jueves, 16 de febrero de 2017

Judas

Judas. Amos Oz.

Siruela: Madrid, 2015. 304 pp. 19,95 euros.



“Y Judas, ante cuyos ojos conmocionados acababan de derrumbarse el sentido y la finalidad de su vida, Judas, que comprendió que había causado con sus propias manos la muerte del hombre al que amaba y admiraba, se marchó de allí y se ahorcó. Así, escribió Shmuel en su cuaderno, así murió el primer cristiano. El último cristiano. El único cristiano”.


 Por J. Teresa Padilla

“Esta es una historia del invierno de finales del año cincuenta y nueve y principios del sesenta. En esta historia hay error y pasión, hay amor no correspondido y cierta cuestión religiosa que queda aquí sin resolver”. Así empieza Judas, como un cuento de los que dan ganas de leer en voz alta, de los que, si no te oye nadie, te lees efectivamente a ti mismo aunque sea en un murmullo. Yo encuentro verdadero consuelo en hacerlo, consigo acallar todo el ruido que se me acumula a veces en la cabeza y en el corazón y los embota. Seguramente es un consuelo muy parecido al que encuentran los que balbucean sus plegarias en sus respectivos lugares santos. No pasa con todos los libros, y resulta en realidad superfluo añadir que aquellos que lo consiguen pasan a engrosar, sin más requisitos, mi lista de predilectos, esa larga lista cuyos miembros más recientes son Brodsky y Métter. Bueno, y a partir de ahora Amos Oz.

Todo empieza como un cuento, pura ficción, pero el narrador está tan concentrado en ver sólo por los ojos de Shmuel y narrárnoslo que no nos vuelve a interpelar más y, claro, se nos olvida. Nos olvidamos de nosotros mismos (bendita catarsis) y seguimos (gracias a que el autor abandona momentáneamente la perspectiva de Shmuel para describírnoslo a él mismo) los torpes y característicos andares de Shmuel Ash por Jerusalén como si los estuviéramos viendo; pero sobre todo seguimos sus pensamientos y sentimientos. Sólo a ellos tenemos acceso y sólo a través de ellos, y de lo que expresamente llegan a contarle a Shmuel, conocemos a los otros dos protagonistas: Atalia Abravanel y Gershom Wald, nuera y suegro que viven en una misma casa, aunque a la sombra de los ausentes (el padre de Atalia y el hijo de Gershom) y del silencio que impone el dolor (o la ira) de su ausencia.

Shmuel, un joven universitario que se oculta tras un pelo indomable y una barba de neandertal, no tiene donde ir. Su aspecto, su cómica forma de andar, su incapacidad para escuchar y a la vez su inclinación al monólogo interminable, su manera repentina de pasar de la actividad más frenética a una pasividad casi letárgica, su tendencia a llorar de emoción a la mínima, todo estos rasgos hacen que la sucesión de desgracias que le han llevado a la situación en la que nos lo encontramos en ese invierno del cincuenta y nueve, nos resulten menos patéticas de lo que realmente son. Porque Shmuel se ha quedado solo: su novia se ha casado con otro novio anterior a él y la escisión en el grupúsculo socialista de 6 miembros del que formaba parte le ha dejado en el sector minoritario (y encima “entre los cuatro disidentes estaban las dos chicas del grupo, sin las cuales aquello no tenía sentido”). También sus padres se han arruinado y ya no pueden pagarle los estudios, aunque no es esto en realidad lo que le lleva a abandonarlos (su hermana se las apaña), sino que está atascado en el trabajo que le iba a abrir las puertas de la gloria académica: Jesús a ojos de los judíos. Sin idea de lo que hacer ni adónde ir, encuentra una peculiar oferta de trabajo: conversar con un anciano durante las tardes a cambio de techo y un modesto salario. Allí se esconde del mundo, traiciona las esperanzas de sus padres, y hasta sus propios sueños.

