jueves, 24 de enero de 2019

El yogur de fresa

Foto: J. Teresa Padilla
“Sara comprendió que tenía que guardar silencio. Aquellas fiebres le habían otorgado el don del silencio. Se volvió obediente y resignada. Había entendido que los sueños sólo se pueden cultivar a oscuras y en secreto. Y esperaba. Llegaría un día –estaba segura- en que podría gritar triunfalmente: «¡Miranfú!». Mientras tanto, sobreviviría en su isla” (C. Martín Gaite, Caperucita en Manhattan).

“El entrenamiento diario de la soledad se convierte poco a poco en una tortura tal que al final, bañada en sudor, la soledad se pone a hablar”. (I. Kertész, Diario de la galera).


Por J. Teresa Padilla

Hay sucesos, mínimos y fugaces, que no se merecen el olvido. Tampoco, desde luego, tienen su lugar en un periódico y, aún menos, en un libro de historia. A pesar de ello, la testigo intenta retenerlos en su memoria y, cuando desconfía de ella, los cuenta una y otra vez fiando en la de los demás la permanencia de su pequeña y preciosa anécdota o, si puede y no teme hacerlo, la escribe. Ha decidido atreverse.

Sabe de personas cercanas que han temido escribir hasta su nombre de tanto como les han recordado a lo largo de su vida lo mal que lo hacen, la mala caligrafía que tienen y las faltas de ortografía que cometen: su casi inexistente instrucción. ¡Estudios primarios! Ésa era la casilla que había que marcar cuando no se tenía ningún título (era un simple certificado), cuando sólo se había acudido a clase de forma esporádica y apenas se sabían “cuentas”, leer y escribir (con una dificultad que provocaba la risa de otros mejor formados e invitaba a evitarlo cuanto fuera posible). Algunas de esas personas aprovecharon los programas de formación de adultos para conseguir por fin el ansiado título de graduado escolar. Por lo que sabe, no perdieron del todo ese miedo a la palabra escrita, pero ganaron la confianza de que la sociedad, en la persona de los maestros (esos admirados titulados superiores), sancionara al aprobar sus exámenes y conceder el título su pertenencia a un mundo hasta entonces vedado. No era el de la cultura (esa cumbre al alcance tradicionalmente de una minoría menos ocupada), sólo el modesto mundo laboral, el de las personas reconocidas capaces y válidas que podían apuntarse a las “Bolsas de trabajo”.

Reconoce este miedo reverencial a la palabra impresa, más o menos superable una vez se ha adherido a la piel, pero también, en el otro extremo, la familiaridad que raya en la falta de respeto. La de aquéllos para los que la lengua es un mero instrumento, un medio para un fin. O incluso sin él: la del que escribe por escribir, para demostrar que pertenece a esa élite de los que pueden, de los que poseen la misma lengua que los otros no podían evitar temer estar mancillando con sus rústicas manos.

Se debería poder respetar sin temer, pensaba a sabiendas de que hacía falta más de una generación para perder un miedo que sabía le habían legado y del que deseaba librarse, pero segura también de que no quería para sí la certeza de los otros. Y, sin embargo, no podía negar que la educación que había tenido el privilegio de recibir consistía, precisamente, en apoderarse de los conocimientos y las lenguas, en dominar las materias, en adquirir destrezas. Los términos que se utilizaban para describir su objetivo no eran inocentes y la desenmascaraban. Pertenecían a un lenguaje de poder y control, de utilidad. Un lenguaje que no tiene sentido sin la existencia de los antónimos correspondientes (sumisión, impotencia o ineptitud). En este contexto no sólo no se podía, sino que incluso no se debía respetar sin temer, así sin más, porque a eso se le llama amar, y no es posible amar lo que ha de ser poseído, dominado o controlado con el objetivo fundamental de conferir al educando una mayor funcionalidad y eficacia social o económica. De hacer de él “alguien en la vida”, una persona de provecho. Porque, sí, mientras reflexionaba aparentemente sobre conceptos abstractos para no hacerlo sobre asuntos más dolorosos como su propio fracaso en esta carrera de consecución de objetivos, se percató de que en esta dinámica que se oculta bajo el lenguaje usado al hablar de la enseñanza (en general y, en particular, la de la propia lengua), y que se puede resumir en “aprender a usar”, acaba por sucumbir a la condición de puro medio hasta el triunfador, el que cumple satisfactoriamente las expectativas. Nada merece al final respeto. Todo es medio para otra cosa. Algo que se usa hasta que se desecha, y el que se puede desechar es el hablante contingente, pues, por pervertida y pobre que resulte en este uso instrumental, la lengua siempre será necesaria.

