miércoles, 31 de mayo de 2017

Patria, I

Patria. Fernando Aramburu.

Tusquets: Barcelona, 2016. 648 pp. 22,90 euros.


 
Por J. Teresa Padilla

Mirad que lo siento. Pero no. Ya me advirtió Marisa que esta novela no era para mí. Ojalá pudiera decir que me ha parecido tan instructiva y emocionante como a gran parte de la crítica y del mundo literario en general. Emocionante, en realidad, puede que sí, pero no sé si las emociones que me ha despertado son las que pretendía su autor. Me ha resultado ajena y claustrofóbica, en lo que respecta al qué se cuenta, y exasperante en lo que se refiere al cómo. Puesto que hay que empezar por algo, que sea por este cómo. Mi reseña será larga (me disculpo, aunque las citas son numerosas y prescindibles), y por eso la he dividido en dos partes. Ésta, dedicada a las cuestiones formales, y la segunda, espero que más breve, a lo que se nos cuenta en ella. Podría haber quedado reducida a un tamaño más habitual si no me hubiera sentido obligada a justificar por qué esta novela, que tantos califican de “imperecedera” y llegan a comparar con “Guerra y Paz”, no me parece más que una muy probablemente digna novela pero de mero consumo masivo, de ésas “fáciles de ingerir y en las que uno no se demora ni loco, porque no hay posibilidad en ellas de saborear nada” (Ben Roth, The Millons). En lo que a mí respecta, una completa decepción.

Para contarnos este “testimonio de las atrocidades cometidas por la banda terrorista” (551), el autor ha tomado la decisión absolutamente legítima, arriesgada, y en principio muy interesante, de mezclar voces y planos narrativos. Así, tenemos un narrador en tercera persona y que se expresa en pasado al que continuamente, sin previo aviso, a veces en la misma frase y sin más distancia gramatical que una coma, o ni eso, quita la palabra el personaje en cuestión del que se trata en cada momento. Porque en esta novela son los personajes los que hablan, solos (casi siempre) o con los demás. Así cuentan la historia mientras el narrador se limita a darles el pie o a completar el relato con los detalles sólo perceptibles desde la distancia del narrador omnisciente. Chocante al principio, lo cierto es que una se acostumbra rápido.

La idea es buena, pero no sé hasta qué punto está lograda. Da lugar a frases extrañas y nada agradables al oído (por lo menos al mío), en las que, más que usarse un estilo indirecto “libre”, se adopta una posición intermedia entre éste y el directo. El resultado son expresiones como:

“Bittori se olió que estos dos se han puesto de acuerdo a mis espaldas” (32); “Arantxa había decidido no dejarse doblegar, aunque en el fondo yo [Arantxa] sentía una gran inseguridad, en serio” (86); “nadie fue a sentarse en las cercanías de Bittori, de donde ella dedujo que su presencia no había pasado inadvertida; pero me da igual, no me esperaba un recibimiento con aplausos…” (123); “no pudo evitar en dos ocasiones que la fotografiasen rodeada del equipo de fisioterapeutas; pero me da igual porque las fotos nunca las vi” (192); “la niebla que subía del río borraba las casas. Y la verdad es que pasamos frío. Ya clareaba cuando se montaron en un coche” (387); “se aferraba a la convicción de que este hombre se ha llevado un capazo de secretos a la tumba” (152).

A veces es él el que interrumpe al personaje: “Los pies decidieron por mí y Xabier, corazón palpitante, se tomó un coñac doble” (550); y otras son hasta tres las voces en una sola frase: “Arantxa preguntó a los guardias si nos podemos sentar y uno de ellos, encogiéndose de hombros, respondió que le daba por culo si os sentáis o no” (300). Para mí la relación coste/beneficio de esta opción estilística es negativa, aunque se trata de una valoración puramente subjetiva.

La otra cara de esta especie de intrusismo del estilo directo en el indirecto es justo la inversa: el uso de la conjunción propia del estilo indirecto en la reproducción literal del diálogo. Ejemplos: “Miren le replica que:” (27); “preguntó y su amiga le respondió que:” (197). Esos “que” previos a los dos puntos y la raya o guión largo me resultan sorprendentes, y no entiendo sinceramente su sentido. Cuando, como en el siguiente ejemplo, en el que se empieza con el estilo indirecto clásico para introducir luego el mensaje directo, una pregunta en este caso, no es posible usar la conjunción, lo que antecede a los dos puntos es, nada más y nada menos, que el sujeto gramatical de la pregunta transcrita directamente, el cual tendría en ella su lugar natural: “Arantxa le preguntó a su hermano si cuando compartía habitación con Joxe Mari, este: -¿No intentaba…?” (241). Llamadme clásica o antigua, pero no me gusta. Sé que las reglas están para romperlas, pero para mí hace falta una razón que no veo.

