Ginger Rogers y Fred Astaire |
Por Esperanza Goiri
El primer baile que recuerdo es el que ejecutaba de niña subida a los pies de mi padre y agarrada a su cintura. Yo simplemente me dejaba llevar, él daba ligeras vueltas y pasos suaves hacia delante y detrás. Siempre acabábamos con un gran y alocado giro final que me encantaba. Cuando fui creciendo, esas sencillas coreografías desaparecieron ante la incapacidad de las sufridas extremidades inferiores de mi progenitor para aguantar mi creciente peso.
Mi siguiente experiencia dancística fue quedarme embobada
viendo las evoluciones de los grandes y clásicos bailarines de las películas
americanas que se veían en casa: Ginger, Fred, Gene, Cyd… Dotada de
una imaginación desbordante, no me costaba nada fantasear y verme protagonista
de todos y cada uno de sus bailes, que yo practicaba con maestría y glamour en brazos de esos galanes, algo
trasnochados pero llenos de encanto. Curiosamente, aunque también me gustaban
sus filmes, no me producían el mismo efecto los coordinados y estudiados
movimientos de Shirley Temple. Tal vez porque a mí lo que me gustaba era
dejarme llevar, e intuía el tiempo y esfuerzo que la pobre Shirley era obligada a invertir en cada uno de sus números. Astaire
y Rogers, Kelly y Charisse fluían, parecía que en ellos era natural
moverse armónicamente al son de la música. Ya de jovencita, cómo no, me dejé
atrapar por los bailoteos de los protagonistas de Fame, Grease, Footloose, Dirty Dancing y Fiebre del sábado noche.
Siempre me ha fascinado ver bailar bien. Pero bailar bien,
de verdad. Creo que cualquiera, a base de ensayar y machacar durante horas unos
pasos concretos, puede ejecutarlos técnicamente de una manera correcta, pero
carente de emoción y magia; de la
misma manera tengo la certeza de que hay gente que nace con un don, un talento
innato para cualquier tipo de danza. Son aquellos a los que no puedes quitar
los ojos de encima y de los que sigues sus cadenciosos desplazamientos como en
un trance. El milagro puede suceder en una boda: esas parejas maduras que,
perfectamente compenetradas, te bailan un pasodoble como Dios manda; en plena
calle bonaerense ante unos anónimos y sensuales bailarines de tango; en la Gran
Vía madrileña, admirando a un joven africano que se mueve al sonido de sus
cascos, ajeno al mundo. Se tiene o no, el arte.
Por eso, y siendo una como es, de naturaleza tímida, siempre
me ha costado dejarme llevar por la pista de baile. Digamos que he necesitado
alguna “ayudita” para soltarme y entregarlo todo. Eso sí, cuando se ha dado el
caso, era un no parar. De ello dan fe unas bailarinas rojas nuevas que, tras
una noche de furor y meneo en las fiestas de una población costera, llegaron
destrozadas y fueron directas a la basura. Es lo que tenemos los vergonzosos:
pasamos de cero a cien, y hasta a mil, para volver otra vez a la casilla de
salida sin solución de continuidad.
Foto: Pixabay |
El caso es que ahora bailar, lo que se dice bailar, lo hago
solo en casa con Vito, mi perro, que le entra a cualquier género con notable
entusiasmo y siempre tiene su carnet de baile disponible para mí. Aunque, siendo
sincera, he de confesar que también me muevo al son de una compañera de baile
tenaz, y a ratos molesta, que me lleva agarrada, a veces con furia y otras con
delicadeza, que me enreda y atrapa en sus evoluciones sin darme respiro. Sí,
últimamente bailo mucho con la duda. No sabría explicaros la razón. No creo que
me haya vuelto más indecisa, puede que sí algo más perezosa. Hay decisiones
ingratas de tomar que te esperan congeladas dentro del frigorífico y dudas cómo
acometerlas. Tú sabes que están ahí, a la espera de que las saques de una vez a
temperatura ambiente y las dejes evaporar. Otras, en cambio, te hacen sentir cierto
regodeo ante la deliciosa incertidumbre de elegir entre opciones igualmente
satisfactorias. También los años te enseñan a asumir las consecuencias de tus
resoluciones para ti y para los demás. Por eso en determinados momentos
titubeas y te lo piensas mucho antes de actuar. Esta mañana la duda ha
encendido la radio, y mientras resuena por toda la casa la popular canción: “Quizás, quizás, quizás…”, me
invita a bailar. Las dos sabemos que no me queda más remedio que aceptar.
Dudar no es malo, aunque muchos piensen lo contrario.
ResponderEliminarSí, siempre han tenido mejor prensa los decididos. Pero creo que una duda a tiempo puede evitar muchos desastres.
EliminarLe encanta tu respuesta a Rodima. Es que ella es la duda personificada y por eso te entiende tan bien.
ResponderEliminar"La duda es el principio de la sabiduría"(Aristóteles). Ahí lo dejo.
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