F. de Goya. Saturno devorando a su hijo -detalle-. (1819-23)
En parte por rebelarse contra este mundo, con el que se alía la mala educación y hasta cierto lenguaje, y contra aquellos presuntos legítimos dueños del lenguaje a los que daba lugar (para terminar comiéndoselos un día como Cronos a sus hijos), decidió escribir. Sin tener muy claro si podía o debía. Orgullosa de haber heredado algo de esa inseguridad que había visto sufrir tan de cerca y que le recordaba que nunca sería, pero tampoco quería ser, la propietaria de la lengua que usaba. Pero sólo en parte. Al fin y al cabo, resistir ante la realidad dominante, que se disfraza de necesaria cuando en el fondo es un fantasma que se alimenta del miedo (al fracaso, al desprecio, a la sumisión, al hambre y al dolor), es una reacción pasiva, una forma de decir “no”. Algo estéril si no responde a un “sí” más profundo. Como, en su caso, el amor. A las palabras, sí, pero sobre todo a las contingencias. Había hechos menudos e insignificantes que arrancar de las fauces devoradoras del olvido, del tiempo. Así había empezado a escribir. Y tras la duda (y el rodeo de la reflexión), arriesgándose a no hacer sino añadir más cháchara absurda a un mundo absurdo, decidió que aún más respeto que las palabras, lo merecían quienes las pronunciaban y, en ocasiones, hacían milagros con ellas.

Como el que propició aquella mujer que, a primera hora de la tarde de la víspera de Año Nuevo, desde una silla de ruedas y con un rosario de plástico en la mano, antes de que el que parecía ser su hijo la bajara del autobús medio vacío que conducía al extrarradio, nos deseó con voz alta y clara la salud que le faltaba a todos los que seguían viaje. Y a la respuesta rotunda, nítida y emocionada del conductor, siguieron otras palabras que le deseaban lo mismo a ella, le agradecían las suyas y la bendecían. Todos dejaron por un instante sus pensamientos, sus preocupaciones o sus móviles, su cansancio de casi todo, para responder con gratitud y desear de corazón a aquella mujer impedida lo que difícilmente iba a poder recuperar el año a punto de empezar y ella había pedido en voz alta para ellos.

Quizá no pasara nada, piensa mientras relee lo que ha escrito: una felicitación más entre tantas frases hechas que se dicen esos días. Pero no. Pasó. Estaba allí. Lo recuerda todavía. Y siente la impotencia de no ser capaz de transmitirlo.

Rehará sus frases las veces que haga falta, porque no puede suponer que otro viajero lo haga. Porque, aunque lo hiciera, quizá viera otra maravillosa, pero diferente, contingencia. Nadie puede contar estas diminutas nimiedades por nadie. Como nadie más que ella podía describir la resignación en la mirada y el gesto de aquella otra mujer que, en la sala de estar del ala de oncología de un hospital público y ante el inminente fallecimiento del familiar al que había acompañado noche y día, aprovechaba que otros familiares y amigos le visitaban en gran número (asemejando esta última visita a un velatorio en vida) para recoger lo que guardaba en un frigorífico de uso comunitario que allí había y ya no iba a necesitar. Era poca cosa, pero había un delicioso yogur en tarro de cristal en cuyo fondo destacaba, bajo el blanco, el rojo de la mermelada de fresa. Un dulce para compensar, se supone, la amargura de aquellos días. Se marchaba como una autómata triste y ciega cuando reparó en ella, sola con su pijama azul en aquella sala que los voluntarios de AECC habían intentado hacer acogedora, aunque las puertas que conducían a la terraza estaban cerradas con candados contra medidas desesperadas. Y le ofreció el yogur, el de fresa. No se atrevió a aceptarlo por un miedo irracional y, desde entonces, no dejó de reprocharse nunca la cobardía que le impidió aliviar la carga de aquella mujer con el simple gesto de aceptar aquella golosina tan íntimamente cercana a la muerte.

Al final, piensa, puede que no se tratara de salvar minucias del olvido, sino a una misma de esas culpas mezquinas en que el miedo te enfanga. Y sigue, sigue dándole vueltas a cómo conseguir el perdón con palabras y a rehacer, una y otra vez, el mismo texto.


3 comentarios:

  1. Qué espléndida combinación de tristeza y de fuerza! Martín Gaite seguro que habría enviado un sobrio abrazo, quizá en silencio, a la autora de un texto tan bueno

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