Menos aún entiendo la sorprendente afición a no completar las frases y poner tan tranquilamente un punto tras una preposición e incluso conjunción:

“Le causaba recelo la presencia de un tipo solitario en actitud de y con aspecto de.” (133) “Terminó la carrera siete años antes de, participó en aquel congreso de cirugía cardiovascular en Munich nueve años después de.” (296) “Hablaban de, decían que.” (422). “Esta no era como la primera, hosca, de militante peleón, rencoroso y malo y cabezota y.” (542) “Atendería a las necesidades económicas de Amaia en el caso de que.” (592).

Ya sé que el lector sabe casi siempre qué falta y puede completar él mismo la frase en caso de necesidad. Ya sé que los puntos suspensivos están mal vistos en los corrillos literarios. Puede que se pretenda aumentar la carga dramática de la expresión, pero yo veo sólo frases incompletas que no me generan otro sentimiento que la extrañeza y la incomodidad (no sé si tendré algún trastorno obsesivo de la personalidad en relación a esta necesidad de completación).

Luego estaría el uso y, a mi parecer abuso, de la adjetivación por medio del participio presente o de otras formas de crear adjetivos y sustantivos a partir de verbos. No puedo dejar de verlo como una forma de evitar una frase subordinada, más compleja, aun a costa de la belleza acústica del texto (y, lo siento, pero yo creo, como decía Unamuno, que se lee con los oídos, no con lo ojos). O sea, como una abreviatura, un síntoma de pereza. Tanto me ha extrañado que consulté a mi María Moliner y alguna gramática sobre el uso de esta forma verbal impersonal en castellano. No tanto para pillar al autor en un renuncio (libres son los autores de forzar el lenguaje lo que consideren oportuno, otra cosa será que reciban abucheos o aplausos por su intrepidez) como para comprender el efecto tan cacofónico que producen en mí. Antes de seguir, veamos los ejemplos (son muchos, pero necesarios, creo, para que los que no la hayáis leído os podáis hacer una idea de la frecuencia en la utilización de este recurso lingüístico):

“Apretante de dientes” (177); “su mayor deseo era estar sola, fuera del campo visual de aconsejadores, de empujadores de su silla, de alimentadores, protectores…” (195); “tropa bailante” (195); “dijo, masticante, mientras se limpiaba…” (310); “y hablaron, graves, secos, sorbentes de sopa, masticantes de chuletillas de cordero” (333); “te vuelve agresiva, azotante, porque te sabe sin defensas” (362); “la calificó, gritante, agresivo, de porquería” (385); “buscó tranquila, fotografiante, el río” (404).

Aparecen mezclados con otras peculiaridades estilísticas sorprendentes que aún no he mencionado: “Cuerpos extraños/respirantes/descalzos” (398); “levantaban brindadores/simpáticos, bromistas las jarras” (405). Creando pareados (un castigo kármico): “Y tiraron despacio, conversantes, bien avenidos, por la Gran Vía adelante” (410). ¿Más?: “Arantxa se sulfuraba, apretante de dientes, húmeda de ojos” (425); “sola y fregante en la cocina” (436); “se levantó para recibirla besador, elogiante” (486); “en Praga, como en Madrid, callejearon fotografiantes, visitaron interesados [¿no falta el qué?], se acoplaron con fines procreativos” (490); “Miren, apretante de labios, airada de ojos, buscó confirmación” (518); “su padre trató de ayudarla. Ella, hosca, rechazante, le dio a entender que no hacía falta” (519); “se afanó, no aceptante de limitaciones, con más rabia que destreza” (520); “saludadora”, “elogiadora”, “cabeceante” (todo de la página 542); “el escritor tomó la palabra, saludante, agradecedor de la invitación” (551); “caminaban uno al lado del otro, respirantes de la brisa marina” (557); “y hablaban, masticantes, untadores de pan en la salsa, al respecto” (597); “se enfadó mucho, berreante en su soledad habitacional” (600).

