El libro contra la muerte. Elías Canetti.
Galaxia Gutenberg: Barcelona, 2017. 400 pp. 23,50 euros
“Más allá de cualquier moral albergo un sentimiento indeciblemente fuerte, omnipotente, del carácter sagrado de cada vida, sí, de todas y cada una de ellas. (…) No hay en mí ningún otro sentimiento tan intenso e inamovible. No reconozco ninguna muerte. Y, así, los que han muerto siguen vivos para mí, no porque me exijan nada, ni porque les tema, ni porque pudiera pensar que algo de ellos perdura, sino porque no deberían haber muerto”.
Por J. Teresa Padilla
El libro contra la muerte es El libro de los muertos reeditado y completado con otros apuntes de Canetti, la mayoría inéditos, que terminan doblando prácticamente su extensión. Como yo no conocía El libro de los muertos, ni me he planteado si valdría o no la pena esta edición que se pretende definitiva de los escritos de Canetti sobre un tema que él mismo no duda en calificar de obsesión (aunque me da que sí, porque no le sobra una página). Una obsesión que a veces le tortura, pero de la que no se avergüenza jamás salvo cuando está tentado de rendirse. Y para entonces ya nos había advertido que no se lo tuviésemos en cuenta. En esos momentos el autor se revuelve contra sí mismo y se insulta como páginas antes y después escupirá y maldecirá a la Bestia. Porque no nos encontramos ante una serena y sensata meditatio mortis. Esto es una guerra. Literalmente: las armas que se pretende atraviesen como lanzas el corazón de la muerte son las palabras (“tengo que agarrarla donde pueda y clavarle aquí y allá las primeras frases que encuentre a mano”) y la escritura, incesante e inconclusa, la propia lucha (“¿Puedes dejar de escribir por fin? ¿Por ejemplo cuando hayas terminado este libro? / No, no puedo. No podré jamás. / Entonces nunca podrás hacer las paces con la muerte. Nunca”).
Es por ello que el libro como tal no existió ni pudo hacerlo en vida de su autor, quien, aunque a lo largo de sus páginas planea a veces cómo debería o podría ser, se rinde finalmente a la evidencia de que no será otra cosa que lo que tenemos hoy: un conjunto de textos fragmentario y póstumo que comenzó a escribirse en 1942 y al que sólo puso el punto y final la propia muerte de su autor en 1994.
Sepultura de Canetti (cementerio de Fluntem, Zurich). Foto: Lars Haefner |
¿La guerra entonces, como era previsible –nos decimos los razonables barberos y bachilleres-, se perdió? Sorprendentemente, no. Lo que decide la derrota o la victoria aquí no es la propia muerte ni mucho menos la muerte propia. Esto era desde el principio una guerra frente a la autoridad, el poder, la naturalidad o la dignidad que atribuimos a la muerte. Todas esas mentiras con la que nos engañan o engañamos para resignarnos y morir o, lo que es peor, para matar.
Apostaría fuerte por que Canetti nunca leyó a Unamuno, y yo, que sí lo he hecho, no puedo dejar de reconocer la superioridad del bilbaíno en su rechazo quijotesco y cristológico de la muerte y en la apuesta (credo quia absurdum) por la inmortalidad. Que no se me alegue en contra la religiosidad de uno frente al ateísmo declarado del otro (“aquel al que más odio, el inventor y custodio de la muerte: Dios”), pues éste mismo declara expresamente que sus convicciones contra la muerte “constituyen propiamente una religión”, “una nueva religión que no reconoce la muerte”, pues “religión es el sentimiento de unión con los muertos”.
Hay, sin embargo, una enseñanza, para mí cuando menos, original y muy poderosa en este libro que, obligado por su objeto de estudio, por la oscuridad que rodea sin solución al enigma que llamamos “muerte”, anda tanteando y busca orientarse a ciegas recogiendo las leyendas y ritos funerarios de otras culturas, indagando en las “soluciones” (o “disoluciones”) religiosas y filosóficas al problema, analizando y confesando la tiranía íntima de nuestros muertos (unas veces) y nuestra cobardía al dejarles morir (otras). Canetti, ensayista ecléctico donde los haya, prueba diferentes ideas y frases en su acecho y caza de la muerte, pues en la guerra vale todo: la reflexión, el razonamiento, pero también la superstición y el mito. Y encuentra algunas muy potentes, pero ninguna que se pueda comparar a la de la injusticia y toxicidad de la muerte:
“Nadie hubiera debido morir jamás. El peor delito no merecía la muerte, y sin el reconocimiento de la muerte nunca hubieran existido los peores delitos”.
El hombre (todo lo vivo, pero sólo el hombre es consciente de ello) está condenado a muerte. La muerte es justo eso, una condena, no algo natural ni digno. Y para colmo una condena impuesta injustamente, porque lo está desde el principio de nuestros días, por un supuesto pecado original de los padres del género humano (de todos los posibles relatos “míticos” que la legitiman, Canetti no puede evitar situarse en el bíblico). Pero en lugar de rebelarse contra esta injusticia (salvo en determinadas formas de duelo), el hombre se entrega a ella. Se resigna. A morir un día, sí, pero sobre todo a que los demás mueran, incluso a sus manos, con tal de retrasar ese día todo lo posible. Rendirse a la muerte supone convertirse en un asesino. La muerte es un veneno que todo lo emponzoña, una “úlcera cancerosa que lo contagia todo”. Aceptar su irremediabilidad es aceptar la posible bondad del asesinato. La injusticia de la muerte legitima nuestra propia injusticia:
“A cada uno de nosotros, incluso los peores, nos queda la disculpa de que nada de lo que hacemos se acerca a la perversidad de esta condena decretada de antemano. Tenemos que ser malos porque sabemos que hemos de morir. Seríamos aún más malos si desde el principio supiéramos cuándo”.
