"La homosexualidad, en efecto, no es ventaja alguna, pero no es nada vergonzoso, ni vicioso, ni degradante. Simplemente no puede clasificarse como enfermedad". Sigmund Freud.
Empezó a ser feliz desde el instante en que decidió quitarse la careta. Durante años vivió sumido en un mar de contradicciones, aferrándose a la normalidad de la que disfrutaba escondido tras un matrimonio absurdo. Casi desde el primer día intuyó que ella no se convertiría jamás en el amor de su vida. Sin embargo, a su manera, la quiso, y sin darse apenas cuenta, se descubrió intentando compensarla por su incapacidad para ofrecerle algo más que un cariño sincero y desinteresado.
Un buen día decidió que aquella farsa había durado ya demasiado tiempo y, desde entonces, volvió a formar parte de mi vida, de la que había permanecido ausente durante los años que sostuvo su particular mentira. Cuando decidió coger el teléfono y contarme su historia, no le hicieron falta demasiadas palabras. Porque nosotros disfrutamos siempre de esa complicidad que se establece con muy pocas personas a lo largo de la vida y, afortunadamente, habíamos conseguido mantenerla a pesar de la distancia. Recuperar esa especial química de la que siempre habíamos alardeado no nos costó más allá de un solo asalto.
Por eso en estos días me he sentido tan indignada como él cuando he sido testigo de que, transcurridos diecisiete años del nuevo milenio, todavía existen cavernícolas capaces de considerar la homosexualidad como una enfermedad para la que aún no existe cura. No daba crédito cuando leí aquel mensaje de whatsapp, pero era cierto y estaba escrito. Las jornadas festivas que se celebran en Madrid durante estos días para reivindicar los derechos del colectivo LGTBI, eran definidas como “una reunión de enfermos” y consideradas poco menos que un sacrilegio para las personas de bien.
Desde entonces no he parado de darle vueltas al asunto. Mi amigo decidió pasar página y no darle más importancia de la estrictamente necesaria, pero a mí me ha provocado un sentimiento difícil de explicar. Por un lado, me causa perplejidad la ignorancia supina de tantas mentes que se consideran a sí mismas “sanas”, cuando lo único que se evidencia tras sus palabras es que el verdadero problema lo sufren ellos mismos. Y voy bastante más allá, porque si de algo estoy segura es de que el rechazo que les produce aceptar lo que consideran una conducta aberrante es directamente proporcional al placer que, en secreto, vislumbran tras ella. Sí, estoy convencida de que, históricamente, tras los mayores homófobos que han pisado la tierra, lo que de verdad se esconde es un homosexual aterrorizado por salir a la luz. Ya sé que esta teoría no está basada en ningún estudio científico, pero es la única explicación que encuentro a tanta sinrazón. Hoy mismo me he topado en las noticias con un sacerdote clamando a voces desde su púlpito contra aquello que considera un pecado mortal. El mismo que, probablemente, callará ante los abusos probados a niños que durante años algunos representantes de la Iglesia han cometido sin pudor. No hemos avanzado nada, he pensado para mí.
Por eso, a toda esa gente que todavía piensa que celebrar el Orgullo es un sinsentido en los tiempos que corren, únicamente les preguntaría qué pensarían ellos si recibieran en su móvil un mensaje del tipo del que recibió mi amigo, tachándole de enfermo por su opción sexual. Y como me siento orgullosa de situarme en el extremo opuesto de los que opinan de tal manera, me he decidido a escribir este post, que ya sé que no es gran cosa y que tampoco va a descubrir nada nuevo, pero al menos me produce un cierto desahogo. Mi amigo ya sabe que yo le quiero tal cual, desde mucho antes de casarse, durante el tiempo que duró su matrimonio y en la actualidad, cuando se ha lanzado a recuperar el tiempo perdido. A veces le digo, oye, serénate un poco, con lo mayor que eres y la actividad que tienes, a ver si vas a caer enfermo, dicho esto en el sentido estricto del término, claro está. Pero luego le miro, le veo tan feliz y desprendiendo dosis tan altas de autenticidad y de energía que sólo me queda darle las gracias por ser un valiente y haberme permitido volver a formar parte de su vida.
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