de que es necesario crear el hábito de la lectura desde la infancia. Y de que haya docentes que, en su labor profesional, se vean apoyados por una ley que les ayude a mejorar, por fin, un sistema educativo que se tambalea.
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