De la traición y su íntima santidad trata sobre todo esta novela que tiene por título el nombre propio del traidor por antonomasia. Se traiciona, como Judas, por amor, por una fe que va más allá de la que su objeto tiene en sí mismo. Se traiciona al propio pueblo, como Shaltiel Abravanel, el padre de Atalia, cuando se insiste en la posibilidad de un sueño en el que no cree la mayoría. Se traiciona a un hijo cuando se le empuja a una presunta muerte justa desde niño. Y luego está Atalia, incapaz de creer en nada, de soñar, de amar a nadie (“Es imposible amar a los hombres. Lleváis miles de años teniendo el mundo entero en vuestras manos y lo habéis convertido en una monstruosidad. En un matadero”). Si rompe “corazones ingenuos a su paso”, a causa sobre todo de ese olor suyo a violetas y al surco tan marcado que unía su nariz y el centro de su labio superior, no está nada claro que se pueda hablar de traición. Porque la traición implica fidelidad a lo que se traiciona y nada ni nadie merece la suya. Es la guardiana de los muertos, de los que guardan silencio (su padre, su marido) y de ese otro “muerto charlatán que no para de hablar” (su suegro). Los guarda, pero no por sentido del deber ni por amor, sino porque no parece haber para ella otro lugar en el mundo que no sea un mausoleo.

El ateo Shmuel nos presenta a un Jesús de Nazaret, más que desde los ojos de un judío, desde sus ojos, llenos de amor por el hombre y sus palabras. Y a Judas como el más fiel a los sueños del nazareno: el primer, único y último cristiano auténtico. Traidor tanto para el judaísmo como para el cristianismo oficiales. Porque estaba solo en su fe sin límites, porque no pudo soportar el dolor de un sueño roto ni la culpa.

Amos Oz (2005). Foto: Michiel Hendryckx

Los soñadores: ésa es la verdadera estirpe de los acusados de traición. Es a la realidad tozuda, bárbara y desesperante a la que desafían. Y pierden siempre. Esos son los traidores. Los otros, los que vencen, ya no sueñan. No tienen necesidad, poseen todas las respuestas. Y el poder.

“Tú eres un valiente soldado del ejército de los que quieren arreglar el mundo y yo sólo soy parte del miasma del mundo [dice Gershom]. Cuando prevalezca el nuevo mundo, cuando todas las personas sean honestas, sencillas, productivas, fuertes, iguales y rectas, se derogará por ley el derecho a existir de seres deformes como yo, que comen y no hacen nada y encima lo afean todo con sus ocurrencias y chanzas sin fin. Incluso ella, Atalia, será prescindible en el mundo que surja tras la revolución, un mundo que no tendrá ningún interés en viudas solitarias que no se movilizan para arreglar el mundo sino que deambulan por ahí haciendo cosas buenas y cosas malas, rompiendo corazones ingenuos a su paso. (…) Ni siquiera de ti, querido, tendrán necesidad (…) Ellos mismos son la respuesta a todas las preguntas”

Atreveos a conocer a este muchacho conmovedor, tan parecido a los perros callejeros que le reconocen y siguen por las calles de Jerusalén. Él también sueña, pero, gracias a Gershom, a ese feísimo anciano parlanchín al que no puede evitar terminar amando, sabe que sueña. “En nuestras conversaciones nocturnas he aprendido de usted a dudar un poco. Tal vez por eso yo ya no seré jamás un revolucionario de verdad”, confiesa Shmuel. Sí, él parecía que tenía las respuestas, como los revolucionarios del póster que dejó para siempre en su habitación en la buhardilla de la casa, como esos redentores del mundo que terminan provocando ríos de sangre. Y cuando se marcha, como al principio, sin saber qué hacer o adónde ir, sólo tiene preguntas. No parece nada, pero es un gran botín: un bastón con cabeza de zorro y el "se preguntó" que pone fin a la novela.

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