Tras mis consultas he averiguado que, aunque no incorrecto, el uso del participio presente (fuera de las formas de él que han sobrevivido), es como poco un arcaísmo. Salvo los que han acabado convertidos en términos independizados por completo de la forma verbal impersonal de la que proceden, que son muchos (amante, mediante, corriente, durante, cantante, alarmante, bastante…), el participio presente apenas se usa por razones evolutivas: ha perdido la capacidad que tenía en latín y todavía tiene en otras lenguas modernas (el alemán, por ejemplo, que tan bien conoce el autor) de llevar complementos directos o indirectos (de ahí esas fórmulas que usa Aramburu tan extrañas: “masticantes de chuletillas”, “aceptante de limitaciones”, “respirantes de la brisa” o “apretante de dientes”), y la ha perdido porque el castellano, en su evolución, siempre ha tendido a lo analítico en detrimento de lo sintético. Es decir, “eligió”, por ejemplo, decir “el que come lentejas” y no el “comiente lentejas” (porque esto, y no “de lentejas” es lo que diríamos si pudiéramos utilizar este participio como en sus orígenes o como aún usamos, por ejemplo, el gerundio, que sí es una forma impersonal en uso del verbo transitivo “comer”). Vamos, que, frente a la eficacia sintética de otras lenguas, a nosotros nos gusta ver y oír lo que estamos queriendo decir aún a riesgo de extendernos más. El uso insistente que hace Aramburu de esta forma verbal es claramente contrario a la que ha sido la lógica natural del castellano y no puede considerarse culta, como he leído en alguna loa. Arcaica o latinizadora, en todo caso, lo que no me parecen rasgos positivos. La lengua debe ser exprimida literariamente, sin duda, para que siga viva y no deje nunca de evolucionar, para que se enriquezca, para que llegue a ser capaz de decir lo todavía no dicho, pero no puede ser forzada hasta el punto de ir en contra de su instinto, y menos para decir cosas que se pueden y se han dicho mil veces antes. La opción de Aramburu es contra natura, absurda y produce esos monstruos tan “cultos” que he citado.

Ahora bien, y enlazando con esa pereza que me parecía vislumbrar en lo sintético de los participios presentes y otros adjetivos de origen verbal, nos encontramos con el uso apabullante de las barras y el misterioso matiz significativo que aportan en contraste con los guiones y las comas, las otras dos formas de yuxtaposición usadas en Patria, aunque con mucha menor frecuencia. Esas barras me han recordado mis tiempos de traductora: cuando no me terminaba de decidir por la expresión castellana más adecuada de un término, escribía todas las alternativas así, separadas por esa misma barra, y seguía adelante, dejando la decisión final por una u otra pendiente para la relectura. La primera vez que di con este “constructo” en la novela pensé sinceramente que era una errata que se le había escapado al autor, en algún momento indeciso entre ambos términos. Pero qué va. Rara es la página en que no aparecen estos artefactos. Para mí no tienen ningún sentido y se me ocurren infinitas maneras de expresar lo mismo, precisamente expresándolo y no yuxtaponiendo con un signo tan “administrativo”. Los ejemplos son inagotables:

“Inquieta/contrariada” (39), “entró/irrumpió” (43), “horror/compasión” (48), “pensando/temiendo” (101), “eran/éramos” (103), y así sin descanso hasta el “monologar/discutir acalorado, fanático, cagüendiosero” de la página 615.

Los hay de dos términos solos, pero también aparecen por parejas: “Triste/atónito, amedrentado/pusilánime” (44), “mezcla de dureza/desconcierto, inquietud/estupor” (222); “lamentaciones, gemidos, rabia/pena, dolor/dolor” (227); o duplicados: “Xabier besó/abrazó a su madre, besó/abrazó a Nerea” (127).

Los hay de tres términos: “mire/toque/agarre” (66), “naturalidad/sonrisa/pelito” (90), “deseo/suplica/exigencia” (137), “masajea/aprieta/besa” (364).

Y hasta de cuatro: “hablar/responder/protestar/pedir” (191).

Luego están los guiones, aunque mucho más raros: “paralizada-paralizada” (73), “serio-serio” (105), “triste-triste” (142), “ojos negros-negros” (465). La diferencia con el dolor/dolor citado antes, o con el “casi casi” sin más de la página 379, la ignoro. Y, por supuesto, están las lógicas y vulgares comas que tanto añoraba aunque mejoren poco el resultado: “Nerea refirió, expuso, detalló” (128), “sin perder tiempo actuó, hizo, organizó” (304).

A continuación encontramos la confusa trascripción del habla de los personajes, que se supone que casi siempre lo hacen en euskera, de modo que esas concordancias verbales cursivadas por incorrectas en castellano podrían no tener demasiado sentido. ¿O intentan reflejar un uso vulgar o incorrecto de su euskera? No sé a qué debo atenerme en este caso. Sobre todo porque me han chocado en muchas ocasiones las combinaciones que de los tiempos verbales hace el propio narrador. Me faltan conocimientos para juzgar su corrección y fuerzas para consultarlo, pero yo, desde luego, no lo hubiera escrito así: “Como se dieran cuenta de que el objetivo, un hombre gordo de unos sesenta años, aparcaba de costumbre el coche en un descampado próximo al taller, pensaron…” (449). “La tapia, si la habrías hecho de cemento, no te pasa esto” (54), dice un compañero de trabajo a Joxian, y aquí supongo que no se ha cursivado el “habrías”, como en otras ocasiones, por error. Pero antes hemos leído: “No es que a Bittori se le hubiera pasado por el pensamiento hacer grabar en la lápida una explicación sobre el fallecimiento de su marido; pero basta que la quieran disuadir de una cosa para que se empeñe en ponerla en práctica” (22). Aunque no podría asegurar si no nos encontramos aquí con ese estilo indirecto libre del que hablábamos al principio y esto lo diga algún personaje, por más que el texto no permita saber quién. Alguien tan cercano a Bittori como para jactarse de conocerla íntimamente y hablar así de ella, con cierta familiaridad socarrona y en el presente de la acción, no en el pasado de la narración.

