Yayoi Kusama (2009) |
Por J. Teresa Padilla
Me he autodiagnosticado SESE (acrónimo de "síndrome de estupidez sobrevenida estival"). Primero he agrupado mis síntomas y creado este trastorno con el fin de que los explicara. Me queda redactar el paper y conseguir que se publique en alguna revistilla anglosajona, que es lo que da prestigio por más que se demuestre una y otra vez que les cuelan de todo. La tramposa circularidad salta a la vista, luego nada se explica aquí por más que resulte tranquilizadora la existencia de un nombre que da “realidad” (normaliza y ordena) a este conjunto mío y rebelde de sensaciones y actividades (o inactividades). Lo peor no es que yo me haga estas trampas para empezar con algo de humor una entrada de estos Diarios. Lo peor es que realmente funcionan así las cosas en muchas disciplinas científicas, sociológicas y psicológicas, mayormente, pero también médicas: cuando no se encuentra alguna de las causas establecidas de lo que te pasa, la enfermedad pasa a apellidarse idiopática (forma culta del “ni puta idea” o, para respetar la etimología, de “lo tuyo es muy tuyo”), a no ser que aparezca asociada a determinados anticuerpos en sangre. Entonces pasa a ser autoinmune (el famoso lupus del Dr. House o algún otro trastorno de imposible comprobación y muy imprevisible respuesta a los tratamientos) y, si coincide temporalmente con un cáncer, paraneoplásico, más que nada porque no va a dar la casualidad de que uno pille (es un decir) un cáncer y una enfermedad autoinmune a la vez. Claro que, igual que hay médicos que no creen en las casualidades, los hay que no creen en las paraneoplasias. Mi, como yo lo llamo, “médico jefe”, no cree. Un año ha esperado para decírmelo mientras yo le contaba como una boba lo que me hacía la internista para tratarme sin éxito mi paraneoplasia particular. Mi “médico jefe” y yo tenemos problemas graves de comunicación. Es de los que opina que los pacientes ya tenemos suficiente con lo nuestro como para que encima nos den explicaciones que irremediablemente (carecemos de la formación necesaria y estamos emocionalmente inestables) vamos a entender mal. Por eso, en lugar de preguntarle los detalles de su escepticismo, compartí mi hallazgo con mi “médico subjefa”, o sea, la internista. Entonces descubrí que hay médicos que efectivamente no creen en lo paraneoplásico igual que ella, por ejemplo, sí cree, aunque no crea, digan lo que digan otros, en la fibromialgia.
Aquí ya me dieron ganas de llorar, porque mi vida está en diversas manos todas ellas pertenecientes a integrantes de un gremio con demasiadas, para mi gusto, creencias e increencias propias, lo que da a los tribunales médicos un parecido aterrador con los kafkianos. Porque si malo es tener una enfermedad idiopática o paraneoplásica, pobres de los diagnosticados con enfermedades psicosomáticas, en las que, con total certeza, habrá médicos que crean y otros que no. A punto estuve yo de ser clasificada en ese grupo y ya tenía cita con el psiquiatra cuando me salvó (bastante irónicamente) la campana. Pensaréis que es mejor estar loca que tener una enfermedad potencialmente mortal, pero no os creáis. Aparte de que la locura también es potencialmente mortal, resulta que hay personas en silla de ruedas por supuestos trastornos psicosomáticos. A mí esto me parece crueldad médica (como no sé lo que te pasa, la culpa la tienes tú) y más teniendo lo idiopático ahí a mano para disimular o reconocer la ignorancia, según. Durante el poco tiempo que fui una enferma psicosomática pude experimentar la indiferencia que causa en tu entorno este sufrimiento que ellos consideran fingido, teatral. Los médicos creerán unos en unas cosas y otros en otras, pero nadie, salvo algún médico, cree en la realidad de las dolencias autoinflingidas mentalmente. No digo que duden de la existencia de locos, pero sospecho que no comprenden su sufrimiento. Hasta parecen no reconocer que realmente sufran, que su dolor sea auténtico. Y es que, a veces, los locos nos hacen reír.
Los dementes, en ocasiones, nos recuerdan a los niños que, a su vez, nos recuerdan a los locos (y aquí saltaría Marisa para tararear el “locos bajitos” de Serrat). La remisión recíproca nos hace sonreír. A nosotros, sí, que no estamos aún locos, pero somos algo idiotas y nos cuesta admitir que los niños puedan sufrir otra cosa que dolores con causas evidentes y, sobre todo, pasajeros. Cuando lo recordamos se cierne sobre nuestra sonrisa una sombra que, o bien la deshace, o bien la convierte en un mero gesto de cortesía dirigido no se sabe si al loco o a los que sonreían con nosotros.
Desgraciadamente hay personas que, además de idiotas, son crueles. Las personas crueles nunca sonríen tontamente. En eso aparentan ser más listos que nosotros, pero es pura apariencia. Simplemente no pueden y disimulan su incapacidad con una carcajada grotesca. Son esos que se mofan de los raros o locos provocando las situaciones irrisorias. Para ellos y para todos los que, cobardes, les ríen sus gracias. También están los que los desprecian. Algunos no llegan a tanto y sólo los evitan, y en este grupo entramos casi todos. Porque los locos nos avergüenzan. Un poco por lo que hacen o dicen, tan fuera de la norma, de los usos y costumbres que regulan nuestra convivencia. Pero a mí, sobre todo, me hacen avergonzarme de mí misma.
Están ahí. Solos. Diciendo o gritando algo que no puedo entender. No me atrevo a acercarme a ellos y probar a hablarles. No me atrevo a tocarlos. Puede que me den un manotazo, me empujen o insulten, aunque tampoco ésta es una violencia lo suficientemente grave para explicar el temor. Yo creo que me avergüenza la impotencia, la seguridad del fracaso. Hagas lo que hagas, digas lo que digas, todo va a seguir igual. A veces intuyes y otras percibes claramente ese sufrimiento que apenas son capaces de exteriorizar, el de estar encerrados en la cárcel en que se ha convertido su cerebro torturador, pero no sabes cómo sacarlos, aunque sea un instante, de allí. Lo intentas, pero pronto lo dejas, porque no puedes soportar esa mirada que se pierde detrás de ti haciéndote sentir invisible. Porque no encuentras nunca esa palabra que luchan desesperadamente por encontrar y que nunca, nunca, es la que tú les propones. Ni la podrían reconocer si te la oyeran, porque su búsqueda no les permite escucharte.
Y llegará un día en que callen. El frágil hilo que nos mantiene unidos se romperá y ellos, como un globo de helio, se perderán del todo en su laberinto interno. Entonces nos podremos hacer la ilusión de que no sufren, de que ya no se pelean desesperadamente con esas palabras malignamente esquivas. Pero es algo en lo que queremos creer, porque saber, no sabemos una mierda de lo que está pasando. Y pienso en la muerte y en su crueldad infinita y multiforme, en las mil maneras de morir en vida.
El día está gris y bochornoso. Y la lluvia no consigue arrancar ningún olor a la tierra, cubierta por el asfalto. Será por eso.
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