Hace años, al llegar el mes de agosto, Madrid cerraba por vacaciones. Así, literalmente. No hace falta hacer un ejercicio muy profundo de memoria para recordar que las tiendas de tu barrio colgaban el consabido cartel durante treinta días: los ultramarinos, el estanco, el kiosko de los periódicos, la pescadería o incluso el puesto de las chuches. En cualquier sitio al que te dirigieras habitualmente podías encontrar el temible recordatorio durante varias semanas y no te quedaba otra que buscar una alternativa, la cual podía encontrarse varias calles más allá y, desde luego, fuera de tus límites cotidianos.
Ahora es distinto. Aunque agosto sigue siendo el mes de veraneo por excelencia, es difícil que la vida de la ciudad se paralice; ni siquiera la de tu barrio se ve seriamente afectada. Las grandes superficies han cambiado nuestras costumbres y hábitos de compra y se mantienen abiertas sin pausa los 365 días del año. Además, resulta difícil para el pequeño comerciante, por no decir imposible, echar el cierre durante treinta largas jornadas. Si me apuras, y dando gracias, un autónomo puede permitirse el lujo de disfrutar de unas vacaciones de diez o quince días, a lo sumo. Incluso una sola semana puede ser lo más común.
En mi familia disfrutábamos de nuestro mes de agosto año tras año. Unos días antes asomaban las primeras señales de que el verano estaba aquí. Mi madre sacaba a la ventana (sí, he dicho bien, a la ventana) un botijo, con el que inauguraba oficialmente la llegada de la temida canícula. El sabor del agua en aquel recipiente, durante los primeros días, mezclado con anís para mitigar el sabor del barro, es uno de esos recuerdos que quedan intactos en la memoria. Y, aunque nos encontrábamos en la más tierna infancia, nadie nos ponía el más mínimo problema para echarnos unos tragos de aquel agua con algún grado de alcohol añadido. Al fin y al cabo, ya teníamos el estómago acostumbrado después de nuestras buenas copas de quina Santa Catalina, que resultaba estupenda para abrir el apetito, según la publicidad de la época y que actualmente sería acusada, cuando menos, de maltrato infantil.
La segunda señal irrefutable de que las vacaciones estaban a la vuelta de la esquina, en mi caso particular, era el día en que mi vecino Alejandro sacaba su remolque a la calle y aparecía, bajo su ventana, enganchado a su Seat 124 blanco. Desde ese instante ya sabías que en muy poco tiempo partiría junto con su familia al camping de Alicante donde pasaba sus treinta días de rigor, razón por la cual se le hacía completamente necesario transportar todos sus enseres en aquel vehículo. Entonces sí, ya estaba claro que había llegado el momento de disfrutar de nuestro destino de cada verano: nos íbamos a Candeleda.
Pero lo cierto es que los días pasaban tan deprisa que cuando querías darte cuenta ya estabas de vuelta en los madriles. Y para el ocaso del verano, en aquella época dorada de adolescencia y juventud, también contábamos en nuestro pueblo de adopción con una particular señal, aquélla que cuando se producía nos obligaba a aceptar que el regreso era inevitable: mi amigo Fernando, que trabajaba en uno de los pubs que frecuentábamos, se dedicaba durante días a preguntarnos la fecha de nuestra partida, y la noche anterior a ella, todos los años nos castigaba con esa infame melodía del Dúo Dinámico, “el final del verano llegó y tú partiraaaaaaaás…” según atravesábamos la puerta del local, lo que nos provocaba alguna lágrima furtiva o ataques de llanto inconsolables, dependiendo de cada caso particular. Desde entonces me declaré enemiga acérrima de semejante réquiem musical y, si alguna vez he vuelto a escuchar la dichosa cancioncita, puedo asegurar que ha sido por puro accidente.
El caso es que regresabas a Madrid y después de unos días de aclimatarte a tu condición de residente habitual, enseguida le cogías el pulso a la ciudad y volvías a la vida cotidiana sin apenas esfuerzo. Y, cuando querías darte cuenta, de nuevo encontrabas el remolque de tu vecino aparcado en la puerta. Y vuelta a empezar.
En Diarios de resistencia hemos decidido echar el cierre por vacaciones durante un par de meses. Somos conscientes de ser unas privilegiadas, porque nadie en su sano juicio se atreve a disfrutar de algo más que un puñadito de días de asueto al año. Pero estamos dispuestas (y supongo que también lo estará nuestro representante masculino, aunque nos ha abandonado desde tiempo inmemorial) a regresar en septiembre con nuevos bríos, mucha fuerza, coraje a raudales e infinidad de historias positivas que contar. Hasta entonces, ¡felices vacaciones! Continuará…
Felices vacaciones y hasta pronto
ResponderEliminarLo mismo te digo, Son. Que disfrutes de las buenas compañías....
ResponderEliminarEl detalle del botijo con anís es genial. En mi casa no había botijo pero en las celebraciones se nos permitía brindar con un dedito de sidra o cava y mira no hemos salido ninguno alcoholico y creo que somos bastante normalitos. Hoy les hubieran quitado la custodia a nuestros padres. !Cómo cambían los tiempos!
ResponderEliminarY en mi casa mi padre nos dejaba beber en fechas especiales un poquito de moscatel, tú fíjate, si yo creo que lo pruebo ahora y me sabe a alcohol que echa para atrás...
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