Ésta es la idea que da fuerza y sentido a la aparentemente inútil lucha contra la muerte: luchamos, más que por nuestra vida, por nuestra humanidad, por nuestra posibilidad de bondad y de una vida que merezca ser vivida. Esta idea es la que convierte una obsesión difícilmente explicable en un proyecto moral dotado de esa belleza que tienen las victorias imposibles. Esta idea es la maravillosa aportación al tema de este apasionado e incontinente escritor sefardí.
La guerra contra la muerte se convierte entonces en una lucha religiosa (“No aceptarás morir” es el complemento oculto y necesario del primer mandamiento: “No matarás”). Una lucha por el sentido y el bien, porque la muerte es absurda e injusta. La muerte es el arma del Poder, un poder que siempre, por naturaleza, es violento, porque aspira al Todo y niega (asume y supera, como dice la fenomenología hegeliana de la historia, ese “horror”, afirma Canetti, con el que “no hay nada que hacer, nada de nada”) al individuo único e irrepetible que es siempre el que muere. Porque son ellos, cada uno de ellos, los que mueren incluso cuando “se muere en masa”, expresión inexacta donde las haya. “Un muerto y uno más no son dos muertos”. He aquí otra de esas frases potencialmente letales para la propia muerte en esta guerra interminable.
“Cada ser humano vale por sí; por su –no por la- historia. Cada cual es incomparable. A cada cual hay que verlo como si no hubiera habido nunca nadie más en el mundo”.
Elías Canetti (autor y fecha desconocidos) |
“Sigo sin creerme que tengo que morir, pero lo sé”, y es que saber que se va a morir no es lo mismo que sentirse condenado a muerte. Lo primero supone la aceptación de la muerte como algo natural, dado por supuesto, inevitable. Algo que está ahí, aunque separado de la vida como un mundo aparte, pero mundo al fin y al cabo. Todas esas cosas que dicen los aliados de la muerte, vivos y sanos, esa masa ingente de cobardes que se esconden en la religión o en la ciencia (la religión de los descreídos) y renunciaron a luchar o nunca han sentido la necesidad de hacerlo. Hasta que los soldados de vanguardia en esta guerra (Canetti, Unamuno…) o las enfermedades lentas y mortales nos despiertan. No se trata entonces, no nos confundamos, de luchar por la supervivencia: Darwin es, como Freud, Nietzsche o Heidegger, otro de los que “convierten en sabiduría lo que es capitulación”. La lucha por seguir viviendo muy probablemente nos convierte en cómplices de la muerte. ¿O no hay algo en el fondo perverso en el deseo de pertenecer a ese 15% de los que sobreviven a una enfermedad? ¿No se desea a la vez que sea el otro el que engorde el 85% restante? ¿No sería la victoria que deseamos un triunfo sobre una montaña de inocentes derrotados? "Se empieza contando a los muertos" y se termina no sabiendo cómo desear tu bien sin desear el mal de nadie. Se termina no distinguiendo la vida de la supervivencia.
“Sólo se cumplen los deseos mezquinos, superfluos, desvergonzados. Los grandes, los dignos de un ser humano, no llegan a realizarse. Ninguno volverá, ninguno vuelve nunca; podridos están aquellos a los que odiaste, podridos están aquellos a los que amaste”. Y, sin embargo, hay que albergar deseos grandes, quizás imposibles, porque es lo justo, lo que de verdad queremos y lo que además debemos y nos debemos: el fin de la muerte, el dolor, la enfermedad, la guerra, el asesinato, "legal" (siempre falsamente tal) o no. “Es inútil, no tiene sentido, incluso es despreciable dar por perdida a la humanidad. Hay una sola posibilidad de esperar hasta el último resuello una escapatoria que aún no conocemos. Da lo mismo cómo llamemos a esa esperanza, con tal de que exista” y “esperanza es que también otros se defiendan”.
Muy pocas veces en estas notas se refiere a sí mismo Canetti en primera persona. Lo hace alguna vez en segunda, pero casi siempre en tercera. Se distancia de sí mismo, más que para verse mejor, para encontrar el sentido a una obsesión que nos confiesa ha vertebrado toda su vida y su obra y que bien podría ser para muchos una enfermedad mental. Lo encontró, vaya si lo encontró, y rindió el culto debido a la posibilidad de la inocencia, de la humanidad y del milagro. Pues "¿qué es el asesino más grande y terrible comparado con un hombre que, mediante un conjuro, pueda devolver la vida a un solo muerto?". Lo que los asesinos, los poderosos o anhelantes de poder han sido en el fondo siempre: nada. Absolutamente nada.
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