Y, por último, ciertas incongruencias disculpables dada la magnitud del texto, como la de mirar a los ojos de la persona con la que se está hablando por teléfono (Xabier a su madre en la página 100), o por qué Arantxa tiene que escribirle a mano una carta a Joxe Mari cuando podría imprimir el texto desde su ipad (dos páginas, la 520 y 521, se dedican a buscar una solución a este problema). Descripciones vacuas: “Las dos mujeres, con estas y aquellas características físicas, iban sentadas una al lado de la otra” (33). Y algunas elecciones terminológicas de muy dudoso gusto, y que encima se repiten: “Una mano tibia y suave. La de una mujer que ha conocido decepciones y seguro que sufrimientos; que ha trabajado mucho; que ha cogido, llevado, levantado, y que es, era, un maravilloso instrumento de placer” (297), dice Xabier. Y su hermana, Nerea, insiste: “¿Me escribirá, no me escribirá? Si cumple la promesa es que hay amor; si no, habré sido un simple instrumento para conseguir orgasmos” (323). Y otra vez, de boca de un hombre: “Eres mi Nerea, la only one. Que no te quepa la menor duda. En cambio, las suministradoras de orgasmos con las que me acuesto sin saber dónde viven o cómo se llaman, desde el punto de vista de los sentimientos, no significan nada para mí. Repito: na-da. Son un instrumento de placer” (484). Que un gañán, como éste del “only one”, se refiera a una mujer como “instrumento de placer” (o suministradora de orgasmos) estaría justificado por su propia condición. Que lo diga, y con sincero afecto por la mujer aludida, el culto y discreto Xabier, o una mujer joven y liberada sexualmente como Nerea de sí misma, no tiene justificación. El sexo por puro placer, lúdico, no convierte ni a la mujer ni al varón, ni a ninguna de sus partes (manos, pies, vaginas, penes), en artilugios sexuales o en simples medios para orgasmos ajenos (y menos siempre masculinos). Ni ahora ni en el momento histórico en el que se sitúan los personajes. Esto es cosa del narrador que debería hacerse mirar.

Hay redundancias: “Había en él [el aire del comedor] una tensión como de materia elástica que en cualquier momento se puede romper. Los niños, que a su manera también debían notar el inquietante fenómeno, callaban” (435), y un párrafo después: “Y en el aire, entre las cabezas inclinadas sobre los platos, seguía aquella tensión aéreo-humana, perceptible hasta para los niños, que otras veces solían mostrarse vivarachos, ahora extrañamente silenciosos” (436). Y para finalizar esta primera parte de la reseña, tenemos la página 541, en la que encontramos una “boca torcida de labios”, un silencio “taladrante de oídos” y una “angustiosa angustia”, como un digno colofón. Que me perdone mi arrogancia quien corresponda, pero no, no compro (¡oh, no! ¡Si ya lo compré!).

2 comentarios:

  1. No sé porqué desconfié de este libro desde el principio, pero tanta y abrumadora crítica posible me llevó a comprobarlo. Pero esa desconfianza inicial la mantenía (sin saber las razones) y eso hizo que lo colocara en la estantería de libros que no tengo prisa por leer.
    Al poco empecé a ver comentarios no tan ensalzadores y me di cuenta que definitivamente, haría esperar este libro. Y ahora tu opinión, que aunque de momento se centra en lo "formal" me da más argumentos. Sé que lo leeré algún día, cuando ya haya olvidado todos los comentarios. Pero intuyo por donde irán mis sensaciones lectoras.

    Un abrazo

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  2. Espero que la decisión de seguirla dejando de momento en la nevera no impida q leas la segunda parte de esta reseña. Es una novela como tantas (regular tirando a floja), pero le han hecho un flaco favor poniéndola por las nubes. Han ampliado sus ventas, pero elevado las expectativas y haciendo más dura la caída. No sé a qué ha obedecido ese exceso crítico.
    En un par de días, el qué. Y luego, a olvidarla.
    Gracias, Ana, por la lectura (algo pesadilla).

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